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27 a 29 de enero, despacho de Madelaine Prentice.


– Gracias por venir, David -dijo Madeleine Prentice, haciéndole señas de que entrara. Junto a la mesa de Madeleine se hallaba Jack Campbell cruzado de brazos. En un sillón había un hombre pálido y pelirrojo-. David, éste es Patrick O'Kelly, del Departamento de Estado. Patrick, David Stark. -Después de que los dos hombres se estrecharan la mano, Madeleine añadió, a su modo directo y profesional: Patrick, ¿por qué no vamos al grano?

Cuando él abrió la boca, David se sorprendió de ver el brillo de un aparato corrector dental.

– Estoy aquí por el asesinato de Guang Hengiai.

– ¿Qué sabe usted de él?

– Su padre es Guang Mingyun, el sexto hombre más rico de China. Su empresa, China Land and Economics Corporation, acoge una nutrida variedad de negocios con un activo superior a más de mil quinientos millones de dólares. Su fortuna personal ronda los cuatrocientos o quinientos millones de dólares.

Jack dejó escapar un silbido.

O'Kelly dedicó los minutos siguientes a resumir el informe que poseía el Departamento de Estado sobre Guang Mingyun. Por nacimiento estaba destinado a ser obrero en una fábrica de vidrio de provincias, como sus padres, pero su brillante expediente de enseñanza secundaria había atraído la atención de ciertas personas de Pekín, que le habían llevado a la capital para ingresar en la universidad, donde destacó en ingeniería y matemáticas.

– A principios de los ochenta Guang ya era dueño de varias fábricas -explicó O'Kelly-. Pero su gran oportunidad llegó en 1991, cuando cambió quinientos vagones de tren de mercancías chinas por cinco aeroplanos de fabricación rusa. Esta transacción le catapultó de una relativa oscuridad a ser uno de los tiburones del mundo de Los negocios. Desde entonces ha extendido sus actividades a los bienes raíces, el mercado de valores y las telecomunicaciones. Los beneficios obtenidos le han permitido lanzar el Chinese Overseas Bank, un banco de inversiones con sede en Monterey Park y varias sucursales en California.

– Lo conozco -dijo David-. ¿De qué le sirve tener un banco aquí?

– Le proporciona el modo de canalizar fondos desde Estados Unidos a China, sobre todo los que proceden del Chinese Overseas, y permite a los chinos enviar dinero a Estados Unidos, donde la situación política les garantiza la estabilidad y la seguridad bancarias -respondió O'Kelly-. Pero lo que hace diferente a Guang de otros hombres de negocios es que ha aceptado que el cambio en China debe producirse en todo el país y no sólo en la franja costera.

– ¿Perdón?

– Ahí está el meollo de la cuestión -se explicó O'Kelly, asintiendo con cortesía-. La economía China crece espectacularmente a lo largo de la costa: en Shanghai, Guangzhou, Shenzhen y la provincia de Fujian.

– ¿Y en Tianjin? -preguntó Jack Campbell.

– Y en la ciudad de Tianjin -confirmó O'Kelly-. Hay algunas poblaciones en esas zonas donde los ingresos medios son superiores a los de Estados Unidos. Pero si nos adentramos mil quinientos, mil o incluso doscientos kilómetros en el interior del país, encontramos una situación muy distinta.

– ¿No se dedican al cultivo del arroz en el interior?

– A cultivos de todo tipo. Pero los campesinos no ganan más de trescientos cincuenta dólares al año. En China el capitalismo ha creado un cisma económico como no se había conocido hasta ahora. Los problemas que tendrán los chinos a largo plazo son cómo llevar la prosperidad al país entero y, si no lo consiguen, qué harán cuando todos esos campesinos, novecientos millones en total, es decir, una de cada seis personas del planeta, demuestren su descontento. En otras palabras, ¿cómo controlará el gobierno a los pobres, cuando el poder le fue otorgado al gobierno en un principio por los propios campesinos?

– ¿Y Guang tiene la respuesta?

– Quizá. No sólo ha privatizado industrias, y estoy hablando de industrias dedicadas a artículos de primera necesidad como la sal, los productos farmacéuticos y el carbón, sino que las ha llevado al interior, a las provincias más pobres. Está llevando la tecnología moderna al campo y recompensando a la gente que trabaja duro.

– A cambio de beneficios.

– Por supuesto. A los campesinos puede pagarles mucho menos que a los trabajadores de la costa. Al mismo tiempo se está ganando su lealtad y confianza.

– ¿Qué relación tiene eso con el caso? -quiso saber David-. ¿Está sugiriendo que Guang Mingyun intentaba meterse en los negocios de las tríadas en el interior del país? ¿Que secuestraron a su hijo como aviso o a cambio de un rescate? ¿Que se desbarató el plan y se deshicieron del cadáver?

– Aún no lo sabemos. Nos hemos puesto en contacto con Pekín…

– ¿Qué…? -dijo David con aspereza.

– Déjeme decirle antes que nada que el Departamento de Estado conocía ya la desaparición de Guang Henglai. -O'kelly hizo una pausa para que David asimilara esta nueva revelación-. Hace casi un mes que desapareció el chico. Los del Departamento de Estado estábamos al tanto, incluso los turistas que han estado en China recientemente lo sabían. Ha sido noticia en la televisión y los periódicos del país. China es famosa por su habilidad para encontrar a cualquiera en cualquier lugar y en cualquier momento. Durante las últimas semanas se ha montado la mayor caza del hombre de la historia de país. Ni que decir tiene que no hallaron a Guang Henglai ni a nadie que pudiera darles información sobre su paradero.

– Entonces -dijo David-, ¿no hay pruebas de que hubiera juego sucio en territorio chino?

– No es eso, pero dadas las tensiones políticas actuales por el alboroto en el estrecho de Taiwan el año pasado y en Hong Kong este verano, el Departamento de Estado ha creído conveniente notificárselo al gobierno chino, y por tanto a Guang Mingyun, lo antes posible. No queremos que parezca que Estados Unidos está implicado en el caso.

– ¿Cómo vamos a estar implicados? -exclamó David-. Si se halló el cadáver pudriéndose en un carguero chino, ¡por amor de Dios!

– David -le advirtió Madeleine-, escuchémosle.

– Sabemos que el cadáver se halló en el Peonía -prosiguio O'Kelly- Sabemos que Guang Henglai lleva tiempo muerto, pero ¿cómo lo demostramos a los chinos? ¿Cómo les demostramos que no murió a manos de un agente de inmigración en el barco o en Terminal Island? Tal como están las cosas ahora mismo, los chinos tienen motivos para no creernos.

David meneó la cabeza con escepticismo.

– Debo suponer que los padres querrán el cadáver para enterrar a su hijo. Sus propios expertos les dirán cuánto tiempo hace que murió, y que desde luego no fue víctima de una paliza, ni de una herida de bala, ni de cualquier otra cosa que ellos puedan imaginar.

– Permítame añadir un nuevo elemento -dijo O'Kelly-. Si el forense está en lo cierto al afirmar que el chico murió antes de abandonar China, la fecha de su muerte coincidiría con la del hijo del embajador Watson.

Jack Campbell dejó escapar otro suave silbido.

– Me he perdido -dijo David.

– Watson es nuestro embajador en China -explicó O'K.elly-. Se halló el cadáver de su hijo en Pekín a principios de año. Se cerró el caso como un accidente.

– ¿Y no lo fue?

– Como cabía esperar -dijo O'Kelly meneando la cabeza-, las relaciones con China son bastante frías en estos momentos. Sin embargo, cuando nos pusimos en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, nuestros homólogos chinos nos informaron de varias cuestiones. En primer lugar, los chinos no caen que fuera un accidente.

– ¿Y existen pruebas que sustenten esa teoría?

– Debo dejar claro que lo que se está hablando aquí es estrictamente confidencial.

– Siga.

– A pesar de lo que haya podido leer en los periódicos, tenemos algunos amigos en China que nos enviaron una copia de la autopsia de Billy Watson. Creo que le interesará observar que existen varias similitudes. Tanto Watson como Guang fueron hallados en agua. Y… -O'Kelly hizo una pausa para conseguir un mayor efecto- ambos chicos tenían una sustancia extraña en los pulmones.

– ¿Qué tenemos, pues? -preguntó Madeleine-. ¿Un asesino en serie chino? -Miró a los otros-. ¿Existe tal cosa?

– Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Se ha de seguir investigando, y es necesario que tengamos un agente propio en la investigación. Ahí es donde entra usted, Stark. Al parecer los chinos se han enterado de lo que hizo en el Peonía y están dispuestos a trabajar con usted, sea por respeto, por gratitud, o porque quieren mirarle a los ojos cuando les cuente los detalles del hallazgo del cadáver de Guang Henglai. Creemos…

– Antes de proseguir -le interrumpió David-, tengo un par de preguntas que hacer.

– Dispare.

– ¿Cómo consiguió usted acceso a mis expedientes del caso?

– No creo que eso deba preocuparle.

– Pues yo creo que sí. -David se volvió hacia el agente del FBI-Jack?

– Usted me pidió que hiciera algunas llamadas y yo las hice -le recordó jack.

– Y yo -admitió Madeleine.

– Todos estamos del mismo bando -dijo O'Kelly-. Queremos lo mismo.

– ¿En serio? ¿Y que es?

– Hallar a un asesino -contestó O'Kelly-… Pensaba que estaría usted interesado, no sólo en descubrir al asesino, sino también en conseguir que se condene de una vez por todas a las tríadas.

– Veo que está bien enterado -dijo David, molesto.

Jack Campbell esquivó su mirada. O'Kelly se encogió de hombros cuando David le observó con suspicacia.

– ¿Qué quieren que haga?

– Que vaya a China…

– No hace falta que siga -dijo David-. Jamás me dejarán entrar. He solicitado un visado varias veces y…

– Los chinos le han extendido una invitación oficial -le interrumpió O'Kelly- para que vaya a China y trabaje con sus investigadores. Tiene ya el billete de avión y un visado de entrada múltiple, que en realidad no necesita, puesto que sólo va a hacer este viaje, pero qué más da. Saldrá mañana.

– Espere un momento… -saltó Madeleine.

– No -dijo O'Kelly-, no podemos esperar.

– No creo que sepa con quién está hablando -repuso ella con aspereza.

– Sé exactamente con quién estoy hablando -replicó O'Kelly, recostándose en el asiento-. Espero que la fiscal recuerde que ha sido el gobierno quien la ha designado para el puesto. Todos en esta habitación trabajamos para el gobierno y le hemos jurado lealtad. Ha llegado el momento de que Stark salga de detrás de su mesa para actuar en beneficio de su país.

– ¿Y si digo que no? -preguntó David.

O'Kelly miro a David con algo parecido a la conmiseración. -No dirá que no. Su sentido de la justicia exige que encuentre al que mato a esos dos hombres.


Dos días más tarde, tras cruzar el meridiano de cambio horario y perder un día, David Stark se hallaba en un avión que sobrevolaba Pekín, atestado de hombres y mujeres de negocios, un grupo de baile de Tennessee que iba a actuar en la capital con su two-step,* (Baile de salón con un compás de dos por cuatro, caracterizado por pasos largos. Nota de la T) y el grupo de un museo que pretendía visitar las antiguas capitales asiáticas. El piloto acababa de hacer uno de sus anuncios periódicos. Si se disipaba la niebla, podrían dejar de volar en círculos y aterrizar. «De lo contrario -afirmaba el piloto-, bueno, no tenemos demasiado combustible. Si no aumenta la visibilidad en los próximos veinte minutos, tendremos que dar media vuelta y volver a Tokio. Pasarán la noche allí, y saldrán en cuanto sea posible.» Estas palabras fueron recibidas con gruñidos cansados. ¡otras cinco horas de vuelta a Tokio! Eso lo convertiría en un viaje de diez horas a ninguna parte.

– Sucede cada dos por tres -dijo la mujer que se sentaba junto a David. Eran las primeras palabras que pronunciaba. Se había pasado las cinco horas de vuelo hasta allí inclinada sobre su ordenador portátil, mirando hojas de cálculo-. Llegas a Tokio, esperas allí una hora más o menos, subes a otro avión, llegas hasta aquí, y la mitad de las veces tienes que dar media vuelta.

– ¿Por qué no podemos ir a… no sé, a Shanghai o a alguna otra ciudad?

– Los chinos no permiten que líneas aéreas extranjeras realicen vuelos internos. Para ir de Shanghai a Pekín tendríamos que coger la CAAC o una de las otras líneas más pequeñas. Créame, no le gustaría. La única alternativa sería coger el tren, pero United no haría nada por nosotros, aparte de dejarnos en tierra. Tendríamos que conseguir asiento en el tren por nosotros mismos, y eso no es nada fácil. Y aunque consiguiéramos asiento, nos quedarían veinticuatro horas de viaje con gallinas y Dios sabe qué más. Es usted libre de probarlo.

– No debería ser demasiado difícil salir de Tokio mañana. ¿No podríamos simplemente coger este avión a primera hora de la mañana?

– ¡Qué va! -dijo la mujer con una carcajada-. Será mejor que se prepare para luchar a brazo partido para bajar del avión si volvemos a Tokio. Puede que tardemos días en salir de allí, porque los asientos se darán a quienes lleguen primero.

– Pero yo tengo que ir a Pekín.

– Como todos los demás. -Ella le observó de reojo-. ¿Es su primer viaje a China?

– ¿Tan evidente es? -repuso Stark con una sonrisa.

– Bueno, veamos. Ha comprobado su pasaporte unas diez veces. Ha repasado los formularios de inmigración y de aduanas otras tantas. No ha dejado de abrir y cerrar su maletín, lo que me hace suponer que también quería comprobar su contenido.

– Sería usted una buena detective.

– En realidad soy vicepresidenta de una empresa de aparatos de refrigeración. Tenemos una fábrica en las afueras de Pekín. Ahora hago este viaje una vez al mes, dos semanas aquí, y dos semanas en Los Angeles, pero cuando empecé a venir me pasaba lo mismo que a usted. ¿Tengo el dinero bien guardado? ¿He rellenado bien los formularios? No quería tener ningún problema con las autoridades, ya me entiende.

– Supongo que sí.

– No se preocupe. Los chinos son muy modernos. No son los monstruos comunistas que nos han hecho creer desde pequeños.

– ¿Y hace usted este viaje sola?

– Por supuesto.

– ¿Es seguro para una mujer viajar sola?

– Un millón de veces más seguro que si fuera a Italia -respondió ella-. Pero tomo las precauciones habituales. Tengo mi propio chófer, que utilizo desde hace tres años. Creo que he comprado su lealtad. Llevo una buena suma en metálico, pero no voy por ahí haciendo ostentación de ella. Cuando me pongo nerviosa, lo que no ocurre casi nunca, utilizo la entrada lateral del hotel. Es un truco que leí en una guía la primera vez que salí de viaje. Pero le diré una cosa, si un chino fuera lo bastante estúpido como para asaltar a un extranjero, en cinco minutos lo cogería la policía y le metería una bala en la cabeza.

La mujer cerró su archivo, bajó la tapa del ordenador portátil y dedicó toda su atención a David. Cuando el piloto anunció por fin que tenía permiso para aterrizar, Beth Madsen había explicado a David qué debía ver, dónde debía ir y qué debía comer. Cuando los ayudantes de vuelo pasaron recogiendo los auriculares y animando a los pasajeros a ocuparse de sus pertenencias, Beth se deslizó entre David y el asiento de delante para ir al lavabo. Cuando pasó junto a él, lo miró sin disimular su interés.

David notó que empezaba a sentir algo en la entrepierna. ¿En qué estaba pensando?

Mientras ella permanecía ausente, él cerró los ojos. Le rondaban por la cabeza todos los consejos recibidos, de Jack Campbell y Noel Gardner, de Rob Butler y Madeleine Prentice, de aquel capullo de O'kelly, y de su compañera de viaje. Los consejos iban desde lo sublime hasta lo ridículo, pasando por lo simplemente aterrador. Si tenía oportunidad, debía ir a la Friendship Store. (Madeleine había comprado unos souvenirs realmente fantásticos allí.) Pero desde luego evitaría el restaurante especializado en serpiente. El consejo de Rob Butler había sido muy sencillo: «No te metas en líos.» Beth Madsen le había dicho dónde podría encontrar seda y jade a buen precio. Por- supuesto, estaría ocupado, había comentado Beth, pero no debía perderse la Gran Muralla. Ella estaría encantada de acompañarle.

Jack Campbell y Noel Gardner le habían llevado a comer hamburguesas en Carl's Jr, al otro lado de la calle, frente a los juzgados. Con su seriedad habitual, Noel se había adherido a la idea de Madeleine y la posibilidad de que los dos chicos asesinados fueran víctimas de un asesino en serie.

– No sabemos dónde mataron a Watson y Guang -había señalado-, pero si encuentra usted ese lugar tendrá que determinar qué elementos dan relevancia a la escena del crimen. Piense en cuál podría ser el móvil del asesino.

David aprendió entonces que los asesinos en serie obraban impulsados por tres motivos principales: dominación, manipulación y control. Rara era la vez que el asesino en serie dirigía su ira contra el foco de su resentimiento. El (los asesinos en serie eran siempre hombres) sería sin duda encantador, con labia, incluso locuaz.

– Si se trata de un asesino en serie, no sabemos si los que tenemos son el primer y el segundo asesinados o el décimo y el undécimo -prosiguió Noel-, pero le garantizo que, si sigue con sus crímenes, cada vez será más fácil encontrar los cadáveres. Le producirá un gran placer retar a las fuerzas de la ley y el orden.

– Pero ¿hay asesinos en serie en China? -preguntó David, haciéndose eco de Madeleine.

– No lo sé -respondió Noel-, pero si encuentra algo que apunte en esa dirección, vaya a la embajada, envíenos un fax, y Jack y yo hablaremos con nuestro departamento de ciencias del comportamiento.

Toda esta conversación, con Noel tomándose en serio la posibilidad del asesino en serie y Jack guardando un silencio ominoso, había desanimado a David. Pero el último consejo de Campbell y O'Kelly tenía un tufillo a película de espías. O'Kelly empezó con una lección sobre protocolo.

– Diríjase siempre a los chinos por su nombre y título. Por un motivo, las mujeres conservan el apellido de solteras; y por otro, porque los chinos son muy formales. Así pues, diga: «Encantado de conocerle, viceministro Ding o subjefe Dong.» -O'Kelly había soltado una alegre carcajada tras esta broma, y luego había vuelto a adoptar un tono amenazador-. Recuérdelo, en China todo el mundo tiene un título. Carnicero Fong, dentista Wong, obrero Hong. Pero si no recuerda el título de una persona, utilice el señor o señora.

Rápidamente, las advertencias de O'Kelly se hicieron más serias.

– Tenga cuidado con lo que dice en su habitación del hotel. -Se suponía que todos los hoteles para extranjeros tenían micrófonos ocultos-. No diga nada importante por un teléfono que no sea seguro. No coma demasiado. -No quería que pareciera un glotón-. No beba demasiado. -Ni un alcohólico-. No se meta en timbas de juego. No juegue al mah-jongg ni haga ningún tipo de apuesta. -En otras palabras, que no pareciera un jugador-. No sea demasiado amigable. Usted no es amigo de nadie.

David preguntó a Campbell por el significado de esta última frase, y el agente tuvo que explicárselo claramente.

– Mantenga la polla dentro de los pantalones. -David supuso que en cierto modo eso entraba dentro de la categoría «no meterse en líos», y así lo dijo.

– Señor Stark, esto no es una broma -dijo O'Kelly-. Se hallará usted bajo una vigilancia constante. ¿Sabe por qué? -Al ver que David no respondía, anadió-: Es usted un objetivo potencial para ellos. Puede que intenten comprometerlo, por beber en exceso o liarse con una mujer, para hacerle chantaje y que espíe para ellos.

David se había reído al oír esto, pero ni Campbell ni O'Kelly habían perdido la expresión seria. Lo que resultaba más desconcertante, ahora que David pensaba en ello, era la falta de humor en todas aquellas conversaciones, combinada con la sensación de que O'Kelly (y, detestaba decirlo, pero también Madeleine, Jack y Noel) sabía mucho más que él. Pero siempre que David intentaba hacer una pregunta u obtener una frase tranquilizadora, sus colegas habían eludido responder, volviendo a sus recomendaciones y advertencias.

– El Ministerio de Seguridad Pública le ha invitado oficialmente, es decir, el principal servicio de inteligencia chino -le recordó O'Kelly-. Puede que quieran que trabaje para ellos, o incluso pasárselo al Ministerio de Seguridad del Estado, que también se ocupa del espionaje y el contraespionaje en el extranjero.

– Creo que quiero quedarme en casa -dijo David sarcásticamente.

– Nosotros no -dijo O'Kelly con tono tenso.

– ¿Quiénes son nosotros?

– Esta es la primera vez que hemos sido invitados a cooperar con los chinos en una investigación en su terreno -dijo O'Kelly, haciendo caso omiso de su pregunta.

– ¿Qué quiere decir?

– Hemos tenido algunos tratos con China en el pasado. Digamos que las cosas no salieron bien. Ahora mismo la situación política es bastante difícil debido a las amenazas de sanciones comerciales. Este caso, esta invitación, es lo único que va bien entre los dos países. Sencillamente, no queremos que se nos esfume entre las manos, ni tampoco usted.

– ¿Dudan de mi lealtad?

– No estaría aquí si dudáramos. Conocemos su historial. Conocemos a su familia y a sus amigos a través de la investigación del FBI antes de que entrara en la fiscalía. No nos preocupa.

– ¿No puede venir conmigo Jack?

– No me han invitado -dijo Jack, rompiendo su silencio.

– Y tampoco nos parece apropiado mandar al legado de Hong Kong -añadió O'Kelly.

– No me gusta esto.

– Señor Stark nadie le ha pedido que le guste -dijo el hombre del Departamento de Estado-. Usted encontró un cadáver. China, por la razón que sea, tiene interés por ese cadáver. Y nosotros estamos interesados en estabilizar nuestras relaciones diplomáticas con China por el medio que sea. Usted parece ser ese medio.

En el avión, cuando Beth Madsen volvió a pasar junto a David, rozándole esta vez la mejilla izquierda con los pechos, él se preguntó si podía considerar que aquella mujer estaba en su lista de prohibiciones. ¿Podían los chinos realmente poner micrófonos en todas las habitaciones de hotel? Le parecía intimidatorio y aburrido a la vez. ¿Qué podia interesarles de la cháchara de un grupo de baile de Tennessee?


La terminal del aeropuerto estaba lejos de ser un exponente de la nueva y acaudalada sociedad que Patrick O'Kelly le había inducido a esperar. En cambio, mientras seguía a Beth por un desolado vestíbulo hasta una habitación cavernosa, vio numerosos soldados con uniformes pardos, viejas con pañuelos a la cabeza, sentadas juntas y contándose chismes, y viajeros exhaustos aferrándose a bolsas y pasaportes con nerviosismo. Una capa de polvo lo cubria todo y el aire estaba impregnado de olor a tabaco y a fideos. Pero lo que más sorprendió a David fue el frío; incluso en aquel recinto cerrado se convertía en vapor el aliento.

Se situó detrás de Beth para pasar por el control de pasaportes. El hosco agente uniformado no pronunció una sola palabra ni miro siquiera a David cuando éste le tendió el pasaporte para que se lo sellara. David aguardó con Beth a que apareciera su equipaje por la cinta y también con ella se dirigió a la Aduana, donde les indicaron que pasaran con un gesto sin abrirles el equipaje.

– Tengo aquí el coche, si necesita que le lleve -le ofreció Beth.

David echó una mirada más allá de las improvisadas barricadas de madera que separaban la zona de seguridad de la terminal

de la salida, que estaba atestada de chinos: civiles y más soldados

con gabanes verdes. No estaba seguro, tal vez fuera una anomalía acústica, pero le parecía que todos gritaban… Observó a otro pasajero que se introducía en aquel cacofónico hormiguero y al instante se veía asaltado por gente que le preguntaba si necesitaba transporte.

– Se supone que han de venir a buscarme -dijo David con cierto nerviosismo-. ¿Dónde cree que debería ir para encontrarme con alguien?

– Sígame -dijo Beth.

David cogió la maleta con una mano y el maletín con la otra y se adentró en la palpitante multitud. Notó el calor de cuerpos aplastados contra él, pero siguió adelante. ¿Taxi? «Chófer barato.» «iYo llevo a hotel!» David consiguió pasar por fin y salir a la zona despejada.

El ambiente era denso a causa del humo de carbón, los gases de los tubos de escape y la humedad que persistía de una niebla helada. A lo largo del bordillo había inmaculados coches de lujo encajados entre otros desvencijados que parecían juguetes grandes. Allí las familias que acababan de reunirse amontonaban ruidosamente familiares y pertenencias en el interior de los minúsculos coches chinos. Un par de generales, vestidos austeramente con largos abrigos de color verde oliva, se subieron con discreción a sus Mercedes, mientras un grupo de turistas americanas temían por una montaña de maletas que estaban guardando en la parte inferior de un autocar.

– Ahí está mi coche -anunció Beth, señalando un Cadillac Town Car-. Estaré en el Sheraton Gran Muralla si quiere que cenemos juntos algún día o algo parecido.

– Yo también me alojo allí.

¿Está seguro de que no quiere venir conmigo ahora? – preguntó ella, volviendo a lanzarle una de sus ávidas miradas.

– No; será mejor que espere aquí.

Beth se introducía ya en su coche, cuando David se sobresaltó al oír una voz.

– ¿El señor Stark?

David se dio la vuelta y vio a un hombre de veintitantos años, ataviado con traje verde y chaleco de punto. Los lacios cabellos le caían sobre el cuello de la camisa y sus ojos eran intensamente negros. El hombre tomó el silencio de David como una afirmación.

– Soy Peter Sun, detective del Ministerio y su chófer -dijo el hombre en inglés, con un leve acento-. Sígame, por favor.

David quiso sentarse delante, pero Peter se lo impidió, meneando la cabeza.

– No sería correcto que un huésped se sentara aquí. Siéntese atrás, por favor. Ha hecho un largo viaje. Descanse y disfrute del paseo.

Peter anunció que llevaría a David por la pintoresca carretera vieja en lugar de la nueva autopista de peaje. La carretera vieja estaba flanqueada de álamos. Sus desnudos troncos se recortaban como siluetas huesudas en el ciclo gris. Más allá de los árboles, los campos desolados se fundían con los bancos de niebla.

Se cruzaron con campesinos que llevaban sus mercancías a la ciudad. David vio una bicicleta cargada con un cerdo abierto en canal; cada mitad del cerdo estaba atada a un lado de la bicicleta, una niña pedaleaba con tranquila dignidad, aparentemente sin pensar en su sangrienta carga. Un kilómetro más tarde encontraron una carga de neumáticos usados que daban botes y se balanceaban precariamente en la parte posterior de una bicicleta con carro montada por un hombre con profundas arrugas en el rostro. Sentada sobre el manillar frente a él, iba una niña embutida en una chaqueta rosa acolchada. Peter hizo sonar la bocina ante aquel obstáculo, lo sobrepasó con un volantazo y soltó unas cuantas palabras airadas por la ventanilla. Ni la niña ni el padre reaccionaron al epíteto.

Había oscurecido ya cuando llegaron a la ciudad. Aun así, las calles estaban atestadas de gente, bicicletas y coches. Mientras Peter maniobraba el Saab por entre la multitud, lanzando gritos cuando la gente no se apartaba con la suficiente rapidez, David se asombró del aire occidental que percibía. Luces de neón anunciaban Kentucky Fried Chicken, McDonald's, Pizza Hut y Waffle King. Vistosos letreros proclamaban: “Tostadas al momento» y «Pekín te espera». Bajo la ventana de un segundo piso, una pancarta anunciaba el Estudio de los Cuerpos de Ensueño. En el interior, un grupo de mujeres daba saltos al ritmo de una música que David no pudo oír. Cuando comentó que parecía haber mucha actividad, Peter le dijo:

– Aún estamos lejos del centro de Pekín. Mañana, cuando vayamos al cuartel general del MSP, verá la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen.

Entraron en el hotel Sheraton Gran Muralla por la entrada de coches. Peter abrió la puerta para que saliera David y le anunció que volvería a las doce del día siguiente, luego se fue a toda velocidad. Un botones se hizo cargo de la maleta de David y juntos traspasaron la puerta giratoria del hotel. El vestíbulo, un atrio de seis pisos, mostraba tanta actividad como la ciudad. De camino a la recepción, David oyó hablar en inglés, alemán, español, japonés y, por supuesto, chino. Vio letreros que señalaban la dirección de restaurantes separados en los que servían comida de cuatro provincias chinas distintas.

En el ascensor, el botones enumeró la lista de instalaciones del hotel: pistas de tenis, gimnasio, piscina cubierta, cafetería y bar con sala de fiestas. Al final de su monólogo preguntó:

– ¿A qué tipo de negocios se dedica?

– Soy abogado.

– ¿Necesita ayuda? ¿Quiere xiahai, zambullida en el mar?

– Creo que no.

– Tengo buenas guanxi, buenas conexiones. Puedo conseguirle todo lo que quiera.

Stark pensó que el botones intentaba ofrecerle una prostituta.

– No necesito nada de eso.

– Conozco gente -dijo el botones, mirándole con curiosidad-. Que quiere encontrar un buen edificio para una fábrica, mi tío puede ayudarle. Que quiere ayuda para conseguir contratos, tengo un primo que puede ayudarle. Si yo le ayudo, usted me ayuda. Podemos ser socios. Podemos zambullirnos en el mar juntos.

– No, no, nada -dijo David cuando el ascensor empezaba a detenerse.

– Paraguas. -El botones siguió parloteando mientras caminaban por el corredor-. ¿Qué le parecen los paraguas? Llueve en todas partes del mundo. Podemos montar negocio. Algo así como Paraguas Imperiales de China o Regios Paraguas de China.

David puso unos cuantos billetes en la mano del capitalista en ciernes y cerró la puerta tras él. La habitación estaba ridículamente caldeada. David cerró la calefacción e intentó abrir la ventana sin éxito. Decidió entonces encender el aire acondicionado y quedarse en ropa interior.

Aún era temprano, pero David se tumbó en la cama. Estaba agotado, pero absolutamente despierto. Era el cambio de horario. David pensó en llamar a la habitación de Beth, pero de inmediato desechó la idea. No tenía hambre, no quería beber y, definitivamente, no era un buen momento para considerar las alternativas. Su cabeza era un torbellino de pensamientos. Los acontecimientos de la semana anterior habían sacudido ciertamente su vida cotidiana.

Y él, que había intentado aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Había seguido viviendo en la casa que antes compartiera con Jean, cuando todo lo que conseguía con ello era recordar la soledad en que se encontraba. Se había negado a salir con otras mujeres, con la idea de que aún no estaba preparado y, en contrapartida, se había sumergido en el trabajo, a sabiendas de que precisamente eso era lo que le impedía pensar en su ex mujer, pero también lo que lo había separado de ella. En realidad, se había aferrado a una idea de Jean que tenía poco que ver con ella, o incluso con él mismo.

Antes de salir de viaje hacia China (Dios, ¿cuándo había sido eso?, ¿hacía dos días?) la había llamado por teléfono. Jean había suspirado al oír su voz, pero su resignación se había convertido rápidamente en impaciencia.

– Estamos divorciados, David, no sé por qué sientes la necesidad de contarme todo lo que vas a hacer.

– Pensaba…

– David, piensas demasiado y trabajas demasiado. ¿Por qué no intentas vivir para variar?

La queja no era nueva. David tenía la impresión de que sus peleas siempre habían girado en torno al trabajo, las responsabilidades, los principios. Por supuesto, Jean tenía una perspectiva muy diferente sobre sus desavenencias. «Nuestra vida en común no puede depender únicamente de tu carrera, de que vayas a cargarte a los malos y salvar a los buenos -solía decir-. ¿Qué hay de mí, David?»

Unos años atrás, cuando él aún estaba en Phillips y MacKenzie, había seguido la pista a los bienes ocultos de un dictador depuesto. Había viajado hasta Manila, Hong Kong, Londres, Cannes y Francfort. Se había apasionado con el caso, entrevistando a cualquiera que pudiera ayudarles, llegando a visitar Washington para hablar con un grupo de senadores a través de los cuales podría conseguir ayuda del extranjero. Era estimulante sentir que podía cambiar las vidas de miles de personas a las que ni siquiera conocía.

Después de una ausencia de dos semanas, había vuelto a casa excitado por el éxito. Ahora sabía que había sido una estupidez, pero eligió aquel momento para preguntarle a Jean si deberían ampliar la familia.

– ¿Ampliar? ¿Hijos? -se había burlado ella-. No lo dirás en serio. Ni siquiera tienes tiempo para mí.

– ¿No tendrás nada en contra de mi trabajo? Es muy importante. Lo que hago…

– Es aplicar tu exceso de principios a mí y a nuestro matrimonio -dijo ella, terminando la frase por él.

– Pero estoy ayudando a todo un país.

– Sí, cierto, a expensas de nuestra relación.

– Pero tengo que hacer lo correcto.

– David -suspiró Jean-, es terriblemente difícil vivir todos los días según tu código moral. No puedo acurrucarme junto a él en la cama. No me consuela después de un duro día de trabajo.

– ¿Dudas de mis sentimientos hacia ti?

– Por supuesto no había empleado la palabra amor. Jamás la había usado con Jean.

– No soy lo primero para ti -había dicho ella, mirándole a los ojos-. ¿Es que no te das cuenta? ¿Cómo podría traer al mundo unos hijos que tampoco serían lo primero para ti?

Aquél había sido el punto de inflexión de su matrimonio. Más tarde, David intentó defender su posición como si estuviera ante un tribunal, pero no tuvo demasiado éxito. Jean era testaruda, inteligente y audaz, y merecía un marido que le diera todo su amor.

Durante aquella última llamada telefónica David hubiera querido contarle las cosas que le habían sucedido, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuántas, además, no eran secretos de Estado? Precisamente ésa era otra de las causas de los enfados de Jean cuando estaban casados. «¿A quién crees que se lo voy a contar? ¿Al New York Times? ¿Al National Enquirer?», le preguntaba. Pero muchos de sus casos eran materia reservada, y no le estaba permitido hablar de ellos. De ese modo, se había levantado otro muro entre ellos.

Cuando David consiguió vencer la cautela de Jean y le dijo que se iba a China, se produjo un largo silencio hasta que por fin Jean volvió a hablar. «Espero que encuentres lo que andas buscando», le dijo en voz baja, y colgó.

Fuera, tras las paredes del hotel, había todo un mundo nuevo. Tal vez lo encontrara.

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