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12 de febrero, Residencia Oficial


Pasaron la noche en casa de Hulan, sintiéndose seguros al saber que agentes del MSP los vigilaban desde el sedán aparcado frente a la puerta. Por la mañana Hulan aúm se sentía conmocionada y David estaba completamente agotado, pero jamás habían estado tan unidos. Todas las barreras que existían entre ellos por fin habían caído. Poco a poco volvieron a concentrar su atención una vez más en su difícil situación. Hulan hizo té y los dos se sentaron alrededor de la pequeña mesa redonda de la cocina. Empezaron con la premisa de que habían agotado sus pistas.

– Alguien quería vernos muertos -dijo David-. ¿Quién sabía que iríamos a la prisión?

– Guang Mingyun.

– Además de él.

– Peter.

David considero esta posibilidad.

– Tu dijiste que Peter informaba a alguien sobre nuestros movimientos. ¿A quién?

– Yo era su inmediato superior -dijo Hulan tras una breve vacilacion-. Después de mi está… el jefe de sección Zai.

– ¿Zai? ¿Tío Zai?

– Pero no puede ser él. Jamás me haría daño.

– Pero creo que seria una buena idea hablar con él -sugirio él-. Podría ser otra persona del ministerio. Tal vez Zai sepa quién es.

Las ropas de David seguían manchadas. Era obvio que lo primero que debían hacer era ir a su hotel para que se cambiara. El medio de transporte mas evidente era el sedan del MSP aparcado frente a la casa, pero ahora la presencia del coche les parecía ominosa.

– Si es alguien del ministerio, ¿como sabemos que no fue esa persona la que envió el coche? -pregunto Hulan. Si estaba en lo cierto, ir al ministerio sería también una temeridad.

A las siete de la mañana, después de decir a los dos investigadores del sedan que irían andando, ambos enfilaron una calle que desembocaba en la entrada posterior de la Ciudad Prohibida. Desde allí cogieron varios autobuses que los llevaron al Sheraton, donde por fin David pudo asearse. Luego cogieron un taxi para ir al Ministerio de Seguridad Publica.

David no podía pasar desapercibido ante los guardias, ni ocultarse de la gente dentro del edificio, de modo que se dirigieron a la planta de Hulan con la mayor despreocupación que fueron capaces de mostrar, fingieron seguir hacia su despacho, pero se metieron a hurtadillas en el del jefe de sección Zai. Al ver que no estaba allí, cerraron la puerta tras ellos. Supusieron que había micrófonos en el despacho, por lo que se movieron con el mayor sigilo y hablaron en cuchicheos.

David se acerco a la mesa y empezó a revolver papeles. -Todo esto esta en chino. Necesito que me ayudes.

– No encontraras nada -dijo ella, acercándose a regañadientes. David cogió una hoja de papel y pregunto:

– ¿Qué es esto?

Hulan explicó que era una requisitoria, sorprendida ella misma del alivio con que se había expresado. El repitió la operación con varios documentos, todos ellos sin interés. Uno de los cajones de la mesa estaba cerrado y tuvo que forzarlo con un abrecartas. Del cajón sacó un documento con un sello rojo estampado. Hulan contuvo la respiración.

– ¿Qué es? -pregunto David.

– Es la sentencia de muerte de Spencer Lee. La mancha roja es el sello del jefe de sección Zai.

– Tu le telefoneaste desde la cárcel después de que Lee fuera condenado a muerte. Tu le pediste que presentara una petición oficial de aplazamiento. ¿Ves algún documento aquí que demuestre que lo hizo?

Ella examinó la mesa y luego negó con la cabeza.

– Pensemos -dijo él-. Quizá Zai haya estado fingiendo. Quizá quiera recuperar lo que perdió. ¿Qué me dijiste ayer? Cambian las cosas y cambian las tornas.

– Tío Zai es un hombre honrado.

– Pero supón que no lo es. Tú le dijiste exactamente lo que estábamos haciendo. Si es quien yo creo que es, tenía que deshacerse de Lee. Si por alguna razón no lo conseguía, tenía que detenernos.

– No puedo creer eso de él.

– Si Peter informaba a Zai -susurro él con vehemencia-, entonces él sabía que íbamos a la Capital Mansión para ver a Cao Hua. -Se esforzó por completar el rompecabezas de todo lo ocurrido aquel día-. ¿Y recuerdas lo que dijo Nixon Chen en la Posada de la Tierra Negra? Le preguntaste si había visto alguna vez a Henglai en el restaurante. El contesto que allí iba la hija de Deng, el embajador, tu jefe. Debía de referirse a Zai.

– Pero eso no significa nada. Todo el mundo va allí alguna vez. El mismo Nixon lo dijo.

– ¿Y cuando volvimos a su despacho? -insistio David-. Zai nos dijo que nos retiráramos. Luego, recuerdas lo que dijo cuando propuse la idea de ir a Los Angeles?

– Dijo que así nos quitaríamos de en medio -asintió Hulan.

– iDe en medio, Hulan! iDe en medio!

– Pero, David, es imposible. Lo conozco de toda la vida. ¿Como podía convencerla?, se pregunto él.

– Mi primer día en China, dije algo sobre el Ave Fénix en el despacho de tu padre. Todo el mundo actuó de un modo extraño a partir de entonces. Tu misma me explicaste luego el porqué.

– Esos casos han sido una verguenza para nosotros. Supusieron una deshonra.

– ¿Por qué? -quiso saber David.

– Zai había investigado las actividades de la banda y…

– No ocurrió nada -dijo él, terminando la frase-. iDebía de trabajar para ellos desde el principio! Y luego esta lo de la bomba. Zai tiene la edad necesaria, Hulan. ¿Estuvo en el ejército?

– Si, todo eso es circunstancial.

– Esto no es circunstancial -dijo él, mostrando la sentencia de muerte de Spencer Lee-. Es una prueba. -Viendo su expresión atormentada, pregunto-: ¿Qué me ocultas? -Ella desvió la mirada y él le cogió una mano, se la llevó a los labios para besarla y añadió-: No más secretos, Hulan. Nunca más.

– La víspera de nuestra partida, tío Zai vino a mi casa. Me advirtió que tuviera cuidado.

– ¿Te advirtió o te amenazó?

– Ya no lo sé. Estoy confundida.

– Pero ¿es que no lo vés, Hulan? Lanzamos esa red de flor tuya y cuando examinamos las piezas capturadas, todas apuntan a una persona.

– Zai.

– Creo que será mejor que hablemos con tú padre.


El viceministro Liu les indicó que se sentaran y pidió a la joven que servía el té que les ofreciera una taza. Con los codos apoyados en la mesa y el mentón descansando en los dedos enlazados, escuchó las conclusiones a las que habían llegado. Cuando terminaron, tomo un sorbo de té y luego encendió un Marlboro.

– Si no recuerdo mal, uno de los cadáveres fue hallado a bordo de un barco que zarpo de Tianjin el tres de enero. ¿Es correcto?

– Si.

Liu hojeo el calendario de su mesa, encontró la fecha y comprobó lo que había anotado.

– Es evidente que no han comprobado el registro de los viajes del jefe de sección Zai -dijo, sin disimular la decepción que le habían causado.

– No, no lo hemos hecho.

– Bueno, inspectora, silo hubiera hecho sabría que el jefe de seccón Zai se hallaba en Tianjin aquella semana. -Hizo una pausa y luego anadió, con una sonrisa de desaprobación hacia sí mismo-. Yo también estaba.

– Qué hacían allí?

– Realizábamos una inspección de rutina en la agencia local. Nada importante, solo laborioso. Pero ahora recuerdo que el jefe de sección Zai no estuvo conmigo todos los días, ni cenamos juntos todas las noches.

– ¿Dónde estaba él?

– Inspectora Liu -dijo su padre en chino, lanzando una significativa mirada a David,- no es asunto mío lo que mis subordinados hagan en su tiempo Libre.

– Perdón -dijo David.

– Le estaba diciendo a la inspectora que no sé lo que hacia el jefe de sección Zai. Pero debo decir que hace ya un tiempo que sospechaba que se había vuelto corrupto. -Liu se volvió hacia su hija-. Estoy seguro de que es una sorpresa para usted, inspectora, se que ha tenido siempre un gran… respeto por ese hombre. Pero creo que si repasa su vida y su carrera, se dará cuenta de que no tiene un pasado glorioso.

– ¿Sabe donde esta ahora?

– En su despacho, supongo.

– Acabamos de estar ahí. Se ha ido.

– Entonces propongo que no perdamos tiempo -dijo el viceministro, poniéndose en pie y apagando el cigarrillo-. Daré el oportuno aviso. Será hallado y arrestado. -Los acompañó hasta la puerta, donde estrecho la mano de David-. Tengo la impresión de estar siempre dándole las gracias por su ayuda. Nuestro país le agradece sus aportaciones y su persistencia en este asunto. -Tras estas palabras, cerro la puerta tras ellos.

– ¿Y ahora qué? -preguntó David cuando se dirigían al despacho de Hulan.

– Esperaremos. El MSP se jacta de ser capaz de hallar en veinticuatro horas a un delincuente en cualquier lugar de China. Mañana todo habrá terminado. -A pesar de su afirmación, Hulan lo dudaba. Zai era muy apreciado por sus subordinados. Hulan sospechaba que éstos no pondrían demasiado empeño en encontrar a su colega. Veía, además, que tampoco David parecía tenerlas todas consigo-. ¿Qué te preocupa ahora?

– Mira, lo de Zai lo veo claro, pero como encaja la embajada americana en todo esto? Sabemos que alguién de allí sellaba los pasaportes para los correos. Entonces, ¿quién era?

– No podía ser un chupatintas.

El se mostró de acuerdo.

– Tenía que ser alguien con un cargo lo bastante importante como para haberlo conocido social o profesionalmente. Zai necesitaría ver a ese hombre en acción, confiar en su discreción y…

– Phil Firestone.

Nerviosa por no saber qué otros funcionarios del MSP podían estar implicados, y no queriendo perder tiempo en rellenar un impreso para solicitar un coche, Hulan hizo parar un taxi a la puerta del Ministerio. Rápidamente atravesaron la ciudad en dirección a la zona de las embajadas a lo largo de Jianguomenwai. El taxista tocaba la bocina para abrirse paso entre la multitud que se apiñaba en el exterior de la embajada americana, y los dejó en la puerta. Los acompañaron luego hasta el despacho del embajador, donde les dijeron que éste se hallaba «fuera de la ciudad» y que su ayudante se encontraba en la residencia oficial haciendo los preparativos para una fiesta de San Valentín con la señora Watson.

Unos minutos mas tarde llamaban a la puerta del austero edificio que los Watson llamaban hogar. Les abrió una mujer china, que los condujo a un salón para recibir invitados. La habitación Lucía una decoración que podría describirse como «diplomacia americana., un estilo que se permitía escasas concesiones al país de residencia. El tapizado de sillas y sofás ostentaba variedad de tejidos de damasco azul y moaré de seda, con cojines de brocado azul y pesados flecos dorados. Sobre las mesitas bajas de estilo americano primitivo había cuencos de cerámica china azul y blanca con ramos de flores, bandejas de plata con caramelos de menta, y unos cuantos libros de fotografías que ensalzaban la belleza natural de estados como Vermont, Colorado, Alaska y, por supuesto, Montana.

Habían pasado dos meses desde que Hulan viera a Elizabeth Watson por primera vez, sentada en un banco de hierro en lo más crudo del invierno, esperando a saber si el cadáver que había bajo el hielo del lago Bei Hai era el de su hijo. Mientras se hacían las presentaciones, Hulan volvió a sorprenderse de la reserva de la señora Watson. Su dolor se traslucía aun en la tristeza de su mirada, en sus grandes ojeras y su tez levemente cetrina. Sin embargo, llevaba uno de esos típicos peinados de mujer de un político, con abundante laca. Su severidad se compensaba con la elegancia desenfadada de los pantalones de gabardina, la blusa de seda, la chaqueta de piel de camello y el collar de perlas. Tenía el aire de una persona que había estado muy ocupada planeando menús y distribuciones de mesas, poniéndose al día con la correspondencia, quizá incluso charlando al teléfono con una o dos amigas de Montana. Lo que no parecía era una mujer que, según su marido, estaba tan abrumada por el dolor que no podía recibir visitas ni responder preguntas sobre su hijo.

– Phil acaba de marcharse -dijo Elizabeth-, pero volverá enseguida. Si regresan ustedes a la embajada, seguramente llegaran cuando él ya se haya ido. Así que tomemos el té y charlemos un rato.

La señora Watson sirvió té de una pesada tetera de plata y tendió las delicadas tazas con platillos a sus invitados. Durante ese tiempo, mantuvo una conversación que era prácticamente un monólogo sobre el tiempo, los planes para la fiesta que se iba a celebrar y sus visitas a las guarderías de las fábricas de la provincia de Sichuán, donde los negocios eran florecientes tanto para los empresarios chinos como para los americanos. David y Hulan la dejaron hablar, sabiendo que, como la mayoría de padres que acaban de padecer la pérdida de un hijo, su conversación acababa desembocando en el.

– Era un muchacho tan brillante y teníamos tantas esperanzas puestas en él -dijo al final, con los ojos húmedos-. Sólo le quedaba un año más en la USC, y recuerdo que la última vez que nos vimos hablamos de lo que podía hacer después.

David y Hulan se miraron el uno al otro, comprendiendo que el embajador Watson no le había dicho a su mujer que Billy habia dejado los estudios. Sin decir nada decidieron ver a donde les llevaba aquella conversación.

– Yo no dejaba de subrayar la importancia de una educación -prosiguió Elizabeth Watson-. «Sigue en la universidad», le dije.


Le sugerí ciencias políticas, historia, quizá incluso derecho. Pero Billy tenía otras ideas. «Mamá, estoy harto de estudiar. Quiero empezar a vivir por mi cuenta, poner un negocio, labrarme mi propio futuro.» Verán, creo que siempre fué muy duro para Billy crecer en una comunidad pequeña en la que su padre era tan importante, tan poderoso, si entienden lo que quiero decir. Al igual que muchos otros chicos, Billy rechazaba todo lo que su padre representaba. Pero yo siempre pensé que no era más que una etapa.

– Parece que usted y su hijo estaban muy unidos -dijo David.

– ¿Unidos? -Se echo a reír-. Ya lo creo que estábamos unidos. Ser la esposa de un político es un trabajo muy solitario. Ser el hijo de un político es aúm peor. Billy y yo nos quedábamos solos en Montana la mayor parte del tiempo. Alguien tenía que quedarse allí para cuidar del rancho. Ese alguien era yo. Y no iba a dejar que Billy se fuera a Washington con su padre. Pero les diré una cosa, creen que el invierno es duro aquí? No sabrán lo que es un invierno hasta que no vivan el de Montana. -La señora Watson se controló de repente-. Perdónenme, me he ido por las ramas. Sencillamente, Billy y yo teníamos un vínculo muy estrecho, ¿comprende?

– ¿Quiere decir que Billy no se llevaba bien con su padre? Elizabeth les lanzo una mirada calculadora.

– Han venido para hablar de Billy,no es asi? Creía que el caso se había cerrado.

– Y así es -mintió Hulan-. Pero tenemos algunos cabos sueltos.

– Si hay algo en lo que pueda ayudarles…

– Háblenos de Billy y su padre.

– Supongo que se habrán enterado de que Billy se metió en algunos líos. -Elizabeth espero a que ambos asintieran para continuar-. Los padres pueden ver esas cosas desde muchos puntos de vista. En mi opinión, Billy no hizo nunca daño a nadie. Siempre pensé que todas aquellas tonterías las hacía para llamar la atención de su padre. En ese sentido funcionó. Big Bill se ponía como un loco. Le pegaba cuando era pequeño. Le soltaba peroratas de horas cuando se hizo mayor. Big Bill amenazo con desheredar a Billy, con borrarle de su testamento y de su vida para siempre si no se enmendaba. Lo irónico del caso es que mi marido andaba siempre presionando a Billy para que se hiciera cargo del rancho. «En diez apos será tuyo», le decía, y esa clase de cosas.

– Eso debió de tranquilizarla -dijo David.

– iQué va! Lo último que yo quería para mi hijo era que terminara en aquel maldito rancho. Por qué demonios iba a querer yo que se pasara la vida compilando estadísticas de reproducción, supervisando la selección anual de ganado y sufriendo por las fluctuaciones del mercado del buey? No, Billy era demasiado inteligente para esa vida. Tenía todo el futuro por delante y podría haber hecho lo que hubiera querido.

– ¿Qué opinaba Billy de todo eso?

– No lo sé. Estaba en la universidad, pero no creo que le gustara demasiado. Durante las vacaciones aparecía por aquí unos cuantos días y luego volvía al rancho con aquel amigo suyo.

– ¿Qué amigo?

– Ya saben, el otro chico que murió, Guang Henglai. -Al ver la mirada que intercambiaban David y Hulan, pregunto-: ¿Qué?

– Su marido nos dijo que Billy no conocía a Henglai.

– No sé por qué habría de decir algo así. Big Bill les ayudaba en su pequeño negocio.

– ¿Qué negocio, señora Watson? -pregunto Hulan.

– Pues no sé. Algo relacionado con la caza. Creo que era una especie de servicio de guía, algo así como llevar gente de ciudad al rancho, hacerles pasar un buen rato y llevarlos a cazar.

– ¿Osos? -pregunto Hulan.

– Ciervos, diría yo. Pero tiene usted razón, lo que a Billy realmente le gustaba era rastrear osos. Lo heredo de su padre, ¿saben? Con un par de rifles, un par de chaquetas de caza de color naranja para que no se disparasen el uno al otro y unas cuantas hectáreas de terreno de caza, ya eran felices. -Sus ojos se empañaron al añadir-: Después de tantos años de problemas, ese negocio de la caza por fin los había unido.

– ¿Donde esta su marido ahora?

Elizabeth alzo la cabeza como un resorte al oír el tono de voz de David.

– Se ha ido a Chengdu. Pensaba que lo sabían. Ahora hay allí tantos ciudadanos estadounidenses que abrimos un consulado hace unos años. Y menos mal, si quieren oír- mi opinión. Todo el mundo anda temeroso por esos disparadores nucleares y nerviosos por lo que pueda ocurrir con sus inversiones si la situación política no mejora.

David y Hulan se levantaron.

– Gracias por su hospitalidad, señora Watson, pero tenemos que irnos.

– Pero creía que querían ver a Phil.

– No importa. Ya lo veremos más tarde. Gracias de nuevo.

– ¿Es por algo que he dicho? -preguntó ella, siguiéndoles hasta la puerta-. ¿Hay algo sobre Billy o sobre el embajador que yo debiera saber?

Hulan se dio la vuelta y cogió la mano de Elizabeth Watson: sentía lástima por aquella mujer que creía haber experimentado el más completo dolor, pero estaba a punto de descubrir que no había hecho mas que empezar.

– Si necesita algo, más adelante, quiero decir, llámeme por favor. Elizabeth los miró alternativamente.

– Díganmelo. Puedo soportarlo.

– Lo siento, señora Watson -dijo él.

Las lágrimas que pugnaban por salir desde el principio de la entrevista se desbordaron por fin. Elizabeth Watson se cubrió el rostro con las manos, dió media vuelta y corrió escaleras arriba.

David y Hulan cruzaron el patio con paso vivo.

– No es de extrañar que el embajador Watson no quisiera que investigara la muerte de su hijo -dijo David-. Sabía exactamente que había ocurrido.

– ¿Recuerdas la última vez que lo vimos? -dijo Hulan.

– Si, ese canalla no se sorprendióal saber que Billy no seguía en la universidad. Le sorprendió que estuviéramos tan cerca de la verdad.

– Y después enseñamos la lista de correos… Debió de entrale el pánico. Quería ver muerto a Spencer Lee.

– Cuando dijimos que Spencer iba a ser ejecutado, Watson dijo algo como «Entonces todo habrá acabado», pero nosotros no le entendimos.

– ¿Tan malo es haber sellado los pasaportes? -pregunto ella-. ¿Era suficiente para dejar que las cosas fueran tan lejos?

– Es un antiguo senador y embajador. Cometió un delito federal. Podría ser enviado a una de nuestras prisiones tipo club de campo, pero su reputación quedaría arruinada.

Volvieron su atención hacia los demás complices.

– Henglai debió de ser quien financió la empresa -dijo Hulan-. Billy y su padre… tenían la conexión de Montana. Imagínatelos allí, matando osos y vendiendo las vesículas biliares.

– Pero también creo que los chicos se ocuparon de la tarea básica de encontrar correos. Por eso iban a la Posada de la Tierra Negra -dijo David, reflexionó unos instantes y todos se conocieron ahí: los Watson, Cao Hua, los correos, la gente del Ave Fenix. Era el lugar perfecto.

– Te has dejado al tío Zai.

– El era el músculo, Hulan. Ahora ya lo aceptas ¿no? La excitación de Hulan se esfumó.

– Toda la operación era limpia en el sentido de que cada persona tenía su propio papel definido -dijo-. Todos tenían amigos, socios y esferas de influencia diferentes. Confiaban en el supuesto de que nadie podriía relacionarlos.

– Pero nosotros lo hicimos.

Hulan se detuvo en medio del patio.

– ¿Qué hacemos ahora, David? ¿En quién podemos confiar?

Necesitaban ayuda, pero ella dudaba que el Ministerio se la concediera, como tampoco podían esperarla de la embajada.

– ¿Como podemos salir de aquí sin ser vistos? -pregunto él.

Hulan mró en derredor. La residencia del embajador se alzaba a su espalda. En la puerta del patio, la única salida a la vista, había guardias apostados.

– No creo que podamos -dijo-, pero tengo otra idea.

Una vez fuera, ella esperó a que pasaran varios taxis y luego paró uno al azar. Al taxista le dió la dirección de su casa del hutong en chino. Trás asegurarse de que el hombre era de la remota región de Anhui y de que jamás había tenido un extranjero en su taxi antes de David, pasó al inglés.

– El embajador está en Chengdu. Apuesto a que Zai también está allí. Seguramente han ido a la granja.

– Pero no tenemos la menor idea de dónde está.

– Debían de tener un cómplice dentro de Panda Brand -argumentó Hulan-. Tenemos que ir allí y encontrar a alguien que pueda ayudarnos.

– Las posibilidades son mínimas, pero es la única pista que tenemos. Iremos allí y utilizaremos toda la información que podamos sacar. Luego seguiremos la siguiente pista, por pequepa que sea, y así hasta que se descubra la verdad.

Mientras escuchaba a David, Hulan pensó una vez más que su obstinada persistencia y empuje eran lo que más amaba en él.

– Tienes razón -dijo, cogiéndole la mano-. Tenemos que acabar con esto antes de que…

– ¿Antes de que acabe con nosotros? -Intentó sonar ligero, pero al ver a Hulan asentir solemnemente sintió que el miedo le hacía un nudo en el estomago. Aspiró profundamente y exhaló el aire despacio-. De acuerdo. Sabemos que pueden seguirnos la pista allá donde vayamos. ¿Qué me dijiste aquel día en el parque Bei Hai? ¿Que había una cámara de video en cada semáforo? Pero oye, Hulan, hay gente que escapa de Pekín. Muchos de los estudiantes de Tiananmen escaparon. Los vi cuando los entrevistaron en la televisión. ¿Como lo hicieron?

– Tenían amigos que los ocultaron. Tenían conexiones en Hong Kong. -Hulan comprendiía lo que David daba a entender, pero ellos tenían un problema que los estudiantes no tenían. Los disidentes que habían desaparecido de China para reaparecer en Hong Kong o en Occidente eran chinos. David era un fan gway, un demonio extranjero.

– Necesito un teléfono -anunció el.

Hulan hizo que el taxista los dejara delante de una cafetería. Hulan marco el numero, pidió por la habitación de Beth Madsen en chino y tendió el teléfono a David, que no dio su nombre al hablar.

– ¿Se acuerda de mi? Nos sentamos juntos en el avión de Los Angeles. -Hubo una pausa mientras Beth hablaba, luego David dijo-: No, tengo una idea mejor. ¿Puede encontrarse conmigo dentro de dos horas? No, en el bar no. ¿Conoce el canal que hay frente al hotel? Salga del hotel y gire a la derecha por el sendero. A unos cuatrocientos metros verá una pequeña tienda donde venden artículos de cocina. Nos encontraremos allí. -Soltó una carcajada forzada-. Sé que suena misterioso, pero venga, ¿de acuerdo?

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