8

Aquella misma tarde, Bei Hai Park


Cuando llegaron al coche, Hulan anunció bruscamente que quería mostrar a David el lugar donde se había hallado el cadáver de Billy Watson. Peter pidió pararse en el camino para comprar cigarrillos, pero Hulan le negó el permiso tajantemente. Cuando Peter estacionó el coche en un aparcamiento junto a la puerta sur que daba a Bei Hai Park, Hulan le ordenó que esperara en el coche. El abrió la boca para hablar, pero la inspectora le hizo enmudecer con una áspera diatriba en chino. Peter fingió someterse, se cruzó de brazos y se hundió en su asiento.

David siguió a Hulan a lo largo del sendero que bordeaba el lago. El parque estaba relativamente desierto. Todo estaba cerrado: los quioscos, el Kentucky Fried Chicken y las atracciones infantiles. Además, la estación estaba a punto de terminar, y sólo había unos cuantos patinadores en el hielo.

Hulan se detuvo junto a un banco e indicó a David que se sentara.

– Aquí fue donde hablé con los Watson -dijo.

Sentado junto a ella, David escuchaba y seguía la dirección de su dedo, que señalaba la zona del lago donde se había hallado a Billy Watson, pero sabía que ella no le había llevado hasta allí sólo para ver la escena del crimen. Mientras hablaba, ella mantenía la vista fija en la lejanía, ¿en el cielo?, ¿en la otra orilla?

– Hulan -dijo él en voz baja-, ¿podemos hablar? Por favor.

– Tenemos que concentrarnos en este caso, después podrás volver a casa -repuso ella, sin hacerle caso.

– Hace tantos años que desapareciste -continuó él, cogiéndole la mano entre las suyas-. Pensaba que no volvería a verte, pero tenía la esperanza de que te encontraría al venir aquí, y así ha sido. ¿Eso no significa nada para ti?

– Escúchame, por favor -pidió ella con tono neutro, desasiéndose con suavidad-. No tenemos mucho tiempo. Seguramente Peter está llamando a la oficina. Pronto vendrán en su ayuda, así que debemos darnos prisa. -Miró en derredor. Tras comprobar que no había nadie cerca, añadió-: Hemos de tener mucho cuidado.

– Siempre que quiero hablar contigo me dices que tenga cuidado. ¿Por qué no escuchas lo que quiero decirte por una vez? -Viendo que ella no respondía, volvió a repetir-: Al llegar a China, no sabía que iba a encontrarte. ¿Sabes lo que significa para mí verte de nuevo?

– No sé silo entiendes. -El aliento de Hulan formó una nube de vapor-. Estamos vigilados allá donde vayamos. Hoy he contado hasta cuatro coches que nos seguían. Escuchan todo lo que decimos y lo analizan. Sin duda volverán a hablar con todas las personas con las que hablemos nosotros.

– No puedo creerlo.

– ¿Por qué no, David? ¿Crees que eres un simple turista de visita en un país extranjero?

– Todo el mundo me ha recibido cordialmente…

– No eres consciente de lo que ves -dijo ella, e intentó explicarle que Pekín era una gran ciudad, pero que casi un millón de sus habitantes no tenían otro trabajo más que vigilar, desde el Comité de Barrio a nivel doméstico hasta las intrigas soterradas en la cúpula de gobierno. Era el nivel entre esos dos extremos el que más preocupaba a Hulan.

– A lo largo de las carreteras el gobierno tiene agentes de a pie que vigilan los coches que pasan. Hay cámaras de vídeo en los cruces principales para seguir a los coches de un lugar a otro. Aunque tú no fueras quien eres y yo no fuera quien soy, estaríamos vigilados. Nos ven, nos escuchan, nos graban, nos fotografían. ¿No te explicó todo esto tu gobierno? -David guardó silencio, de modo que ella continuó- Te he traído aquí sin informar a nadie. Quería hablar contigo sin que Peter nos oyera.

– Yo también quiero hablar contigo a solas.

– ¿No me estás escuchando? Peter me espía. Esta noche habrán puesto micrófonos en el coche y ya no podremos esquivar a los que nos escuchan y vigilan con tanta facilidad. -Respiró profundamente-. Sé que crees que no hemos llegado a ninguna parte, pero nos hemos enterado de muchas cosas. Pero tienes que entender que nos enfrentamos con…

– Las tríadas -dijo él, decidiendo dejar de lado lo personal por el momento-. Ya lo sé.

– Esto no tiene nada que ver con las tríadas.

– No estoy de acuerdo. Todo les señala. Los inmigrantes. El cadáver hallado en el Peonía de China.

– Pero las tríadas tienen métodos más sofisticados. Si quieren que alguien desaparezca, desaparece. ¿Por qué fue tan fácil hallar los cadáveres de Watson y Guang?

– Yo no diría que fue fácil. Diría que fue un accidente, y gracias a los accidentes se coge a los asesinos.

– Intenta verlo desde mi punto de vista -dijo Hulan, negando con la cabeza-. Hazte unas cuantas preguntas. ¿Por qué me han dado este caso? ¿Por qué te pidieron a ti que vinieras?

– Tú ya tenías este caso…

– iNo! Me asignaron la muerte de Billy Watson. Apenas había iniciado la investigación cuando me apartaron de ella, y no tuve nada que ver con la desaparición de Guang Henglai. Todo lo que sabía sobre ese caso era lo que había visto en los periódicos o en la televisión.

– Pero sigue siendo lógico. Los asesinatos están relacionados. En cuanto a mí, ¿a qué otro iban a pedírselo?

– No lo entiendes. No eres consciente de lo que ves.

– Muy bien, ¿qué es lo que no entiendo?

Hulan suspiró.

– Guang Mingyun es un hombre poderoso…

– Lo sé -dijo él, impacientándose.

– No hablo sólo de dinero.

– Eso es lo que intentaba decirte. Guang Mingyun también tiene conexiones con Estados Unidos. No me digas que no te parece sospechoso que sea dueño del banco donde Ave Fénix guarda su dinero.

– Sospechoso quizá. Concluyente, desde luego que no. Y además, no es eso a lo que me refiero. -Hulan se preguntó hasta dónde podría llegar su sinceridad, y decidió seguir-. El tipo de poder que él tiene puede resultar peligroso en este país.

– El poder corrompe.

– Es más que eso, David. Él puede hacer que ocurran cosas. Tiene importantes vínculos con el ejército, lo que hace de él un hombre muy influyente en nuestro gobierno.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Te lo repito. No eres consciente de lo que ves.

– Pues explícamelo -dijo David, recostándose en el banco.

– En China nos ocultamos tras la etiqueta y los formulismos. Incluso en estas extraordinarias circunstancias, lo normal hubiera sido que yo tuviera que pasar por varios niveles de burocracia para poder ver a Guang personalmente. ¿Te has fijado en que nos ha preguntado inmediatamente si queríamos té? Guang no se ha conformado con mi negativa cortés. Ha seguido insistiendo para que nos lo tomáramos. ¿Lo recuerdas?

David asintió. En aquel momento no le había dado importancia.

– Cuando más se prolonga el ritual, mayor es el honor que se otorga al invitado, que, a su vez, se refleja en el anfitrión. Y a la inversa, al no ofrecerte nada, el viceministro te ha insultado.

– No me he dado cuenta.

– Lo sé -dijo Hulan con una sonrisa-, y estoy segura de que eso no le ha gustado lo más mínimo.

– Entonces, todo eso del té, ¿qué te dice?

– Me dice que Guang no nos pone ningún impedimento. Quiere que hagamos preguntas. No estaríamos aquí de no ser por él.

– Supongo que he metido la pata -dijo él después de unos segundos.

– No es culpa tuya, David.

– Entonces -dijo él, tras reflexionar-, ¿qué le has dicho cuando le has hablado en chino?

– Me he disculpado en tu nombre.

– Así pues, ha pasado algo más que yo no he sabido ver. Ella asintió lentamente.

– Cuando nos marchábamos, me ha preguntado por mi padre.

– ¿Y?

– Yo le he preguntado en qué provincia tiene sus empresas.

– Sichuan, ¿no?

– Mi padre estuvo preso en un campo de trabajos forzados en la provincia de Sichuan durante la Revolución Cultural. Es parte de su misterio. Creo que estuvo en el Campo de Reforma Pitao con mi padre. Debieron conocerse entonces.

– Sigo sin ver el problema.

– Yo no sabía que mi padre y Guang Mingyun se conocían.

– Entonces por qué te lo ha dicho?

– Era una especie de código, como el té. Era como si me hubiera dicho: «Nuestra relación es más profunda de lo que parece.» Pero lo extraño es que yo no supiera nada.

– Así que también él oculta algo.

– Todo el mundo en este país oculta algo -se encogió de hombros- incluso el embajador Watson.

– No cambies de tema -dijo él. La miró a los ojos y esperó.

– De acuerdo -dijo ella al fin, con una carcajada-, yo también metí la pata con él, pero hay algo en ese hombre que no me gusta. No confío en él.

– No nos dijo la verdad, como sabemos, pero ¿y qué? Él mismo dijo que es un hombre muy ocupado. Prácticamente confesó que no era un buen padre. Escucha, estoy seguro de que mi propio padre no hubiera podido darte los nombres de mis amigos de la universidad. -David se interrumpió, estaba harto de aquella conversación-. ¿No puedes olvidar a Billy Watson y a Guang Henglai un momento? -Hulan se volvió lentamente hacia él. Unos mechones de pelo habían escapado al pañuelo y se agitaban suavemente sobre la cara. Dios, qué hermosa era, pensó David-. ¿Qué hay de nosotros?

– Tienes que olvidarlo -dijo ella con tono monocorde.

– No puedo.

– Estás casado.

– Cómo lo sabes? -preguntó él, sorprendido.

– Hicieron un informe sobre ti. Lo leí.

– Bueno, pues déjame que te diga una cosa -replicó acalorada-mente-. Ellos, quienesquiera que sean, se equivocaron. Estoy divorciado.

Hulan miró hacia el lago.

– No importa.

– Nunca he dejado de amarte. -David acarició suavemente su mejilla. La piel de Hulan enrojeció al tacto.

– Todo eso fue hace mucho tiempo. Yo lo he olvidado -mintió ella-. Pronto volverás a Estados Unidos. Volverás a tu vida y yo a la mía. Los que nos vigilan se equivocan si piensan lo contrario. Vamos. Tenemos que volver antes de que nos encuentre Peter.

Pero en lugar de retomar sus pasos, Hulan lo condujo al interior del parque.

David aguardaba a que ella hablara, pero acabó rompiendo el silencio.

– No sé por qué me dejaste de aquella manera.

– Tú sabes por qué me fui. Mi padre me escribió para decirme que mi madre me necesitaba con urgencia. Hablamos de ello, David. ¿No lo recuerdas?

– Hablamos de que los dos iríamos a China -le corrigió él.

– Eso era imposible.

– ¿Por qué?

– Tú creías que serían unas vacaciones, pero yo sabía que tendría que hacer de enfermera, y no vi razón alguna para que vinieras.

– Eso lo comprendí. Luego acordamos que estarías fuera una o dos semanas.

– Eso es cierto.

– Pero no es lo que sucedió -dijo él con calma. Quería sacarle la verdad, pero temía asustarla y que no quisiera hablar. Hulan había sido siempre reservada, y él siempre había intentado penetrar su reserva, conseguir que al fin confiara en él.

– Mi madre estaba más enferma de lo que pensaba.

– No me llamaste -insistió él.

– Te escribí. Te lo conté.

– Eso es cierto. Al cabo de un mes recibí aquella carta en la que decías que me amabas y que tu familia te necesitaba. ¿Cómo iba yo a pensar por esas pocas palabras que no pensabas volver? -Vaciló, recordando las discusiones que había tenido con Jean a lo largo de los años sobre sus carencias. Había llegado a creer que Hulan le había dejado por las mismas razones. Finalmente dijo-: Durante años me pregunté por qué me habías dejado. Yo era muy ambicioso. Me habían hecho asociado en el bufete, trabajaba dieciocho horas al día, y a veces estaba fuera de la ciudad durante semanas. Tú solías decir que no estaba siendo fiel a mis ideales. Ahora sé cuáles eran mis defectos, pero entonces me consideraba el vivo ejemplo de la rectitud moral.

– No tuvo nada que ver con eso. Mi madre estaba enferma. Eso fue todo.

A medida que los recuerdos se agolpaban en su cabeza, David se sentía menos inclinado a escucharla.

– Empecé a pensar que no estabas en China. Sí, te habías ido con esa excusa, pero, ¿estabas realmente aquí? Al fin y al cabo, no habías hablado nunca de tu familia. No hablabas nunca de Pekín. ¿Recuerdas el viaje que hicimos a Grecia?

David la vio asentir con la cabeza e intentó leer sus pensamientos escudriñando sus ojos.

– Te acuerdas de aquel día en el Partenón? -preguntó-. Estaba leyendo la historia de Atenea en una guía, de la diosa que había surgido, ya mujer, de la cabeza de Zeus, y dije que tú eras igual. No me hablaste durante el resto del día. Lo mismo pasaba siempre que hacía alguna referencia a tu pasado o tu familia. No te gustaba hablar de ellos ni de China. Así que, cuando me dijiste que habías vuelto con tu familia, no me lo creí. Pensé que sencillamente te habías fugado con otro hombre.

Hulan se detuvo e impulsivamente le aferró la mano, para dejarla caer con la misma rapidez.

– ¿Cómo pudiste pensar eso?

– Porque intentaba echarle la culpa a cualquiera que no fuera yo, porque me atormentaba la idea de que había hecho algo que te había alejado de mí. Me consideraba responsable. Todas las veces que intentaba hablar sobre tu pasado… «Háblame de tu padre», te decía yo, y tú contestabas: «Está en un campo de trabajo.» Te pedía: «Háblame de tu madre», y tú siempre me acusabas de que te estaba interrogando. «No soy la acusada en un juicio, David. No soy culpable de nada. No me trates como a uno de tus testigos.» Y después desapareciste. ¿Cuántas cartas te escribí? Nunca me contestaste. Eso estuvo mal, Hulan.

– Lo siento. Lamento haberlo hecho.

– Pensé, iré hasta allí y la traeré a casa. No sé la de veces que solicité el visado. Siempre me lo negaban.

– Ojalá hubieras venido.

David iba a abrazarla cuando oyó la voz de Peter. -¡Inspectora Liu! ¡Inspectora!

David se dio la vuelta y vio a Peter que llegaba apresuradamente por el sendero en compañía de otros tres hombres, uno de ellos con un radioteléfono en la mano.

Estaba preocupado por usted, fiscal Stark -dijo el investigador al acercarse más-. Ya se ha producido un asesinato aquí, no queremos que ocurra otro. Usted y la inspectora Liu deberían volver al coche. Sé que quieren ver el apartamento de Guang Henglai.

Más tarde, cuando el Saab se incorporó al tráfico de media tarde, David puso su mano enguantada sobre la de Hulan, y ella no la retiró.


Cuando se abrió la puerta del apartamento de Guang Henglai en la Capital Mansion, Hulan notó que a David se le cortaba la respiración. Sabía, sin haber entrado aún, que con un alquiler de seis mil dólares al mes, el apartamento sería el colmo de la vulgaridad, por lo que esperaba todo tipo de exageraciones. De pie en el umbral, esperando y observando como hacía siempre en la escena de una investigación, contempló a David entrar rápidamente en el vestíbulo de suelo de reluciente mármol negro y paredes de cristal ahumado, y desaparecer en el interior de lo que supuso que sería la sala de estar.

Qué sorpresa debe de ser todo esto para él, pensó. Hubiera apostado a que David no esperaba la elegancia del despacho de su padre, ni la opulencia de la torre de China Land and Economics Corporation, ni la extravagancia de aquel apartamento. Pero todo eso no era nada comparado con la conmoción de volver a verla. Ella al menos había podido prepararse, pero era evidente que él no sabía que iba a trabajar con ella. David parecía más que dispuesto a seguir donde lo habían dejado, pero, ¿cómo iban a hacerlo?

David valoraba la justicia y la verdad por encima de todo. No admitía evasivas ni circunstancias atenuantes. Sin embargo, de la misma forma que eran sus firmes convicciones lo que Hulan más había apreciado en él, también eran lo que más temía, porque había muchas cosas que no podía contarle. La verdad de Hulan y el estricto sentido de la justicia de David destruirían todo lo que había existido entre ellos.

Hulan se dirigió al centro de la sala de estar y se dio la vuelta despacio, observando cuanto la rodeaba. Guang Henglai había elegido un apartamento nuevo, caro y chabacano. Todo lo que contenían aquellas paredes transmitía un extraordinario mal gusto. No se mostraba crítica. Aquella exagerada ostentación de riqueza era lo que se esperaba de un Príncipe Rojo.

Bajo sus pies se extendían alfombras tejidas a mano con complicados dibujos. Los muebles estaban tapizados en suave ante negro, y en los cuadros se representaban paisajes chinos llamativos y modernos. David volvió a entrar en el salón.

– Mira lo que he encontrado -dijo mostrando varias libretas bancarias-. Creo que te sorprenderá su procedencia y la gran cantidad de dinero que había escondido.

Hulan lo dudaba, pero no dijo nada. Se limitó a coger las libretas y examinarlas: Bank of China, Hong Kong National Bank, Sanwa Bank, Sumitomo Bank, East West Bank, Cathay Bank, Chinese Overseas Bank, Citibank, Bank of America y Glendale Federal Savings and Loan.

– Todos esos bancos tienen filiales en Estados Unidos -dijo David-. Algunos de ellos, el East West, el Cathay y el Glendale Federal, tienen su sede en Los Angeles, y el Chinese Overseas Bank, como ya sabes, pertenece a la familia Guang.

Hulan abrió una de las libretas. Pasó las hojas, tomando nota de depósitos y reintegros de diez mil dólares aquí y veinte mil dólares allá. Abrió otra. Lo mismo, Se metió las libretas en el bolso.

– Tendremos que examinarlas mejor, comparar sus depósitos con sus viajes.

– Dios mío, Hulan. Henglai estaba podrido de dinero -dijo él, atónito ante su indiferencia.

– Sí, cierto, pero recuerda quién es su padre. Era de esperar. Me hubiera preocupado si no las hubiéramos encontrado. -Pero estaban por ahí tiradas…

– Esto es China. Seguramente robarle a un Príncipe Rojo significaría una condena a muerte.

David meneó la cabeza. Hulan pensó, culturas diferentes, valores diferentes, castigos diferentes.

– Echemos un vistazo al apartamento -dijo Hulan.

La cocina era un inmaculado panorama de cromo, granito y electrodomésticos modernos. Hulan abrió la nevera, pero la habían vaciado. Supuso que la familia Guang había enviado a alguien a llevarse los alimentos perecederos tras la desaparición de Henglai. El dormitorio era otra historia. La ropa (trajes Zegna muy caros, tejanos Gap y una bonita colección de chaquetas de cuero) se apiñaba en el armario. El estudio (de nuevo con muebles de ante, esta vez de un suntuoso color beige) estaba desordenado. Seguramente Henglai tenía criada, pero los objetos personales no entraban dentro de sus atribuciones. Unas cuantas facturas, un par de cartas personales, y unas cuantas notas esparcidas sobre una mesa de caoba.

En la pared junto a la mesa había varias fotos clavadas. Hulan se inclinó para examinarlas mejor. Vio a Henglai (increíblemente joven a sus ojos) sentado en un banquete, peinados los cabellos lacios y negros con estilo desenvuelto, y rodeando los hombros de un amigo con el brazo. En otra fotografía, Henglai posaba con Mickey Mouse en la calle Mayor de una de las Disneylandias. Otras fotos lo mostraban en un club nocturno. En algunas salía gente bailando, en otras Henglai sostenía un micrófono y parecía cantar.

Hulan arrancó las fotos de la pared y volvió a examinarlas. Guang Mingyun tenía razón; conocía a los amigos de Henglai y sabía exactamente dónde encontrarlos.

Cuando abandonaron el apartamento, Hulan insistió en que Peter llevara a David de vuelta a su hotel.

– Debes de estar cansado -dijo-. Tienes que descansar para esta noche.

David protestó porfiadamente. Quería volver a entrevistarse con el embajador.

– Tenemos que aclarar las diferencias en sus declaraciones -dijo.

Hulan discrepaba.

– El embajador Watson y Guang Mingyun no se van a ninguna parte. Podemos verlos en otro momento. Primero tenemos que entender a esos dos chicos, quiénes eran, qué hacían, qué relaciones tenían, antes de empezar a conocer a su asesino.


A las diez de la noche, Peter recogió a David y lo llevó al hotel Palace, junto a la Ciudad Prohibida. Al contrario que la mayoría de edificios modernos de la capital, la arquitectura del hotel abundaba, incluso demasiado, en motivos chinos. Los aleros del tejado rojo se curvaban hacia arriba. La puerta ceremonial por la que se accedía al sendero circular de entrada estaba decorada con pintura verde brillante, dorada y roja y con ornamentos dorados y esmaltados. Los propietarios del establecimiento, el Estado Mayor del Ejército del Pueblo, no había reparado en gastos.

Cuando David entró en el vestíbulo por la puerta giratoria, halló a Hulan esperándole. El llevaba el mismo traje que se había puesto por la mañana. Sin embargo, ella había ido a casa a cambiarse y llevaba un vestido de seda de color fucsia al estilo tradicional chino. El cheongsam tenía un alto cuello de mandarín. Una hilera de botones ceñía el vestido a su cuerpo por encima del seno derecho y por debajo de la axila derecha. Llevaba el abrigo color lavanda en el brazo.

David siguió su andar ondulante a través del vestíbulo y por un corredor para entrar en la Rumours Disco. Traspasaron varias puertas, recorrieron otro pasillo y entraron en la discoteca propiamente dicha. Una esfera de espejos giraba lentamente en el centro del techo, arrojando destellos de luz sobre las parejas que bailaban. La música era estridente y la letra de las canciones en inglés. Hulan cogió a David de la mano y lo llevó hasta la pista de baile. Guardando las distancias, empezó a balancearse lentamente sobre uno y otro pie. Su torpeza contrastaba enormemente con el recuerdo que David tenía de ella, pero al mirar en derredor, el abogado se dio cuenta de que todos los bailarines mostraban la misma torpeza. Vio también que las mujeres vestían minifalda o tejanos ajustados, y los hombres camisas sin cuello, tejanos y chaquetas de cuero. Todo el mundo se mantenía a una prudente distancia de su pareja. Sus movimientos eran bruscos y no seguían necesariamente el compás de la música.

La canción llegó a su fin. En medio del aplauso aburrido que le siguió, Hulan inclinó la cabeza hacia David y le habló de forma que sólo él la pudiera oír.

– Estos son los taizi, los principitos. ¿Ves a ese hombre de allí? -David siguió su mirada-. Salía en una de las fotos del apartamento de Henglai. ¿Ves a esa chica de allí? -Miró a una joven que estaba sentada en una mesa al otro lado de la sala con un vaso alto y helado lleno de un líquido verde-. También tenemos su foto.

– ¿Sabes quiénes son?

Hulan asintió al tiempo que una nueva canción tronaba por los altavoces. Las luces parpadeaban siguiendo el ritmo. Hulan empezó a bailar de nuevo. Un discjockey australiano empezó a gritar por el altavoz mientras una máquina de humo despedía una niebla blanca y fría que cubría el suelo. Siguieron bailando un par de minutos, pero Hulan retrocedía lentamente. David se sintió aliviado cuando salieron de la pista de baile y se hallaron de nuevo sobre moqueta. Más aliviado aún se sintió al ver que Hulan se sentaba en una de las pequeñas mesas que bordeaban la pista de baile. Justo cuando por su cabeza cruzaba la idea de que Hulan estaba imponente esa noche, se dio cuenta de que estaban allí para ser vistos. Hulan no se había vestido para él, sino para llamar la atención hacia ellos, y había elegido aquella mesa porque era muy conspicua.

La estrategia de Hulan tuvo el efecto deseado. Una camarera se acercó a su mesa y les pidió que la siguieran. Volvieron entonces por el corredor hacia la entrada y se detuvieron ante una de las puertas cerradas. La camarera vaciló. Hulan no dijo nada. Finalmente la chica abrió la puerta y los tres entraron en la habitación. El humo de cigarrillos era denso, pero los fuertes aromas de perfume y licor amortiguaban el olor a tabaco americano. Alguien que estaba cantando se interrumpió bruscamente y la conversación se extinguió.

La camarera salió de la habitación andando hacia atrás y cerró la puerta tras ella. Incluso en la penumbra, David observó que todos los miraban. Aun así, Hulan aguardó sin decir palabra. Por fin, un hombre vestido de cuero de pies a cabeza se levantó, cruzó la habitación y habló en inglés.

– Inspectora Liu, veo que ha traído al abogado americano con usted. Nos preguntábamos cuánto tiempo tardaría en venir a vernos.

– No hay secretos en Pekín -dijo ella-. No existen paredes insonorizadas.

El joven se echó a reír y los demás lo imitaron.

– Soy Bo Yun -dijo el joven con voz estentórea, dándose en el pecho con el puño.

– Sí, así es -dijo Hulan.

Bo Yun y sus amigos rieron apreciativamente.

– No hay secretos, ¿no, inspectora? Usted nos conoce. Nosotros la conocemos. Todos somos amigos.

– Estamos aquí para hablar…

– Bien, bien. Vengan, siéntense con nosotros. Aquí, aquí. -Bo Yun cogió a David del brazo y lo condujo hacia el sofá tapizado en rojo que recorría la pared en todo el perímetro de la habitación-. ¿Qué desean tomar? Tenemos zumo de naranja. Tenemos Remy Martin. A ciento cincuenta dólares americanos la botella.

Ahora que los ojos de Hulan se habían adaptado a la escasa luz, vio a unas dos docenas de personas de veintitantos años repantigadas en el sofá. Los ceniceros rebosaban colillas. En las bajas mesitas lacadas había numerosas botellas de brandy y coñac, jarras de zumo de naranja recién exprimido y vasos llenos.

Los taizi sonreían sin parar. Reían estrepitosamente cuando su líder hacía una broma. Llevaban relojes Rolex y buscas, y al menos dos hacían uso de sus teléfonos móviles en aquel momento. Eran los más jóvenes de los príncipes y princesas rojos. Eran corruptos, pero de ideas avanzadas. Examinándolos a todos, Hulan empezó a recordar sus nombres y a qué se dedicaban. Algunos, claro está, no hacían nada en absoluto. A otros les habían dado cómodos trabajos: presidente de una fábrica, director de un hotel internacional, ayudante de gobernador de un banco, o director de una organización artística.

Una vez más, Hulan se preguntó si David comprendía lo que tenía ante sus ojos. Seguramente no veía más que rostros inocentes, mocosos inofensivos que salían de noche a gastarse su paga. Era imposible que fuera consciente del poder que ejercían ni del dinero que recibían únicamente por ser hijos de quienes eran. Se sabía que el joven que estaba vinculado al hotel cobraba hasta cien mil dólares a hombres de negocios americanos a cambio de ser recibidos por su padre. La joven sentada a la derecha de David llevaba una pulsera que valía más de lo que una aldea campesina entera podría ganar en toda una vida.

Entre David y Bo Yun estaba sentada Li Nan, cuyo abuelo pertenecía al Comité Central. La prensa china no era demasiado amable con ella. Se le suponía una fortuna de veinte millones de dólares y se afirmaba que poseía una colección de vídeos pornográficos americanos con los que corrompía a jóvenes inocentes. Le gustaba bañarse en champán. Era dueña de una flota de automóviles clásicos. Pero prefería recorrer la ciudad en una limusina blanca con chófer.

Hacía poco que a Hulan le habían contado que Li Nan había encargado un «banquete de emperador» de cien platos, con exquisiteces tales como joroba de camello, morro de alce y pata de oso. El colega de Hulan que le había contado la historia se había detenido profusamente en la pata de oso, que era uno de los ocho ingredientes más valiosos de la cocina china; la pata delantera izquierda tenía fama de ser la más tierna y dulce, porque era la pata con la que el oso extraía la miel de las colmenas. Según el colega investigador, la comida había costado cien mil dólares y era totalmente ilegal, puesto que la carne de oso, así como otros ingredientes, estaban protegidos por las leyes medioambientales chinas.

Una historia así había podido circular únicamente porque se había acusado de corrupción al abuelo de Li Nan. Hulan sospechaba que Li Nan, al igual que Henglai y todos los que pertenecían a su círculo, tenían cuentas bancarias, acciones y propiedades en Estados Unidos, Suiza y Australia. Si Li Nan tenía un mínimo de inteligencia, recordaría el antiguo refrán («En cuanto se va el invitado, el té se queda frío») y abandonaría China para instalarse en su ático de Nueva York antes de que el abuelo perdiera todo su poder, o la vida.

Hulan sabía demasiado bien que Li Nan y sus amigos eran poderosos sólo en el sentido de que tenían protección. Si sus padres o abuelos morían deshonrados, podían perderlo todo. Incluso los que tenían el futuro asegurado, tendrían que esperar a que desapareciera la generación de los más mayores (hombres de sesenta a noventa años) para que ellos pudieran asumir el auténtico poder, el poder político.

– Ning Ning, Di Di, cantadnos una canción -pidió Bo Yun, alzando la voz. Una preciosa mujer, hija de la más famosa cantante de ópera en China, y un chico de aire chulesco, hijo de un general, se levantaron y se dirigieron al centro de la habitación. Las suaves notas de una romántica melodía llenaron la estancia, al tiempo que una gigantesca pantalla de vídeo se iluminaba con la imagen de una playa bajo la luz del ocaso. Una chica china caminaba por la orilla; en una roca cercana se sentaba un chico chino. Ning Ning y Di Di cogieron sendos micrófonos y cantaron al amor siguiendo la letra por los ideogramas chinos que aparecían al pie de la pantalla.

Bo Yun echó un trago del líquido marrón de su vaso, se recostó en el sofá y sonrió satisfecho.

– Así que quiere hablar de Guang Henglai. ¿Qué podemos contarle nosotros?

– ¿Qué saben? -preguntó Hulan.

– Era rico -contestó Bo Yun.

– No se haga el listo -dijo Hulan-. Su padre era Guang Mingyun.

– No; me refiero a que Guang Henglai era rico.

– Quizá su padre lo malcriaba. Era hijo único.

– Henglai se ganaba el dinero por su cuenta. ¿No lo sabía?

– ¿Cómo? -quiso saber David.

– No nos hablaba de esas cosas.

– ¿Tenía novia?

Bo Yun encendió un Marlboro. Ning Ning y Di Di se habían cogido de las manos, imitando a los amantes de la pantalla.

– Yo salí con él -dijo Li Nan-. Pero de eso hace ya más de un año.

– ¿Alguna otra?

Bo Yun exhaló una gran bocanada de humo y rodeó los hombros de Li Nan con gesto posesivo.

– En realidad, no lo veíamos mucho. Prácticamente desapareció cuando rompió con Li Nan.

– ¿Quiere decir que no era bien recibido aquí?

– No, nada de eso -dijo Li Nan.

– Tiene razón -coincidió Bo Yun-. A todos nos gustaba Henglai.

– Y también Billy -añadió Li Nan.

– ¿Billy Watson? -concretó David.

– Por supuesto -dijo Bo Yun con entusiasmo-. Era uno de los nuestros. Era bueno para nosotros tener amistad con el hijo del embajador americano.

– Por guanxi -dijo David.

Bo Yun lo admitió con una inclinación de cabeza.

– Guang Mingyun también nos ha dicho que Billy y su hijo eran amigos -comentó David.

– No, no, más que amigos -le corrigió Bo Yun, meneando la cabeza-. Eran socios en los negocios. Pronto estuvieron demasiado ocupados haciendo negocios juntos para perder el tiempo con nosotros. Entre ustedes y yo -se inclinó para hablar en tono confidencial-, a ninguno de nosotros le gusta trabajar demasiado. -Se dejó caer hacia atrás y prorrumpió en risas. Sus amigos le imitaron una vez más.

– ¿Qué tipo de negocios? ¿En qué estaban metidos? -preguntó Hulan.

– ¿Cree que nos lo iban a decir a nosotros? ¡Podríamos robarles las ideas! -Bo Yun rió entre dientes-. ¿Sabe una cosa, inspectora Liu? Nos sentimos honrados por su visita, pero está usted hablando con las personas equivocadas.

– Ustedes eran sus amigos…

– Eramos, inspectora Liu. Eramos sus amigos. -Bo Yun se dirigió al grupo-. Servid otra ronda. Vamos, David, ¿podemos llamarle David, al estilo americano? Vamos, David, tómese una copa con nosotros. Quizá quiera cantarnos una canción y le diremos con quién tienen que hablar.

La serenata de Ning Ning y Di Di llegaba a su triste fin. Hulan puso la mano suavemente sobre la rodilla de Bo Yun. El joven no pestañeó ni permitió que sus ojos se desviaran hacia aquella delicada llamada. Se volvió para mirar a Hulan directamente a los ojos, abandonó sus modales despreocupados y habló con tono sereno.

– Le he dicho que están hablando con las personas equivocadas. Tiene que hablar con los Gaogan Zidi de su generación, inspectora Liu. Ellos conocían a Billy y a Henglai. Usted ya sabe cómo encontrar a esa gente igual que sabía cómo encontrarnos a nosotros.

– ¿La Posada de la Tierra Negra?

Bo Yun miró a David.

– Eso es inspectora -dijo, luego volvió a animarse y alzó de nuevo la voz-: Ning Ning, Di Di, otra canción. Cantadnos una canción americana. ¿Cómo se llamaba aquélla? ¿Tie a Yellow Ribbon Round the Old Oak Tree?

Minutos después, David y Hulan se dirigían al vestíbulo tras despedirse.

– En qué tipo de negocios podían estar metidos esos dos chicos? -preguntó David.

– No lo sé. Podría tratarse de cualquier cosa.

– ¿Inmigración ilegal?

– No creo, David, pero fuera lo que fuera, seguramente fue la causa de su muerte.

David reflexionó.

– Qué es la Posada de la Tierra Negra y qué tiene que ver con todo esto? -preguntó luego.

– Es un restaurante nostálgico de la Revolución Cultural, pero van allí todo tipo de gentes, desde turistas japoneses a tiburones de las finanzas, o incluso líderes de las tríadas. Es un lugar para gente con problemas, gente que quiere meterse en problemas y gente que sólo quiere hacer negocios. Iremos allí mañana.

Traspasaron la puerta giratoria y salieron al frío aire nocturno. Peter se puso firme al verlos, apagó el cigarrillo y abrió la puerta de atrás del Saab. Hulan tendió la mano a David, que la estrechó sin darse cuenta.

– Creo que hemos avanzado mucho hoy, fiscal Stark -dijo ella, adoptando una vez más un tono formal-. El investigador Sun le llevará de vuelta a su hotel.

– ¿No podríamos estar solos? -preguntó él en voz baja para que Peter no le oyera-. Quiero estar contigo.

Hulan pasó por alto el deseo que vibraba en la voz de David.

– El investigador Sun le llamará mañana por la mañana para decirle a qué hora pasará a buscarle. -Se arrebujó en su abrigo de color lavanda, inclinó la cabeza, agitó levemente la mano para despedirse de Peter y dio media vuelta.

David contempló la figura que caminaba por la acera hasta desaparecer en la omnipresente marea humana.

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