Harry Davis mandó a sus alumnos que leyeran un capítulo para salir del paso y salió del aula. Los estudiantes se quedaron asombrados. Otros profesores usaban ese truco continuamente, lo de «trabajad en silencio mientras yo salgo a fumar un pitillo», pero el señor D, habiendo sido Profesor del Año cuatro cursos seguidos, nunca lo hacía.
Los pasillos del Livingston High eran absurdamente largos. Cuando se encontraba solo en uno de ellos, como ahora, mirar al fondo le producía vahídos. Pero Harry Davis era así. No le gustaba el silencio, sino el bullicio, cuando aquella vía de paso se llenaba de ruido y de chicos con mochilas y adolescentes acongojados.
Encontró el aula, llamó rápidamente a la puerta y asomó la cabeza. Drew Van Dyne enseñaba mayoritariamente a transgresores. El aula lo reflejaba. La mitad de los chicos tenía iPods metidos en las orejas. Algunos estaban sentados sobre los pupitres. Otros se apoyaban en la ventana. Un chico rechoncho se estaba pegando el lote con una chica en un rincón, al fondo, con las bocas bien abiertas los dos. Se les podía ver la saliva.
Drew Van Dyne tenía los pies apoyados en la mesa y las manos dobladas sobre el regazo. Se volvió a mirar a Harry Davis.
– ¿Señor Van Dyne? ¿Puedo hablar con usted un momento?
Drew Van Dyne le sonrió con engreimiento. Tendría unos treinta y cinco años, cinco menos que Davis. Era el profesor de música desde hacía ocho años. Se le notaba: parecía un ex roquero que habría llegado a la cima de no ser porque las estúpidas discográficas no habían sabido detectar su auténtico genio. Así que daba clases de guitarra y trabajaba en una tienda de discos donde arrugaría la nariz frente a los pedestres gustos musicales de los demás.
Recientes recortes en el departamento de música habían forzado a Van Dyne a dar una clase que se parecía más a hacer de niñera.
– Por supuesto, señor D.
Los dos profesores salieron al pasillo. Las puertas eran gruesas. Cuando se cerró, el pasillo volvió a quedar en silencio.
Van Dyne seguía con su sonrisa engreída.
– Estaba a punto de comenzar la clase, señor D. ¿Qué puedo hacer por usted?
Davis susurró porque en el pasillo la voz resonaba.
– ¿Ha oído hablar de Aimee Biel?
– ¿Quién?
– Aimee Biel. Una alumna.
– No creo que sea una de las mías.
– Ha desaparecido, Drew.
Van Dyne no dijo nada.
– ¿Me ha oído?
– Ya le he dicho que no la conozco.
– Drew…
– Y -interrumpió Van Dyne- creo que nos habrían notificado que una alumna hubiera desaparecido, ¿no?
– La policía cree que ha huido de casa.
– ¿Y usted no? -Van Dyne mantuvo su sonrisa, incluso la acentuó un poco más-. La policía querrá saber por qué piensa así, señor D. Tal vez debiera hablar con ellos. Decirles todo lo que sabe.
– Puede que lo haga.
– Bien. -Van Dyne se acercó más y susurró-: Pero la policía querrá sin duda saber cuando vio a Aimee por última vez, ¿no cree? -Se incorporó y esperó la reacción de Davis-. Mire, señor D -siguió diciendo-, querrían saberlo todo, adónde fue, con quién habló, de qué hablaron. Tal vez inicien una investigación sobre las maravillosas obras de nuestro Profesor del Año.
– ¿Cómo…? -Davis sintió que le temblaban las piernas-. Usted tiene más que perder que yo.
– No me diga. -Drew Van Dyne estaba tan cerca que Davis sintió su saliva en la cara-. Dígame, señor D. ¿Qué tengo que perder exactamente? ¿Mi hermosa casa del panorámico Ridgewood? ¿Mi inmejorable reputación como profesor favorito? ¿Mi alegre esposa que comparte conmigo la pasión por educar a los jóvenes? ¿O tal vez mis encantadoras hijas que tanto me admiran?
Se quedaron un rato mirándose a la cara. Davis no podía hablar. A lo lejos, en otro mundo tal vez, se oyó sonar un timbre. Se abrieron las puertas. Los alumnos salieron de las clases. Los pasillos se llenaron con sus risas y aflicciones. Todo aquello invadió a Harry Davis. Cerró los ojos y se dejó ir, arrastrándose a un lugar muy lejos de Drew Van Dyne, en donde preferiría estar.
El Livingston Mall se estaba haciendo viejo y hacían lo que podían para que no se notara, pero las mejoras daban más la sensación de un lifting facial que de auténtica juventud.
Bedroom Rendezvous estaba situado en el nivel inferior. Para algunos, la tienda de lencería era como la homóloga del parque de caravanas de Victoria's Secret, y la verdad es que las dos se parecían mucho. Todo era cuestión de presentación. Las modelos sexys de los grandes carteles se acercaban a las de las estrellas del porno, con lenguas colgantes y manos en lugares sugerentes. El eslogan de Bedroom Rendezvous, colocado sobre el escote generoso de las modelos, decía: ¿CON QUÉ TIPO DE MUJER QUIERES ACOSTARTE?
– Vaya marcha -dijo Myron en voz alta. No era tan diferente de los anuncios de Victoria's Secret, Tyra y Frederique untadas de aceite y preguntando: «¿Qué es sexy?». Respuesta: Las mujeres espectaculares. La ropa está de más.
La dependienta llevaba ropa con un estampado de tigre. Tenía el pelo muy crepado y masticaba chicle, pero se movía con una seguridad en sí misma que lo hacía funcionar. Su chapa decía SALLY ANN.
– ¿Busca algo? -preguntó Sally Ann.
– Dudo que tenga algo de mi talla -dijo Myron.
– Se sorprendería. ¿Qué se le ofrece? -Señaló el anuncio-. ¿Sólo quiere mirar el escote?
– Bueno, sí. Pero no he venido por eso. -Myron sacó una foto de Aimee-. ¿Reconoces a esta chica?
– ¿Es policía?
– Podría ser.
– No.
– ¿Por qué lo dices?
Sally Ann se encogió de hombros.
– ¿Qué es lo que busca?
– Esta chica ha desaparecido. Intento encontrarla.
– Déjeme ver.
Myron le dio la fotografía. Sally Ann la observó.
– Me suena.
– ¿Una clienta?
– No. Me acuerdo de las clientas.
Myron buscó en una bolsa de plástico y sacó el conjunto blanco que había encontrado en el cajón de Aimee.
– ¿Te suena esto?
– Claro. Es de nuestra colección Niña-mala.
– ¿Vendiste tú este conjunto?
– Podría ser. He vendido unos cuantos.
– Todavía lleva la etiqueta. ¿Es posible saber quién lo compró?
Sally Ann frunció el ceño y señaló la foto de Aimee.
– ¿Cree que lo compró su chica desaparecida?
– Lo encontré en su cajón.
– Sí, pero aun así.
– ¿Aun así qué?
– Es demasiado guarro e incómodo.
– ¿Y ella parece que tenga clase?
– No, no es eso. No suelen comprarlo las mujeres sino los hombres. El material pica. Se mete en la entrepierna. Es una fantasía de hombre, no de mujer. Es un poco como un vídeo porno. -Sally Ann ladeó la cabeza y masticó su chicle-. ¿Ha visto alguna vez una peli porno?
Myron puso una cara inexpresiva.
– Jamás de los jamases -dijo.
Sally Ann se rió.
– Ya. En fin, cuando es la mujer quien elige, es totalmente diferente. Normalmente tiene una historia o tal vez un título con la palabra «sensual» o «amor». Puede ser la mar de cachondo, pero no se llama cosas como Putas guarras 5. ¿Sabe a lo que me refiero?
– Pongamos que sí. ¿Y el conjunto?
– Es su equivalente.
– ¿De Putas Guarras lo que sea?
– Sí. Ninguna mujer se lo compraría.
– ¿Y cómo puedo saber quién se lo compró?
– No tenemos archivos ni nada de eso. Podría preguntar a las otras chicas, pero… -Sally Ann se encogió de hombros.
Myron le dio las gracias y salió. Cuando era niño, Myron había ido allí con su padre. Solían ir a Herman's Sporting Goods en aquella época. La tienda ya no existía. Pero al salir de Bedroom Rendezvous, todavía miró por el pasillo hacia donde solía estar Herman's. Y dos tiendas más abajo, vio una tienda con un nombre que le sonaba.
PLANET MUSIC.
Myron volvió mentalmente a la habitación de Aimee. Planet Music. Las guitarras eran de Planet Music. Había recibos de la tienda en un cajón. Y allí la tenía, la tienda de música preferida de Aimee, a dos locales de distancia de Bedroom Rendezvous.
¿Otra coincidencia?
En la niñez de Myron, la tienda que había allí vendía pianos y órganos. A Myron siempre le había parecido raro. Tiendas de pianos y órganos en centros comerciales. Vas a los centros comerciales a comprar ropa, cedés, juguetes, tal vez un equipo de música. ¿Quién va al centro comercial a comprar un piano?
Evidentemente no mucha gente.
Los pianos y órganos habían desaparecido. Planet Music vendía cedés e instrumentos de tamaño reducido. Tenían anuncios de alquileres. Trompetas, clarinetes, violines… Probablemente ganaban dinero con las escuelas.
El chico que había detrás del mostrador tendría veintitrés años, llevaba un poncho de alpaca y parecía una versión aún más roñosa del que atendía en Starbucks. Llevaba un polvoriento gorro de punto en la cabeza afeitada. También lucía la aparentemente inevitable perilla.
Myron lo miró severamente y soltó la foto sobre el mostrador.
– ¿La conoces?
El chico dudó un segundo de más. Myron se lanzó.
– Si contestas a mis preguntas, no te arrestaré.
– ¿Arrestarme por qué?
– ¿La conoces?
Él asintió.
– Es Aimee.
– ¿Compra aquí?
– Sí, a menudo -dijo él, mirando a todas partes menos a Myron-. Ella entiende de música. La mayoría de gente que viene por aquí sólo pregunta por grupos de chicos. -Dijo «grupos de chicos» como la mayoría de las personas diría «bestialidad»-. Pero a Aimee le va el rock.
– ¿La conoces bien?
– No mucho. Quiero decir que no viene a verme a mí.
Entonces el chico del poncho se calló.
– ¿A quién viene a ver?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Porque no quiero obligarte a vaciar los bolsillos.
Él levantó ambas manos.
– Oiga, estoy limpio del todo.
– Entonces te pondré algo yo mismo.
– ¿Que qué…? ¿Lo dice en serio?
– En serio como un cáncer. -Myron forzó la mirada severa. No era muy bueno mirando severamente. La tensión le estaba dando dolor de cabeza-. ¿A quién viene a ver?
– Al ayudante del director.
– ¿Tiene nombre?
– Drew. Drew Van Dyne.
– ¿Está aquí?
– No. Viene por las tardes.
– ¿Tienes su dirección? ¿Su teléfono?
– Eh -dijo el chico, despertando de repente-. Enséñeme la placa.
– Adiós.
Myron salió de la tienda. Volvió a donde Sally Ann.
Ella jugó con el chicle.
– ¿Tan pronto de vuelta?
– No podía estar lejos de ti -dijo Myron-. ¿Conoces a un tipo que trabaja en Planet Music y se llama Drew Van Dyne?
– Oh -dijo ella, asintiendo como si todo tuviera sentido de repente-. Oh, sí.