Ali Wilder por fin había dejado de pensar en la inminente visita de Myron el rato suficiente para llamar a su editor, un hombre al que se refería generosamente como Calígula.
– Este párrafo no lo entiendo, Ali.
Ella reprimió un suspiro.
– ¿Qué le pasa, Craig?
Craig era el nombre que el editor utilizaba para presentarse, pero Ali estaba segura de que en realidad se llamaba Calígula.
Antes del once de septiembre, Ali tenía un buen trabajo en una revista importante de la ciudad. Tras la muerte de Kevin, no vio la forma de poder mantenerlo. Erin y Jack la necesitaban en casa. Pidió una excedencia y después se convirtió en periodista free lance, y escribía sobre todo para revistas. Al principio todo el mundo le ofrecía trabajos. Ella los rechazaba por lo que ahora veía como un absurdo orgullo. Detestaba que le hicieran encargos «por compasión». Se sentía por encima de ello. Ahora se arrepentía.
Calígula se aclaró la garganta, haciendo un sonoro ruido, y leyó el párrafo en voz alta:
– «La ciudad más cercana es Paradero. Imagínense Paradero, que rima con vertedero, como lo que quedaría en la carretera si un águila ratonera se comiera Las Vegas y escupiera las partes malas. Cursilería como forma de arte. Un burdel se hace parecer una hamburguesería de la cadena White Castle, lo que ya es como un mal juego de palabras. Rótulos gigantes con vaqueros compiten con rótulos de tiendas de petardos, casinos, parques de caravanas y ternera en salsa. El único queso disponible son los quesitos.»
Tras una pausa significativa, Calígula dijo:
– Empecemos por la última línea.
– Ajá.
– ¿Dices que el único queso que se encuentra en la ciudad son los quesitos?
– Sí -dijo Ali.
– ¿Estás segura?
– ¿Disculpa?
– ¿Has ido al supermercado?
– No. -Ali empezó a morderse una uña-. No es una afirmación de un hecho. Sólo pretendo dar una idea de la ciudad.
– ¿Escribiendo falsedades?
Ali sabía dónde acabaría aquello. Esperó. Calígula no la decepcionó.
– ¿Cómo sabes, Ali, que no tienen otra clase de queso en la ciudad? ¿Has mirado todos los estantes del supermercado? Y aunque lo hubieras hecho, ¿has considerado que alguien puede comprar en una ciudad cercana y llevarse otro queso a Paradero? ¿O que pueden pedirlo por correo? ¿Entiendes lo que te digo?
Ali cerró los ojos.
– Publicamos eso de que los quesitos son el único queso disponible en la ciudad, y de repente recibo una llamada del alcalde y me dice «Eh, eso no es cierto. Tenemos toda clase de variedades. Tenemos Gouda y suizo y Cheddar y Provolone…»
– Lo he entendido, Craig.
– Y Roquefort y azul y mozzarella…
– Craig…
– …y vaya, ¿qué me dices de queso en crema?
– ¿Crema?
– Queso en crema, por el amor de Dios. Es una clase de queso, ¿no? Queso en crema. Incluso un pueblo de palurdos tendrá queso en crema. ¿Te enteras?
– Sí, ajá. -Más mordisqueo de uña-. Ya.
– Así que esa línea se tacha. -Oyó cómo la tachaba con el bolígrafo-. Ahora hablemos de la línea anterior, la de los parques de caravanas y la ternera en salsa.
Calígula era bajito. Ali detestaba a los editores bajos. Solía bromear de ello con Kevin. Kevin era su primer lector. Su trabajo era decirle que todo lo que escribía era una maravilla. Ali, como casi todos los escritores, era insegura. Necesitaba oír sus elogios. Cualquier crítica mientras escribía la dejaba paralizada. Kevin lo comprendía. Así que Kevin mostraba entusiasmo. Y cuando ella batallaba con sus editores, especialmente los cortos de miras y estatura como Calígula, Kevin siempre se ponía de su lado.
Se preguntó si a Myron le gustaría lo que escribía.
Él le había pedido que le enseñara algún artículo, pero ella lo había ido aplazando. Él había salido con Jessica Culver, una de las novelistas más famosas del país, motivo de críticas de la primera página del New York Times Book Review. Sus libros salían en todas las listas de los premios literarios más importantes. Y por si eso no fuera suficiente, como si Jessica Culver no estuviera totalmente por encima de Ali Wilder profesionalmente, era una mujer absurdamente hermosa.
¿Cómo podía Ali hacerle frente a eso?
Sonó el timbre. Miró el reloj. Demasiado pronto para que fuera Myron.
– Craig, ¿puedo llamarte más tarde?
Calígula suspiró.
– Bien, de acuerdo. Mientras, corregiré esto un poco.
Ali pestañeó al oírlo. Recordó un viejo chiste: Estás en una isla desierta con un editor. Te mueres de hambre. Sólo te queda un vaso de zumo de naranja. Pasan los días. Estás a punto de morir. Vas a beberte el zumo cuando el editor te arranca el vaso de la mano y se mea dentro. Tú le miras, estupefacto. «Toma -dice el editor devolviéndote el vaso-. Necesitaba un arreglillo.»
Volvió a sonar el timbre. Erin bajó la escalera corriendo y gritó:
– Ya abro yo.
Ali colgó. Erin abrió la puerta. Ali vio que se ponía rígida. Bajó corriendo la escalera.
Había dos hombres en la puerta. Mostraban sendas placas de policía.
– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -dijo Ali.
– ¿Son ustedes Ali y Erin Wilder?
A Ali le fallaron las piernas. No, esto no era un flash-back de cómo se había enterado de la muerte de Kevin. Pero había algo de déjà vu. Se volvió a mirar a su hija. Erin estaba blanca.
– Soy Lance Banner, detective de policía de Livingston. Él es John Greenhall, detective de Kasselton.
– ¿Qué sucede?
– Querríamos hacerles unas preguntas, si no les importa.
– ¿Sobre qué?
– ¿Podemos pasar?
– Primero quiero saber a qué han venido.
– Queríamos hacerles unas preguntas sobre Myron Bolitar -dijo Banner.
Ali asintió, intentando adivinar de qué iba aquello. Se volvió hacia su hija.
– Erin, sube un momento y déjame hablar con estos policías, ¿de acuerdo?
– Disculpe, señora.
Era Banner.
– ¿Sí?
– Las preguntas que queremos hacer -dijo, cruzando la puerta e indicando a Erin con la cabeza- también son para su hija.
Myron estaba en el dormitorio de Aimee.
La casa de los Biel quedaba a poca distancia a pie de la suya. Claire y Erik habían vuelto en coche antes que él. Myron habló con Win unos minutos y le pidió que averiguara lo que tenía la policía sobre Katie Rochester y Aimee. Después les siguió caminando.
Cuando Myron entró en la casa, Erik ya se había ido.
– Está dando vueltas en coche -dijo Claire, acompañándole por el pasillo-. Cree que si va a los sitios que frecuentaba, la encontrará.
Se pararon frente a la puerta de Aimee. Claire la abrió.
– ¿Qué buscas? -preguntó ella.
– No tengo ni idea -dijo Myron-. ¿Conocía Aimee a una chica llamada Katie Rochester?
– Es la otra chica desaparecida, ¿no?
– Sí.
– No lo creo. De hecho, se lo pregunté cuando salió en las noticias.
– Ya.
– Aimee dijo que la había visto por ahí pero que no la conocía. Katie iba al instituto en Mount Pleasant. Aimee iba al Heritage. Ya sabes cómo va.
Lo sabía. Cuando se llegaba al instituto, los vínculos ya estaban solidificados.
– ¿Quieres que haga unas llamadas y pregunte a sus amigos?
– Podría ser útil.
Ninguno de los dos se movió durante un rato.
– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó Claire.
– Ahora mismo, sí.
Ella se marchó y cerró la puerta. Myron echó un vistazo. Había dicho la verdad -no tenía ni idea de lo que estaba buscando- pero imaginaba que aquél podía ser un buen primer paso. Era una adolescente. Tenía que tener secretos en su habitación, ¿no?
También se sentía bien estando allí. Desde que había hecho su promesa a Claire, toda su perspectiva había empezado a cambiar. Sus sentidos estaban extrañamente afinados. Hacía tiempo que no hacía esto -investigar- pero el músculo de la memoria se puso en marcha e hizo efecto. Estar en la habitación de la chica hizo que todo volviera. En el baloncesto, tienes que llegar a la zona para hacer lo que sabes. En esta clase de cosas, la sensación era similar. Estar allí, en la habitación de la víctima, lo desencadenaba. Le situaba en la zona.
Había dos guitarras en la habitación. Myron no sabía nada de instrumentos, pero era evidente que una era eléctrica y la otra acústica. Un póster de Jimi Hendrix en la pared. Púas de guitarra clavadas en bloques de plastilina. Myron los leyó. Eran púas de coleccionista. Una pertenecía a Keith Richards, otras a Nils Lofgren, Erik Clapton, Buck Dharma.
Sonrió. La chica tenía buen gusto.
El ordenador seguía encendido, con un salvapantallas de un acuario. Él no era un experto, pero sabía lo suficiente para empezar. Claire le había dado la contraseña de Aimee y le había dicho que Erik había revisado sus mensajes. De todos modos echó un vistazo. Se conectó e introdujo la contraseña.
Sí, todos los mensajes habían sido borrados.
Buscó Windows Explorer y puso los archivos por orden cronológico, para ver en qué había trabajado recientemente. Aimee había estado componiendo canciones. Pensó en esa joven tan creativa y en dónde estaría ahora. Echó una ojeada a los documentos de texto más recientes. Nada especial. Intentó ver sus descargas. Había algunas fotografías recientes. Las abrió. Ella con un grupo de compañeros de escuela, pensó. No había nada especial en ellos a primera vista, pero tal vez Claire podía encontrar algo.
Sabía que los adolescentes perdían el seso por los mensajes instantáneos en línea. Desde la calma relativa de sus ordenadores, mantenían conversaciones con docenas de personas, a veces al mismo tiempo. Myron conocía a muchos padres que se lamentaban de esto, pero en sus tiempos se habían pasado horas al teléfono cotilleando unos con otros. ¿Era peor el correo electrónico?
Sacó su lista de compañeros. Había al menos cincuenta nombres en la pantalla como SpazaManiacJackII, MSGWatkins y YoungThang Blaine 742. Los imprimió. Haría que Claire y Erik los repasaran con algunas de las amigas de Aimee, a ver si algún nombre se salía de lo normal, si alguno era desconocido. Era un tiro a ciegas, pero les mantendría ocupados.
Soltó el ratón del ordenador y se puso a buscar a la antigua usanza. Primero la mesa. Miró en los cajones. Bolígrafos, papeles, blocs de notas, pilas de recambio, un montón de cedés de programas de ordenador. Nada personal. Había varias facturas de un lugar llamado Planet Music. Myron miró las guitarras. Tenían adhesivos de Planet Music en la parte posterior.
Menudo hallazgo.
Pasó al siguiente cajón. Más de nada.
En el tercer cajón algo le llamó la atención. Metió la mano y lo levantó suavemente para verlo mejor. Sonrió. Protegida con un plástico… estaba la tarjeta de baloncesto de novato de Myron. Se miró a sí mismo de joven. Myron recordaba la sesión de fotos. Había posado en varias posturas absurdas -saltando, fingiendo un pase, en la antigua posición «triple amenaza»- pero se decidieron por una de él agachándose y regateando. El fondo era un campo vacío. En la foto llevaba su jersey verde de los Boston Celtics, una de las pocas veces que se lo había puesto en su vida. La empresa de cromos había impreso varios miles antes de su lesión. Ahora eran objetos de coleccionista.
Era agradable saber que Aimee tenía uno, aunque no estaba seguro de lo que podía deducir de ello la policía.
Lo devolvió al cajón. Ahora sus huellas estarían allí, pero de hecho estarían por toda la habitación. Daba igual. Siguió. Quería encontrar un diario. Eso es lo que pasaba siempre en las películas. La chica lleva un diario, y escribe sobre su novio secreto y su doble vida y todo eso. Eso funcionaba en la ficción. En la vida real a él no le sucedía.
Encontró un cajón con ropa interior. Se sintió fatal pero perseveró. Si ella pensaba esconder algo, ése podía ser el lugar. Pero no había nada. Su gusto parecía el normal en una adolescente sana de su edad. Los sujetadores eran vulgares. Sin embargo en el fondo encontró algo especialmente picante. Lo sacó para mirarlo. Llevaba una etiqueta de Bedroom Rendezvous, una tienda de lencería del centro comercial. Era blanco, transparente, y parecía algo salido de una fantasía con enfermeras. Frunció el ceño y no supo qué pensar.
Había algunas muñecas de cabeza oscilante. Un iPod con auriculares blancos sobre la cama. Comprobó la música. Tenía a Aimee Mann. Se lo tomó como una pequeña victoria. Él le había regalado Lost in Space de Aimee Mann hacía unos años pensando que el nombre despertaría su interés. Ahora tenía cinco cedés de Aimee Mann. Le gustó.
Había fotografías pegadas a un espejo. Eran todas fotos de grupo: Aimee con una serie de amigas. Dos del equipo de voleibol, una en la pose clásica y otra de celebración habiendo ganado la competición. Varias de su banda de rock del instituto con ella a la guitarra. Miró su cara tocando. Su sonrisa era conmovedora, pero ¿qué chica a esa edad no tiene una sonrisa conmovedora?
Encontró el anuario escolar. Empezó a hojearlo. Los anuarios habían cambiado mucho desde su graduación. Por ejemplo ahora incluían un dvd. Lo miraría si tenía tiempo. Buscó la entrada de Katie Rochester. Ya había visto aquella fotografía en las noticias. Leyó lo que decía de ella. Echaría de menos salir con Betsy y Craig los sábados por la noche al Ritz Diner. Nada significativo. Volvió a la página de Aimee Biel. Aimee mencionaba a muchos de sus amigos; sus profesores favoritos, la señorita Korty y el señor D; su entrenador de voleibol, el señor Grady y todas las chicas del equipo. Acababa con «Randy, tú has hecho muy especiales los dos últimos años. Sé que estaremos siempre juntos.»
Pobre Randy.
Buscó la entrada de Randy. Era un chico guapo con unos tirabuzones despeinados, casi rastas. Llevaba perilla y tenía una sonrisa muy blanca. En su escrito hablaba sobre todo de deportes. También mencionaba a Aimee y lo mucho que había «enriquecido» sus días de instituto.
Mmm.
Myron pensó en eso, volvió a mirar el espejo y por primera vez se preguntó si habría encontrado una pista.
Claire abrió la puerta.
– ¿Algo?
Myron señaló el espejo.
– Esto.
– ¿Qué pasa?
– ¿Con qué frecuencia entras en esta habitación?
Ella frunció el ceño.
– Aquí vive una adolescente.
– ¿Eso significa pocas veces?
– Casi nunca.
– ¿Hace la colada ella?
– Es adolescente, Myron. No hace nada.
– ¿Quién lo hace?
– Tenemos criada. Se llama Rosa. ¿Por qué?
– Las fotografías -dijo.
– ¿Qué pasa?
– Tiene un novio que se llama Randy, ¿no?
– Randy Wolf. Es muy buen chico.
– ¿Y llevan tiempo juntos?
– Desde el segundo año. ¿Por qué?
Volvió a indicarle el espejo.
– No hay fotos de él. He buscado en toda la habitación. No hay fotos de él en ninguna parte. Por eso te preguntaba cuándo habías entrado en la habitación por última vez. -Se volvió-. ¿Había fotos de Randy?
– Sí.
Él indicó varios puntos vacíos en la parte baja del espejo.
– Esto parece no seguir una secuencia, pero diría que arrancó las fotos de aquí.
– Pero si fueron juntos a la fiesta hace… hace tres noches.
Myron se encogió de hombros.
– Tal vez se pelearan allí.
– Dijiste que Aimee parecía angustiada cuando la recogiste, ¿no?
– Sí.
– Tal vez acabaran de romper -dijo Claire.
– Podría ser -dijo Myron-. Pero desde entonces ella no ha estado en casa y las fotografías del espejo han desaparecido. Eso querría decir que habían roto al menos un día o dos antes de que yo la recogiera. Otra cosa.
Claire esperó. Myron le mostró la lencería de Bedroom Rendezvous.
– ¿Lo habías visto?
– No. ¿Lo has encontrado aquí?
Myron asintió.
– En el cajón de abajo. Parece sin estrenar. Aún lleva la etiqueta.
Claire se quedó en silencio.
– ¿Qué?
– Erik le dijo a la policía que Aimee se había comportado de un modo raro últimamente. Yo se lo rebatí pero la verdad es que es cierto. Se ha vuelto muy reservada.
– ¿Sabes qué más me ha parecido raro en esta habitación?
– ¿Qué?
– Aparte de la lencería, que puede ser relevante o no, lo opuesto a lo que acabas de decir: no hay nada reservado. Teniendo en cuenta que estaba en el último año del instituto, debería haber algo, ¿no?
Claire se lo pensó.
– ¿Por qué crees que no lo hay?
– Es como si se esforzara mucho por ocultar algo. Tenemos que mirar otros sitios en donde hubiera podido guardar objetos personales, un sitio donde tú y Erik no pudierais fisgar. Como la taquilla de la escuela, tal vez.
– ¿Quieres que vayamos ahora?
– Prefiero hablar primero con Randy.
Ella frunció el ceño.
– Su padre.
– ¿Qué le pasa?
– Se llama Jake. Todos le llaman Big Jake. Es más alto que tú. Y su esposa es una ligona. El año pasado Big Jake se metió en una pelea en uno de los partidos de fútbol de Randy. Destrozó a un pobre desgraciado delante de sus hijos. Es un imbécil total.
– ¿Total?
– Total.
– Uf. -Myron fingió que se secaba el sudor de la frente-. Un medio imbécil me preocuparía. Un imbécil total, es lo mío.