42

El escaparate era de un salón de manicura llamado Nail-R-Us en una sección todavía no reformada de Queens. El edificio tenía un aspecto decrépito, como si al apoyarte en él fueras a provocar un derrumbamiento. La oxidación de la escalera de incendios era tan avanzada que parecía más probable el tétanos que la inhalación de humos. Todas las ventanas estaban tapadas con persianas gruesas o con planchas de madera. La estructura tenía cuatro pisos y ocupaba prácticamente toda la longitud de la manzana.

– La «R» del rótulo está tachada -dijo Myron a Win.

– Es intencionado.

– ¿Por qué?

Win le miró esperando que lo dedujera solo. Nail-R-Us se había convertido en Nail Us. *

– Oh -dijo Myron-. Qué monos.

– Tienen dos guardias armados apostados en ventanas -dijo Win.

– Deben de hacer unas manicuras terribles.

Win frunció el ceño.

– Además, los dos guardias no han ocupado su puesto hasta que tu señora Rochester y su novio han vuelto.

– Le tienen miedo a su padre -dijo Myron.

– Una deducción lógica.

– ¿Sabes algo de este sitio?

– La clientela está por debajo de mi nivel de experiencia. -Win señaló con la cabeza detrás de Myron-. Pero no de la de ella.

Myron se giró. El sol poniente estaba tapado como si hubiera un eclipse. Big Cyndi caminaba sin prisas hacia ellos. Iba vestida de arriba abajo en Lycra blanca muy ajustada, sin ropa interior. Desgraciadamente, eso saltaba a la vista. En una modelo de diecisiete años, un chándal de Lycra es arriesgado. En una mujer de cuarenta que pesaba más de ciento veinte kilos… Bueno, se necesitaban agallas, muchas, todas ellas a la vista, para el disfrute general. Todo el mundo soltaba risitas al pasar por su lado; varias partes de su cuerpo parecían tener vida propia y moverse por su cuenta, como bichos atrapados en un globo retorciéndose por encontrar una salida.

Big Cyndi besó a Win en la mejilla. Después se volvió y dijo:

– Hola, señor Bolitar.

Le abrazó, rodeándole con sus brazos, una sensación no muy diferente a verse envuelto en material aislante húmedo.

– Hola, Big Cyndi -dijo Myron cuando le soltó-. Gracias por venir tan de prisa.

– Cuando me llama, señor Bolitar, yo corro.

Su cara seguía plácida. Myron nunca sabía si Big Cyndi le tomaba el pelo o no.

– ¿Conoces este lugar? -preguntó.

– Oh, sí.

Ella suspiró. Los alces empezaron a aparearse en un radio de cincuenta kilómetros. Big Cyndi llevaba siempre pintalabios blanco, como salida de un documental de Elvis. Su maquillaje chispeaba. Sus uñas eran de un color que una vez le había dicho que se llamaba Pinot Noir. En sus tiempos, Big Cyndi había sido la mala de la lucha profesional. Se ajustaba al papel. Para los que nunca han visto lucha profesional, es sólo un juego moral que enfrenta al bueno y al malo. Durante años, Big Cyndi había sido una mala «señora de la guerra» denominada Volcán Humano. Entonces, una noche, tras una lucha especialmente reñida, Big Cyndi había «herido» a la encantadora y menuda Esperanza «Little Pocahontas» Díaz con una silla, tan gravemente que acudió una falsa ambulancia y le puso un collarín y toda la parafernalia, mientras una multitud furiosa de admiradores esperaba fuera del recinto.

Cuando Big Cyndi salió al acabar, la multitud la atacó.

Podrían haberla matado. Estaban borrachos y excitados y no muy metidos en la ecuación realidad-frente-a-ficción que funciona en ese ramo. Big Cyndi intentó correr, pero no había escape. Se defendió con todas sus fuerzas, pero había mucha gente esperando su sangre. Le golpearon con una cámara, con un bastón, con una bota. La acorralaron. Big Cyndi cayó. La pisotearon.

En vista de la violencia, Esperanza intentó intervenir. La multitud no le hizo ni caso. Ni su luchadora favorita podía detener el deseo de sangre. Y entonces Esperanza hizo algo realmente inspirado.

Saltó sobre un coche y «reveló» que Big Cyndi sólo había fingido ser la mala para introducirse. La multitud casi se detuvo. Entonces, Esperanza anunció que en realidad Big Cyndi era la hermana perdida desde hacía tiempo de Little Pocahontas, Big Chief Mama, un apodo bastante soso, pero vaya, se lo iba inventando sobre la marcha. Little Pocahontas y su hermana se habían reencontrado y a partir de ahora serían compañeras de equipo.

La multitud la vitoreó. A continuación ayudaron a Big Cyndi a levantarse.

Big Chief Mama y Little Pocahontas fueron a partir de entonces el equipo de lucha más popular. Cada semana escenificaban lo mismo: Esperanza Pocahontas empezaba ganando con su destreza, sus oponentes hacían algo ilegal como echarle arena a los ojos o utilizar un objeto prohibido, y, mientras una de ellas distraía a Big Chief Mama, la otra golpeaba a la sensual belleza Pocahontas hasta que le rasgaba la tira del bikini de piel, y entonces Big Chief Mama lanzaba un grito de guerra y corría al rescate.

Puro entretenimiento.

Cuando dejó el ring, Big Cyndi se hizo gorila de discoteca y a veces salía a escena en algunos clubes de sexo de poca monta. Conocía el lado más sórdido de las calles. Y con eso contaban ahora.

– ¿Qué es este sitio? -preguntó Myron.

Big Cyndi puso su ceño de tótem.

– Hacen muchas cosas, señor Bolitar. Drogas, estafas por Internet, pero más que nada son clubes de sexo.

– Clubes -repitió Myron-. ¿En plural?

Big Cyndi asintió.

– Probablemente seis o siete. ¿Recuerda hace unos años cuando la Calle 42 estaba repleta de escoria?

– Sí.

– Bueno, cuando los echaron de allí, ¿adónde cree que fue a parar la escoria?

Myron miró el salón de manicura.

– ¿Aquí?

– Aquí, allí, por todas partes. A la escoria no se la mata, señor Bolitar, sino se la traslada a un nuevo huésped.

– ¿Y éste es el nuevo huésped?

– Uno de ellos. Aquí, en este mismo edificio, hay clubes que ofrecen una variedad internacional de gustos.

– ¿Qué variedad?

– A ver. Si se quiere mujeres de cabellos muy rubios, se va a On Golden Blonde. Está en el segundo piso, al fondo a la derecha. Si se quiere hombres afroamericanos, se va al tercer piso a un local llamado, esto le gustará, señor Bolitar, Malcolm Sex.

Myron miró a Win. Él se encogió de hombros.

Big Cyndi siguió con su voz de guía turística.

– Quienes quieren fetiches asiáticos lo pasarán bien en el Joy Suck Club…

– Sí -dijo Myron-. Creo que me hago una idea. ¿Cómo entro y encuentro a Katie Rochester?

Big Cyndi lo pensó un momento.

– Puedo hacerme pasar por una solicitante de empleo.

– ¿Disculpa?

Big Cyndi apoyó sus enormes puños en las caderas. Eso significaba que estaban separados dos metros.

– No todos los hombres, señor Bolitar, se pirran por las menudas.

Myron cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz.

– Vale, bien, quizá sí. ¿Alguna otra idea?

Win esperó pacientemente. Myron siempre habría pensado que Win sería intolerante con Big Cyndi, pero hacía años, Win le sorprendió señalando lo que debería ser obvio. «Uno de nuestros peores y más aceptados prejuicios es contra las mujeres gordas. Nunca, jamás, vemos más allá de su gordura.» Y era cierto. Myron se había sentido muy avergonzado con la observación. Y empezó a tratar a Big Cyndi como debía, como a cualquier otra persona. Eso le fastidió a ella. En una ocasión en la que Myron le sonrió, ella le dio un castañazo en el hombro -tan fuerte que estuvo dos días sin levantar el brazo- gritando: «¡Pare ya!».

– Quizá deberías probar un enfoque más directo -dijo Win-. Yo me quedo fuera. Tú dejas el móvil encendido. Big Cyndi y tú intentáis que os dejen entrar.

Big Cyndi asintió.

– Podemos fingir ser una pareja que busca hacer un trío.

Myron estaba a punto de decir algo cuando Big Cyndi añadió:

– Era broma.

– Lo sabía.

Ella arqueó una ceja brillante y se inclinó hacia él. La montaña que iba a Mahoma.

– Pero ahora que he plantado la semilla erótica, señor Bolitar, puede que le cueste funcionar con una menudita.

– Me las arreglaré. Vamos.

Myron cruzó la entrada el primero. Un negro apostado a la puerta, con gafas de sol de diseño, le dijo que se detuviera. Llevaba un auricular en la oreja como si fuera del Servicio Secreto. Cacheó a Myron.

– Caramba -dijo Myron, ¿tanto rollo por una manicura?

El hombre cogió el móvil de Myron.

– No se permite sacar fotos -dijo.

– No tiene cámara.

El negro sonrió.

– Se lo devolverán a la salida.

Siguió sonriendo hasta que Big Cyndi llenó el umbral. Entonces la sonrisa desapareció y fue sustituida por algo más parecido al terror. Big Cyndi se introdujo como lo haría un gigante en una casa de muñecas. Se irguió, levantó los brazos sobre la cabeza y separó las piernas. La Lycra blanca gritó agónicamente. Big Cyndi guiñó el ojo al negro.

– Cachéame, grandullón -dijo-. Estoy a punto.

El traje era tan ajustado que parecía una segunda piel. Si Big Cyndi estaba a punto, el hombre no quería saber para qué.

– Está bien, señorita. Pase.

Myron volvió a pensar en lo que había dicho Win, en el prejuicio aceptado. Había algo personal en sus palabras, pero cuando Myron intentó ahondar en ello, Win se había cerrado. De todos modos, cuatro años después, Esperanza había querido que Big Cyndi se encargara de algunos clientes. Aparte de Myron y Esperanza, había estado en MB Reps más que nadie. Era bastante lógico. Pero Myron sabía que sería un desastre. Y lo fue. Nadie se sentía cómodo con Big Cyndi como representante. Se quejaban de su ropa extravagante, de su maquillaje, de su forma de hablar -le gustaba aullar-, pero aunque hubiera prescindido de todo eso, ¿habría cambiado algo?

El negro se llevó una mano a la oreja. Alguien le hablaba por el auricular. De repente puso un brazo sobre el hombro de Myron.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

Myron decidió mantener el enfoque directo.

– Busco a una mujer llamada Katie Rochester.

– No hay nadie aquí con ese nombre.

– Sí, está aquí -dijo Myron-. Ha entrado por esta misma puerta hace veinte minutos.

El negro dio un paso más hacia Myron.

– ¿Me está llamando mentiroso?

Myron estuvo tentado de clavarle la rodilla en la entrepierna, pero eso no ayudaría.

– Oiga, podemos hacer toda la comedia de machos, pero ¿para qué? Sé que ha entrado aquí. Sé por qué se esconde. No le deseo ningún mal. Podemos hacer esto de dos maneras. Una, ella puede hablar conmigo un momento y se acabó. No diré nada sobre su paradero. Dos, bueno, tengo a varios hombres apostados fuera. Si me echa de aquí llamaré a su padre. Él traerá a algunos más. La cosa se pondrá fea. A nadie le interesa. Sólo quiero hablar.

El negro se quedó quieto.

– Otra cosa -dijo Myron-. Si teme que trabaje para su padre, pregúntele esto: si su padre supiera que está aquí, ¿sería tan sutil?

Más duda.

Myron abrió los brazos.

– Estoy en su casa. No voy armado. ¿Qué daño puedo hacerle?

El hombre esperó otro segundo. Después dijo:

– ¿Ha terminado?

– También podríamos estar interesados en un trío -dijo Big Cyndi.

Myron la hizo callar con una mirada. Ella se encogió de hombros y se calló.

– Espere aquí.

El hombre fue hacia una puerta de acero. Se oyó un zumbido. La abrió y entró. Tardó cinco minutos. Acudió un tipo calvo con gafas de sol, nervioso. Big Cyndi le miró fijamente. Se lamió los labios. Se agarró lo que podrían ser sus pechos. Myron meneó la cabeza, temiendo que cayera de rodillas y fingiera quién-sabe-qué, cuando por suerte la puerta se abrió. El hombre de las gafas señaló a Myron.

– Venga conmigo -dijo. Se volvió hacia Big Cyndi-: Solo.

A Big Cyndi no le hizo gracia. Myron la tranquilizó con una mirada y entró en la otra habitación. La puerta de acero se cerró detrás de él. Myron echó un vistazo y exclamó.

– Uau.

Había cuatro hombres. De tamaño variado. Muchos tatuajes. Algunos sonreían. Otros hacían muecas de disgusto. Todos llevaban vaqueros y camisetas negras. No iban afeitados. Myron intentó adivinar quién era el jefe. En una pelea de grupo, mucha gente va equivocadamente a por el más débil. Eso es siempre un error. Además, si los tipos eran buenos, dará igual lo que hagas.

Cuatro contra uno en un espacio pequeño. Estabas listo.

Myron vio a un hombre de pie un poco más adelantado que los demás. Tenía el cabello oscuro y se ajustaba más o menos a la descripción del novio de Katie Rochester que le habían dado Win y Edna Skylar. Myron le miró a los ojos y le sostuvo la mirada.

Y dijo:

– ¿Eres estúpido?

El hombre de cabello oscuro frunció el ceño, sorprendido e insultado.

– ¿Hablas conmigo?

– Si digo: «Sí, hablo contigo», no me salgas con otro «No deberías hablar conmigo». Porque francamente nadie tiene tiempo para tonterías.

El hombre moreno sonrió.

– Has olvidado una opción a la entrada.

– ¿Cuál?

– Opción tres. -Levantó tres dedos por si Myron no sabía lo que significaba «tres»-. Nos aseguraremos de que no puedas hablar con su padre.

Sonrió. Los otros también.

Myron abrió los brazos y preguntó:

– ¿Cómo?

El hombre volvió a fruncir el ceño.

– ¿Qué?

– ¿Cómo os aseguraréis de que no se lo digo? -Myron miró a su alrededor-. Me vais a retener, ¿es ése el plan? ¿Y luego qué? La única forma de hacerme callar sería matarme. ¿Estáis dispuestos a llegar tan lejos? ¿Y mi preciosa compañera de la entrada? ¿También la vais a matar a ella? ¿Y a los que esperan fuera? -Podía exagerar un poco con el plural-. ¿También los vais a matar? ¿O vuestro plan es atizarme y darme una lección? Si es así, uno, no soy un buen alumno. Al menos en esto. Y dos, os estoy mirando y memorizando vuestras caras, y si me atacáis, aseguraos de que me matáis porque si no, volveré a por vosotros, de noche, cuando durmáis, y os ataré, echaré queroseno en vuestra entrepierna y le prenderé fuego.

Myron Bolitar, Maestro del Melodrama. Pero mantuvo los ojos firmes y observó cuidadosamente sus rostros, uno por uno.

– Bien -dijo Myron-, ¿es ésa vuestra opción número tres?

Uno de los hombres se agitó un poco. Una buena señal. Otro echó una mirada de soslayo al de al lado. El hombre de cabello oscuro tenía algo parecido a una sonrisa en la cara. Alguien llamó a una puerta del otro lado de la habitación. El hombre de cabello oscuro la abrió un poco, habló con alguien, la cerró y se volvió a mirar a Myron.

– Eres bueno -dijo.

Myron no contestó.

– Sígueme.

Abrió la puerta y le indicó con la mano que pasara. Myron entró en una sala con las paredes rojas, cubiertas de fotografías pornográficas y pósteres de películas de serie xxx. Había un sofá de piel negra, dos sillas plegables y una lámpara. Y sentada en el sofá, con expresión aterrorizada pero sana y salva, Katie Rochester.

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