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1 de febrero, Posada de la Tierra Negra


A las once y media de la mañana siguiente, sábado, Peter aparcó frente al edificio de tres plantas de la Posada de la Tierra Negra. En la entrada, el propietario había colocado una exposición de insignias y camisetas de Mao con el eslogan de la Tierra Negra serigrafiado. En uno de los muros, el eslogan aparecía también reproducido con grandes caracteres en un póster al estilo de la Revolución Cultural: «En aquella época nuestro sudor se derramaba sobre las grandes regiones desérticas del norte, hoy volvemos a encontrarnos en la Posada de la Tierra Negra.» Al contrario que en el típico restaurante chino donde una sola sala podía albergar a cuatrocientos invitados de un banquete de boda, en éste las salas eran pequeñas y decoradas para asemejar rústicas cabañas de troncos.

En su origen, la posada abastecía a la antigua Guardia Roja de la Revolución Cultural, aquellos jóvenes que habían sido enviados al campo para reeducarse a finales de los sesenta y principios de los setenta. La pátina del tiempo y de la edad habían teñido sus recuerdos de nostalgia por un pasado en el que todo el mundo conocía su lugar y los jóvenes creían formar parte de algo excitante.

David notó que la gente los observaba mientras eran conducidos por una camarera hasta una mesa para dos. Incluso él era capaz de ver la gran diferencia que existía entre los clientes de aquel restaurante y los taizi de la noche anterior. Los clientes aquí eran más corpulentos, más reposados, mayores, la mayoría en los cuarenta o cincuenta años. No vestían ropas llamativas. Los hombres llevaban trajes confeccionados a medida y las mujeres vestían prendas conservadoras pero caras. Pese a que era sábado, todos parecían ocupados en conspirar, en cerrar transacciones y en reunirse con clientes.

David sospechaba que Hulan quería que se fijaran en ellos, igual que la noche anterior, y justo cuando se sentaban, oyó exclamar a un hombre:

– ¡David Stark! ¡Hola! ¡Cuántos años! -La voz era vagamente familiar, pero David no reconoció al gordinflón que se precipitaba sobre ellos-. ¡David! ¡Es usted! ¡Y aquí está con Liu Hulan! Ah, como en los viejos tiempos, ¿no?

– David, ¿recuerda a Nixon Chen? -dijo Hulan.

El volvió a fijarse en el hombre. Recordaba a Nixon Chen como un joven abogado, delgado y serio, que se preocupaba demasiado. Allí estaba, diez años más tarde, gordo, feliz y obviamente próspero.

– ¡No pensarán sentarse ahí! ¡Vengan a mi mesa! ¡Encontrarán a unos cuantos de la vieja banda!

Nixon Chen los agarró a ambos por el brazo y los guió a través del restaurante hasta un salón privado sin dejar de parlotear.

– ¡Me entero de que está en Pekín! ¡Me digo que la inspectora quiere guardárselo para ella sola! ¡Me digo que Hulan se olvida de que David Stark tiene otros amigos en China, que debería organizar un festín por los viejos tiempos! ¡Me digo que Hulan siempre está en las nubes! ¡Está demasiado ocupada para pensar en amigos! ¡Pero no! ¡Aquí está! Les veo pasar y me digo: ¡Ah, Liu Hulan me trae a nuestro viejo amigo David Stark! Aquí estamos, usted siéntese a mi lado. Liu Hulan, siéntese allí. ¡Muévanse todos, hagan sitio a nuestros invitados!

La mesa redonda estaba preparada para diez personas, de modo que tuvieron que apretujarse unos contra otros para dar cabida a otras dos. David observó los rostros y no le pareció que conociera a nadie, pero no estaba seguro. Nixon Chen no le daba ninguna pista, salvo que no había cambiado el inglés por el chino. Mientras, los demás invitados hablaban tan deprisa que David apenas les entendía.

– ¡Liu Hulan, cuánto tiempo!

– Liu Hulan, no la vemos lo que desearíamos.

– Liu Hulan, coma y recuerde.

– Hay tantos viejos amigos aquí -dijo Nixon Chen-. ¿Verdad, Hulan?

Ella asintió.

– Conocemos a Hulan desde que éramos unos niños -dijo Nixon volviéndose hacia David-. ¿Lo sabía cuando trabajábamos en Phillips, MacKenzie y Stout? ¿No? -Soltó una afable carcajada-. ¡Bueno, ahora ya lo sabe!

Empezaron a llegar los primeros platos. David había comido en muchos restaurantes chinos, pero jamás había visto una comida como aquélla. Sobre la mesa colocaron rústicos cuencos de cerámica llenos de chucrut picante, humeantes batatas enteras, estofado de tendones de buey y sorgo. En lugar de arroz, el camarero les llevó pan de maíz y pan de azúcar campesino. La bandeja giratoria colocada en el centro de la mesa daba vueltas cuando los comensales hundían los palillos al estilo familiar en los platos comunitarios.

– ¡Si quieres pato de Pekín te vas al Pato Enfermo, el Gran Pato o el Súper Pato! Pero si quieres una comida como la que comíamos en el campo durante la Revolución Cultural, tienes que venir a la Posada de la Tierra Negra. Te dan la comida que se hacía entonces. ¿Recuerda, Hulan, que en el campo nos pasábamos el día y la noche hablando sobre los manjares que nos comeríamos si alguna vez volvíamos a casa?

– Recuerdo que usted siempre hablaba de comida.

– ¡Y míreme ahora! -Nixon Chen rió, palmeándose el estómago-. Hace diez años no se veía nunca a nadie tan gordo como yo en China. Ahora soy un gato cebado, ¿no? -Sonrió de oreja a oreja, complacido porque su comentario tenía significados diferentes pero similares en inglés y en chino-. Hoy compartimos esta sencilla comida para recordar los viejos tiempos. Mañana vamos a Laosanjie y pedimos la Fuente de la Reunión de la Juventud Educada. ¡Le gustará, Hulan! Tiene todos esos manjares que tanto anhelábamos: gambas, nudibranquios, calamares, piñas, melones.

– Lo siento, Nixon, tenemos demasiado trabajo -dijo Hulan.

– ¿En domingo? -Meneó la cabeza-. ¡Debería llevar a David a la Gran Muralla o al Palacio de Verano, en lugar de hacerle trabajar! -Se dirigió a David-. Hulan nunca cambia, ¿no? Recuerdo cuando era niña. Siempre estaba seria. Luego nos enviaron al campo. Bueno, algunos no fuimos. Algunos de los que están aquí eran demasiado niños -explicó Nixon, señalando a algunos comensales-, pero los que tenían edad suficiente sí que fuimos. ¡No todos al mismo sitio! A algunos nos enviaron a provincias diferentes, a otros juntos. Algunos -hizo un gesto que abarcaba toda la mesa- lloramos. Echamos de menos a nuestras familias. Echamos de menos la escuela. ¡Incluso echamos de menos a nuestros maestros!

– Y ahora pensamos en todas las cosas malas que dijimos en aquella época oscura -interpuso una mujer-. Las cosas que dijimos de nuestros propios padres…

Otro hombre acercó la boca a su plato, escupió un trozo de cartílago y luego preguntó al grupo:

– Recuerdan cuando denunciamos a nuestros maestros llamándoles viejos pedos? -Se volvió hacia Hulan-. ¿Recuerda aquel día? -Al ver que ella no respondía, prosiguió-. Señor Stark, Hulan tenía sólo diez años de edad, pero era la más audaz y la más elocuente de todos nosotros. Llamó cochino asno al maestro Zho, dijo que su familia no era roja. Dijo que el maestro procedía de la clase de los terratenientes y que vivía en un tarro de miel. Dijo que escuchar sus lecciones era traicionar a nuestro gran presidente. Sus palabras tenían una gran fuerza.

– Recuerdo -dijo otro-, el día que fuimos a la comuna. ¿Fue dos años después?

– ¿Cómo es posible que lo olvide? -preguntó Nixon-. Fue en 1970. Nos enviaron a la Granja de la Tierra Roja. Pensamos que los campesinos le habían dado ese nombre como afirmación política, pero no. La tierra era roja y seca. Durante siglos habían intentado arrancar una cosecha a aquella tierra sin resultado.

Entonces enviaron a un puñado de mocosos de ciudad para «aprender de los campesinos».

La mujer que había hablado antes meneó la cabeza al recordarlo.

– Sólo teníamos doce años. Celebrábamos reuniones de lucha cada día. Hulan siempre se alza sobre los demás. Siempre firme. No permite la clemencia. No perdona ni la más pequeña transgresión. ¿Lo recuerdan? -preguntó la mujer a todos en general. Un par de personas asintieron.

– Nuestra Hulan lleva el nombre de una famosa mártir de la Revolución -dijo Nixon Chen-. Pero nunca habla de la otra Liu Hulan. No, ella estudia a Lei Feng, un héroe aún mayor. Memoriza todas sus consignas y es capaz de citar sus máximas en cualquier situación.

– Eeeeh, ¿recuerdan aquellos tiempos? Todavía estamos todos juntos en la granja. En la última reunión de lucha contra el líder de nuestro grupo, Hulan se levanta y pronuncia las frases de Lei Feng. Alza el brazo así. -El que hablaba levantó el brazo como si estuviera a punto de declamar y continuó con una voz llena de convicción-: «Tratad el individualismo como el frío viento del otoño barre las hojas caídas.» ¡Eso puso fin a las actividades capitalistas del líder de nuestro grupo!

Todos excepto Hulan y David rieron al recordarlo. Nixon Chen se enjugó unas lágrimas.

– También recordamos el día en que el señor Zai vino a la comuna -dijo-. Estamos en 1972 y vuestro presidente Nixon ha venido a China, pero nosotros no nos enterábamos de cosas como ésas en la granja. Tenemos catorce años y llevamos ya cuatro años lejos de nuestras familias. Hemos trabajado duramente, levantándonos antes del amanecer, trabajando en los campos todo el día, y con reuniones de lucha por la noche. Estamos quemados de tanto sol. Estamos sucios y cansados, y sentimos nostalgia de nuestro hogar. Un día estamos recogiendo piedras de un campo y vemos una nube de polvo rojo que viene hacia nosotros Por fin, un gran coche negro llega dando bandazos. Es el señor Zai. Lo conocemos. Pertenece a una de las antiguas familias. Se lleva a Liu Hulan. Dice que se va a América a estudiar. Nosotros pensamos…

– Nosotros pensamos, Hulan, la más roja de todos nosotros, ¿se va a América? -dijo una mujer, que llevaba los cabellos salpicados de gris recogidos en un severo moño en la nuca-. Pensamos, y recuerde que sentimos una gran nostalgia de nuestro hogar, que Liu Hulan tenía el mejor guanxi de todos nosotros. Luego pensamos, el presidente debe de tener un gran plan. Oiga, señor Chen, ¿imaginó usted que también nosotros iríamos a América unos años después? -La mujer cogió un mondadientes, se cubrió la boca con una mano al estilo tradicional chino, y manejó el palillo con la otra para limpiarse los dientes.

– No, señora Yee, creía que moriríamos en aquellos campos…

– ¿Señora Yee? -preguntó David.

La mujer en cuestión se echó a reír, sacándose el palillo de la boca y limpiándolo de los restos de comida en el borde de su plato.

– No creía que me hubiera reconocido. Ha pasado mucho tiempo.

– ¿No sabe quiénes somos? -preguntó Nixon Chen con sorpresa fingida-. Todos aquí fueron asociados en Phillips, MacKenzie y Stout.

David examinó los rostros y de repente empezó a reconocer a viejos amigos, pero muchos de ellos seguían siéndole extraños; debían de haber trabajado en el bufete cuando él ya se había ido.

– Hay más aquí en Pekín, ¿sabe? -dijo Nixon-. Todos los que pueden vienen a comer aquí. Algunos sábados nos reunimos hasta treinta abogados.

– ¿Estuvieron todos juntos en el campo y en el bufete? -preguntó David con incredulidad.

– China, pese a sus muchos millones de habitantes, es un mundo pequeño. Y más pequeño aún para los privilegiados, ¿no es cierto, Hulan?

Ella no respondió.

– La señora Yee, Song Wenhui, Hulan y yo estuvimos en la Granja de la Tierra Roja -continuó Nixon-. Los otros, como decía, eran demasiado jóvenes o estuvieron en otros sitios. Pero sí, todos estuvimos en el bufete de abogados. Chou Bingan, el que se sienta allí, volvió de Los Angeles el año pasado. Nos gusta reunirnos y establecer contactos. Pero -el rostro de Nixon se torció en un gesto de fingida decepción-, no vemos nunca a nuestra Liu Hulan.

– Nunca pensé… -dijo David.

– Que aquellos estudiantes asustados a los que Phillips, MacKenzie se arriesgaba a dar trabajo llegarían a ser algo en la vida?

– No, que fueran tantos.

– Ahora, en Pekín, miramos hacia atrás y pensamos en Phillips, MacKenzie y Stout con gran cariño. Cada año desde 1973, el bufete emplea a uno o dos estudiantes de derecho como asociados para el verano o como socios. ¿Cuándo empezó usted, Hulan?

– Empecé a trabajar como pasante durante el verano de mi primer curso en la facultad de derecho.

– En 1980 -apuntó David.

– Sí, es verdad, porque cuando yo llegué tres años más tarde, Hulan ya trabajaba como socia a tiempo completo -dijo Nixon-. Ya llevaba once años en América. Su inglés era perfecto. No tenía acento. Ya no era Liu Hulan, revolucionaria modelo. ¡Era Liu Hulan, casi americana! Nos miraba como si acabáramos de bajar del barco, ¡y así era! La señora Yee llegó un año después que yo. Oh, ¿recuerda cómo echaba de menos a sus hijos? ¡Fue terrible!

– Sus hijos -dijo David, recordando de pronto-. ¿Cómo están?

– Todos casados y trabajando. Ya soy abuela. Tengo un nieto.

– Le diré una cosa -dijo Nixon pensativamente-, los socios de Phillips, MacKenzie fueron muy inteligentes. Supieron adelantarse a los cambios de los tiempos y los negocios. Volvimos a casa y algunos de nosotros mantuvimos nuestros nombres americanos y nuestras costumbres americanas. Siempre que podemos, les mandamos trabajo.

– ¿Y qué hacen ahora? -quiso saber David.

La señora Yee era consejera general de una compañía cervecera que vendía sus productos en todo el mundo. Ing trabajaba para la filial de Armani en Pekín. Otros dos abogados eran socios de bufetes americanos con filiales en Pekín. Pero ninguno de ellos había tenido tanto éxito como Nixon Chen.

– Tengo sesenta abogados en mi bufete -proclamó-. ¿Sabe lo que cobramos? Trescientos cincuenta dólares la hora. Pero ya basta de hablar de nosotros. ¿Cómo podemos ayudar a nuestro viejo amigo?

– Estamos investigando el asesinato de dos chicos -dijo Hulan.

– Sí, sí. Lo sabemos. Ellos venían mucho por aquí, ¿no es verdad? -preguntó a los demás. Sus amigos asintieron-. Nosotros siempre pensamos, no, todos en este resturante piensan: son chicos jóvenes. ¿Qué quieren de un montón de viejos pedos como nosotros? Pero ¿nos importa? Billy tiene un buen vínculo con Estados Unidos. Guang Henglai… -Nixon se encogió de hombros-. Todos tenemos gastos que pagar. Todos tenemos que pagar salarios. Así que todos somos amigos.

– ¿Tenía alguno de ustedes negocios con él? -Dado que no respondía nadie, Hulan preguntó-: ¿Saben en qué estaban metidos?

– No -respondió la señora Yee.

– Hulan me ha dicho que a menudo viene por aquí gente de las tríadas -comentó David-. ¿Los conocían los chicos?

– Todo el mundo viene aquí alguna vez: el presidente, la hija de Deng, el embajador americano, su jefe -dijo Nixon, señalando a Hulan-, incluso el gran Guang Mingyun. Pero ¿las tríadas? ¿Quién sabe? Todos los que estamos aquí somos personas honradas. ¿Cómo podemos saber lo que ocurre tras las puertas cerradas?

– Todo lo que dice Nixon es cierto -añadió la señora Yee-. Pero yo vi a Billy y a Henglai con Cao Hua muchas veces. Los otros emitieron murmullos de asentimiento.

– No le conozco -dijo Hulan.

– No es uno de los nuestros -continuó la mujer-. Tiene nuestra edad, pero hace dos años era el dueño de un puesto en Silk Road y ahora es millonario.

– ¿Cómo hizo fortuna?

– Yo sé qué hace usted. Usted sabe qué hago yo -dijo Nixon Chen-Así ha sido siempre China. Pero hoy en día las cosas han cambiado, y Cao Hua era muy bueno guardando secretos.

– Tienen que saber algo -insistió Hulan.

– ¿Es la amiga quien lo pregunta o el ministerio?

– La amiga.

– Cao Hua hace negocios para la familia Guang -respondió la señora Yee al fin-. De qué tipo, no lo sé, pero viaja mucho.

A Estados Unidos, a Corea, a Japón. Es muy arrogante, muy rico. Ya conoce el tipo.

– ¿Está aquí hoy?

– ¿Cao Hua? Seguramente está fuera.

– En Suiza, ¡gastándose el dinero! -concluyó otro.

Todos se echaron a reír.

– ¿Dónde tiene su oficina?

Los amigos de Hulan volvieron a reír.

– ¡Cao Hua no tiene oficina! -explicó Nixon Chen entre risotadas-. Se mueve por aquí y por allá. No hay quien le sujete al suelo.

– Debe de vivir en alguna parte -insistió Hulan-. Puedo averiguarlo o pueden decírmelo.

– En la Capital Mansion, en el mismo edificio que Guang Henglai.

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