Randy Wolf vivía en la nueva sección de Laurel Road. Las nuevas y relucientes casas de ladrillo visto tenían más metros cuadrados que el aeropuerto Kennedy. Había una verja de falso hierro forjado. Estaba abierta y Myron la cruzó. El jardín estaba excesivamente cuidado, el césped era tan verde que parecía que alguien hubiera enloquecido con un aerosol de pintura. Había tres todo terreno aparcados en la entrada. A su lado, centelleando por un encerado reciente y una posición bajo el sol igual de perfecta, había un pequeño Corvette rojo. Myron se puso a tararear la canción de Prince. No pudo evitarlo.
Se oía el inconfundible sonido del rebote de una pelota de tenis en el patio. Myron se dirigió hacia allí. Vio a cuatro gráciles damas jugando a tenis. Llevaban todas colas de caballo y ropa ajustada de tenis. Myron era un gran admirador de las mujeres vestidas con ropa de tenis. Una de las gráciles damas estaba a punto de servir cuando le vio. Tenía unas piernas estupendas, observó Myron. Volvió a comprobarlo. Sí, estupendas.
Mirar piernas bronceadas probablemente no le proporcionaría ninguna pista, pero ¿por qué perder una oportunidad?
Myron saludó con la mano y ofreció a la mujer su mejor sonrisa. Ella se la devolvió y dijo a las otras que la dispensaran un momento. Fue trotando hacia él. Su cola de caballo se balanceaba. Se paró muy cerca de él. Respiraba aceleradamente. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo. También la volvía un poco transparente -Myron sólo se mostraba observador, claro- pero no parecía importarle.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Apoyaba una mano en la cadera.
– Hola, me llamo Myron Bolitar.
Regla número cuatro del Libro de Elocuencia de Bolitar: apabulla a las mujeres con una primera frase deslumbrante.
– Su nombre -dijo-. Me suena.
Movía mucho la lengua al hablar.
– ¿Es la señora Wolf?
– Llámeme Lorraine.
Lorraine Wolf tenía esa forma de hablar en la que todo sonaba con un doble sentido.
– Busco a su hijo Randy.
– Mala respuesta -dijo ella.
– Lo siento.
– Debía decir que parecía demasiado joven para ser la madre de Randy.
– Demasiado obvio -dijo Myron-. Una mujer inteligente como usted habría visto mis intenciones.
– Buena recuperación.
– Gracias.
Las otras mujeres se juntaron en la red. Llevaban toallas al cuello y bebían algo verde.
– ¿Por qué busca a Randy? -preguntó ella.
– Necesito hablar con él.
– Bueno, sí, ya me lo imagino. Pero tal vez podría decirme sobre qué.
Se abrió la puerta trasera con un sonoro bang. Un hombre grandote -Myron medía metro noventa y cinco y pesaba noventa y cinco kilos y ese tipo medía al menos siete centímetros y pesaba doce kilos más que él- salió por la puerta.
Big Jake Wolf, dedujo Myron, estaba en casa.
Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás. Y sus ojos entornados le daban una expresión mezquina.
– Vaya, ¿no es Steven Seagal? -preguntó Myron, en voz baja.
Lorraine Wolf sofocó una risita.
Big Jake se acercó como una tromba, mirando furiosamente. Myron esperó unos segundos, después guiñó el ojo y le hizo su saludo de cinco dedos estilo Stan Laurel. Big Jake no parecía complacido. Se situó al lado de Lorraine, le pasó el brazo alrededor del hombro y tiró de ella hacia él.
– Hola, monada -dijo, sin dejar de mirar a Myron.
– Vaya, hola -dijo Myron.
– No hablaba con usted.
– Entonces ¿por qué me mira?
Big Jake frunció el ceño y apretó más a su mujer. Lorraine se estremeció un poco, pero le dejó hacer. Myron había visto tales comportamientos otras veces. Una rabiosa inseguridad, sospechaba. Jake dejó de mirarle el tiempo suficiente para besar en la mejilla a su esposa y volver a apretarla. Después volvió a mirarle furiosamente, sujetando con fuerza a su mujer.
Myron se preguntaba si Big Jake se mearía sobre ella por marcar su territorio.
– Vuelve a tu partido, mi amor. Yo me encargo.
– Ya estábamos acabando.
– Entonces ¿por qué no entráis todas a tomar algo?, ¿eh?
La soltó. Parecía aliviada. Las mujeres se fueron hacia la casa. Myron volvió a mirarles las piernas. Por si acaso. Ellas le sonrieron.
– Eh, ¿qué está mirando? -gritó Big Jake.
– Posibles pistas -dijo Myron.
– ¿Qué?
Myron se volvió hacia él.
– No importa.
– ¿Qué quiere?
– Me llamo Myron Bolitar.
– ¿Y?
– Buena réplica.
– ¿Qué?
– No importa.
– ¿Es un humorista o qué?
– Prefiero que me llamen «actor cómico». A los humoristas se les encasilla.
– ¿Qué diablos…? -Big Jake se paró y se recompuso-. ¿Siempre hace lo mismo?
– ¿Hacer qué?
– Presentarse sin ser invitado.
– Es la única manera de que la gente me reciba -dijo Myron.
Big Jake entornó los ojos un poco más. Llevaba vaqueros estrechos y una camisa de seda con demasiados botones desabrochados. Entre los pelos del torso le asomaba una cadena de oro. No se oía «Stayin' Alive» de fondo, pero debería.
– Sólo por adivinar -dijo Myron-. El Corvette rojo es suyo, ¿no?
Él siguió mirando con furia.
– ¿Qué quiere?
– Me gustaría hablar con su hijo Randy.
– ¿Para qué?
– Vengo en nombre de la familia Biel.
Eso le hizo pestañear.
– ¿Y?
– ¿Se ha enterado de que su hija ha desaparecido?
– ¿Y?
– Esa repetición del «y» nunca pasa de moda, eh, Jake. Aimee Biel ha desaparecido y me gustaría hablar con su hijo de ello.
– Él no ha tenido nada que ver. Estaba en casa el sábado por la noche.
– ¿Solo?
– No, yo estaba con él.
– ¿Y Lorraine? ¿Ella también estaba? ¿O había salido?
A Big Jake no le gustó que Myron usara el nombre de su mujer.
– No es asunto suyo.
– Como quiera, pero me gustaría hablar con Randy.
– No.
– ¿Por qué no?
– No quiero que Randy se mezcle en esto.
– ¿En qué?
– Eh. -Señaló a Myron-. No me gusta su actitud.
– ¿No? -Myron le ofreció la sonrisa amplia de programa de tele y esperó. Big Jake parecía confundido-. ¿Es mejor así? Más prometedor, ¿no?
– Lárguese.
– Iba a decir: «¿Quién va obligarme?», pero la verdad es que está muy visto.
Big Jake sonrió y se acercó más a Myron.
– ¿Quiere saber quién va obligarle?
– Espere, un momento, déjeme ver el guión. -Myron fingió que pasaba hojas-. Aquí está. Dice: «No, ¿quién?». Y usted dice: «Yo».
– En eso acierta.
– Jake.
– ¿Qué?
– ¿Están en casa sus hijos? -preguntó Myron.
– ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver?
– Mire, Lorraine ya sabe que es usted poco hombre -dijo Myron, sin moverse ni un centímetro-, pero no me gustaría patearle el culo delante de sus hijos.
La respiración de Jake se convirtió en una risa. No retrocedió, pero tenía problemas para mantener el contacto ocular.
– Ah, no vale la pena.
Myron levantó los ojos al cielo, pero reprimió lo de «ésta es la próxima línea del guión». Un poco de madurez.
– Además, mi hijo había roto con esa furcia.
– Con furcia se refiere…
– A Aimee. La dejó.
– ¿Cuándo?
– Hace tres o cuatro meses. Había terminado con ella.
– Fueron a la fiesta de fin de curso juntos la semana pasada.
– Eso fue de cara a la galería.
– ¿De cara a la galería?
Se encogió de hombros.
– No me sorprende lo ocurrido.
– ¿Por qué dice eso, Jake?
– Porque Aimee no valía nada. Era una furcia.
Myron sintió que se le encendía la sangre.
– ¿Por qué dice eso?
– La conozco, ¿entendido? Conozco a toda la familia. Mi hijo tiene un brillante futuro. Irá a Dartmouth en otoño, y no quiero que nada se interponga. Escúcheme bien, señor Baloncesto. Sí, sé quién es usted. Se cree que es un pez gordo. Un semental duro del baloncesto que no llegó a profesional. Una estrella que se apagó al final. Que no pudo aguantar el juego cuando se puso duro.
Big Jake sonrió.
– Espere, ¿ésta es la parte en que me desmorono y lloro? -preguntó Myron.
Big Jake le apoyó un dedo en el pecho.
– Usted manténgase apartado de mi hijo, ¿entendido? No tiene nada que ver con la desaparición de esa furcia.
La mano de Myron salió disparada. Cogió a Jake por las pelotas y apretó. A Jake se le abrieron los ojos de golpe. Myron situó su cuerpo de modo que nadie viera lo que estaba haciendo. Después se apoyó y le susurró:
– No volveremos a insultar a Aimee, a que no, Jake. No se corte, asienta con la cabeza.
Big Jake asintió. Se le estaba poniendo la cara morada. Myron cerró los ojos, maldijo y le soltó. Jake respiró hondo, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre una rodilla. Myron se sintió estúpido por perder el control de aquella manera.
– Oiga, mire, sólo quería…
– Lárguese -siseó Jake-. Déjeme… déjeme en paz.
Y esta vez, Myron obedeció.
Desde el asiento delantero de un Buick Skylark, los Gemelos observaron a Myron salir caminando de la finca de los Wolf.
– Ése es nuestro chico.
– Sí.
No eran realmente gemelos. Ni siquiera eran hermanos. No se parecían. Tenían en común el cumpleaños, 24 de septiembre, pero Jeb era ocho años mayor que Orville. El nombre venía en parte de eso y en parte porque se habían conocido en el partido de béisbol de los Minnesota Twins. * Algunos decían que era un giro sádico del destino o un alineamiento absurdamente malo de las estrellas que existiera un vínculo entre ellos, dos almas perdidas que reconocieron un espíritu afín, como si su tendencia a la crueldad y su psicosis fueran una especie de imán que los hubiera unido.
Se conocieron en las gradas del estadio de Minneapolis cuando Jeb, el mayor, se metió en una pelea con cinco palurdos empapados de cerveza. Orville se puso de su lado y entre los dos mandaron a los cinco al hospital. De eso hacía ocho años. Tres de aquellos hombres seguían en coma.
Jeb y Orville permanecieron juntos. Los dos solitarios, solteros, sin ninguna relación a largo plazo, se hicieron inseparables. Se movieron de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo dejando siempre el desastre a su paso. Para divertirse, entraban en los bares y provocaban peleas, comprobando hasta dónde podían llegar con un hombre sin llegar a matarle. Cuando aniquilaron a una banda de motoristas traficantes de drogas en Montana, su reputación se consolidó.
No parecían peligrosos. Jeb llevaba un lazo y una americana esmoquin. Orville vestía al estilo Woodstock: cola de caballo, pelo facial desaliñado, gafas de sol oscuras y una camisa teñida a mano. Se quedaron en el coche observando a Myron.
Jeb se puso a cantar, como siempre, mezclando la letra inglesa con su versión española. En esta ocasión era «Message in a Bottle» de The Police.
– «I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, mensaje en una botella…»
– Me gusta ésa, tío -dijo Orville.
– Gracias, mi amigo.
– Tío, si fueras más joven podrías salir en American Idol. Esa cosa española. Les chiflarías. Incluso a ese juez Simon que lo detesta todo.
– Me encanta Simon.
– A mí también. El tío está que se sale.
Myron se metió en su coche.
– A ver, ¿tú qué crees que hacía en esa casa? -preguntó Orville.
– «You ask me if our love would grow, yo no sé, yo no sé.»
– Es de los Beatles, ¿no?
– Premio.
– Y yo no sé, «I don't know».
– Premio otra vez.
– Tope. -Orville miró el reloj del coche-. ¿Deberíamos llamar a Rochester para informarle?
Jeb se encogió de hombros.
– Podríamos.
Myron Bolitar arrancó el coche. Le siguieron. Rochester contestó al segundo timbre.
– Ha salido de la casa -dijo Orville.
– Seguidle -dijo Rochester.
– Es su dinero -dijo Orville encogiéndose de hombros-. Pero creo que es perder el tiempo.
– Podría daros la pista de dónde tiene a las chicas.
– Si le cogemos ahora, nos dará todas las pistas que tenga.
Hubo un momento de duda. Orville sonrió y le hizo a Jeb una señal con el pulgar.
– Estoy en su casa -dijo Rochester-. Es donde quiero que lo traigáis.
– ¿Está fuera o dentro?
– ¿Fuera o dentro de qué?
– De su casa.
– Estoy enfrente. En el coche.
– Así que no sabe si tiene televisor de plasma.
– ¿Qué? No, no lo sé.
– Si tenemos que trabajarlo un rato, sería estupendo que tuviera uno. Por si se pone pesado, usted ya me entiende. Los Yankees juegan contra Boston. Jeb y yo lo veríamos en alta definición. Por eso lo pregunto.
Hubo otro momento de vacilación.
– Puede que tenga -dijo Rochester.
– Eso sería tope. La tecnología digital mola. Todo lo de la alta definición, claro. En fin, ¿tiene un plan o algo así?
– Esperaré hasta que llegue a casa -dijo Dominick Rochester-. Le diré que quiero hablar con él. Entramos. Vosotros también.
– Radical.
– ¿Adónde va ahora?
Orville miró el navegador del coche.
– Eh, bueno, a lo mejor me equivoco, pero creo que vamos a casa de Bolitar.