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13 de febrero, granja de osos y cabras de almizcle de Panda Brand


A la mañana siguiente durmieron hasta las once. Cuando por fin se despertaron, la tentación de quedarse en la cama, en aquel lugar y para siempre, fue grande. Lánguidamente Hulan se levantó al fin y se metió en el cuarto de baño. David encendió el televisor para ver la CNN. Tenía la esperanza de oír alguna noticia sobre el estado de las relaciones entre China y Estados Unidos y saber si todavía era seguro para él quedarse en el país, pero en ese momento estaban dando el bloque internacional de deportes. Apagó el televisor, apartó la ropa de la cama y se dirigió a la ventana, desnudo como estaba, para contemplar la ciudad. El cielo estaba limpio de nubes y se notaban los rayos del sol a través del cristal, pero el aire era denso a causa de las numerosas fábricas cuyas chimeneas escupían productos químicos de tonos entre naranja y marrón. La gente que había en la calle (vendedores con cestos de frutas, transeúntes de camino al trabajo, unos cuantos ancianos haciendo tai chi en el parque, junto a la orilla del río) llevaba suéteres ligeros dado que allí el clima era más templado.

Hulan salió del cuarto de baño con albornoz y una toalla enrollada a la cabeza.

– Mucha agua caliente -dijo-. Me siento increíblemente bien. Ciertamente, a pesar de su tensa situación, una buena noche de descanso y el aire cálido disiparon sus miedos lo bastante pan que decidieran bajar al restaurante a hacer un desayuno-comida. El comedor era grande y colorido. En el extremo más alejado de la sala de dos pisos había una escultura que llegaba hasta el techo y que representaba una montaña de la localidad repleta de rocas escarpadas, plantas colgantes y cascadas. Del techo colgaban paraguas de color magenta, naranja, rojo, amarillo y turquesa. El piso superior, abierto al inferior, estaba decorado con columnas, hierro forjado, arañas de cristal, palmeras en macetas y mesas recién puestas, mientras que el inferior resultaba suntuoso con sus, tonos terrosos y sus manteles de hilo blanco.

Varios aparadores bajos formaban el bufé de bandejas y calientaplatos llenos de comida china y americana. David se sor-prendió a sí mismo pasando de largo por los huevos revueltos las tortas y las tostadas para llenar el plato de tallarines, albóndigas rellenas de cerdo y ajo, hom don (huevo duro salado), y piña y melón frescos. De la mesa de condimentos se sirvió nabos con ají, brotes de bambú especiados y rábanos en vinagre. Todo esto lo regó con humeantes tazas de té de jazmín. La comida fue sabrosa, especiada y altamente gratificante.

Después de comer, deambularon por la galería comercial de la planta baja, donde David compró y se cambió de ropa. Por fin se hallaban listos para emprender el día.

Hulan preguntó al conserje dónde se hallaba la granja de Panda Brand. La respuesta fue que debía dirigirse a Guanxian City.

– Sin embargo -añadió el conserje-, puede que la presa de Dujiangyan sea una experiencia más estimulante para ustedes, Panda Brand no vende a los extranjeros y la presa es espectacular. -Ante la amable insistencia de Hulan, finalmente le indicó cómo llegar hasta la granja.

Necesitarían un coche, que Hulan tendría que alquilar. Así pues, abandonó el hotel y aguardó en la esquina a que el guarda de tráfico que ocupaba un podio en el cruce indicara el cambio a que una anciana que era la responsable de los peatones, hiciera sonar su silbato. Hulan cruzo entonces la South Renmin Road recorrió una manzana, pasó por delante de unos malolientes urinarios públicos y llegó al hotel Minshan, donde usó los papeles de su madre para alquilar el coche. Llegó al aparcamiento del Jin jiang con el ánimo por los suelos.

– Hace doce años que no conduzco, David, y además, sólo he conducido en Los Angeles. No sé si podré hacerlo.

No obstante, una hora más tarde Hulan había conseguido atravesar la ciudad, pasando por grandes almacenes, hostales para peregrinos a punto de emprender el viaje al Tíbet, la estación de ferrocarril y una colosal estatura de Mao bajo la cual había una consigna grabada: «Llevad a cabo las Cuatro Modernizaciones; unificad la Madre Patria; desarrollad China con ímpetu.» Mientras ella conducía, charlaban de cómo debían presentarse cuando llegaran a su destino. En una sola mañana habían cambiado de personalidad un par de veces. En el hotel eran americanos, pero Hulan había alquilado el coche como china. David se tapó la cara con la bufanda, esperando que los otros conductores, los guardias de tráfico y las ancianas de los silbatos no se fijaran en él. Pero una vez llegaran a Panda Brand, no podría hacerse pasar por chino.

– Quizá debería fingir que soy tu intérprete -sugirió Hulan.

– De acuerdo, pero entonces ¿qué soy yo? ¿Un hombre de negocios, un médico, un turista?

Si era un turista, ¿por qué no se hacía acompañar por una intérprete y conductora del Servicio Internacional de Viajeros de China? Con el traje de Armani y un cambio de actitud, Hulan podía pasar por una china de ultramar. Pero entonces ¿qué hacía allí, de dónde era, quiénes eran sus parientes, qué hacían en América, y qué hacía ella en América? Tenían que prepararse a fondo para responder a esas preguntas sin vacilación, esperaban que sus continuos cambios, sus continuos desplazamientos, evitarían que alguien pudiera identificarlos con precisión.

A las dos habían dejado atrás el bullicio de la ciudad. El cielo tenía un radiante color azul. Bajaron las ventanillas para dejar que entrara el aire cálido. Al cabo de media hora más pasaban junto a fértiles campos plantados de verduras que se extendían desde la carretera hasta el horizonte. Aquí y allá vieron a campesinos inclinados sobre la tierra. Algunos arrancaban malas hierbas, otros podaban retoños desperdigados. Los había que acarreaban cubos de agua colgados de pértigas que llevaban cruzadas sobre los hombros, transportándolos con gran cuidado para poder regar las plantas individualmente.

Los conductores que hallaron en aquella carretera eran aún peores que los de Pekín. La carretera tenía cuatro carriles, dos en cada dirección. Los carriles exteriores se destinaban oficiosamente a peatones, bicicletas, triciclos carreta, carretillas, carros tirados por personas de todos los tamaños y variedades y por bestias de carga. La mayoría de estos vehículos estaban cargados de mercancías.

Los dos carriles centrales se destinaban a los automóviles, camiones que transportaban chatarra, productos y gasolina, auto-buses llenos de gente con bultos de todo tipo sujetos al techo, y scooters cuyos conductores desafiaban al destino zigzagueando en medio del tráfico. Todos adelantaban a todos. Los coches se echaban hacia la izquierda para superar un obstáculo, invadiendo el carril contrario. A veces, y esto ocurría más a menudo de lo que a David le hubiera gustado, dos coches realizaban esta maniobra al mismo tiempo, obligando al más exterior a meterse en el carril de peatones de la izquierda.

Sin embargo, pese a todo, el ritmo del tráfico era relativamente lento. Hulan mantuvo una velocidad de treinta a cuarenta kilómetros por hora, salvo en aquellos momentos en que forzaba el coche hasta los ciento diez o ciento treinta por hora. Así, aunque Guanxian City se hallaba tan sólo a cincuenta y cinco kilómetros de Chengdu, tardaron casi dos horas en llegar. Desde la Ciudad del Brocado pasaron por las aldeas de Xipuzhen, Pi Xian, Ande y Chongyizhen hasta llegar a las afueras de Guanxian, conocida ésta, como había señalado el conserje, como el emplazamiento de la famosa presa de Dujiangyan y su sistema de irrigación. Este sistema, explicó Hulan, era familiar para todos los chinos, pues llevaba más de dos mil años en uso.

Siguieron conduciendo a lo largo de la orilla del Min Jiang hasta que llegaron a la ciudad de Guanxian propiamente dicha. La ciudad conocía una gran prosperidad. Toda aquella zona se había sumido en una vorágine gracias a la cual habían recuperado uno o dos siglos de atraso en tan sólo unos años. Granjas al estilo antiguo y bajos edificios de piedra con cubiertas de tejas quedaban empequeñecidos al lado de altos edificios residenciales y de oficinas. Cerca del río, se notaba la reciente construcción de una serie de urbanizaciones similares a la que habían visto al llegar a Chengdu. Aún faltaba bastante tiempo para que las zonas replantadas suavizaran aquellas brutales heridas infligidas en el paisaje. Hulan no había estado nunca allí, pero suponía que aquella ciudad había sido siempre un foco de atracción por una u otra causa. Ahora que los sichuaneses disponían de dinero de verdad, compraban casas y apartamentos para salir fuera los fines de semana, Hulan sospechaba que hombres de negocios realmente ricos, que podían permitirse el lujo de tener coche y chófer, también podían realizar aquel trayecto diariamente.

De pronto, empezaron a ver carteles anunciando la Granja de Osos y Cabras del Almizcle de Panda Brand.

Desde aquellos carteles, dibujos de animales de color rosa, azul pastel y amarillo pálido (pero no pandas) incitaban a visitarlos en su maravilloso hogar. Hulan siguió los letreros hasta un barrio residencial, pasó por debajo de un portalón donde se leía

GRANJA DE OSOS Y CABRAS DEL ALMIZCLE DE PANDA BRAND y ENTRADA GRATIS, ABIERTA AL PÚBLICO en chino, coreano y japonés, y llegó al aparcamiento, que estaba lleno de autocares turísticos.

Una vez a pie, siguieron más letreros que conducían por un precioso sendero flanqueado por árboles al «área de observación». A su derecha había casas bajas ocultas tras altos muros de piedra. A su izquierda veían rediles abiertos donde pastaba un pequeño rebaño de cabras del almizcle. Se cruzaron con una guía, de uniforme y con un alegre sombrero azul, que apremiaba a sus turistas para que volvieran rápidamente al autocar. Pero después de aquel grupo, el sendero permaneció desierto salvo por unas cuantas gallinas que mudaban las plumas y un par de niños en bicicleta a los que la granja no interesaba en absoluto, puesto que la veían todos los días. Subieron por unas escaleras y cruzaron un pequeño puente que servía como lugar de observación sobre los cercados de los animales. Se adentraron más aún en el complejo, giraron en un recodo y se encontraron con dos cercados contiguos para los osos.

El interior de los cercados estaba limpio y albergaba a unos treinta osos pardos malayos, más conocidos popularmente como osos luna por la marca blanca semejante a una luna creciente que lucían en el pecho. Al ver seres humanos, los animales se alzaron sobre sus cuartos traseros como uno solo. Inmediatamente conprobaron que aquellos osos no llevaban corsés, ni drenajes, ningún otro objeto extraño sujeto al cuerpo, se acercaron bamboleándose hasta quedar debajo del puente. Al mirar hacia abajo y ver sus, cabezas redondas, David se dio cuenta de que eran mucho más pequeños de lo que esperaba. Parecían niños de diez años, bajos rechonchos, con rostros bobalicones que alzaban la vista hacia los visitantes con aire anhelante. Los osos se balanceaban sobre sus patas traseras rogando que les echaran restos de comida.

Volvieron sobre sus pasos y entraron en la tienda de souvenirs. La tienda era lo bastante grande para dar cabida a varios grupos de turistas. Pese a la popularidad del lugar, el gerente ahorraba energía (mandato que se había dado a todo el país) apagando las luces. Así pues, aunque del techo colgaban lámparas fluorescentes en parejas, la única iluminación de la tienda era la de la luz del día que se filtraba por las ventanas y que ya empezaba a menguar.

A lo largo de dos de las paredes había grandes vitrinas de cristal tras las que aguardaban unas jóvenes dependientas para atender a los clientes. En el centro, los pocos turistas que quedaba se hallaban congregados en torno a una larga mesa de la que podían coger ginseng o almizcle para tocarlo y olerlo. Alrededor las otras dos paredes había sofás y mesas bajas donde los cliente, podían sentarse, tomar té, probar los artículos de la tienda y regatear. Tal como había explicado Guang Mingyun, la granja vendía productos derivados del oso. Una y otra vez, David y Hulan preguntaron si se vendía bilis de oso, probando en esta ocasión con una variante de la misma pregunta. David se quejó de problemas de hígado. Hulan dijo que necesitaba la bilis para su madre, que llevaba muchos años enferma. David dijo que quería llevar bilis a Estados Unidos para regalársela a sus amigos. Pero todas las mujeres a las que preguntaron insistieron en que allí no se vendía bilis de oso, porque iba contra la ley.

A las cinco menos cinco se fueron los últimos turistas rezagados. Hulan se acercó entonces a otra dependienta y le dijo que una amiga de Pekín le había sugerido que fuera allí para encontrar bilis de oso.

– Estaba en un error -respondió la chica ásperamente. Cuando David ofreció un soborno, nadie quiso aceptarlo. Apareció entonces el gerente y se dispuso a cerrar.

– Es hora de volver a casa -dijo a Hulan en chino-. Pueden volver otro día.

David y Hulan salieron a regañadientes, pero se quedaron junto al coche para ver salir a las dependientas. La mayoría se marchó en grupos de tres o cuatro, echándose el suéter sobre el hombro, haciendo balancear las fiambreras de la comida, charlando y riendo. El grupo final salió al aparcamiento y se quedó hablando. El gerente cerró la puerta de la tienda, se despidió de sus empleados y enfiló el sendero que llevaba más allá de los cercados de osos y cabras del almizcle. Tres de las dependientas se despidieron por fin, montaron sus bicicletas y se alejaron pedaleando.

Sólo quedaba una de las dependientas. Vestía pantalones cortos de color rosa pálido, camiseta blanca ajustada, calcetines de color carne hasta las rodillas, zapatos negros de piel y de tacón alto que habían conocido días mejores, y chaqueta negra de cuero abierta. La chica caminó contorneándose por el aparcamiento de adoquines en dirección a ellos.

– Sé dónde pueden conseguir bilis de oso, pero les costará dinero -dijo.

– ¿Cuánto?

– Por la dirección, cien dólares americanos. El producto tendrán que negociarlo ustedes mismos.

– Cien dólares es mucho dinero -comentó Hulan. Era casi un tercio de los ingresos anuales medios en su país.

– No pienso regatear -replicó la chica, echándose el pelo hacia atrás.

– ¿Nos llevará hasta allí?

– He dicho cien dólares.

– ¿Y si no nos dice la verdad?

– Trabajo aquí. Pueden venir mañana.

David sacó la cartera y le entregó el dinero. La empresaria en ciernes contó los billetes, los dobló y se los metió en el bolsillo. Sólo entonces les indicó cómo llegar a la Granja de Osos de las Grandes Colinas que, según explicó, también pertenecía a la familia Guang.

Cuando la chica desapareció por un callejón, Hulan dejó escapar un suspiro.

– ¿Puedes conducir tú? -preguntó.

Al notar el cansancio de Hulan, él cogió las llaves del coche. Por fortuna, tenía que pasar por varias calles secundarias antes de llegar a la carretera principal. Aun así, llegó más deprisa de lo que hubiera deseado, pues de repente se encontró intentando sobrevivir sin matar a nadie. Al principio condujo despacio y con prudencia, pero después de que les adelantaran cinco camiones diesel, aumentó la velocidad. Cuando un hombre con una carretilla se metió en el carril de coches para sobrepasar a dos ancianas sir mirar si venía algún coche, David dio unos cuantos bocinazos. El autocar que escupía gases negros por el tubo de escape se detuvo para permitir que una mujer vomitara por la ventanilla, y David aprovechó para cruzar la línea central, pisó el acelerador a fondo, hizo sonar la bocina ininterrumpidamente y adelantó al vehículo. De vuelta a su carril, se volvió hacia Hulan y le sonrió.

Una hora más tarde, cuando llegaron a la aldea de Zing xiuwan, abandonaron la carretera principal y cruzaron un puente tendido sobre el alto Min Jiang. La carretera se estrechó y el tráfico de automóviles cesó prácticamente. Aun así, los peatones caminaban a un lado de la carretera o por el mismo centro. A partir de allí, siguieron el río Pitao, afluente del Min Jiang. El motor del coche gruñó cuando la pendiente se hizo más empinada. David deseó volver a las extravagancias de la carretera principal cuando la que seguían se convirtió en gravilla deslizante y se llenó de baches. A la derecha, un profundo barranco cortaba a pico las montañas cubiertas de rododendros cuyas cimas amortajaba la neblina. Incluso allí arriba, se había dado buen uso a cada centímetro de suelo. Había bancales, por supuesto, pero más impresionantes resultaban las franjas de tierra, a veces de apenas unos metros de anchura, en las que habían plantado coles, coles chinas y cebollas.

Empezaba a anochecer cuando Hulan dio un grito.

– ¡Para el coche! -David se detuvo al borde del barranco-. ¡Mira! -dijo ella excitadamente-. ¡Mira allí abajo!

El se inclinó por encima de ella para mirar hacia el fondo del barranco. Vio el río y a unos cuantos hombres trabajando a lo largo de la orilla. Detrás de ellos, un imponente edificio, bajo, compacto y sin ventanas, parecía desolado y totalmente fuera de lugar en aquel paraje casi idílico.

– ¿Sabes qué es? -No le dió ocasión de responder-. Tiene que ser el Campo de Reforma de Pitao, el lugar al que enviaron a mi padre.

– Mirémoslo bien.

– No creo que debamos.

– Nosotros estamos arriba. Ellos están abajo -argumentó David-. No creo que pase nada.

Salieron del coche y se situaron junto al precipicio. Dentro del recinto del campo, donde no crecía ni una brizna de hierba, vieron a varios hombres con tristes uniformes grises que picaban piedra. Otros depositaban las piedras picadas en capazos que se echaban sobre la espalda y acarreaban hasta el río. Otro grupo de hombres formaba una hilera en el agua, que a algunos llegaba hasta los tobillos y a otros hasta la cintura. Aunque la provincia de Sichuan tenía un clima mucho más cálido que Pekín, el agua que bajaba por el río procedía de la nieve derretida. Los hombres de los capazos los dejaban en tierra y empezaban a pasarse piedras de mano en mano.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó David.

– Si estuvieran en otro lugar, cerca de tierras cultivadas, por ejemplo, diría que tienen algún tipo de proyecto de irrigación o de desviación de la corriente. Pero, fíjate, la corriente arrastra las piedras. No están construyendo nada. Sencillamente se mantienen ocupados.

– Me resulta difícil imaginar a Guang y a tu padre haciendo ese tipo de trabajo,

– Y también a tío Zai, aunque él estuvo aquí más tarde -añadió Hulan-. ¡Oh, David, qué manera de malgastar la vida!

– Todo esto ha de estar relacionado. Los vínculos de Guang con Sichuan, las granjas de osos, este lugar. Piensa en los años que Guang y Zai han debido de estar conspirando. Y tu padre…

– Si -dijo ella-. Todo debió de empezar aquí.

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