15

Myron se sentó en el avión y pensó en su viejo amor, Jessica.

¿No debería alegrarse por ella?

Ella siempre había sido apasionada hasta el punto de hacerse pesada. A su madre y a Esperanza no les caía bien. Su padre, como un conductor de la tele, se mantenía neutral. Win bostezaba. Según él, las mujeres eran dignas de ser llevadas a la cama o no. Jessica, sin duda, era digna de ser llevada a la cama, pero después de eso… ¿qué?

Las mujeres creían que a Myron le cegaba la belleza de Jessica. Escribía como un ángel. Era más que apasionada. Pero eran diferentes. Myron quería vivir como sus padres. Jessica se mofaba de esa tontería idílica. Era una constante tensión que tanto les alejaba como les atraía.

Y ahora Jessica se casaba con Stone, un tipo de Wall Street. Big Stone, pensó Myron. Rolling Stone. The Stoner. Smokin' Stone. El Stone Man. *

Myron le odiaba.

¿En qué se había convertido Jessica?

Siete años, Myron. Eso cambia a una persona.

Pero ¿tanto?

El avión aterrizó. Miró el teléfono mientras el avión se dirigía a la terminal. Había un mensaje de texto de Win:

TU AVIÓN ACABA DE ATERRIZAR.

POR FAVOR, REGODÉATE EN TU BROMITA DE QUE TRABAJO PARA LAS LÍNEAS AÉREAS. TE ESPERO EN EL PISO INFERIOR, FUERA.


El avión redujo la marcha al acercarse. El piloto pidió que todos permanecieran en sus asientos con los cinturones abrochados. Casi todo el mundo ignoró su petición. Se oía el chasquido de los cinturones al abrirse. ¿Por qué? ¿Qué ganaba la gente con ese segundo de más? ¿Es que tanto nos gusta transgredir las normas?

Pensó en llamar a Aimee al móvil otra vez, pero podría excederse. ¿Cuántas veces podía llamarla, al fin y al cabo? La promesa había sido muy clara. La acompañaría donde quisiera. No haría preguntas. No se lo diría a sus padres. No debería sorprenderle que, después de esa aventura, Aimee no quisiera hablar con él durante unos días.

Bajó del avión y se dirigía a la salida cuando oyó que le llamaban.

– ¿Myron Bolitar?

Se volvió. Había dos: un hombre y una mujer. La mujer era la que le había llamado. Era menuda, no mucho más de metro y medio. Myron medía metro noventa y cinco. La miraba desde lo alto. Ella no parecía intimidada. El hombre que la acompañaba llevaba un corte de pelo militar. También le sonaba vagamente.

El hombre sacó una placa. La mujer, no.

– Soy Loren Muse, investigadora del condado de Essex -dijo ella-. Él es Lance Banner, detective de la policía de Livingston.

– Banner -dijo Myron automáticamente-. ¿Eres hermano de Buster?

Lance Banner casi sonrió.

– Sí.

– Es un buen chico. Jugué al baloncesto con él.

– Lo recuerdo.

– ¿Cómo le va?

– Bien, gracias.

Myron no sabía qué ocurría, pero había tenido experiencias con las fuerzas del orden. Por puro hábito, cogió el móvil y apretó una tecla. Era su marcación rápida. Llamaría a Win. Win apretaría la tecla de «silencio» y escucharía. Era un viejo truco entre ellos que hacía años que no utilizaba Myron, y ahí estaba, con agentes de policía, cayendo en las viejas costumbres.

De sus pasados tropiezos con la ley, Myron había aprendido algunas verdades básicas que podían resumirse así: que no hayas hecho nada malo no significa que no estés en apuros. Es mejor partir de esa base.

– Queremos que nos acompañe -dijo Loren Muse.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– No le retendremos mucho rato.

– Tengo entradas para los Knicks.

– Intentaremos no interferir en sus planes.

– Abajo. -Miró a Lance Banner-. En la fila de los famosos.

– ¿Se niega a venir con nosotros?

– ¿Me están arrestando?

– No.

– Entonces, antes de acompañarles, me gustaría saber para qué.

Loren Muse no vaciló esta vez.

– Se trata de Aimee Biel.

Plaf. Debería haberlo previsto, pero no lo había hecho. Myron dio un paso atrás.

– ¿Está bien?

– ¿Por qué no nos acompaña?

– Le he preguntado…

– Le he oído, señor Bolitar. -Le dio la espalda y empezó a caminar hacia la salida-. ¿Por qué no nos acompaña para que podamos hablar?


Lance Banner condujo. Loren Muse se sentó a su lado. Myron se acomodó atrás.

– ¿Está bien? -preguntó Myron.

No le contestaron. Estaban jugando con él, Myron lo sabía, pero no le importaba demasiado. Quería saber cómo estaba Aimee. El resto era irrelevante.

– Díganme algo, por el amor de Dios.

Nada.

– La vi el sábado por la noche. Pero eso ya lo saben, ¿no?

No le respondieron. Él sabía por qué. Por suerte el trayecto era corto. Eso explicaba su silencio. Querían grabar su confesión. Seguramente necesitaban toda su fuerza de voluntad para no decir nada, pero pronto lo tendrían en una sala de interrogatorio y lo grabarían todo.

Entraron en un garaje y le llevaron a un ascensor. Bajaron en el octavo piso. Estaban en Newark, en los juzgados del condado. Myron ya había estado allí. Le llevaron a una sala de interrogatorio. No había espejo ni por lo tanto cristal reversible. Eso significaba que la vigilancia se hacía a través de una cámara.

– ¿Estoy arrestado? -preguntó.

Loren ladeó la cabeza.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– No me venga con ésas, Muse.

– Por favor, tome asiento.

– ¿Ya me han investigado? Llame a Jake Courter, el sheriff de Reston. Él responderá por mí. Hay otros también.

– Llegaremos a eso enseguida.

– ¿Qué le ha ocurrido a Aimee Biel?

– ¿Le importa que filmemos la entrevista? -preguntó Loren Muse.

– No.

– ¿Le importa firmar una renuncia?

Era una renuncia a la Quinta Enmienda. Myron sabía que no debía firmarla -era abogado, por Dios-, pero no lo tuvo en cuenta. El corazón le latía aceleradamente. Algo le había ocurrido a Aimee Biel. Ellos debían creer que sabía algo o estaba implicado. Cuanto antes acabaran y le eliminaran, mejor para Aimee.

– De acuerdo -dijo Myron-. Dígame qué le ha ocurrido a Aimee.

Loren Muse abrió las manos.

– ¿Quién dice que le ha ocurrido algo?

– Usted, Muse. Cuando ha venido a buscarme al aeropuerto. Ha dicho «Se trata de Aimee Biel». Y como, modestia aparte, tengo unos asombrosos poderes de deducción, he deducido que dos agentes de policía no han venido a decirme que se trata de Aimee Biel sólo porque ella a veces haga globos con el chicle en clase. No, he deducido que algo debe de haberle ocurrido. Por favor, no me castigue por tener este don.

– ¿Ha acabado?

Había acabado. Cuando estaba nervioso, se ponía a hablar.

Loren Muse cogió un bolígrafo. Ya tenía un cuaderno sobre la mesa. Lance Banner se quedó de pie y en silencio.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Aimee Biel?

Decidió no volver a preguntar qué le había ocurrido. Muse quería jugar a su manera.

– El sábado por la noche.

– ¿A qué hora?

– Creo que entre las dos y las tres de la madrugada.

– Entonces era el domingo por la mañana y no el sábado por la noche.

Myron se tragó el comentario sarcástico.

– Sí.

– Ya. ¿Dónde la vio por última vez?

– En Ridgewood, Nueva Jersey.

Ella escribió algo en su cuaderno.

– Dirección.

– No lo sé.

Dejó de escribir.

– ¿No lo sabe?

– No. Era tarde. Ella me indicó el camino. Yo sólo seguí sus indicaciones.

– Ya. -Dejó el bolígrafo-. ¿Por qué no empieza por el principio?

La puerta se abrió de golpe. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta. Hester Crimstein entró como una tromba, como si la propia habitación hubiera proferido un insulto y ella quisiera responder. Por un momento nadie se movió ni dijo nada.

Hester esperó un instante, abrió los brazos, avanzó el pie derecho y gritó.

– ¡Ta-tá!

Loren Muse arqueó una ceja.

– ¿Hester Crimstein?

– ¿Nos conocemos, cariño?

– La reconozco de la tele.

– Me encantará firmar autógrafos más tarde. Ahora mismo quiero que apaguen la cámara y quiero que ustedes dos -Hester señaló a Lance Banner y a Loren Muse- salgan de la habitación para dejarme hablar con mi cliente.

Loren se puso de pie. Se miraron a los ojos, las dos eran de una altura parecida. Hester tenía los cabellos crespos. Loren intentó apabullarla con la mirada. Myron casi se rió. Algunos dirían que la famosa abogada criminalista Hester Crimstein era mala como una víbora, pero eso se podía considerar calumnioso para las serpientes.

– Espere -dijo Hester a Loren-. Usted espere…

– ¿Disculpe?

– En cualquier momento, voy a mearme en los pantalones. De miedo, quiero decir. Usted espere…

– Hester… -dijo Myron.

– Tú calla. -Hester le lanzó una mirada aviesa y le dedicó un siseo-. Firmar una renuncia y hablar sin tu abogado. ¿Eres tonto o qué?

– No eres mi abogado.

– Que te calles.

– Me represento yo mismo.

– ¿Conoces la expresión «Un hombre que se representa a sí mismo tiene a un idiota por cliente»? Cambia lo de «idiota» por «majadero sin cerebro».

Myron se preguntó cómo habría llegado Hester con tanta rapidez, pero la respuesta era evidente. Win. En cuanto Myron había encendido el móvil y Win había oído las voces de los policías, había buscado a Hester y la había mandado allí.

Hester Crimstein era una de las mejores abogadas del país. Tenía programa propio en una televisión por cable, Crimstein ante el crimen. Se habían hecho amigos ayudando a Esperanza contra una acusación hacía unos años.

– Un momento. -Hester miró otra vez a Loren y a Lance-. ¿Por qué siguen ustedes dos aquí?

Lance Banner dio un paso adelante.

– Él acaba de decir que usted no es su abogada.

– ¿Cómo se llama, guapo?

– Lance Banner, detective de policía de Livingston.

– Lance -dijo ella-. Como el caballero Lancelot. Veamos, Lance, le daré un consejo: el paso adelante ha sido impresionante, muy imponente, pero tiene que sacar más pecho. Poner una voz más grave y añadirle un ceño fruncido. Algo así: «Eh, muñeca, acaba de decir que no es su abogado». Inténtelo.

Myron sabía que Hester no se marcharía por las buenas. Y probablemente él no quería que se fuera. Quería cooperar, sin duda, acabar con eso, pero también saber qué diablos le había ocurrido a Aimee.

– Es mi abogada -dijo Myron-. Por favor, concédanos un minuto.

Hester les dedicó una mueca satisfecha, consciente de que los dos deseaban abofetearla. Se volvieron hacia la puerta. Ella los despidió con la mano. Cuando estuvieron fuera, cerró y miró a la cámara.

– Apáguenla ya.

– Probablemente ya lo está -dijo Myron.

– Sí, claro. Los polis nunca se saltan las normas.

Sacó su móvil.

– ¿A quién llamas? -preguntó Myron.

– ¿Sabes por qué estás aquí?

– Tiene que ver con una chica llamada Aimee Biel -dijo Myron.

– Eso ya lo sabíamos. Pero ¿no sabes qué le ha ocurrido?

– No.

– Eso es lo que intento averiguar. Tengo a mi investigadora trabajando en ello. Es la mejor, los conoce a todos. -Hester se llevó el teléfono al oído-. Sí. Soy Hester. ¿Qué hay? Ajá. Ajá. -Hester escuchó sin tomar notas. Un minuto después, dijo-: Gracias, Cingle. Sigue buscando, a ver qué tienen.

Hester colgó. Myron encogió los hombros como preguntando: «¿Qué?».

– La chica… Se apellida Biel.

– Aimee Biel -dijo Myron-. ¿Qué le ha pasado?

– Ha desaparecido.

Myron volvió a sentir la punzada.

– Parece que no volvió a casa el sábado por la noche. Se suponía que dormiría en casa de una amiga. No llegó a ir. Nadie sabe qué fue de ella. Parece que hay registros telefónicos que te relacionan con el asunto. Y otras cosas. Mi investigadora está intentando averiguar exactamente qué.

Hester se sentó. Le miró desde el otro lado de la mesa.

– Venga, cariño, cuéntaselo todo a la tía Hester.

– No -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Mira, tienes dos alternativas, quedarte cuando hable con ellos o considerarte despedida.

– Deberías hablar conmigo primero.

– No podemos perder tiempo. He de contárselo todo.

– ¿Porque eres inocente?

– Por supuesto que soy inocente.

– Y la policía jamás arresta al hombre equivocado.

– Me arriesgaré. Si Aimee está en apuros, no permitiré que pierdan el tiempo conmigo.

– No estoy de acuerdo.

– Pues estás despedida.

– No te pongas Donald Trump conmigo. Yo sólo te advierto. Tú eres el cliente.

Se levantó, abrió la puerta y les llamó. Loren Muse pasó por su lado y se sentó. Lance se situó en su puesto, en el rincón. Muse estaba roja, probablemente enfadada consigo misma por no haberle interrogado en el coche antes de que llegara Hester.

Loren Muse estaba a punto de decir algo pero Myron la detuvo levantando una mano.

– Vayamos al grano -dijo-. Aimee Biel ha desaparecido, ya lo sé. Probablemente tienen nuestros registros telefónicos, de modo que saben que ella me llamó hacia las dos de la madrugada. No sé qué más tienen por ahora, o sea que les ayudaré. Me pidió que la llevara a un sitio. La recogí.

– ¿Dónde? -preguntó Loren.

– En el centro de Manhattan. La 52 y la Quinta. Cogí el Henry Hudson hasta el puente Washington. ¿Tienen la tarjeta de crédito de la estación de servicio?

– Sí.

– Pues ya saben que paramos allí. Seguimos por la Ruta 4 hasta la Ruta 17 y después a Ridgewood. -Myron vio un cambio de postura. Se había perdido algo, pero siguió-. La dejé en una casa al final de una calle sin salida. Y yo volví a la mía.

– Y no recuerda la dirección, ¿verdad?

– No.

– ¿Algo más?

– ¿Como qué?

– Como por qué le llamó Aimee Biel, por ejemplo.

– Soy amigo de la familia.

– Debe de ser muy amigo.

– Lo soy.

– Pero ¿por qué usted? Veamos, primero le llamó a su casa de Livingston. Después le llamó al móvil. ¿Por qué le llamó a usted y no a sus padres o a una tía o un tío o a un amigo de la escuela? -Loren levantó las manos al cielo-. ¿Por qué a usted?

Myron habló en voz baja.

– Se lo hice prometer.

– ¿Prometer?

– Sí.

Les explicó lo del sótano, que oyó hablar a las chicas de haber ido en coche con un chico borracho y lo que les había hecho prometer, y mientras lo hacía, vio que les cambiaba la expresión. Incluso a Hester. Las palabras, los argumentos sonaban vacíos a sus oídos y no entendía por qué. Su explicación fue demasiado larga. Él mismo detectaba su tono defensivo.

Cuando terminó, Loren preguntó:

– ¿Había hecho antes lo mismo?

– No.

– ¿Nunca?

– Nunca.

– ¿Se presentó voluntario a alguna otra chica indefensa o ebria para hacerle de chófer?

– ¡Eh! -Hester no pensaba dejar pasar aquello-. Ésa es una falsa interpretación de lo que dijo. Y la pregunta ya se ha hecho y se ha respuesto. Siga.

Loren se agitó en la silla.

– ¿Y a chicos? ¿Alguna vez le ha hecho prometer a un chico?

– No.

– ¿Sólo chicas?

– Sólo a esas dos chicas -dijo Myron-. No lo había planeado.

– Ya. -Loren se frotó la barbilla-. ¿Y Katie Rochester?

– ¿Quién es ésa? -preguntó Hester.

Myron no hizo caso.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Alguna vez le hizo prometer llamarle?

– De nuevo ésa es una falsa interpretación de lo que ha dicho -intervino Hester-. Intentaba impedir que condujeran bebidos.

– Sí, claro, es un héroe -dijo Loren-. ¿Alguna vez se lo dijo a Katie Rochester?

– Ni siquiera conozco a Katie Rochester -dijo Myron.

– Pero le suena el nombre.

– Sí.

– ¿En qué contexto?

– De las noticias. ¿Qué pasa, Muse? ¿Soy sospechoso en todos los casos de personas desaparecidas?

Loren sonrió.

– En todos no.

Hester se inclinó hacia Myron y le susurró al oído:

– Esto no me gusta, Myron.

A él tampoco.

Loren continuó:

– ¿Así que no conoce a Katie Rochester?

No pudo evitar su formación de abogado.

– Que yo sepa, no.

– Que usted sepa, no. ¿Pues quién debería saberlo?

– Protesto.

– Ya sabe a lo que me refiero -dijo Myron.

– ¿Y a su padre, Dominick Rochester?

– No.

– ¿O a su madre, Joan? ¿La conoce de algo?

– No.

– No -repitió Loren-, ¿o no, que usted sepa?

– Me presentan a muchas personas. No las recuerdo a todas. Pero los nombres no me suenan.

Loren Muse miró a la mesa.

– ¿Dice que dejó a Aimee en Ridgewood?

– Sí, en casa de su amiga Stacy.

– ¿En casa de una amiga? -Aquello llamó la atención de Loren-. Antes no lo mencionó.

– Lo menciono ahora.

– ¿Cómo se apellida Stacy?

– No me lo dijo.

– Ya. ¿Conoció a la tal Stacy?

– No.

– ¿Acompañó a Aimee a la puerta?

– No, me quedé en el coche.

Loren Muse fingió una expresión confundida.

– ¿Su promesa de protegerla no llegaba a la puerta?

– Aimee me pidió que me quedara en el coche.

– ¿Quién abrió la puerta, entonces?

– Nadie.

– ¿Entró ella por su mano?

– Dijo que Stacy estaría seguramente durmiendo y que ella siempre entraba por la puerta trasera.

– Ya. -Loren se levantó-. Vamos allá.

– ¿Adónde le llevan? -preguntó Hester.

– A Ridgewood. A ver si encontramos esa calle sin salida.

Myron se puso de pie.

– Pueden preguntar la dirección de Stacy a los padres de Aimee.

– Ya la sabemos -dijo Loren-. El problema es que Stacy no vive en Ridgewood, sino en Livingston.

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