Myron tenía el móvil en la mano, a punto de llamar a Ali por el impulso de saludar, cuando advirtió un coche aparcado frente a su casa. Guardó el móvil y entró en el paseo.
Había un hombre fornido sentado en la acera frente al jardín. Se puso de pie cuando le vio acercarse.
– ¿Myron Bolitar?
– Sí.
– Me gustaría hablar con usted.
Myron asintió.
– ¿Por qué no entramos?
– ¿Sabe quién soy?
– Sé quién es.
Era Dominick Rochester. Myron le reconoció por las noticias de la tele. Tenía una cara feroz y con poros lo bastante grandes para tropezar con ellos con los pies. Desprendía olor de almizcle barato, como olas de garrapatas. Myron contuvo el aliento. Se preguntó cómo se habría enterado Rochester de su relación con el caso, pero daba igual. Pensó que le sería útil. De todos modos quería hablar con él.
Myron no podía asegurar cuándo empezó a tener la sensación. Puede que fuera cuando el otro coche dobló la esquina o algo en la forma de caminar de Dominick Rochester. Percibió al momento que Rochester era el problema gordo, un malo con el que no querrías verte involucrado, en oposición al farsante Big Jake Wolf.
Pero esto también era un poco como en el baloncesto. Había momentos en los que se estaba tan metido en el juego, saltando para encestar, con los dedos buscando las ranuras exactas del balón, la mano ante la frente, los ojos clavados en el aro, sólo el aro, que el tiempo reducía su velocidad, como si uno pudiera pararse en el aire y reajustarse con el resto de la cancha.
Allí pasaba algo raro.
Myron se paró en la puerta, con la llave en la mano. Se volvió y miró a Rochester. Rochester tenía los ojos negros, de la clase que lo miran todo con la misma falta de emoción: un ser humano, un perro, un archivador, una cordillera. No cambiaban nunca viera lo que viera, tanto si era un horror como una delicia lo que se desplegara frente a ellos.
– ¿Por qué no hablamos fuera? -dijo Myron.
Rochester se encogió de hombros.
– Si lo prefiere.
El coche, un Buick Skylard, redujo la marcha.
Myron sintió vibrar su móvil. Lo miró. Vio en la pantalla el nalgas dulces de Win. Se llevó el teléfono a la oreja.
– Hay dos «hombres» muy bestias… -decía Win en castellano…
Fue entonces cuando a Myron le cayó el golpe.
Rochester le había dado un puñetazo que le rozó la parte alta de la cabeza. El instinto de Myron estaba oxidado, pero conservaba la visión periférica. Vio a Rochester preparar el puño en el último segundo. Se agachó a tiempo para esquivar lo peor. El puño le golpeó oblicuamente la parte alta del cráneo. Le dolió, pero seguramente Rochester se llevó la peor parte.
El móvil cayó al suelo.
Myron se apoyó en una rodilla. Cogió el brazo extendido de Rochester por la muñeca. Apretó los dedos de la mano libre. Casi todo el mundo pega con el puño. Era necesario a veces, pero en realidad deberíamos evitar hacerlo. Si pegas contra algo duro con el puño, te rompes la mano.
En general es más efectivo el golpe con la palma de la mano, sobre todo en zonas vulnerables. Con un puñetazo, tienes que hacer un movimiento rápido o clavar. No hay que proyectar toda la fuerza directamente, porque los huesecitos de la mano no soportan la tensión. Pero si pegas correctamente con la palma de la mano, con los dedos hacia dentro y protegidos, la muñeca hacia atrás, el golpe repercute en la parte carnosa inferior de la palma con presión en el radio, el cúbito, el húmero…, en los huesos del brazo más grandes.
Eso fue lo que hizo Myron. El lugar más evidente al que apuntar era la entrepierna, pero se imaginaba que Rochester habría participado en muchas escaramuzas. Lo estaría esperando.
Lo estaba. Rochester levantó una rodilla para protegerse.
En cambio Myron apuntó al diafragma. El golpe cayó justo debajo del esternón, y el hombretón echó aire. Myron le tiró del brazo y lo lanzó en lo que parecía una torpe llave de judo. En realidad, en las peleas de verdad, todas las llaves parecen torpes.
La zona de juego. Ya estaba en ella. Todo empezó a moverse más despacio.
Rochester estaba todavía volando cuando se detuvo el coche. Bajaron dos hombres. Rochester aterrizó como un saco de piedras. Myron se puso de pie. Aquellos dos iban a por él.
Ambos sonreían.
Rochester rodó recuperándose. Se levantaría enseguida. Y entonces serían tres. Los dos hombres del coche no se acercaban despacio. No parecían alarmados o preocupados. Iban a por Myron con el abandono de un niño en pleno juego.
«Dos hombres muy bestias…»
Pasó otro segundo.
El hombre que iba en el asiento del pasajero llevaba los cabellos recogidos en una cola de caballo y se parecía al profesor de arte hippy del instituto que olía siempre a hierba. Myron evaluó sus opciones. Lo hizo en décimas de segundo. Así era como funcionaba. Cuando estás en peligro, el tiempo se para o la mente se acelera. Es difícil de decir.
Myron pensó en Rochester tirado en el suelo, en los dos hombres que se acercaban, en la advertencia de Win, en lo que podía buscar Rochester, en por qué le habría atacado sin mediar provocación, en lo que había dicho Cingle de que era un pirado.
La respuesta era evidente: Dominick Rochester creía que Myron tenía algo que ver con la desaparición de su hija.
Probablemente Rochester sabía que Myron había sido interrogado por la policía y que no habían sacado nada. Un tipo como Rochester no lo aceptaría. Y haría lo que fuera, absolutamente lo que fuera por averiguarlo.
Los dos hombres ya estaban apenas a tres pasos.
Otra cuestión: estaban dispuestos a atacarle allí mismo, en la calle, donde todos podían verlos. Eso sugería un cierto grado de desesperación y despreocupación, y también de seguridad, un nivel con el que Myron no quería tener nada que ver.
Así que se decidió: corrió.
Los dos hombres tenían ventaja. Ya estaban acelerados. Myron salía de una posición de inmovilidad.
Ahí es donde el atletismo puro ayudaba.
La lesión de Myron no había afectado demasiado a su velocidad. Era más un problema de movimiento lateral. Así que Myron fingió que daba un paso a la derecha para hacer que se desviaran. Lo hicieron. Después se fue a la izquierda hacia su entrada. Uno de los hombres – el otro, no el profesor de arte hippy- perdió pie pero sólo un segundo. Volvió a recuperarse. Lo mismo que Dominick Rochester.
Pero era el profesor de arte hippy el que le estaba dando más problemas. Era muy rápido. Estaba tan cerca que habría podido hacerle un placaje.
Myron pensó en la posibilidad de echarse encima de él.
Pero no. Win había llamado para avisarle y si lo había hecho era porque probablemente era un tipo muy bestia. No le haría caer de un solo golpe. Y aunque lo hiciera, el retraso les daría a los otros dos la oportunidad de atraparlo. No había manera de eliminar al profesor de arte y seguir en movimiento.
Myron intentó acelerar. Quería ganar suficiente distancia para llamar a Win con el móvil y decirle…
El móvil. Maldita sea, no lo tenía. Se le había caído cuando le golpeó Rochester.
No dejaban de perseguirle. Estaban en una calle apacible de las afueras, cuatro adultos corriendo como locos. ¿Los estaba viendo alguien? ¿Qué pensarían?
Myron tenía otra ventaja. Conocía el vecindario.
No miró por encima del hombro, pero oía al profesor de arte jadeando detrás de él. No llegas a ser atleta profesional -por breve que fuera su carrera, él había jugado al baloncesto profesional- sin que se arreglen un millón de cosas interna y externamente. Myron había crecido en Livingston. Su curso del instituto tenía seiscientos alumnos. Miles de atletas que cruzaban las puertas. Ninguno había llegado a profesional. Dos o tres habían jugado en la liga local de béisbol. Uno, tal vez dos, habían sido reclutados para uno u otro deporte. Nada más.
Todos los chicos lo sueñan, pero la verdad es que ninguno lo consigue. Ninguno. Crees que tu hijo es diferente. No lo es. No llegará a la NBA, la NFL o la MLB. No sucederá.
Las posibilidades son demasiado reducidas.
La cuestión ahora, mientras intentaba acelerar el paso, era que sí, se había entrenado mucho, había encestado durante cuatro o cinco horas al día, había sido aterradoramente competitivo, tenía la actitud mental correcta y todas esas cosas y las había hecho todas, pero ninguna que le hubiera ayudado a alcanzar el nivel que había alcanzado de no haber tenido la suerte de nacer con unos dones físicos extraordinarios.
Uno de esos dones era la velocidad.
El jadeo seguía detrás de él.
Alguien, tal vez Rochester, gritó:
– ¡Dispárale a la pierna!
Myron siguió acelerando. Tenía un destino en la cabeza. Ahora le ayudaría su conocimiento del vecindario. Llegó a la colina de Coddington Terrace. Al llegar arriba, se preparó. Sabía que si llegaba allí con suficiente ventaja, habría un punto ciego en la curva de descenso.
Cuando llegó a la curva de descenso, no miró atrás. Había un sendero medio escondido entre dos casas a la izquierda. Myron lo utilizaba para ir a la Escuela Elemental Burnet Hill. Todos los chicos lo usaban. Era muy raro -un sendero pavimentado entre dos casas- pero seguía allí.
Los bestias no lo sabrían.
El camino asfaltado era público, pero Myron tenía otra idea. Los Horowitz vivían en la casa de la izquierda. Myron había construido un fuerte en los árboles con uno de ellos hacía mucho tiempo. La señora Horowitz se había puesto furiosa. Se metió en esa zona. Había un sendero bajo las matas para pasar arrastrándose, que conducía al patio de atrás de los Horowitz en Coddington Terrace y daba a la casa de los Seiden en Ridge Road.
Myron apartó el primer matorral. Seguía allí. Se puso a cuatro patas y se arrastró por la abertura. Las ramas le arañaron la cara. No le hizo tanto daño como le devolvió a una época más inocente.
Al salir por el otro lado, en el antiguo patio de los Seiden, se preguntó si seguirían viviendo allí. Tuvo la respuesta inmediatamente.
La señora Seiden estaba en el patio. Llevaba un delantal y guantes de jardinería.
– Myron. -Su voz no mostró duda ni demasiada sorpresa-. Myron Bolitar, ¿eres tú?
Myron había ido a la escuela con su hijo, Doug, aunque no se había arrastrado por el camino ni había vuelto al patio desde los diez años. Pero eso no importaba en aquellos contornos. Si erais amigos en la escuela elemental, había siempre alguna relación.
La señora Seiden se apartó los cabellos de la cara soplando. Fue hacia él. Maldita sea. Myron no quería involucrar a nadie más. Ella abrió la boca para decir algo, pero Myron la silenció llevándose un dedo a los labios.
Ella vio la expresión de su cara y se detuvo. Myron le indicó con un gesto que entrara en la casa. Ella asintió ligeramente y se fue hacia allí. Abrió la puerta de atrás.
Alguien gritó:
– ¿Dónde diablos se ha metido?
Myron esperó a que la señora Seiden desapareciera de su vista. Pero no entró.
Sus ojos se encontraron. Ahora fue la señora Seiden quien le hizo un gesto indicándole que entrara también. Él negó con la cabeza. Demasiado peligroso.
La señora Seiden se quedó mirando con la espalda rígida.
No se movió.
Se oyó un ruido en los matorrales. Myron volvió la cabeza de golpe hacia ellos. El ruido cesó. Podía haber sido una ardilla. No era posible que ya lo hubieran encontrado. Pero Win los había llamado «muy bestias» con el significado sin duda de muy buenos en lo que hacían. Win no era dado a las exageraciones. Si decía que aquellos tíos eran muy bestias…
Myron escuchó. No oyó nada. Eso le asustó más que el ruido.
No quería poner en más peligro a la señora Seiden. Negó con la cabeza otra vez. Ella seguía con la puerta abierta.
No valía la pena discutir. Hay pocos seres más testarudos que las madres de Livinsgton.
A gatas, corrió por el patio y cruzó la puerta, arrastrándola dentro con él.
Ella cerró la puerta.
– Agáchese.
– El teléfono -dijo la señora Seiden- está allí.
Era un teléfono de pared de cocina. Myron marcó el número de Win.
– Estoy a doce kilómetros de tu casa -dijo Win.
– No estoy allí -dijo Myron-. Estoy en Ridge Road. -Miró a la señora Seiden para que le diera más información.
– Setenta y ocho -dijo-. Y es Ridge Drive, no Road.
Myron repitió lo que le había dicho. Le dijo a Win que había tres hombres, incluido Dominick Rochester.
– ¿Vas armado? -preguntó Win.
– No.
Win no le riñó, a pesar de que lo estaba deseando.
– Esos dos son buenos y sádicos -dijo Win-. Escóndete hasta que llegue yo.
– No nos moveremos -dijo Myron.
Y entonces se abrió la puerta de golpe.
Myron se volvió a tiempo de ver a Profesor de Arte Hippy volando a través de ella.
– ¡Corra! -gritó Myron a la señora Seiden.
Pero no esperó a ver si le obedecía. Profesor de Arte todavía estaba desequilibrado. Myron se lanzó hacia él.
Pero Profesor de Arte era rápido.
Esquivó la embestida de Myron. Myron vio que iba a fallar. Estiró el brazo izquierdo, estilo tendedero, esperando alcanzar la barbilla de Arte. El golpe alcanzó la nuca de Arte, protegida por la cola de caballo. Arte se tambaleó. Se volvió y golpeó a Myron brevemente en la caja torácica.
El hombre era muy rápido.
Todo volvió a ir despacio otra vez. En la distancia, Myron oyó pasos. La señora Seiden corriendo. Profesor de Arte sonrió a Myron, respirando pesadamente. La velocidad del golpe advirtió a Myron que probablemente no debería quedarse de pie recibiendo más golpes. Myron tenía la ventaja de la estatura. Y eso significaba que tenía que echarlo al suelo.
Profesor de Arte se dispuso a lanzar otro golpe. Myron se encogió.
Era más difícil golpear a alguien con fuerza, especialmente a alguien más grande, cuando está encogido. Myron agarró a Profesor de Arte de la camisa, por el hombro, la retorció para empujarlo al suelo, levantando el antebrazo al mismo tiempo.
Myron esperaba colocar el antebrazo sobre la nariz del otro. Myron pesaba noventa y cinco kilos. Con ese peso, si pones toda la fuerza en el antebrazo sobre la nariz de alguien, la nariz se quiebra como un nido de pájaros seco.
Pero otra vez Profesor de Arte fue bueno. Vio lo que pretendía Myron. Se acurrucó un poco. El antebrazo descansó sobre las gafas de cristales rosa. Profesor de Arte cerró los ojos y los apretó, y levantó una rodilla hacia la cintura de Myron. Myron tuvo que meter la barriga para protegerse. Eso le despojó de la fuerza del antebrazo.
Al caer, las gafas de montura metálica se doblaron, pero el golpe no fue fuerte. Profesor de Arte aprovechó el impulso. Cambió su peso. Su golpe tampoco había aterrizado con mucha fuerza porque Myron había escondido la barriga. Pero la rodilla seguía allí. Y el impulso.
Lanzó a Myron por encima de su cabeza. Myron cayó rodando. En menos de un segundo los dos volvían a estar de pie, frente a frente.
Esto es lo que no te dicen de las peleas: sientes siempre un miedo invalidante que te paraliza. Las primeras veces, cuando Myron sentía ese cosquilleo inducido por el estrés en las piernas que se hacía tan fuerte que no sabías si serías capaz de mantenerte en pie, se sentía como el peor de los cobardes. Los hombres que sólo se meten en un par de escaramuzas, a los que les cosquillean las piernas cuando se pelean con un borracho en un bar, se mueren de vergüenza. No deberían. No es cobardía. Es una reacción biológica natural. Todos la sienten.
La cuestión es ¿qué hacer con ella? Lo que aprendes con la experiencia es que puede controlarse, incluso dominarse. Tienes que respirar y relajarte. Si te golpean cuando estás tenso, te hará más daño.
El hombre tiró las gafas torcidas. Miró a Myron a los ojos. Eso formaba parte del juego. La mirada fija. El tío era bueno. Win ya lo había dicho.
Pero Myron también.
La señora Seiden gritó.
En favor de los hombres, hay que decir que ninguno de los dos se volvió con el ruido. Pero Myron tenía que ir a ayudarla. Simuló un ataque, lo suficiente para que Arte retrocediera, y después se lanzó hacia el fondo de la casa, de donde había procedido el grito.
La puerta principal estaba abierta y la señora Seiden en el umbral. A su lado, con los dedos clavados en su antebrazo, el otro tipo del coche. Era unos años mayor que Profesor de Arte y llevaba un lazo. Un lazo, nada menos. Parecía Roger Healey en la antigua serie Mi bella genio.
No había tiempo.
Profesor de Arte estaba detrás de él. Myron se deslizó a un lado y lanzó un derechazo. Profesor de Arte se abalanzó hacia él, pero Myron estaba preparado. Se paró a medio puñetazo y entrelazó el brazo alrededor de su cuello.
Myron lo tenía cogido por la cabeza.
Pero entonces, con un alarido rebelde y grotesco, Lazo saltó hacia Myron.
Apretando más fuerte el cuello, Myron apuntó una patada. Lazo la recibió en el pecho. Ablandó el cuerpo y rodó con el golpe, agarrándose a la pierna de Myron.
Myron perdió el equilibrio.
Profesor de Arte consiguió zafarse. Lanzó la mano de canto contra el cuello de Myron, quien recibió el golpe en la barbilla y le castañetearon los dientes.
Lazo no soltó la pierna de Myron. Él intentó sacudírselo. Profesor de Arte se reía. La puerta se abrió de golpe otra vez. Myron rezó por que fuera Win.
No lo era.
Había llegado Dominick Rochester. Estaba sin aliento.
Myron quería gritar una advertencia a la señora Seiden, pero fue entonces cuando un dolor que nunca había experimentado le desgarró por dentro. Soltó un aullido que helaba la sangre en las venas. Se miró la pierna. Lazo tenía la cabeza baja. Le mordía la pierna.
Myron volvió a gritar, un sonido mezclado con la risa y los vítores procedentes de Profesor de Arte.
– ¡Venga, Jeb! ¡Dale!
Myron siguió pataleando, pero Lazo mordió más fuerte sin soltarse y gruñendo como un terrier.
El dolor era insufrible, se apoderaba de todo su cuerpo.
Myron fue presa del pánico. Pateó con la pierna libre. Lazo no soltó el mordisco. Myron pataleó más fuerte, y finalmente le dio en la cabeza. El otro apretó. Myron consiguió zafarse. Lazo se quedó sentado y escupió algo de la boca. Myron vio horrorizado que era un pedazo de carne de su pierna.
Luego se lanzaron sobre él los tres, a presión.
Myron agachó la cabeza y se retorció. Acertó a la barbilla de uno. Se oyó un gruñido y una blasfemia, y le golpearon en el estómago.
Sintió otra vez los dientes en la pierna, en el mismo punto, abriendo la herida.
Win. ¿Dónde diablos estaba Win…?
Se estiró por el dolor, preguntándose qué podía hacer a continuación, cuando oyó una voz cantarina diciendo: -Oh, señor Bolitar…
Myron miró. Era Profesor de Arte con una pistola en la mano. Con la otra agarraba a la señora Seiden por el cabello.