13

Esa misma tarde, Silverlake


De pésimo humor, David condujo el coche zigzagueando por entre el tráfico en dirección a la Universidad del Sur de California. Hulan interpretó su silencio como frustración, por lo que, cuando dejaron el coche en el aparcamiento, se abstuvo de comentar lo extraño que era volver a su alma máter, y tampoco preguntó si podía ir a ver su antigua habitación o visitar a sus profesores predilectos. Una vez en la universidad, fueron directamente al edificio de administración.

Hulan recordaba a la mujer que se hallaba tras el mostrador. En veinte años, desde la época en que ella había empezado a estudiar en la USC, la señora Feltzer no había cambiado de aspecto. Su cabello seguía de un absurdo tono rojo, seguía teniendo una descomunal cintura y el vestido que la ceñía seguía siendo de los años cincuenta. Se suponía que el trabajo de la señora Feltzer consistía en ayudar a la gente, pero en lo que realmente sobresalía era en obligar a los alumnos a rellenar impresos incomprensibles o enviarlos a realizar extravagantes campañas para conseguir las inalcanzables firmas de los profesores. Hulan pensó que la señora Meltzer habría encajado perfectamente en la burocracia de Pekín.

– ¿En que puedo ayudarles?

– Trabajo para la fiscalía del Estado -dijo David-. Estamos realizando una investigación sobre las muertes de dos chicos que estudiaban aquí.

La señora Feltzer no se dejó impresionar.

– Nos sería de gran ayuda que nos permitiera echar una ojeada a los registros.

– No creo que sea posible -respondió la mujer.

David apoyó los codos sobre el mostrador, adoptó una leve sonrisa, nada aparatosa, amigable. Ella se convirtió en el centro de su atención, y Hulan sabía lo agradable que podía ser David.

– Vamos, señora Feltzer, apuesto a que no hay nada aquí que no pueda usted hacer -dijo con tono zalamero-. Apuesto a que sabe dónde está hasta el trozo más pequeño de papel de esta oficina.

Así había sido la primera experiencia de Hulan con David. Durante su primer año en Phillips, MacKenzie y Stout, ella se hallaba en la habitación de la fotocopiadora intentando conseguir que la encargada acabara de fotocopiar y encuadernar los documentos finales para una fusión. Los documentos llevaban media hora de retraso y el socio que los necesitaba había gritado a Hulan, asegurándole que la suya sería la carrera más corta en la historia de la abogacía si no tenía esos documentos sobre su mesa antes de media hora. La encargada de la fotocopiadora tenía otro punto de vista. «¡Ese idiota tendrá que esperar! Tengo otros cinco encargos antes que el suyo y a mediodía me voy a comer. Más vale que se siente.» Hulan rogó, suplicó, incluso le saltaron las lágrimas, pero la mujer permaneció impasible. De hecho, parecía disfrutar atormentando a la muchacha.

Entonces entró David, que era asociado del bufete, para fotocopiar un par de casos del socio para el que trabajaba. Al cabo de tres minutos la encargada lo dejaba todo por los documentos de Hulan. David y Hulan quedaron para ayudarla. Veinte minutos después habían concluido, David había pedido a Hulan que saliera con él y ella le había rechazado. Tuvo que pasar un año (el siguiente verano Hulan en Phillips, MacKenzie y Stout) para que aceptara salir a cenar con él, y sólo porque pareció la única manera de que la dejara en paz. No fue ése el resultado. El mostró el mismo encanto y la misma persistencia con Hulan que con la encargada de la fotocopiadora y ahora con la señora Feltzer.

– Esos chicos están muertos, señora Feltzer -insistía-. El mejor modo de ayudarles es descubrir lo que ocurrió. Podría haber algo de vital importancia en sus expedientes. Estoy seguro de que no querrá usted entorpecer una investigación del gobierno.

El expediente de Guang Henglai fue fácil de hallar, puesto que se encontraba en el archivo de alumnos que habían abandonado la universidad. Durante su único año en la USC había estudiado las asignaturas típicas de los novatos, y sus notas habían sido bajas, como cabía esperar. Durante el primer semestre se había alojado en una habitación de la residencia de estudiantes, pero había

abandonado el campus en el segundo.

Mientras repasaban el expediente sin descubrir nada importante, Esther Feltzer seguía buscando el expediente de William Watson hijo en el archivo de alumnos en activo. La señora Feltzer era realmente meticulosa y no estaba acostumbrada a que las cosas no estuvieran donde ella esperaba encontrarlas.

– Alguien ha archivado mal el expediente -dijo severamente-. 0 eso, o su información no es correcta.

Resultaba difícil imaginar que la señora Feltzer permitiera un error como aquél en su oficina, por lo que David decidió probar la alternativa.

– ¿Podría buscar en el archivo de alumnos que han abandonado la universidad?

– Creía que había dicho que estaba estudiando aquí -dijo la señora Feltzer recuperando su tono gruñón.

– Solo quisiera comprobar su excelente sugerencia -repuso David-. No tengo palabras para expresar lo mucho que agradecemos todo lo que está haciendo por la víctima y su familia.

Pese a sus palabras, su encanto empezaba a disminuir. Tras refunfuñar un poco, la mujer se alejó. Volvió unos minutos más tarde, dejó caer un expediente sobre el mostrador y dijo con aire disgustado:

– Lo que me temía, ya no estudia aquí.

La carrera académica de Billy Watson había sido tan corta y mediocre como la de su amigo. Prácticamente habían hecho las mismas asignaturas con idénticos resultados. Les habían asignado la misma residencia, pero no habían compartido habitación. Al final del primer semestre, Billy Watson había permanecido en su residencia y, también al contrario que Henglai, el resto de su expediente estaba lleno de quejas formales que ponían de manifiesto la problemática estancia del joven estadounidense en la universidad.

Durante su primera semana, lo habían pillado arrojando latas de cerveza llenas a los asistentes de la fiesta de una hermandad universitaria. El decano de estudiantes había escrito una nota comprensiva afirmando que aquel episodio demostraba cierta falta de buen juicio, pero que, Billy lo había prometido, no volvería a repetirse. Dos cartas de profesoras informaban que Billy interrumpía sus clases con comentarios inoportunos y que no había hecho ninguno de los trabajos obligatorios. Al final del primer semestre, la deuda de Billy por tiques de aparcamiento impagados ascendía a quinientos dólares, suma que su padre había satisfecho antes del inicio del segundo semestre. Aparentemente eso no le había servido para aprender la lección, puesto que el total de tiques impagados en el segundo semestre ascendía a seiscientos veinticinco dólares.

Universidades privadas como la USC cobraban grandes sumas de dinero como matrícula, y aceptaban donativos de familias ricas e influyentes como los Watson. También se concedían becas. No obstante, Billy Watson había decidido abandonar la universidad voluntariamente. En una carta del 14 de agosto comunicaba a la dirección que no regresaría en septiembre y solicitaba que se le devolviera el importe de la matrícula mediante cheque a su nombre. De eso hacía dos años.

– Bien, ¿qué hacía entonces? -preguntó David cuando volvieron al coche-. ¿Dónde vivía?

– Me extraña que sus padres no supieran lo que ocurría. El embajador Watson dijo que enviaba un cheque para pagar la matrícula cada año. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que no supiera que su hijo no estaba en la universidad?

– No lo sé, Hulan. Hace un año más o menos, hubo un caso que ocupó las portadas de todos los periódicos. Durante cuatro años, unos padres de Fort Lauderdale pagaron la matrícula de su hijo en la Universidad de Michigan y le enviaron dinero para gastos. El les escribía cada mes, comentando las asignaturas que estudiaba, las notas que obtenía y dando detalles de sus planes de futuro. Entonces llegó el día de la graduación. Los padres fueron a Michigan para asistir a la ceremonia. El nombre de su hijo no estaba en el programa. Después lo buscaron entre la multitud, sin resultado. Fueron a la secretaría de la universidad y descubrieron que hacía tres años que su hijo no estudiaba allí. Tampoco vivía donde les había dicho que vivía. De hecho, el chico no aparecía por ninguna parte. No recuerdo qué ocurrió después, si al chico le había pasado algo o si era todo un montaje de él mismo para embaucar a sus padres.

– ¿Crees que eso le pasó a Watson? -preguntó Hulan con tono dubitativo.

– Empiezo a creer que todo es posible.

David condujo mientras Hulan aprendía a utilizar el teléfono del coche. La inspectora llamó a información para pedir el número de la oficina del sheriff de Butte, Montana, lo marcó y apretó el botón del altavoz. Por supuesto, el sheriff Waters conocía a la familia Watson. De hecho, conocía a Big Bill desde el instituto y había trabajado en todas sus campañas. Cuando Hulan preguntó por Billy, se produjo una pausa al otro lado del hilo telefónico.

– Claro que conocíamos a Billy -dijo el sheriff al fin con cautela.

– ¿Sabe que ha muerto?

– Sí, y es una tragedia. Bill y Elizabeth deben de estar pasándolo muy mal.

– Escuche, sheriff -dijo David al tiempo que tomaba la autopista de Hollywood-, intentamos reunir la mayor cantidad de información posible sobre Billy. Si llegamos a comprenderle, quizá podramos descubrir quién pudo asesinarlo…

– Ya, ya, incluso un agente de la ley de un pueblo perdido como yo ha estado en el laboratorio de ciencias de la conducta que el FBI tiene en Quántico.

– Así pues, ¿puede ayudarnos?

Por un momento, David pensó que la comunicación se había cortado, pero la voz del sheriff Waters volvió a sonar con tono cansado.

– Tiene usted que comprender que los Watson son buena gente. No merecían tener un hijo como Billy. Era problemático de nacimiento, y supongo que también murió así.

– Háblenos de él.

– ¿Cómo un tipo como yo va a meterse con un pobre e inocente niño? Eso era lo que yo solía pensar cuando los Watson traían a Billy a las reuniones infantiles y él hacía alguna burrada como volcar la mesa de los helados o hacer caer a la pequeña Amy Scott en la fuente. La gente de por aquí solía decir que Billy no era más que un niño mimado; yo solía decir que se le pasaría cuando creciera. Pero, ese chico llegó al instituto y no dejó de meterse en líos. Nada peligroso, nada por lo que pudiera encerrarle, sólo travesuras estúpidas, tentando siempre los límites hasta los que podía llegar.

– ¿Qué clase de travesuras?

– Ah, demonios, pues conducir a toda velocidad con un paquete de cervezas en el asiento delantero del coche el día del baile del instituto; disparar a un alce el día antes de que se levantara la veda para la temporada de caza; una vez, y hay que reconocer que el chico tenía ingenio, llenó la parte de atrás de su furgoneta de neumáticos viejos, se fue al centro de la ciudad en medio de la noche y, no sé cómo, consiguió meter los neumáticos en el mástil de la bandera. Tardamos días en conseguir sacar los malditos neumáticos de allí. Mire, con esos disparates volvía locos a sus padres, y a mí también, si quiere que le sea sincero.

– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Hulan, siguiendo una corazonada.

– Creo que en otoño. Le gustaba venir aquí con aquel amigo suyo de ojos oblicuos. Se metían en el rancho para hacer lo que sea que les guste hacer a esos mocosos de los demonios hoy en día. A mí me parece que se pasaban la vida de fiesta en fiesta.

– ¿Quiénes asistían a esas fiestas? -preguntó David.

– Pues no lo sé. Chicas guapas y vaqueros. Demonios, no se qué hacían tanto tiempo con aquellos vaqueros. Cualquiera diría que Billy les pagaba por estar allí.


Silverlake es uno de los barrios más antiguos de Los Ángeles. El lago que le da nombre se encuentra rodeado de pequeñas colinas entre Echo Park y Burbank, cerca del centro de la ciudad. Las angostas calles zigzaguean colina arriba por entre casas de estilo español colonial y otras más nuevas y grandes de alta tecnología. La mayoría de los residentes son los primeros compradores que se establecieron y criaron sus familias allí, Muchos de ellos son chinos, ya que Silverlake fue uno de los primeros barrios del sur de California, aparte de Chinatown, que flexibilizó los requisitos de residencia tras la Segunda Guerra Mundial. Aquel enclave resultaba atractivo para la sensibilidad china por su feng shui: agua y viento; el viento susurraba entre los bambúes, los bol y los caquis que plantaron allí para recordar su país natal, y el agua del lago resplandecía bajo sus ventanales.

Cuando David aparcó el coche, Hulan repasó sus compras de la mañana y sacó una lata de galletas danesas.

– No sería cortés que no lleváramos un regalo -comentó.

Bajaron un corto tramo de escaleras y llamaron con el pesado aldabón de hierro forjado a la puerta de entrepaños cubierta de manchas oscuras. Esperaron. David volvió a llamar con el al aldabón. Esperaron un poco más.

Por fin se abrió la puerta. Un anciano diminuto apareció ante ellos. Hulan se presentó y le ofreció la caja de galletas. El hombre volvió a la sala de estar muy despacio, arrastrando los pies, y les indicó que se sentaran en el canapé. Preguntó si querían té y al recibir una respuesta afirmativa, gruñó una orden en chino a alguien que estaba en la cocina. Daba lástima contemplar sus movimientos cuando se sentó en una silla de madera entre crujidos.

Mientras el señor Guang se sentaba, ambos tuvieron tiempo para observar la casa, que no había sido modernizada. Seguramente la sala de estar se había decorado por primera y última vez cuando los Guang entraron a vivir en ella. El tapizado del bajo canapé era de un tejido práctico, pero feo, que a duras penas había resistido el paso de cincuenta años. La chimenea estaba hecha con los azulejos de colores apagados que tanto se habían utilizado en los años veinte, pero aquélla era la única concesión interior a la arquitectura original de la casa. Aquí y allá se veían antiguallas chinas (nada de valor, sólo viejas). En el suelo, frente al ventanal, había varios cestos de azaleas en flor y un tiesto con un arbusto de fortunelas envuelto en una cinta roja; eran los preparativos para la celebración del Año Nuevo chino en la familia Guang. Sobre la repisa de la chimenea, en el lugar de honor, había unas fotografías de graduación de los que Hulan supuso que eran los nueve hijos de Sammy Guang, si es que los había contado bien.

– ¿Quieren hablar de Número Cuatro? -preguntó el anciano, entrecerrando los ojos. Su acento era uno de los más cerrados que había oído David en su vida.

– ¿Guang Mingyun es su cuarto hermano? -preguntó Hulan.

– Número Cuatro está en China. Yo soy Número Uno. Dos hermanos muertos muchos años; uno en América, uno en China. Un hermano más, Número Cinco, vive ahí cerca. -Sammy alzó una mano deformada por la artritis para señalar al otro lado del lago-. ¿Quiere hablar también con Número Cinco?

– Sí, su hermano de China también nos dio su nombre.

– ¿Quiere que yo lo llamo, le digo venir aquí?

– Si no es mucha molestia.

Sammy se levantó lentamente de la silla y fue arrastrando los pies hasta el viejo teléfono, que era de los que todavía tenían disco para marcar. Sammy estudió los números intentando distinguirlos. Tuvo que realizar tres tentativas para conseguir comunicarse con su hermano. Después colgó y miró en derredor.

– Anciana -dijo en chino alzando la voz-, trae el té. ¡Tardas años! -Luego volvió hacia su silla arrastrando los pies al tiempo que aparecía una mujer con el rostro arrugado como una pasa, que traía una bandeja con tetera, tazas y un platillo de semillas de melón. Caminó encorvada con paso inseguro desde la cocina hasta donde se hallaban David y Hulan, sin decir una sola palabra.

– ¿Señora Guang? -aventuró Hulan.

– Ella no hablar inglés -dijo Sammy tras carraspear-. Ella vino aquí hace sesenta años. Yo la traigo aquí y ella no aprende nunca inglés. ¿Se lo puede creer?

Hulan pasó al mandarín, presentándose a sí misma y dando las gracias a la mujer por el té.

Cuando oyeron el aldabón, David se apresuró a abrir la puerta para evitar que Sammy tuviera que atravesar de nuevo la habitación. Se encontró con un hombre vivaz de unos sesenta y cinco años. Harry Guang, Número Cinco, resultó ser muy parlanchín. Estaba retirado, igual que su hermano. Explicó que Uno y Dos habían abandonado China en 1926 cuando tenían veinte y dieciocho años de edad, respectivamente.

– Eran tiempos difíciles para venir aquí. ¿Conoce Ley de Exclusión? No se permitía a los chinos entrar en Estados Unidos, pero ellos vinieron con papeles de hijos de otros que vivían aquí. Por suerte para ellos, compraron papeles donde decía que su apellido era Guang, de lo contrario ahora seríamos Lews o Kwoks. Mis hermanos trabajaron mucho, muy duro. Pensaban que venían aquí para ser ricos. Pero trabajaron en el campo. Trabajaron en una fábrica. Llegó la Depresión y fue muy mala. Vivían en una casa para hombres solteros. Número Dos cogió neumonía y murió; no había dinero para médico en aquellos tiempos. Número Uno no tenía bastante dinero para volver a casa.

– Yo quedar aquí solo -dijo Sammy-. ¿Cree que es fácil para un hombre solo, sin familia, sin mujer, sin hijos? Voy a uno que escribe cartas en Chinatown. Mando una carta a China. «¡Envía a Número Tres!» Cuatro meses más tarde llega una carta. Yo llevo el sobre al mismo hombre para que la lea. Le pago mi dinero y me dice, Número Tres está muerto. Papá muerto también. ¡No puedo creerlo! Descubro que mamá tiene dos hijos más. Yo no conozco a esos niños.

– Los japoneses vinieron a nuestra aldea -prosiguió Harry-, quemaron la casa, mataron a nuestra madre. Número Cuatro tenía doce años, yo seis. Era el 1938. Número Cuatro pidió prestado dinero a los vecinos. No mucho. Un día echamos a andar. Caminamos y caminamos y caminamos hasta llegar al mar. Yo lloraba, pero Número Cuatro me miró con el corazón frío. Me dijo: «Te vas con Número Uno.» Me metió en el barco. Le aseguro que no paré de llorar en todo el viaje. En Angel Island estaba solo, ¡con sólo seis años de edad! Cuando salí, Número Uno estaba allí. Me llevó a Los Ángeles. Mi hermano me metió en una escuela elemental americana y siguió trabajando. Por eso mi inglés es bueno y el suyo… -Harry se encogió de hombros,

– ¿Qué ocurrió con Mingyun? -preguntó Hulan-. ¿Con Número Cuatro?

– Nosotros creemos que está muerto -dijo Sammy-. China lucha contra los japoneses. Nosotros estamos aquí, trabajando con otros en Chinatown para ganar dinero. Luego América entra en la guerra. Yo soy demasiado mayor para luchar, pero no demasiado viejo para trabajar en una fábrica para el esfuerzo de la guerra. Mi primer trabajo auténticamente americano. -Sammy mostró las encías desnudas al sonreír-. Después de la guerra, me dan la ciudadanía, y a Número Cinco también. Compro esta casa, Número Cinco va a la universidad. El ingeniero.

– Cuando cayó el Telón de Bambú -dijo Harry-, escribimos cartas a nuestra vieja aldea, pero no tuvimos respuesta. Pensamos que si Número Cuatro estuviera vivo nos habría escrito.

– Entonces, ¿cuándo volvieron a verlo?

– Ja! -gruñó Sammy-. No veo a Número Cuatro en mi vida. No nacido cuando yo me fui.

– Pero él ha venido a California. Tiene negocios aquí.

– A David le costó disimular su sorpresa.

– Demasiados años -dijo el anciano, sacudiendo la cabeza-.Qué quiere él de ceros a la izquierda como nosotros?

– Pero ustedes conocían a su hijo.

– Mi sobrino, sí -dijo Sammy-. Viene aquí quizá hace tres años. Va a la universidad como Harry. Vieja mujer hace cena. Nosotros visitamos. Es un buen chico. Nos habla de Número Cuatro. ¿Sabe algo? Ahora Número Cuatro es rico. El primer millonario de nuestra familia. ¿Se lo imagina?

– Y ésa fue la única vez que vieron a Guang Henglai?

– ¡Lo vemos muchas veces! -exclamó Sammy agitando una mano-Siempre dice «Padre rico. Ven a trabajar para padre». Yo me estoy riendo, porque, ¿sabe cuántos años tengo? -David y Hulan negaron con la cabeza-. Noventa. ¿Para qué quiero trabajo?

– Pero el sobrino consiguió a mi nieta un trabajo de verano en el banco -dijo Harry Guang-. Y el tercer nieto de Número Uno trabaja en la oficina de China Land en Century City. Sammy- volvió a su propia historia.

– Siempre ese sobrino aquí y dice: «¿Quieres trabajo? ¿trabajo?» Dice: «Tú conoces a los que llevan mucho tiempo aquí. Conoces gente a la que gustan las viejas costumbres. No trabajo duro. Trabajo, fácil. Buen dinero.» Yo pienso, ¡este chico necesita que le miren la cabeza! -Sammy se rió de su gracia.

– ¿Qué tipo de trabajo? -preguntaron David y Hulan al unísono.,

– El quiere que venda algo. «Ganas buen dinero», me dice.

– ¿Cuál era el producto? -inquirió David.

– ¿Qué importa a mi? -dijo Sammy meneando la cabeza-. Soy viejo. ¿Para qué necesito vender mercancía? Yo le digo a ese chico: «Estoy jubilado. Déjame tranquilo.»

– ¿Y Guang Mingyun?

Los dos hermanos intercambiaron una mirada.

– No lo conocemos. El no nos conoce. Ahora es hombre importante. Nosotros somos… -Harry Guang busco la palabra apropiada-: insignificantes.

– Pero la familia…

Harry Guang interrumpió a Hulan.

– Mi hermano mayor cuidó de mí cuando mi madre murió. Me envió a California para ponerme a salvo. Siempre estaré en deuda con él por ello. Pero lo que ocurrió después, ¿quién puede saberlo? Usted es de China, señorita Liu, quizá pueda usted decirnos qué lo cambió.

David sabía la respuesta, dura pero sincera, y la había oído de labios de otro inmigrante chino. Guang Mingyun se había convertido en un Ave fénix. Sus dos hermanos eran topos.


Bajaban por la estrecha carretera, cuando David paro el coche y apagó el motor.

– ¿Qué vendían esos chicos? ¿Drogas?

– Encajaría en la teoría de las tríadas -dijo Hulan.

– Sí, pero no me imagino a Sammy vendiendo heroína a viejos inmigrantes en Chinatown.

– Quizá vendían las drogas en Montana -sugirió Hulan.

– Entonces ¿cómo explicas lo de Sammy? ¿Para qué quería usarlo Henglai?

– Los chinos no sólo confían en sus parientes, sino que intentan ayudarles. Es nuestro deber ocuparnos de nuestros mayores.

– Pero no creo que Henglai fuera muy altruísta que digamos, ¿no te parece? No, creo que tenga algo que ver con el producto. Si no son drogas, ¿jade?, ¿oro? ¿Qué querría comprar un viejo de Chinatown?

Hulan meneó la cabeza.

– ¿Y qué es esa historia de los vaqueros de Montana? -preguntó David, tamborileando sobre el volante con los dedos mientras reflexionaba-. Henglai era un Príncipe Rojo. Ese chaval estaba acostumbrado a la vida nocturna de Pekín, la Rumours Disco, el karaoke, Remy Martin y todo lo demás. ¿Para qué ir a aquel rancho? ¿Para qué aquellas fiestas?

– Fácil. ¿Crees que no hemos oído hablar de los vaqueros y de la fascinación de la vida en el Oeste? Seguramente quería alardear de haber conocido el auténtico Oeste delante de sus amigos de Pekín.

David siguió tamborileando mientras repasaba los hechos una vez más.

– Billy Watson mintió a sus padres. En lugar de estudiar en la universidad, estaba en Montana dando fiestas, mostrando a su amigo la auténtica vida del Oeste. -Hulan asintió y David continuó-: Tenemos a dos chavales ricos de veintipocos años, ¿no? Veo chicas guapas. De hecho, veo montones de chicas del Oeste alimentadas con maíz.

– Billy y Henglai eran hombres jóvenes. Es normal.

– Entonces ¿por qué invitaban siempre a los vaqueros? ¿No hubiera bastado con una fiesta? ¿No hubieran preferido tener a todas esas chicas guapas para ellos solos?

– Dímelo tú. Tú eres el hombre.

– Ese es el problema, Hulan. No puedo explicártelo, porque no consigo quitarme a esos vaqueros de la cabeza. -David lanzó al aire otra posibilidad-. ¿Crees que Billy y Henglai eran homosexuales?

– No; lo hubiera visto en el expediente personal de Henglai. Créeme, mi gobierno no habría pasado por alto una cosa así.

– Pero ¿y si fue así?

– Entonces nos lo habrían dicho Bo Yun o Li Nan, o incluso Nixon Chen.

– De acuerdo -admitió David-, pero sigo sin creer que Billy y Henglai estuvieran interesados en las chicas. Esos dos eran unos mentirosos y eran cómplices. Querían algo de esos vaqueros igual que querían algo del tío de Henglai. La relación, y no me preguntes qué es porque no lo sé, tiene que ser el producto.

– Con suerte la encontraremos mañana en el aeropuerto. -Hulan puso la mano sobre la rodilla de David y la deslizó lentamente hacia su entrepierna-. Vamos, hoy ya no podemos hacer nada más. Volvamos al hotel.

Era la sugerencia más brillante que él hubiera oído jamás.


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