Myron conducía. Erik iba sentado a su lado.
El trayecto no fue largo.
Aimee había dicho que estaba detrás de Little Park, cerca del instituto adonde Claire la llevaba a los tres años de edad. Erik no le dejó colgar.
– Tranquila -no paraba de decir-. Ya voy.
Myron acortó el camino cogiendo la rotonda en dirección contraria. Saltó por encima de dos aceras. Le daba igual, lo mismo que a Erik. Lo importante era la velocidad. El aparcamiento estaba vacío. Las luces de los faros bailaban en la noche y, entonces, cuando cogieron el último desvío, iluminaron a una figura solitaria.
Myron apretó el freno.
– Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso… -dijo Erik.
Ya estaba fuera del coche. Myron bajó también a toda prisa. Los dos echaron a correr. Pero a medio camino, Myron se quedó atrás. Erik se adelantó. Así era como debía ser. Erik levantó a su hija en sus brazos. La cogió cariñosamente de la cara, como si temiera que fuera sólo un sueño, un soplo de humo, y que pudiera desvanecerse de nuevo.
Myron se detuvo y observó. Después cogió el móvil y marcó el número de Claire.
– Myron. ¿Qué está pasando?
– Está bien -dijo.
– ¿Qué?
– Está a salvo. Te la traemos a casa.
En el coche, Aimee estaba grogui.
Erik se sentó detrás con ella. La abrazó. Le acarició los cabellos. Le dijo una y otra vez que todo había acabado, que todo se iba a arreglar.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Myron.
– Creo… empezó Aimee. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas-. Creo que me han drogado.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– ¿No sabes quién te secuestró?
Ella meneó la cabeza.
– Quizá deberíamos llevarla al médico -dijo Myron.
– No -dijo Erik-. Primero necesita ir a casa.
– Aimee, ¿qué ha pasado?
– Ha pasado un infierno, Myron -dijo Erik-. Dale tiempo para recuperarse.
– No pasa nada, papá.
– ¿Qué hacías en Nueva York?
– Tenía que reunirme con alguien.
– ¿Quién?
– Es… -Se le quebró la voz y después dijo-: Es difícil hablar de esto.
– Sabemos lo de Drew Van Dyne -dijo Myron- y que estás embarazada.
Ella cerró los ojos.
– Aimee, ¿qué ha pasado?
– Iba a deshacerme de él.
– ¿Del bebé?
Ella asintió.
– Fui a la esquina de la Calle 52 y la Sexta, como me dijeron. Iban a ayudarme. Llegó un coche negro. Me dijeron que sacara dinero del cajero.
– ¿Quién?
– No los vi -dijo Aimee-. Las ventanas estaban veladas. Siempre iban disfrazados.
– ¿Disfrazados?
– Sí.
– ¿Había más de uno?
– No lo sé. Oí una voz de mujer, de eso estoy segura.
– ¿Por qué no fuiste al St. Barnabas?
Aimee dudó.
– Estoy muy cansada.
– ¿Aimee?
– No lo sé -dijo-. Me llamó alguien del St. Barnabas. Una mujer. Si iba allí, mis padres se enterarían. Por algo referente a las leyes de protección, y yo… había cometido tantos errores. Sólo quería… Pero luego ya no estaba tan segura. Cogí el dinero. Iba a subir al coche pero me entró el pánico. Por eso te llamé, Myron. Quería hablar con alguien. Quería hablar contigo, pero… no sé, sé que lo intentaste, pero decidí que sería mejor hablar con otra persona.
– ¿Harry Davis?
Aimee asintió.
– Conozco a una chica -dijo-. Su novio la dejó embarazada. Me dijo que el señor D la había ayudado.
– Es suficiente -dijo Erik.
Estaban llegando a casa de Aimee. Myron no quería dejarlo así.
– ¿Y qué pasó?
– El resto es un poco borroso -dijo Aimee.
– ¿Borroso?
– Sé que subí a un coche.
– ¿De quién?
– El mismo que me había esperado en Nueva York, creo. Me sentía tan desanimada cuando el señor D me dijo que me marchara… Pensé que era mejor que me fuera con ellos, acabar de una vez, pero…
– ¿Pero qué?
– Es todo borroso.
Myron frunció el ceño.
– No lo entiendo.
– No lo sé -dijo-. He estado drogada casi todo el tiempo. Sólo recuerdo haberme levantado algunos minutos. No sé quien era, pero me tenía en una especie de cabaña de madera. Es lo único que recuerdo. Tenía una chimenea de piedra blanca y marrón. Y de repente estaba en el campo detrás del patio. Te he llamado, papá, no sé bien… ¿cuánto tiempo he estado fuera?
Se echó a llorar. Erik la rodeó con sus brazos.
– Tranquila -dijo Erik-. Sea lo que sea, ya ha pasado. Estás a salvo.
Claire estaba fuera. Corrió hacia el coche. Aimee salió, pero apenas se sostenía. Claire soltó un grito primitivo y se aferró a su hija.
Se abrazaron, lloraron, se besaron los tres. Myron se sentía como un intruso. Se dirigieron a la puerta. Myron esperó. Claire miró hacia atrás, miró a Myron a los ojos. Volvió corriendo hacia él.
Le besó.
– Gracias.
– La policía tendrá que hablar con ella.
– Has mantenido tu promesa.
Él no dijo nada.
– Nos la has devuelto.
Y se fue corriendo a la casa.
Myron se quedó mirando como desaparecían dentro. Aimee estaba en casa. Estaba bien. Lo celebraba.
Pero no se sentía de humor.
Fue al cementerio que daba al patio de la escuela. La verja estaba abierta. Buscó la tumba de Brenda y se sentó. Cayó la noche. Oía el trajín del tráfico de la autopista. Pensó en lo que acababa de ocurrir. Pensó en lo que acababa de decir Aimee y en que estaba a salvo en casa, con su familia. Brenda estaba enterrada.
Myron se quedó allí hasta que paró otro coche. Casi sonrió al ver a Win. Él mantuvo la distancia un momento. Después se acercó a la lápida y miró abajo.
– Es agradable añadir a alguien a la lista de éxitos, ¿no? -dijo Win.
– No estoy tan seguro.
– ¿Por qué no?
– Todavía no sé qué ha pasado.
– Está viva, en casa.
– No estoy seguro de que eso baste.
Win hizo un gesto hacia la lápida.
– Si pudieras volver atrás, ¿necesitarías saber todo lo sucedido? ¿O sería suficiente que estuviera sana y salva?
Myron cerró los ojos e intentó imaginárselo.
– Sería suficiente que estuviera sana y salva.
Win sonrió.
– Ahí está. ¿Qué más quieres?
Se puso de pie. No sabía la respuesta. Lo único que sabía es que ya había pasado suficiente tiempo con los fantasmas, con los muertos.