21

Más tarde. Huída


Cogieron otro taxi para volver a casa de Hulan, donde ella metió apresuradamente unas cuantas pertenencias y todo el dinero de que disponía en un neceser. Luego caminó por el callejón en dirección a la casa de Zhang Junying, la anciana directora del Comité de Barrio, manteniendo una expresión indiferente cuando paso junto al sedan que seguía aparcado frente a su casa. Hulan sabía que no disponía de mucho tiempo, pero no podía meter prisas a su vecina. Tomaron el té juntas. Hulan comió unos cuantos cacahuetes. Charlaron de trivialidades.

– Ayer volvía a casa del trabajo en bicicleta -dijo Hulan por fin-. Un paleto me salio al paso con su carro de nabos y choqué contra él. Se rompió la cadena de mi bicicleta y me caí al suelo y se me rompió mi único abrigo. Quería saber, tía, si me prestarías la bicicleta de tú nieto para ir a la tienda a comprar una cadena nueva.

La directora del Comité de Barrio Zhang consintió de todo corazón, pero le advirtió que tal vez le sería difícil montar en la bicicleta, puesto que era muy grande y hecha para un hombre.

– Le prometo ir con cuidado -dijo Hulan. Tras tomar un sorbo de te, añadió. Tengo que pedirle otro favor, pero me da apuro aprovecharme de su amabilidad.

– Pertenecemos a dos antiguos clanes del barrio. Nuestras familias se conocen desde hace generaciones. La considero como una hija.

– Como le decía, se me ha roto el abrigo y hace mucho frío. Hace muchos años que su nieto abandono el ejército. Quizá podría prestarme su abrigo hasta que yo pueda comprarme uno nuevo.

La anciana se palmeó las rodillas abiertas con las manos.

– ¿Llevar usted el abrigo de mi nieto? Mi nieto es muy alto. Ese abrigo le quedara tan largo que tendría que atárselo con una cuerda. Parecerá un peregrino de la sagrada montaña de E'Mei.

– Sólo será un día, tía.

La anciana se fue a una de las habitaciones de la parte de atrás y regresó con el abrigo doblado en un pulcro cuadrado y atado con un media de nilón. Hulan dio las gracias a Zhang Junying profusamente, puso el abrigo en la cesta metálica que colgaba del manillar de la bicicleta y luego volvió a su casa, empujando la bicicleta calle arriba. Paso junto al sedan y entro en su patio donde David la esperaba.

– ¿Estas lista? -preguntó.

Ella contempló el jardín, tan desolado en invierno, y asintió.

– ¿Tienes miedo?

Hulan volvió a asentir. El la abrazó y le susurro al oído: -Yo también, cariño, yo también.

Para que su plan funcionara, tenían que moverse deprisa y mantener la cabeza fría. Mientras ella se ponía su viejo abrigo, cerraba la casa y metía su bolsa en la cesta de su bicicleta, David desataba el abrigo del nieto de la señora Zhang y lo sacudíía para ponérselo. Le quedaba estrecho; pero con él, con la vieja gorra azul que Hulan había encontrado guardada en un armario y la bufanda de lana que ella le enrolló en torno al cuello, tapándole parte de la cara, se veía al menos parcialmente disfrazado. David metió su abrigo en una bolsa de plástico, que echó en la cesta de su bicicleta. Hulan lamento tener que dejar el revolver, pero dada la forma en que pensaban viajar, no podía llevárselo.

Tan pronto alzaron las bicicletas para cruzar el viejo umbral de piedra, el motor del sedan se puso en marcha. David y Hulan montaron en las bicicletas y empezaron a pedalear lentamente calle abajo. El coche hizo un cambio de sentido y los siguió sin el menor disimulo.

– No to separes de mí -dijo ella por encima del hombro cuando empezó a pedalear mas deprisa y luego giro hacia una de las calles laterales.

El sedan giró a su vez. De repente, Hulan giró hacia una estrecha calleja en la que no cabía el coche. David echo una ojeada por encima del hombro y vio a dos hombres con ropa de paisano que bajaban del coche y empezaban a lanzar imprecaciones. El y Hulan siguieron pedaleando a toda prisa, intentando no aminorar la marcha cuando se cruzaban con los transeúntes que hallaban en el angosto laberinto de calles.

David tuvo la impresión de haber dado un salto en el tiempo hacia otro siglo. Allí no había coches, ni siquiera scooters; sólo se oía el suave silbido de las bicicletas y la armonía de sus timbres, el ruido de los niños jugando y la melodiosa cantinela de los buhoneros voceando sus mercancías. Atravesaron la ciudad manteniéndose en los estrechos confines de las calles del hutong. Cuando topaban con una calle sin salida, Hulan preguntaba a alguien por donde seguir. Cuando alguien se daba cuenta de que David era extranjero, Hulan se explicaba así:

– Oh, este estúpido nariz grande se ha perdido. Yo le ayudo a volver a su hotel. Tenemos la responsabilidad de demostrar amistad a los americanos siempre que podamos, aunque sean atrasados y estúpidos.

Cuando llegaban a cruces principales, lo que ocurría con amenazadora frecuencia, David se subía la bufanda, fijaba la vista en el asfalto e intentaba mantenerse en el centro de la corriente de bicicletas que cruzaban la calle.

Tenían que parar en dos sitios antes de encontrarse con Beth Madsen. El primero era el apartamento de los padres de Hulan. Mientras ella subía, David aguardó en una calle transversal, fingiendo arreglar una rueda de la bicicleta y esperando con todas sus fuerzas que nadie se acercara a él.

La doncella abrió la puerta.

– Por favor -dijo Hulan-, deseo estar a colas con mi madre. No nos moleste.

La doncella salio de la habitación sin decir palabra. Jinli se hallaba sentada en su silla de ruedas, como siempre, mirando por la ventana.

– Mama, soy yo, Hulan. Me marcho fuera unos días. No te preocupes por mí. -Se inclinó y besó a su madre con suavidad-. Te quiero, mamá.

Se acercó entonces al escritorio. En el cajón del fondo encontró los papeles de su madre en un sobre amarillento por el tiempo. Hulan sacó el carnet de identidad de su madre, se lo metió en el abrigo y abandonó el apartamento sin mirar hacia atrás.

David y Hulan continuaron su recorrido por la ciudad. A un par de manzanas del Sheraton Gran Muralla volvieron a detenerse. Ella se quitó el abrigo. Debajo vestía sus habituales sedas en tonos pastel. Se sacudió la ropa y se mesó los cabellos.

– ¿Estoy bien? -preguntó.

– Estas perfecta. Aquí no te buscarán.

Unos minutos más tarde, Hulan salía del callejon, enfilaba Xinyuan Road y traspasaba las puertas del Hotel Kunlun. Atravesó el vestíbulo para dirigirse a una de las galerías comerciales para entrar en una agencia de viajes.

– Quisiera reservar dos asientos en el próximo vuelo a Chengdu -dijo en chino.

– Siéntese, señora, por favor -dijo la mujer que la atendía-. ¿Desea programar una visita turistica?

– No; solo quiero llegar ahí con el próximo avión. Mi madre esta muy enferma.

– No puede ser usted de Sichuan -dijo la mujer, mirándola-. Su acento de Pekin es demasiado bueno.

– Hace muchos años que vivo en la capital. Mi unidad de trabajo esta aquí, pero mi familia todavía vive en Chengdu. La mujer comprobó el horario de vuelos.

– ¿Le va bien a las once?

– Perfecto. Dos asientos.

– ¿Dos?

– Ya se lo he dicho -dijo Hulan con impaciencia.

– Necesitaré ver sus carnets de identidad.

– iBah! Ya no se necesita carnet de identidad para viajar por China. Hace diez años que ya no se necesita.

La mujer tamborileó con los dedos sobre la mesa como si llamara a un camarero en un restaurante.

– Quiero ver su…

Hulan metió la mano en el bolsillo y rápidamente sacó los papeles de su madre. Luego abrió la cartera, sacó dos billetes de cien yuan y los colocó junto a la mano de la mujer.

– Mi marido se ha dejado el carnet en casa. -La mujer tamborileó con los dedos unas cuantas veces mas, y luego barrio el dinero de la superficie del mostrador y lo puso en el regazo.

– ¿Los nombres?

– Jiang Jinli. Mi marido es Zau Xiang.

Trás unos minutos más de tensión, Hulan abandonó la agencia de viajes con dos billetes para Chengdu en la mano. Se reunió con David en el callejón, donde una vez mas montaron en bicicleta, marcharon en paralelo a Liangmane Road. Eligieron la mitad de la manzana para cruzar la bulliciosa Dongsanhuanbei Road, evitando así la cámara del cruce, y luego se dirigieron al sendero que discurría junto al canal, más allá del Sheraton Gran Muralla, hasta llegar a la pequeña tienda de artículos de cocina por la que David había pasado todos los días cuando salía a correr por la mañana.

Vestida con un grueso abrigo de lana de color rojo y brillantes botones dorados, Beth Madsen se paseaba con nerviosismo junto a la orilla del canal. David se detuvo a su lado.

– Beth -susurro. Cuando ella se volvió, vio a un soldado chino más alto de lo normal y muy abrigado para protegerse del frío. David se bajó la bufanda para mostrar el rostro-. Soy yo, David Stark.

– ¿David? ¿Qué hace con esa pinta?

– Necesito que me ayude, Beth. Estoy metido en un lío. Beth miró por encima del hombro de David hacia Hulan, que se había bajado de la bicicleta.

– ¿Qué ocurre?

– Intentan matarnos.

Beth Madsen rió, pero al punto recobro la seriedad.

– No bromea, ¿verdad?

El negó con la cabeza.

– Vaya a la embajada americana -sugirió Beth.

– Ya he estado allí.

Beth lo miro fijamente, luego dio media vuelta, se alejo unos pasos y contempló a un viejo que navegaba en su bote por el canal impulsándose con una pértiga.

– Pensaba que tomaríamos algo. Quizá, bueno, ya sabe…

– Beth, por favor…

Beth irguió los hombros y se volvió hacia él.

– Si he de ayudarle, necesito saber en qué me estoy metiendo. David le contó brevemente cuanto sabía y creía que ella podría comprender.

– Pero si la mitad de lo que me dice es cierto -dijo Beth cuando terminó-, les estarán buscando.

– Con eso cuento. Creen que intentaremos ocultarnos, y es cierto, pero vamos a ocultarnos a la vista de todos.

Mientras David esbozaba su estrategia, Beth miraba a Hulan, que soporto el escrutinio con expresión impertubable. Beth reflexionó unos instantes antes de hablar.

– De acuerdo, pero hagámoslo rápido antes de que me falte valor.

Una vez más Hulan se quitó el abrigo, miró a David una última vez buscando seguridad, y luego las dos mujeres se fueron solas. David aguardaría allí quince minutos antes de seguir por una de las callejas hasta desembocar en la vía principal. Si todo salía bien, Hulan llegaría unos minutos más tarde en el coche de Beth y se irían directamente al aeropuerto. David se acuclilló como había visto hacer a muchos hombres chinos y contemplo el canal. El mismo viejo que David había visto durante su ejercicio matinal se hallaba entonces cargando cestos en su bote.

Ambas tenían un buen paseo hasta el hotel. Cuando por fin llegaron a la entrada lateral, Hulan temblaba por el frío y el miedo que sintió al ver a dos policías de paisano que vigilaban las entradas y salidas de los huéspedes del hotel. Sin embargo, debían de haberles dado instrucciones de buscar a un hombre blanco, o quizá se engañaron al ver a una mujer blanca, pues no prestaron la menor atención a Hulan, sino que siguieron pateando el suelo para calentarse los pies y echando bocanadas de humo de sus cigarrillos.

En cuanto llegaron a la habitación, Beth dejo escapar un suspiro.

– Creo que he contenido la respiración todo el rato -dijo, intentando hablar con un tono desenfadado, pero traicionada por una voz trémula. Soltó una risita nerviosa, luego abrió el armario y saco un traje pantalón de Armani de elegante lana gris y una blusa de seda.

Sin la menor timidez, Hulan se desnudó hasta quedar en ropa interior y se puso el traje. Le quedaba un poco grande en las caderas, pero por lo demás le sentaba perfectamente. Para completar el conjunto, Beth le entregó también una cinta para el cabello con adornos de terciopelo y unos zapatos bajos Bally. En apenas cinco minutos Hulan habia pasado de ser una nativa de Pekin a una acaudalada china de ultramar.

Beth reunió varias prendas más y las metió en una bolsa de plástico de Grandes Almacenes Kempinski. Cogió el abrigo rojo que había dejado sobre la cama y se lo tendió a Hulan.

– Tenga, lleve también mi abrigo.

– Ya ha hecho bastante -dijo Hulan.

– Si me permite que se lo diga, éste no es momento para demostrar su educación china. Cójalo.

Minutos después, cuando abandonaron el hotel por la entrada lateral, los dos policías tampoco les prestaron atención. Beth alzo la mano y su chófer aparcó el Town Car frente a los escalones. Las dos mujeres se subieron al asiento de atrás y Beth dió instrucciones al chófer. Un par de minutos después, el conductor detenía el coche ante el lugar de encuentro prefijado. No se veía a David por ningún lado.

Hulan sabia que lo mejor era seguir moviéndose en círculos y esperar que él apareciera pronto, pero se imaginó lo peor: que estaba herido o muerto. Esta idea la indujo a olvidar la sensatez y salir del coche.

– Si dentro de cinco minutos no he vuelto -dijo a Beth-, -no espere! Vuelva a su hotel y olvide todo esto como si no hubiera ocurrido. -Beth, cuyo rostro había adquirido un leve tono verdoso, asintió. Hulan dió media vuelta y echo a andar apresuradamente por el callejón que conducía al canal. David no se había movido del sitio.

– ¿David, estás bien? -preguntó con voz temblorosa.

El se volvió para mirarla. Parecía no importarle no haber acudido al punto de encuentro.

– ¿Qué ves, Hulan?

– iTenemos que irnos!

– Tu dímelo. ¿Qué ves?

– El cielo gris -dijo ella, mirando en derredor-. Unas casas, un par de tiendas. Un canal. -Intentaba apaciguarlo con respuestas sencillas, pero el peligro que corrían pudo más que ella-. iVamos! iEste no es momento para contemplar el panorama! iTenemos que irnos!

– El canal -dijo el sin hacer caso de sus protestas-. ¿Adonde conduce?

– No lo sé. Supongo que confluye con otros, quizá vaya a dar al Gran Canal o al puerto de Tianjin.

– ¿Y todavía no lo ves?

– No, David, no lo veo -dijo ella con frustración.

– He venido a correr por aquí todas las mañanas. Todas las mañanas he visto a ese hombre cargando cestos en su bote. ¿Lo ves allí?

– Sí.

– No lo has mencionado.

– iDavid!

El se puso en pie con un crujido de las articulaciones, estiro las piernas y se acercó a ella. Volvió a darse la vuelta para mirar el canal, rodeo los hombros de Hulan con un brazo y con el otro señaló.

– Un bote, un hombre, un cesto, un canal. Así fué cemo llevaron a Henglai a Tianjin sin ser vistos. Lo ocultaron a la vista de todos.

Era un importante descubrimiento, pero Hulan estaba demasiado asustada para que le importase. Aferró a David y los paquetes y se encaminó al coche. El chofer no hizo ninguna pregunta; se limitó a llevarlos al aeropuerto por la autopista de peaje. Cuando llegaron y David y Hulan bajaron del coche, Beth dijo:

– Buena suerte. -Cerro la puerta y el Town Car se alejó.

La siguiente hora sería la más arriesgada para el plan de David. Viajaban como chinos, pero vestían como americanos. Mientras él vigilaba su escaso equipaje, ella se incorporí a la cola más numerosa que encontró, esperando que con el ajetreo la azafata de tierra no prestara excesiva atención a los nombres de los billetes ni a la mujer que se los tendía. Hulan entrego los billetes sin pronunciar palabra, y sintió alivio cuando la mujer del mostrador se limito a introducir los nombres en el ordenador sin alzar la vista, le entrego los billetes y las tarjetas de embarque y dijo con fina voz:

– Siguiente.

Como siempre, el aeropuerto estaba lleno de soldados. Eran hombres jóvenes, la mayoría del campo, a los que no interesaba la política, pero su presencia inquietó a David. Pese al frío de la sala de espera, su frente se cubrió de sudor.

– Todo lo que tenemos que hacer es subirnos a ese avión -le susurró Hulan, cogiéndole de la mano. El se enjugó la frente-. No creo que nos busquen aquí. Todavía no -dijo solo para tranquilizarlo, porque sabía que si uno de sus colegas entraba en la sala de espera, la reconocería al instante.

Ella y David no habían cometido ningún delito, pero eso no significaba nada. En China desaparecía gente con frecuencia. En China se ejecutaba a gente sin más.

Su vuelo se anunció por megafonía. Hulan tendió los billetes a la azafata. La mujer le dijo algo en chino, pero ella fingió no entenderla.

– Que tenga un feliz vuelo -dijo la mujer, pasándose al inglés, y luego rasgó los billetes sin fijarse en los nombres.

Tan pronto como despegó el avión, David notó que la tensión de su cuerpo se diluía, sabiendo que estarían seguros mientras durara el vuelo. En unas pocas horas, su manera de vivir había cambiado completamente. El siempre había valorado el hecho de que vivía de su inteligencia. Tenía talento para la lógica, el pensamiento lineal, el análisis conservador. Ahora parecia actuar únicamente por instinto e intuición.

Meditó sobre lo que había hecho. Abandonar Los Angeles sin decir a nadie lo que pensaba hacer había sido una locura, pero eludir a la policía en China era algo muy distinto. Prácticamente podía oír el tono meloso de algún funcionario chino explicando a algún subalterno de la embajada estadounidense que no se podía considerar a China responsable de un americano que actuaba por su cuenta, que el gobierno tenía el Servicio Internacional de Viajes de China precisamente para que los extranjeros no se metieran en líos, y que el gobierno haría cuanto estuviera en su mano, ¿pero como se suponía que podían encontrar a un hombre solo en un país de mil millones de personas?

Y mientras ese funcionario seguía parloteando, quizá él ya estaría muerto. Imaginó su propia muerte. Estaría consciente mientras sus órganos internos se convertían en papilla? Tendría la mirada fija en el rostro de su asesino mientras éste le arrancaba los intestinos del estomago? ¿0 habría perdido completamente la conciencia? ¿Caminaría por la calle en un momento dado, y en el instante siguiente tendría una bala en el cerebro?

Cuando David dejo a un lado su propio bienestar para pensar en Hulan, se adueño de él la desesperación. ¿Como podía haberla dejado volver a China? ¿Qué le ocurriría si la atrapaba Zai, o incluso Watson? Aquella gente no sentía el menor escrúpulo a la hora de matar. David no sabía qué podría hacer si algo le ocurría a Hulan.


Eran cerca de las nueve cuando aterrizó el avión. David y Hulan caminaron por la pista de aterrizaje, atenazados una vez más por el miedo. ¿Los arrestarían tan pronto como entraran en la terminal?

Lo cierto era que la actividad militar y policial en aquel pequeño aeropuerto de provincias era prácticamente nula. Nadie parecía buscarlos cuando se mezclaron con los demás viajeros extranjeros. Dado que no tenían equipaje que recoger, se limitaron a salir de la terminal y a adentrarse en la multitud más allá de la barrera. Al instante se vieron asaltados por taxistas locales. Hulan se decidió por una joven que hablaba bastante bien inglés.

Una vez dentro del coche, la mujer les preguntó a donde querían ir. David le indicó que los llevara al mejor hotel. Ella asintió, puso el coche en marcha e inició otro recorrido espeluznante a través de una ciudad desconocida. Cuando la joven averiguó que aquella era su primera visita a Chengdu, les ofreció una breve historia de la ciudad. Se conocía también con el nombre de Ciudad del Brocado, pues antiguamente Chengdu era el Lugar de la Ruta de la Seda donde se detenían los mercaderes a comprar brocados. La conductora sabía donde se hallaban varias fábricas de brocados, que estaría encantada de mostrar a los visitantes al día siguiente. Chengdu se conocía también como Ciudad Hibisco por la abundancia de esa flor. Sin embargo, en aquella época del año era aún demasiado pronto para ver las plantas florecidas.

Pese a la oscuridad, pudieron ver que la vía principal, la South Remain, por la que transitaban, estaba flanqueada por pequeños hoteles, restaurantes y tiendas. Más cerca de la ciudad, pasaron por delante de dos grandes zonas en construcción. En la puerta de entrada a una de ella se Leía «Villas Ciudad Brocado». Dentro, David vió lo que parecía una urbanización de juguete.

– Estas son las mejores villas de la ciudad -dijo la conductora-. Para extranjeros. Si quieren, puedo traerles aquí mañana. Quizá quieran comprar una villa. -Al otro lado de la calle se estaba construyendo un gran complejo de apartamentos (también para extranjeros). Una serie de letreros anunciaban áticos de tres habitaciones, piscinas, campo de golf y pistas de tenis.

Cuando cruzaron el río Jin Jiang, afluente del gran Min Jiang, que acababa desembocando en el Yangtze, la conductora señalo un hotel. En la azotea del hotel Jin Jiang había grandes letreros eléctricos en dorado, naranja y azul que anunciaban el hotel, tiendas y productos de la región. En la zona de aparcamiento, Los árboles ostentaban guirnaldas de luces intermitentes, y varios jóvenes con llamativos uniformes rojos se pusieron firmes para abrir puertas, llevar los paquetes de David y Hulan y acompañar a los viajeros a la recepción. El vestíbulo era de mármol reluciente y centelleante cristal. En el centro habia un ramo de flores de metro ochenta de altura. Tampoco allí había guardias ni soldados a la vista. Quizá por esa razón no tuvieron dificultad alguna para conseguir habitación. De hecho, a los ojos de Hulan, el recepcionista manifestó un comportamiento ostentosamente despreocupado ante la presencia de una pareja mixta. Cuando Hulan le dijo que tenían los pasaportes guardados, el recepcionista les indicó que podían bajarlos más tarde.

Con considerable pompa, el botones los condujo a la mejor suite del hotel, que consistía en una sala de estar con piano, muebles tapizados en brocado blanco, tragaluz, cuarto de baño con una bañera en la que cabían seis personas, y un dormitorio con una fastuosa cama con dosel rojo e incrustaciones doradas. David dió al botones una generosa propina, costumbre cada vez más popular en China, y luego cerró la puerta tras él.

– Esto es demasiado caro -dijo Hulan, contemplando la lujosa decoración.

– Nos ocultamos a la vista de todos -dijo David-. No creo que nadie busque a dos fugitivos en la suite Princesa. Además, si vamos a desaparecer, más vale hacerlo con estilo. Aún te gusta el servicio de habitaciones?

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