Cuando Myron volvió a su coche, Claire le estaba esperando.
– Es Erik -dijo.
– ¿Qué le pasa?
– Se ha marchado de casa corriendo. Con la vieja pistola de su padre.
– ¿Le has llamado al móvil?
– No contesta -dijo Claire.
– ¿No tienes ni idea de dónde ha ido?
– Hace unos años representé a una empresa llamada Know Where -dijo Claire-. ¿Te enteraste?
– No.
– Son como OnStar o Lojack. Ponen un GPS en tu coche para casos de urgencia y cosas así. El caso es que nos hicimos instalar uno en cada coche. Llamé al dueño a su casa y le supliqué que le localizara.
– ¿Y?
– Erik está aparcado frente a la casa de Harry Davis.
– Dios mío.
Myron entró en el coche. Claire subió al asiento del pasajero. Él quería negarse, pero no tenía tiempo.
– Llama a la casa de Harry Davis -dijo.
– Ya lo he probado -dijo Claire-. No contestan.
El coche de Erik estaba aparcado justo enfrente de la casa de Davis. Si quería disimular su llegada, no lo había hecho muy bien.
Myron paró el coche. Sacó su arma.
– ¿Para qué la quieres? -preguntó Claire.
– Quédate aquí.
– Te he preguntado…
– Ahora no, Claire. Quédate aquí. Te llamaré si te necesito.
Su voz no dejaba lugar a discusiones y, por una vez, Claire obedeció. Myron cogió el sendero agachándose un poco. La puerta principal estaba entornada. A Myron no le gustó. Se agachó más y escuchó.
Se oían ruidos, pero no distinguía lo que era.
Utilizando el cañón de la pistola, empujó la puerta y la abrió. No había nadie en el recibidor. Los ruidos llegaban de la izquierda. Myron entró a gatas. Dobló la esquina y allí, en el suelo, había una mujer que dedujo que era la señora Davis.
Estaba amordazada, con las manos atadas a la espalda. Tenía los ojos muy abiertos de miedo. Myron se llevó un dedo a los labios. Ella miró hacia la derecha, después a Myron y otra vez hacia la derecha.
Oyó más ruidos.
Había más gente en la habitación. A la derecha de ella.
Myron pensó en lo que haría a continuación. No sabía si retroceder y llamar a la policía. Podían rodear la casa y convencer a Erik para que se entregara. Pero ¿y si era demasiado tarde?
Oyó un bofetón. Alguien gritó. La señora Davis cerró los ojos con fuerza.
No podía elegir. La verdad es que no podía. Myron tenía la pistola a mano. Estaba a punto de saltar y apuntar en la dirección que indicaba la señora Davis. Dobló las piernas y después se detuvo.
¿Era lo más prudente abalanzarse con una pistola?
Erik estaba armado. Podía reaccionar rindiéndose, por supuesto, pero también disparando presa del pánico. La posibilidad a medias.
Myron intentó otra cosa.
– Erik.
Silencio.
– Erik, soy yo, Myron -insistió.
– Entra, Myron.
La voz era tranquila, casi un canturreo. Myron fue hacia el centro de la habitación. Erik estaba de pie con un arma en la mano. Llevaba una camisa de vestir sin corbata, con manchas de sangre en la parte delantera.
Sonrió al ver a Myron.
– El señor Davis ya está dispuesto a hablar.
– Baja el arma, Erik.
– No creo.
– He dicho…
– ¿Qué? ¿Vas a dispararme?
– Nadie va a disparar. Pero baja el arma.
Erik meneó la cabeza. Mantenía la sonrisa.
– Entra, entra, por favor.
Myron entró en la habitación con el arma todavía en la mano. Harry Davis estaba dándole la espalda a Myron, sujeto a una silla con abrazaderas de plástico en las muñecas. La cabeza le caía sobre el cuello, con la barbilla baja.
Myron le dio la vuelta y se paró a mirar.
– Oh, no.
Davis había sido golpeado. Tenía sangre en la cara. Le había caído un diente al suelo. Myron se volvió hacia Erik. La actitud de éste era diferente. No estaba tan tenso como de costumbre. No parecía nervioso ni alterado. De hecho, Myron no le había visto nunca tan relajado.
– Necesita un médico -dijo Myron.
– Está perfectamente.
Myron miró a Erik a los ojos. Eran dos estanques en calma.
– Éste no es el camino, Erik.
– Claro que lo es.
– Escúchame…
– No lo creo. Tú eres bueno en esto, Myron, no lo dudo, y sigues las reglas, un cierto código. Pero cuando tu hija está en peligro, esos detalles carecen de importancia.
Myron pensó en Dominick Rochester porque había dicho algo muy parecido en casa de los Seiden. No se podía imaginar dos hombres más diferentes que Erik Biel y Dominick Rochester. La desesperación y el miedo los había vuelto casi idénticos.
Harry Davis levantó la cara ensangrentada.
– No sé dónde está Aimee, lo juro.
Antes de que Myron pudiera hacer nada, Erik apuntó su arma al suelo y disparó. El sonido resonó con fuerza en la pequeña habitación.
Harry Davis gritó. Un gemido de la señora Davis emergió bajo la mordaza.
Los ojos de Myron se abrieron más al ver el zapato de Davis. Tenía un agujero cerca de la punta del dedo gordo. Empezó a salir sangre. Myron levantó el arma y apuntó a Erik a la cabeza.
– Baja el arma.
– No.
Lo dijo con sencillez. Erik miró a Harry Davis. El hombre sufría, pero tenía la cabeza levantada y los ojos más enfocados.
– ¿Te has acostado con mi hija?
– ¡Nunca!
– Dice la verdad, Erik.
Erik se volvió hacia Myron.
– ¿Cómo lo sabes?
– Fue otro profesor, un tipo llamado Drew Van Dyne. Trabaja en la tienda de música adonde ella va a menudo.
Erik pareció confundido.
– Pero, cuando acompañaste a Aimee, ella se dirigió aquí, ¿no?
– Sí.
– ¿Por qué?
Los dos miraron a Harry Davis. Le salía sangre del zapato, manando lentamente. Myron se preguntó si los vecinos habrían oído el tiro y se les habría ocurrido llamar a la policía. Lo dudaba. La gente de esos barrios supone que un ruido así es el tubo de escape de un coche o un petardo, algo explicable y seguro.
– No es lo que cree -dijo Harry Davis.
– ¿Qué?
Y entonces Harry Davis volvió los ojos hacia su esposa. Myron lo comprendió. Llevó a Erik a un lado.
– Ya lo has conseguido -dijo Myron-. Está dispuesto a hablar.
– ¿Y?
– Que no hablará frente a su mujer. Y si le ha hecho algo a Aimee, no te lo dirá a ti.
Erik todavía tenía la misma sonrisita en la cara.
– ¿Quieres encargarte tú?
– No se trata de encargarse -dijo Myron-, sino de conseguir información.
Erik sorprendió a Myron entonces, porque asintió.
– Tienes razón.
Myron le miró como si esperara una frase definitiva.
– Crees que se trata de mí -dijo Erik-. Pero no es así. Se trata de mi hija. Se trata de lo que haría por salvarla. Mataría a ese hombre sin dudarlo, mataría a su mujer, qué demonios, Myron, te mataría a ti también. Pero eso no serviría de nada. Tienes razón. Lo he conseguido. Pero si queremos que hable, su esposa y yo saldremos de la habitación.
Erik fue hacia la señora Davis. Ella se encogió.
Harry Davis gritó:
– ¡Déjala en paz!
Erik no le hizo caso. Se agachó y ayudó a la señora Davis a levantarse. Luego se dirigió a él:
– Tu esposa y yo esperaremos en la otra habitación.
Fueron a la cocina y cerró la puerta. Myron quería desatar a Davis, pero aquellas abrazaderas eran difíciles de quitar a mano. Cogió una manta y detuvo la sangre que salía del pie.
– No me duele mucho.
Su voz era un poco vaga. Curiosamente, él también parecía más relajado. Myron lo había experimentado. Sin duda la confesión es beneficiosa para el alma. El hombre estaba cargado de pesados secretos. Se sentiría mejor, al menos temporalmente, descargándose de ellos.
– Hace veintidós años que enseño en el instituto -dijo Davis sin que se lo pidieran-. Me encanta. El sueldo no es mucho y no es un trabajo prestigioso, pero adoro a los alumnos. Me encanta enseñar, me encanta ayudarles, me gusta que vuelvan a verme.
Se calló.
– ¿Por qué vino Aimee aquí la otra noche? -preguntó Myron.
No pareció oírle.
– Piénselo, señor Bolitar. Veinte años y pico con alumnos de instituto. No digo niños porque muchos ya no lo son. Tienen dieciséis, diecisiete e incluso dieciocho años, edad suficiente para hacer el servicio militar y votar. Y a menos que seas ciego, te das cuentas de que ellas son mujeres y no chicas. ¿Ha visto alguna vez los bañadores del Sports Illustrated? ¿Se ha fijado en las pasarelas de moda? Esas modelos tienen la misma edad que las bonitas y frescas chicas con las que estoy cinco días a la semana, diez meses al año. Mujeres, señor Bolitar, no chicas. No estamos hablando de una atracción enfermiza o de pedofilia.
– Espero que no intente justificar las relaciones sexuales con las alumnas -dijo Myron.
Davis negó con la cabeza.
– Sólo quiero poner en su contexto lo que voy a decir.
– No necesito contexto, Harry.
Él casi se rió.
– Entiende lo que le digo más de lo que quiere reconocer, creo. La cuestión es que soy un hombre normal, y con eso quiero decir que soy un heterosexual con necesidades y deseos afines. Estoy rodeado año tras años de mujeres hermosas, alucinantes, que llevan ropa ajustada y tejanos de cintura baja y escotes vertiginosos y los ombligos al aire. Todos los días, señor Bolitar. Me sonríen. Flirtean conmigo. Y se supone que los profesores tenemos que ser fuertes y resistir día tras otro.
– Déjeme adivinar -dijo Myron-. Usted dejó de resistir.
– No pretendo ganarme su simpatía. Lo que le digo es que la posición en que estamos no es natural. Si ves a una chica de diecisiete años sexy caminando por la calle, la miras. La deseas. Incluso fantaseas.
– Pero -dijo Myron- no haces nada.
– Pero ¿por qué no haces nada? ¿Porque está mal, o porque no puedes? Imagínese ahora que ve a centenares de chicas como ésa todos los días desde hace años. Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha luchado por ser poderoso y rico. ¿Por qué? Los antropólogos dirían que lo hacemos para atraer a más y mejores hembras. Es la naturaleza. No mirar, no desear, no sentirse atraído te convertiría en un bicho raro. ¿No cree?
– No tengo tiempo para esto, Harry. Ya sabe que está mal.
– Lo sé -dijo- y durante veinte años he controlado esos impulsos. Me he conformado con mirar, imaginar y fantasear.
– ¿Y después?
– Hace dos años tuve una alumna maravillosa, inteligente y guapa. No era Aimee, no. No le diré su nombre, no tiene por qué saberlo. Se sentaba en primera fila y era como un premio. Me miraba como si yo fuera un dios. Se dejaba los dos primeros botones de la blusa desabrochados…
Davis cerró los ojos.
– Se abandonó a sus necesidades naturales -dijo Myron.
– No conozco a muchos hombres que se hubieran resistido.
– ¿Y eso qué tiene que ver con Aimee Biel?
– Nada, al menos directamente. Aquella joven y yo tuvimos una aventura. No entraré en detalles.
– Gracias.
– Pero un día sus padres nos descubrieron. Como se puede imaginar, fue un desastre. Estaban como locos. Se lo dijeron a mi esposa. Donna todavía no me ha perdonado del todo, pero acordamos pagar para que callaran. Ellos también deseaban discreción, les preocupaba la reputación de su hija. Así que nos pusimos de acuerdo en no decir nada. Ella fue a la universidad y yo seguí enseñando. Y aprendí la lección.
~¿Y?
– Lo dejé atrás. Pensará que soy un monstruo, pero no lo soy. He tenido tiempo de pensar en ello. Usted cree que sólo intento racionalizar, pero es más que eso. Soy un buen profesor. Me dijo que era impresionante ser Profesor del Año y que yo lo había ganado más veces que ningún otro profesor en la historia del instituto. Y es que los alumnos me preocupan. No es una contradicción tener esas necesidades y preocuparse por los alumnos. Ya sabe lo perceptivos que son los adolescentes. Detectan a un impostor a la legua. Me votan y acuden a mí cuando tienen un problema porque saben que me preocupo sinceramente.
A Myron le entraron ganas de vomitar ante aquellos argumentos, con razón en parte, aunque perversa.
– Así que siguió enseñando -dijo, intentando que volviera al tema-. Lo dejó atrás y…
– Y entonces cometí otro error -dijo. Volvió a sonreír y mostró sangre en los dientes-. No, no es lo que cree. No tuve otra aventura.
– ¿Entonces qué?
– Pillé a un chico vendiendo hierba. Y lo denuncié al director y a la policía.
– Randy Wolf -dijo Myron.
Davis asintió.
– ¿Qué pasó?
– Su padre. ¿Le conoce?
– Nos conocemos.
– Me investigó. Había corrido algún rumor de aquel lío. Contrató a un detective privado y consiguió ayuda de otro profesor, Drew Van Dyne. Era el camello de Randy.
– Así que si procesaban a Randy -dijo Myron-, Van Dyne tenía mucho que perder.
– Sí.
– Déjeme adivinarlo: Jake Wolf descubrió su aventura.
Davis asintió.
– Y le chantajeó a cambio de su silencio.
– Oh, fue más allá.
Myron miró el pie del hombre. La sangre seguía saliendo. Había que, tenía que llevarlo a un hospital, pero no quería dejar pasar aquel momento. Lo curioso era que Davis no parecía sufrir. Quería hablar. Seguramente llevaba años dando vueltas a aquellas locas justificaciones, él solo con su cerebro, y ahora por fin veía la oportunidad de expresarlas.
– Jake Wolf me tenía en sus manos -siguió Davis-. Cuando entras en el chantaje, ya no hay salida. Además se ofreció a pagarme. Y yo acepté, sí.
Myron pensó en lo que Wheat Manson le había dicho por teléfono.
– Usted era, además de profesor, también asesor de estudios.
– Sí.
– Tenía acceso a los expedientes de los alumnos. He visto a lo que pueden llegar los padres en esta ciudad por meter a sus hijos en la universidad que desean.
– No tiene ni idea -dijo Davis.
– Sí la tengo. No era muy diferente cuando yo era joven. Así que Jake Wolf le obligó a alterar las notas de su hijo.
– Algo así. Sólo cambié la parte académica de su expediente. Randy quería ir a Dartmouth y a Dartmouth le interesaba Randy por el fútbol, pero tendría que haberse situado entre los cuarenta primeros. Hay cuatrocientos chicos en su curso. Randy era el cincuenta y tres. No estaba mal, pero no llegaba al cupo. Otro estudiante, Ray Clarke, es un chico inteligente. Es el quinto de su curso. Entró en Georgetown tal como quería…
– Por lo tanto cambió el expediente de Randy por el de ese tal Clarke.
– Sí.
Entonces Myron recordó lo que había dicho Randy, que había hecho lo posible por que Aimee volviera con él, por compartir su objetivo.
– E hizo lo mismo por Aimee Biel. Se aseguró de que entrara en Duke tal como le pidió Randy, ¿no?
– Sí.
– Y cuando Randy le dijo a Aimee que la había ayudado, en vez de agradecérselo, le recriminó. Pero no lo estuvo. Se puso a investigar. Intentó acceder al ordenador del instituto para ver qué había pasado. Llamó a Roger Chang, el número cuatro del curso, para confirmar sus notas y sus actividades extracurriculares. Quería saber qué habían hecho ustedes.
– Eso no lo sé -dijo Davis. Estaba perdiendo el flujo de adrenalina. Empezaba a pestañear de dolor-. Nunca hablé con Aimee de eso. No sé qué le dijo Randy, eso era lo que le estaba preguntando cuando nos vio el otro día en el aparcamiento del instituto. Dijo que no había mencionado mi nombre, sólo que la había ayudado a entrar en Duke.
– Pero Aimee lo dedujo. O al menos lo intentó.
– Podría ser.
Él pestañeó otra vez. Myron no hizo caso.
– Bien, ya hemos llegado a aquella noche, Harry. ¿Por qué me pidió Aimee que la trajera aquí?
La puerta de la cocina se abrió. Erik asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Cómo va?
– Va bien -dijo Myron.
Esperaba que Erik discutiera, pero desapareció otra vez en la cocina.
– Está loco -dijo Davis.
– Usted tiene hijas, ¿no?
– Sí. -Y asintió como si lo comprendiera de repente.
– Se está andando con rodeos, Harry. Está sangrando. Necesita atención médica.
– Eso no importa.
– Ha llegado muy lejos. Acabemos de una vez. ¿Dónde está Aimee?
– No lo sé.
– ¿Por qué vino aquí?
Él cerró los ojos.
– Harry.
Su voz era baja.
– Dios me perdone, pero yo no lo sé.
– ¿Quiere explicarse?
– Llamó a la puerta. Era tardísimo, las dos o las tres de la madrugada, no lo sé. Donna y yo dormíamos. Nos dio un susto de muerte. Nos asomamos a la ventana, la vimos, miré a mi mujer y debería haber visto su expresión. Estaba tan dolida… Toda la desconfianza, todo lo que había intentado enmendar, todo se vino abajo. Se echó a llorar.
– ¿Y qué hizo?
– Le dije a Aimee que se marchara.
Silencio.
– Abrí la ventana. Le dije que era tarde, que hablaríamos el lunes.
– ¿Qué hizo Aimee?
– Sólo me miró. No dijo nada. Estaba decepcionada, estaba claro. -Davis cerró los ojos con fuerza-. Pero también me temía que estuviera enfadada.
– ¿Y se marchó?
– Sí.
– Y desapareció -dijo Myron- antes de comunicar lo que sabía. Antes de que pudiera destruirle. Y si el escándalo del trueque saliera a la luz, tal como le dije la primera vez que hablamos, estaría acabado, se sabría todo.
– Lo sé. Lo he pensado.
Se calló. Le resbalaban lágrimas por las mejillas.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
– Mi tercer gran error -dijo en voz baja.
Myron sintió un escalofrío en la columna.
– ¿Qué hizo?
– No le habría hecho ningún daño jamás. La apreciaba.
– ¿Qué hizo, Harry?
– Estaba confuso, no sabía qué hacer en aquella situación. Y me asusté. Imaginé lo que iba a significar, como usted ha dicho. Se sabría todo. Todo. Y me entró el pánico.
– ¿Qué hizo? -preguntó Myron otra vez.
– Llamar. En cuanto ella se marchó, llamé a quien mejor sabría lo que había que hacer.
– ¿A quién llamó, Harry?
– A Jake Wolf -contestó-. Y le dije que Aimee Biel estaba frente a mi casa.