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23 de enero, Pekin


El sospechoso, un tal señor Su, había confesado ya y se lo habían llevado esposado. Sin embargo, el cadáver de su víctima seguía tendido bajo una manta sucia en el cuarto de baño comunitario. La sangre se había coagulado en una gran mancha en el suelo. Los olores de la presencia humana (ajo, jengibre, sudor) se mezclaban para crear ese olor fétido que presidía gran parte de la vida diaria de Liu Hulan. Los asesinatos en China raras veces se producían lejos de la multitud, así que Hulan se hallaba en un edificio de pisos en el que vivían docenas de familias multigeneracionales (literalmente, cientos de personas) y donde todos se habían convertido en testigos del crimen.

Hulan estaba sentada en un taburete junto a la pequeña mesa rinconera del diminuto apartamento del señor Su. Unos cuantos vecinos se apiñaban contra la pared. Escuchaban mientras Hulan interrogaba a otros y pasaban ruidosamente toda la información que obtenían a los que se apelotonaban en el pasillo para ver lo que sucedía. Frente a Hulan se hallaba sentada la viuda Xie, la ayudante jefe del Comité del Barrio que tenía a su cargo aquel edificio. Su deber consistía en vigilar las idas y venidas de los vecinos e informar de cualquier irregularidad: desde manifestaciones incorrectas o actividades corruptas hasta la monopolización de los cuartos de baño comunitarios.

– El señor Su no era más que un paleto del campo -señaló la viuda Xie. Hulan hizo una mueca de disgusto al oír el insulto. Paleto se había convertido en uno de los epítetos más comunes y ruines en China; el gobierno intentaba borrarlo del habla popular, pero la mujer no parecía conocer esa nueva norma, y no le importaba-. Vino aquí y se quedó. Yo le pedí muchas veces su permiso de residencia. Espero que me perdone usted por haber sido demasiado flexible en mis deberes, por no haberlo denunciado antes.

– ¿El señor Su y el señor Shih discutían con frecuencia?

– Esos alborotadores ponían mierda de rata en el puchero común de gachas de avena -respondió la mujer, mirando la pistolera que colgaba del hombro de Hulan-. Los dos son paletos. Los dos vienen aquí. No se lavan. No se cambian la ropa. No trabajan. Se quedan en esta habitación. Siempre discuten. Pelean en su dialecto vulgar. Le aseguro que es desagradable a los oídos. Todos, no sólo yo, tienen que escucharlo.

– ¿Por qué se peleaban?

– Un hombre dice: «Es mío.» El otro dice: «No; es mío.» Todo el día, toda la noche, nosotros los escuchamos.

– Pero ¿por qué se peleaban? ¿Qué querían los dos?

– No lo sé -dijo la viuda Xie, entrecerrando los ojos-. ¿Cree que yo lo sé todo?

Un agente de policía se abrió paso y entregó a Hulan varias carpetas. El efecto sobre los moradores del edificio fue inmediato. La cháchara y los empujones se extinguieron y fueron reemplazados por las suaves pisadas de la gente que intentaba marcharse sin llamar la atención. Hulan les habló sin mirarlos.

– Quédense donde están. Les llamaré por turno cuando haya acabado.

El silencio se hizo más intenso. Liu Hulan repasó las carpetas hasta dar con la que pertenecía al asesino. Dentro se hallaba el dangan del señor Su, su expediente personal, que habían enviado a Pekín hacía tres años. Hulan revisó rápidamente el contenido. El señor Su había sido un buen trabajador en la comuna de la Aldea de Bambú hasta desaparecer en 1994, dejando esposa y un hijo. Los miembros de la familia decían que lo creían muerto. Su expediente, sin embargo, señalaba que la familia Su vivía mejor desde que él se había ausentado. Los funcionarios locales sospechaban que Su se había ido a Pekín en busca de mejores salarios, pero la Administración tenía demasiado trabajo para buscar a un solo hombre, cuando miles de campesinos entraban en la capital todos los días.

Hulan alzó la vista y vio la preocupación en el rostro de la viuda Xie.

– Éste es el expediente del señor Su -dijo-. Antes de que lea el suyo, ¿quiere contarme alguna cosa más?

– No le denuncié -dijo la mujer con voz trémula-. Era un paleto, pero siempre pagaba el alquiler.

– En otras palabras, que usted hacía la vista gorda -dijo Hulan.

– ¡No la hacía!

– Bien, entonces ¿tiene por costumbre permitir que vivan en este edificio personas que carecen de documentación en regla? -Hulan hizo un gesto en dirección al pasillo-. ¿Encontraré a otros en este lugar que no tengan un hukou, un permiso de residencia?

La ayudante jefe del Comité del Barrio clavó la vista en las manos que tenía entrelazadas sobre el regazo.

– Sólo dígame una cosa -insistió Hulan-. ¿Era el señor Su un residente legítimo en Pekín? ¿Las peleas se producían por una posesión real o por algo que no pertenecía a ninguno de los dos hombres?

– Inspectora… -Esta vez la voz de la mujer no fue más que un susurro ronco.

– ¡Hable!

– El Líder Supremo nos dice que ser rico es glorioso -replicó la mujer lanzándole una mirada desafiante.

– Deng Xiaoping no nos ha dicho que nos hagamos ricos aceptando sobornos, ni albergando a delincuentes, ni mintiendo al Ministerio de Seguridad Pública. -Hulan miró a un hombre uniformado-. Llévela abajo, a la oficina y que haga una confesión completa.

Hulan siguió a la viuda Xie, que atravesaba la muchedumbre de vecinos arrastrando los pies. Al llegar a la puerta, la inspectora alzó la voz.

– Si alguno de ustedes está en Pekín de manera ilegal, puedo asegurar que seré más clemente con los que lo confiesen voluntariamente. Abajo encontrarán a varios agentes esperándoles, por si tienen algo que decirles. Si alguien tiene algo que añadir con respecto al crimen, que se quede aquí y me lo diga inmediatamente. Si no tienen nada que decir ni a los agentes de abajo ni a mí, váyanse a sus habitaciones. Les doy diez minutos para comunicarlo a los demás residentes y para tomar una decisión.

Hulan contempló los rostros impávidos. Acababa de ofrecer a aquella gente más opciones de las que cualquiera de sus colegas se hubiera atrevido a dar, pero aún no había acabado.

– Estoy segura de que no necesito recordarles las consecuencias de descubrir que mienten -dijo a los que se agrupaban en el pasillo-. Ya conocen el dicho: «Clemencia para los que confiesan, severidad con los que mienten.» La viuda Xie ha sido detenida. Su falsedad agrava su caso. No quisiera que a ninguno de ustedes le sucediera lo mismo.

Instantes después, la habitación se había vaciado. Como Hulan sospechaba, nadie eligió hablar con ella. Aun así, esperaba que al menos algunos confesarían a los agentes, porque la pila de expedientes personales que tenía sobre la mesa era más pequeña que el número de residentes del edificio.

Hulan se sentó intentando tranquilizarse, pero estaba furiosa. ¿Cómo podía ser tan estúpida la ayudante jefe? La viuda había olvidado su deber por codicia. Muchas veces a lo largo de su carrera Hulan había decidido mirar hacia otro lado, hacer la vista gorda a su manera, convencida de que no había ningún mal en que la gente buscara una chispa de libertad. Pero en aquel caso poco podía hacer la pequeña Hulan, salvo contemplar cómo el «triángulo de hierro» de China se cerraba, no sólo alrededor del sospechoso del asesinato, sino también alrededor de la viuda Xie y quién sabía cuántos más. Los de este último grupo (inocentes todos, en realidad) eran los que habían tenido la desgracia de haber viajado ilegalmente hasta allí, haber encontrado a alguien dispuesto a transgredir las normas para alquilarles una habitación, haber acabado en un lugar donde un asesinato haría que la fuerza inevitable del triángulo cayera sobre ellos.

Los tres lados del triángulo de hierro controlaban un cuarto de la población mundial. En uno de los vértices inferiores se hallaba el dangan, el expediente personal secreto que se guardaba en las comisarías de policía y en los servicios del trabajo. Si alguien era lo bastante insensato para cometer un error político (como formular la más leve crítica contra el gobierno) o de conducta (como ser pillado haciendo el amor con una persona soltera del sexo opuesto o mostrar una actitud egoísta en el trabajo), se anotaba en su expediente. Esta información perseguía a la persona durante toda su vida, impidiéndole encontrar trabajo, o ser ascendido, o moverse entre provincias, aunque fuera por un asunto privado. (Aquí Hulan se permitía una mentalidad occidental, pues no había palabras chinas para «privado» ni «intimidad».)

En el otro vértice inferior del triángulo se hallaba el danznei o servicio del trabajo, que proporcionaba empleo, casa y asistencia médica. El servicio del trabajo decidía si uno podía casarse y extendía los permisos de embarazo. También determinaba quién tenía derecho a apartamentos de una o dos habitaciones, y si uno viviría cerca de su fábrica o a varios kilómetros de distancia.

En el vértice superior del triángulo se hallaba el hukou o permiso de residencia. Se parecía a un pasaporte, y eso era en realidad. En él se indicaba el nombre de la persona y su lugar de nacimiento, y se enumeraba la lista de sus parientes. A pesar de que en los últimos diez años el gobierno había suavizado ligeramente el duro sometimiento de la población, permitiendo que los ciudadanos viajaran por el interior de China durante las vacaciones sin necesidad de permiso, seguía siendo prácticamente imposible cambiar las condiciones del bukois. Así pues, si uno era de Fooshan y se le aceptaba en la Universidad de Pekín, podía mudarse a esta ciudad, pero al completar su educación, debía volver a Fooshan. Si uno era de Chengdu y se enamoraba de alguien de Shanghai, tendría que olvidarse del asunto. Si uno era un simple campesino que arrancaba unas míseras ganancias de las faenas del campo, así tendría que seguir, como antes sus padres, sus abuelos y bisabuelos.

Los diez minutos de plazo habían expirado. Hulan se levantó, recogió los expedientes y bajó las escaleras. En el patio uno de los agentes le informó de que dos residentes habían confesado hallarse en Pekín de manera ilegal. Unos cuantos habían añadido cuanto sabían sobre la historia de Shih y Su. Pero la mayoría se habían limitado a abundar en las denuncias sobre la corrupción de la viuda Xie. Hulan no se sorprendió de este último truco. Criticar en público a personas que ya habían caído en desgracia era tan antiguo como el mismo régimen.

Cansada y deprimida, Hulan subió al asiento posterior de un Saab blanco. El conductor era un hombre joven y fornido al que le gustaba que le llamaran Peter.

– Adónde vamos ahora, inspectora? -preguntó.

– De vuelta a la oficina -contestó ella recostando la cabeza sobre la suave tapicería.

El coche se incorporó al tráfico en dirección a la plaza de Tiananmen y el cuartel general del MSP. Hulan no se engañaba con respecto a Peter Sun. Era detective de tercera clase y su trabajo principal consistía en informar sobre ella. Hulan hacía todo lo posible para burlar esta vigilancia relegándole a la ocupación de chófer más que a la de compañero. Peter parecía tímido y poco atractivo, hasta que se sentaba al volante.

Cuando conducía, tocaba la bocina a los ciclistas, gritando por la ventanilla («Madre de un pedo» y «Gusano apareado»), adelantando a otros coches frenéticamente, aunque con ello sólo consiguiera ganar unos cuantos metros, y sin prestar atención a las invectivas con que le respondían. Hulan prefería todo esto a la alternativa: dejar que Peter encendiera la sirena y lanzara el coche sin importarle nada ni nadie, ni preocuparse por si se metía en contradirección.

– Tenemos derecho a hacerlo -solía decir él.

– Pero la gente lo verá como un abuso de poder -solía contestar ella-, y yo no tengo prisa.

Tras unos meses trabajando juntos, ambos se habían acostumbrado a sus respectivas maneras de ser.

Veinte minutos más tarde se metían en el complejo de edificios achaparrados de piedra gris que constituía el Ministerio de Seguridad Pública. Dos guardias uniformados y armados de metralletas hicieron señas de que pasaran, una vez vieron la identificación que Peter les mostró brevemente. A pesar del frío, un grupo de agentes del MSP jugaban a baloncesto en una canasta cerca del aparcamiento. Hulan se bajó del Saab, entró en un patio interior por una arcada y cruzó la maciza doble puerta de la entrada. Sus zapatos resonaron sobre el suelo de piedra cuando desdeñó la escalera principal y cruzó el vestíbulo en dirección a la parte posterior del edificio. Giró a la izquierda y subió por una escalera mal iluminada. Arriba, la piedra del suelo era sustituida por un gastado linóleo. Como siempre, encontró a una mujer que fregaba de rodillas. Hulan esquivó las zonas mojadas, cruzó varias puertas y entró en su despacho.

Hacía once años, un año después de que regresara de Estados Unidos, el MSP la había contratado como chica para el té, pese a que su titulación estadounidense en derecho la capacitaba para mucho más que aparecer atractiva, sonreír y servir té. Al cabo de un tiempo, Hulan había hablado con su superior y le había pedido que le asignara un caso, y luego otro. Cuando el superior de su superior lo descubrió, Hulan había resuelto tantos casos que degradarla de nuevo a ser la chica del té hubiera hecho que varias personas quedaran deshonradas.

Desde entonces, Hulan había ido ascendiendo en el escalafón por su antigüedad, sin buscar el ascenso celérico por su «integridad política» o por «mantenerse en contacto con el pueblo». Como resultado, en la última década la habían relegado a lo que se consideraba una parte poco importante del edificio, cosa que a ella le convenía.

La mortecina luz invernal se filtraba en el triste despacho, espartanamente amueblado con una proletaria mesa metálica, una silla giratoria, un teléfono, una estantería llena de cuadernos y un archivador que Hulan tenía cerrado con llave. Los únicos adornos de la estancia consistían en un calendario olvidado del año anterior y una percha. La habitación era fría, como en la mayoría de edificios oficiales de la capital, de modo que se dejó puestos el abrigo y la bufanda mientras escribía su informe.


Cinco horas después, mientras una oscuridad gélida se abatía sobre la ciudad, Liu Hulan seguía trabajando en su mesa. Sonó el teléfono.

– Wei? -dijo Hulan tras descolgar.

– La requieren en el despacho del viceministro -dijo una voz-. Venga ahora, por favor. -Y colgó.

Hulan permaneció sentada media hora en la antesala del despacho del viceministro antes de que la llamaran. Entró entonces en la habitación y, como tantas otras veces, se maravilló de su esplendor. La alfombra carmesí ofrecía un tacto mullido bajo sus pies. Una mesa altar de la dinastía Ming servía como aparador sobre el que había alegres tazas de cerámica, cada una con su tapa del mismo material para mantener el té caliente, un termo floreado que Hulan supuso lleno de té, y una lata de galletas danesas. Varias sillas se alineaban contra las paredes, y rojas colgaduras de terciopelo con gruesas orlas doradas cubrían las ventanas.

En el centro del despacho había una mesa, y frente a ella, dos butacas mullidas, tapizadas en terciopelo azul oscuro y vueltas la una hacia la otra, con tapetes de encaje de hilo en el respaldo y los brazos. En una de ellas se hallaba sentado el superior inmediato de Hulan y jefe de su unidad, el jefe de sección Zai. Tras la mesa, el viceministro Liu posó su enigmática mirada sobre su hija.

– Puede sentarse -dijo.

Hulan obedeció y esperó. Sabía que el silencio era una de las armas favoritas de su padre para intranquilizar a la gente. Aunque ella conocía a ambos hombres desde siempre y los veía todas las semanas, e incluso diariamente a veces, hacía muchos meses que no se hallaba en compañía de ambos al mismo tiempo. Su padre tenía un aire próspero, como siempre. Vestía un traje bien cortado, seguramente confeccionado por un sastre de Hong Kong. Nada en su aspecto delataba las penalidades que había sufrido en su vida. Seguía teniendo los cabellos negros, el rostro sin arrugas y la espalda recta. Era esbelto, nervudo y conservaba su fuerza. Como la mayoría de los de su generación, llevaba unas gruesas gafas de montura metálica. Aparte de esta única concesión a la edad, Hulan lo veía como el típico político de suaves maneras, que fingía indiferencia y golpeaba impacientemente una pila de papeles con la afilada punta de un lápiz. El jefe de sección Zai, viejo amigo de su padre, mostraba una expresión preocupada. Llevaba un traje que le hacía bolsas en todas partes, con los puños raídos, y sus cabellos eran grises. Parecía más abatido que de costumbre, y Hulan se preguntó si su palidez se debería a alguna enfermedad. Por fin el viceministro Liu alzó la vista.

– Quiero saber qué progresos se han hecho en el caso de la muerte del hijo del embajador americano. No se ha arrestado a nadie.

– Eso es cierto, viceministro Liu -dijo Hulan.

– Teníamos entendido -dijo el jefe de sección Zai después de carraspear- que el ministerio no quería que nuestro departamento prosiguiera con ese asunto.

El viceministro agitó la mano como si quisiera disipar un mal olor.

– Estoy esperando a que la inspectora Liu se explique. Zai se hundió aún más en la butaca.

– Lo que sabemos es esto -empezó ella-. Billy Watson fue hallado en el lago Bei Hai. El patólogo Fong y yo creemos que no fue un accidente. Solicité la autopsia al cadáver. Los padres del chico se negaban.

– Sin embargo -señaló el viceministro Liu-, según veo en el expediente, no tuvo en cuenta sus deseos.

– Es cierto -admitió ella-. Autoricé la autopsia bajo mi responsabilidad. No pensaba presenciarla, pero cuando el patólogo Fong abrió el cadáver, me pidió que fuera a su laboratorio. El chico no presentaba signos externos de deterioro físico. El patólogo lo esperaba, puesto que el cadáver se había conservado en hielo. Sin embargo, lo que halló en el interior nos dio bastantes quebraderos de cabeza. La autopsia mostró que todos los órganos principales estaban dallados. Habían empezado a licuarse. Grupos de vasos capilares habían estallado en varios órganos. Los más dañados eran los pulmones, que presentaban hemorragia y otros líquidos acumulados, además de un deterioro general. Fong concluyó que la causa inmediata de la muerte fue que el chico se había ahogado en su propia sangre.

– ¿Qué pudo provocarlo?

– No tenemos la menor idea. El patólogo Fong halló un extraño residuo en los pulmones y el recubrimiento del esófago. Como el viceministro ya sabe, Fong no pudo terminar su investigación.

– Pero ¿qué sospecha?

– No le gusta especular, pero cree que debió de tratarse de un veneno muy potente. No cabe la menor duda de que la muerte del chico no fue accidental, pero el embajador americano no estaba interesado en estos hechos. -Hulan vaciló antes de añadir-: Pero usted ya sabe todo eso, viceministro. Usted mismo habló con el embajador Watson. La orden de entregar el cadáver a los americanos procedía de usted.

– Se ha producido una delicada situación -dijo el viceministro Liu cambiando de tema-. Estoy seguro de que ha oído hablar de la muerte del hijo de Guang Mingyun. Oficialmente, el cadáver del chico fue hallado en territorio de Estados Unidos, pero esos extranjeros creen que el chico murió aquí, en China. Nada de eso sería asunto nuestro, de no ser porque existen ciertas similitudes entre ambas muertes.

Hulan lanzó una mirada furtiva al señor Zai, que guardaba silencio.

– ¿Qué similitudes? -preguntó.

– Al parecer los americanos también han descubierto… ¿cómo lo ha llamado?, un extraño residuo en los pulmones del chico. -El viceministro Liu alzó una mano para advertir que no le interrumpieran-. No voy a explicar el resto ahora. Lo que importa es que para nosotros Guang Mingyun es un hombre tan importante como para ellos el embajador Watson. Precisamente por ser quienes eran esos chicos, nuestros dos gobiernos han acordado aliarse para encontrar a la persona que cometió esos crímenes. El ministerio ha decidido que la inspectora Liu trabaje con ellos, por su experiencia con extranjeros y su dominio del idioma.

Hulan y Zai recibieron esta noticia con callado asombro. Ninguno de los dos recordaba ejemplo alguno en el que las fuerzas de la ley y el orden de los dos países hubieran trabajado conjuntamente con éxito. El único esfuerzo conjunto anterior, el caso Goldfish, de infausto recuerdo, había sido un desastre. Los chinos habían arrestado, juzgado y condenado a un hombre, Ding Yao, por tráfico de drogas. La DEA había solicitado que fuera enviado a Estados Unidos para testificar contra los implicados en ese lado del Pacífico. Los americanos habían prometido que nada podía salir mal, pero tan pronto Ding Yao ocupó el estrado pidió asilo político. El juez americano hizo caso omiso de los hechos y adoptó la postura de que el régimen chino era inhumano. No sólo se desestimó el caso contra los traficantes americanos, sino que Ding Yao vivía ahora en Las Vegas. En definitiva, el caso Goldfish había demostrado dos cosas. Una, que era políticamente peligroso mezclarse con los americanos (los agentes chinos que habían trabajado en el caso habían quedado deshonrados y habían perdido sus puestos). En segundo lugar, que los americanos no eran justos ni sinceros. Ahora el viceministro Liu acababa de designar a su hija para trabajar con ellos.

– No es decisión mía -dijo Liu, como si leyera los pensamientos de Hulan-. Se ha tomado a un nivel mucho más alto. No es de mi incumbencia discutir con mis superiores. Además, es quien más experiencia tiene con los extranjeros. Vivió en Estados Unidos. Habla su lengua. Conoce su estilo de vida decadente.

Una vez más, Liu miró sus notas.

– Bien -dijo tras unos instantes de tensión-, la mejor noticia que puedo darle es que esta vez Estados Unidos nos envía a un representante. Veamos… Tengo su nombre por alguna parte. -Liu fingió consultar sus papeles-. David Stark, un ayudante de fiscal.

El viceministro Liu alzó la vista y sonrió a Hulan con aire expectante. Junto a ella, Zai se agitó incómodo en su butaca. Hulan no dijo nada.

– Debemos ayudar a ese americano -prosiguió el viceministro, aún sonriente-. Con ello, ayudaremos también a nuestro compatriota, Guang Mingyun. Pero debo recordarles a ambos cuán importante es que el extranjero no vea nada desagradable.

– Eso es bastante difícil en una investigación por asesinato, ¿ no cree?

El hombre que tenía frente a ella rió.

– Inspectora Liu, ¿necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a los huéspedes? Use su shigu, su experiencia en la vida. Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos, ajenos a una familia, o diablos extranjeros como ese visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritación. Sea humilde, prudente y cortés. -El viceministro se levantó y rodeó la mesa para apoyar torpemente la mano sobre el hombro de Hulan-. Hágale creer que existe un vínculo entre los dos, que le está obligado, que no debería causarle jamás ningún tipo de molestia. Así hemos tratado a los extranjeros durante siglos. Así tratará usted a ese extranjero mientras sea nuestro huésped.

Hulan abandonó el despacho sumida en profundas reflexiones. Dio un respingo cuando notó una mano sobre el brazo, y al alzar los ojos vio que se trataba de Zai, que le hizo señas para que lo siguiera. Zai no se detuvo hasta que llegaron a la escalera de atrás y, una vez allí, miró alrededor para comprobar si había alguien cerca.

– Tu padre siempre ha sido muy bueno para descubrir hechos -dijo.

– Yo estaba pensando justamente lo contrario -replicó ella con una carcajada.

– ¡Piensa, Hulan, piensa! -dijo el jefe de sección Zai con brusquedad-. Debe de conocer muy bien tu dangan para haber descubierto la relación.

– Si, estuve en Estados Iinidos -dijo Hulan tras asentir con aire pensativo-. Sí, el abogado Stark y yo trabajamos en el mismo bufete. Pero mi situación era peculiar en aquella época. No creo que sea un secreto, tío: -Hulan usó el tratamiento para demostrar su respeto por la preocupación de Zai.

– No te has preguntado quién dio el visto bueno a esta cooperación? Tuvo que ser alguien muy poderoso. Quizá proceda del Ministerio de Asuntas Exteriores, quizá del Ministerio de Seguridad del Estado, quizá… No sé…

– Tío -dijo ella, observando el rostro preocupado de su mentor-, aunque la orden procediera del mismísimo Deng, ¿qué me importa? Me ha sido asignado un trabajo. No tengo alternativa.

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