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Win se quedó unos pasos detrás de Myron, por si acaso. Pero se dio cuenta enseguida de que Jake Wolf no iba a intentar nada. Se estaba rindiendo. Por ahora. Podía haber algo más, más tarde. Win había tratado con hombres como Jake Wolf. Nunca acaban de creer de verdad que se haya acabado. Buscaban una salida, una escotilla de escape, una artimaña, una maniobra legal, algo.

Habían visto el coche de Van Dyne en el aparcamiento del Roosevelt Mall. Myron y Win echaron a correr. Dejaron a Lorraine Wolf y Erik Biel en el coche, Lorraine con las manos a la espalda sujetas por las abrazaderas y habían rezado para que Erik no cometiera ninguna estupidez.

No mucho después de que Myron y Win desaparecieran en la oscuridad, Erik salió del coche y se acercó al de Van Dyne. Abrió la puerta delantera. No sabía lo que estaba haciendo exactamente, sólo que tenía que hacer algo. Subió al asiento. Había púas de guitarra en el suelo. Recordó la colección de su hija, lo mucho que los cuidaba, cómo cerraba los ojos cuando tocaba las cuerdas. Recordó la primera guitarra de Aimee, un instrumento barato que había comprado en una tienda de juguetes. Aimee sólo tenía cuatro años. Ella lo cogió y tocó una maravillosa versión de «Santa Claus is Coming to Town», más a lo Bruce Springsteen de lo que esperarías de una párvula. Claire y él aplaudieron como locos al final.

– Aimee es una roquera -había dicho Claire.

Todos ellos sonreían. Eran todos muy felices.

Erik miró a través del parabrisas, hacia su coche, hacia Lorraine Wolf. Sus ojos se encontraron. Hacía dos años que conocía a Lorraine, desde que Aimee había empezado a salir con su hijo. Le caía bien. La verdad es que había tenido algunas fantasías con ella aunque nunca las hubiera hecho realidad. No, sólo era una fantasía inofensiva con una mujer atractiva, lo normal.

Miró hacia el asiento trasero. Había partituras escritas a mano. Se quedó paralizado. Su mano se movió lentamente. Vio la letra y se dio cuenta de que era la de Aimee. Las cogió, se las acercó, sujetándolas como si fueran piezas de porcelana.

Las había escrito ella.

Se le hizo un nudo en la garganta. Tocó con las puntas de los dedos las palabras, las notas. Su hija había cogido aquel papel. Había arrugado la cara de aquella manera propia de ella y había buscado en la experiencia de su vida para componer aquello. Era una idea sencilla, en realidad, pero de repente tuvo un enorme significado para él. Su ira había desaparecido. Volvería, lo sabía. Pero en aquel momento, su corazón sólo le pesaba. No había rabia, sólo dolor.

Fue entonces cuando Erik decidió abrir el maletero.

Miró otra vez hacia Lorraine Wolf. Algo le cambió en la expresión. Él no sabía qué. Abrió la puerta del coche y bajó. Se acercó al maletero, cogió la manilla con una mano y empezó a subir la tapa. Oyó ruidos en el campo. Se volvió y vio que Myron aparecía entre los árboles.

– Erik, espera.

Erik abrió el maletero del todo.

La tela negra. Eso fue lo primero que vio. Algo envuelto en tela plastificada negra. Se le doblaron las rodillas, pero aguantó. Myron fue hacia él, pero Erik levantó una mano como diciéndole que se detuviera. Intentó tirar de la tela. No se soltaba. Tiró y tiró. La tela aguantó en su sitio. Erik empezó a ser presa del pánico. Le dolía el pecho. Se le cortó la respiración.

Sacó el llavero y clavó el extremo de la llave en el plástico. Se hizo un agujero. Había sangre. Rasgó la tela y metió las manos dentro. Se le pusieron húmedas y pegajosas. Desesperadamente Erik tiró de la tela, desgarrándola como si estuviera atrapado dentro, quedándose sin aire.

Vio la cara del muerto y retrocedió.

Myron ya estaba a su lado.

– Oh, Dios mío -dijo Erik. Se cayó al suelo-. Oh, gracias…

Su hija no estaba en el maletero. Era Drew Van Dyne.

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