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20 de enero, Los Angeles


Vestido con el convencional traje de rayas, el ayudante del fiscal del distrito, David Stark, pasó por el detector de metales y tuvo que mostrar su identificación, pese a que todos los guardias del vestíbulo lo conocían de vista. Luego cogió el ascensor para subir al duodécimo piso, donde saludó con un cordial «Buenos días, Lorraine» a la mujer atrincherada tras el cristal antibalas de recepción. Ella lo miró sin decir nada y apretó el timbre para abrirle. Algún día conseguiré que reaccione, pensó David

El despacho de David, pintado recientemente de un tono gris perla y decorado al típico estilo gubernamental, estaba orientado hacia el oeste y se consideraba que tenía una magnífica vista. Por lo general eso significaba que no se veían más que kilómetros y kilómetros de niebla, pero aquella mañana el cielo estaba despejado y de un resplandeciente azul gracias a las tormentas que habían azotado Los Angeles durante las dos últimas semanas. Sentado tras su mesa, podía ver el océano más allá de los edificios Y carreteras. A su derecha relucían las prístinas cimas nevadas de los montes San Gabriel tras la tormenta de la noche anterior.

David no tenía ninguno de los títulos y diplomas enmarcados que otros abogados colgaban de sus paredes, pero su carrera y su vida personal se hallaban representadas en unas cuantas fotografías que tenía sobre la mesa: la del día en que se licenció en la facultad de derecho, acompañado por sus padres, o la de David en la escalinata del Tribunal de Justicia Federal dando una conferencia de prensa, y aún otra, de su último año como socio en Phillips, MacKenzie y Stout, tomada durante la fiesta anual del bufete, donde aparecía en esmoquin junto a su mujer (su ex mujer), que llevaba un provocativo vestido de cóctel púrpura oscuro.

David se dispuso a trabajar de inmediato. En aquel momento se hallaba a la espera de su siguiente caso y aprovechaba el tiempo para ponerse al corriente de su correspondencia y las llamadas pendientes. Acababa de conseguir que condenaran a un grupo de hombres a los que habían arrestado cuando intentaban introducir en el país un cargamento de heroína procedente de China. El FBI había confiscado 1.200 kilos de droga que no llegaría jamás a las calles. Este caso había acaparado la atención de la prensa, lo cual, desde luego, no perjudicaría su carrera si decidía dejar el cargo y volver a la práctica privada. La publicidad obtenida por su oficina había sido importante, y esto a su vez significaría que les llegarían más casos de relieve. Todo ello era bueno, excelente incluso, pero la sentencia condenatoria había supuesto también una decepción.

Desde su ingreso en la fiscalía, David había entablado acciones judiciales contra traficantes, mafiosos e intermediarios en casos de introducción masiva de inmigrantes ilegales. Se había ganado una buena reputación por haber obtenido la mayor cantidad de condenas federales contra el crimen organizado chino, sobre todo contra el Ave Fénix, la banda más poderosa del sur de California. Sin embargo, jamás había logrado vincular a los más altos capitostes de la organización con ningún delito.

Mientras tanto, el rostro del crimen organizado seguía cambiando en Estados Unidos. El Departamento de justicia seguía persiguiendo a la mafia, pero los sindicatos del crimen eran ahora multiculturales. Algunos señalaban a negros e hispanos (los dominicanos en particular) como la nueva «realeza del crimen organizado». Otros se concentraban en la mafia rusa y las bandas vietnamitas. Como resultado, el FBI había formado escuadrones especiales para infiltrarse, perseguir y arrestar a los diferentes grupos.

Ninguno de ellos estaba mas asentado ni era mas amenazador para el bienestar del país que las tríadas. Estas bandas chinas, que los cantoneses llamaban tongs, habían surgido con el hallazgo de oro en California, pero las tradiciones (juramentos de sangre y rituales secretos) y organizaciones (cientos de ellas nacidas con la diáspora china a lo largo y ancho del globo) se remontaban a siglos atrás. Al igual que la mafia italiana, las bandas chinas disfrutaban de importantes conexiones internacionales. Tenían un acceso perfecto a la heroína que procedía del Triángulo de Oro y los nuevos inmigrantes nutrían sus filas de soldados de a pie para realizar los trabajos sucios. Con un vistazo a los gráficos que colgaban de las paredes de su despacho, David podía situar lo que sabía sobre sus actividades sólo en Los Angeles. Aunque carecía de pruebas que le permitieran realizar arresto alguno, tenía razones para creer que el Ave Fénix estaba involucrado en casinos, apuestas, usura, prostitución, extorsión, fraudes de tarjetas de crédito y cupones de comida, además de inmigración ilegal y, por supuesto, tráfico de heroína. Todo ello era el complemento de una amplia red de negocios legales, como restaurantes, moteles y copisterías.

Hacia las dos de la tarde, la tranquilidad del despacho de Stark quedó truncada por la aparición de Jack Campbell y Noel Gardner, que llevaban varios años trabajando con él para combatir a aquella banda china. Campbell, el mayor de los dos agentes del FBI, era un negro, larguirucho y con pecas. Su compañero, Gardner, era bajo v musculoso, y tenía unos dos años menos. Contable de formación, Noel era reflexivo y preciso, y solía dejar que hablara Campbell, el más atractivo de los dos, que en aquel momento se hallaba presa de la excitación.

– La tormenta de anoche nos ha brindado la oportunidad que estábamos esperando -dijo-.El Peonía ha entrado en nuestro territorio. Por fin es nuestro.

El carguero Peonía de China había permanecido inactivo durante una semana en el límite de las aguas jurisdiccionales, a poco más de doscientas millas de la costa californiana. El FBI había seguido al barco en su ruta, porque los aviones de vigilancia habían mostrado a cientos de chinos apiñados en su cubierta. Tras indagar en Chinatown, Stark había conjeturado que el Ave Fénix se hallaba detrás de aquel cargamento de inmigrantes ilegales. Una vez más David deseó que le acompañara la suerte, esquiva hasta entonces. Quizá entre toda la gente que viajaba a bordo del barco hallaría a la persona que necesitaba para establecer la conexión crucial.

– El Servicio de Guardacostas va a enviar un patrullero, pero nosotros llegaremos antes si vamos en helicóptero. Así que queremos saber -Campbell miró a su compañero y sonrió- si quiere venir con nosotros.


David iba en el asiento posterior de un helicóptero pilotado por un agente del FBI que se había presentado simplemente como «Jim». Debajo de ellos batían las olas espumosas del océano. David oyó la voz del piloto a través de los auriculares.

– Nos encontraremos con alguna que otra turbulencia aquí arriba. La tormenta… -El resto de sus palabras se perdió entre las interferencias.

Al cabo de unos minutos la previsión de Jim se hizo realidad cuando el helicóptero empezó a temblar y a dar sacudidas debido a los fuertes vientos. Una negra masa de nubes cubría el horizonte. La noche llegaría acompañada de una nueva tormenta.

Una hora más tarde las turbulencias eran tan fuertes que David empezaba a arrepentirse de no haberse quedado en su despacho.

– ¡Eh, Stark, mire! ¡Ahí está! -gritó Campbell a través de los auriculares.

David miró por encima del hombro de Campbell y vio el Peonía de China escorado en medio del oleaje producido por el rotor del helicóptero. Cuando se acercaron más, David notó que le subía la adrenalina. Era insólito que un ayudante de fiscal saliera en busca de acción, pero a él le parecía útil saber exactamente cómo se desarrollaban los acontecimientos y cómo reaccionaba la gente al darse cuenta de que los habían pillado. En otras ocasiones había acompañado a Campbell y Gardner a talleres de confección de Chinatown, a edificios de oficinas en Beverly Hills y a unas cuantas mansiones de Monterrey Park. Los agentes parecían apreciar sus dotes de observación, y siempre cabía la posibilidad de que su presencia en el momento en que los sospechosos se sentían más vulnerables les condujera algún día a la cúpula de las tríadas.

Al tiempo que el rotor disminuía sus revoluciones, Campbell y Gardner empuñaron sus armas y saltaron a la cubierta del Peonía. Viendo que nadie se acercaba ni ofrecía resistencia, Campbell indicó a David que podía descender del helicóptero. Los tres avanzaron cautelosamente, pues no estaban seguros aún de no topar con una tripulación dispuesta a luchar y armada hasta los dientes.

Cientos de chinos se apiñaban en aquella cubierta superior. Al pasar junto a ellos, David pudo constatar que los supuestos inmigrantes (la mayoría hombres) habían cocinado sobre la misma cubierta en pequeños braseros de los que se desprendían acres humaradas de los rescoldos. Muchos de ellos se hallaban acuclillados y charlaban entre sí excitadamente. Otros yacían sobre la sucia cubierta mirando apáticamente al vacío. La mayoría de aquellas personas parecía indiferente a lo que ocurría. Sólo unos pocos sonrieron débilmente a David con alivio y gratitud.

– Dios -exclamó Noel Gardner-. Por su aspecto, hace bastante que no han comido ni bebido nada.

– Busque al capitán -dijo David con voz ronca al agente más joven-. Por cierto, Jack, será mejor que llame a tierra; esta gente necesitará duchas, comida, agua, ropa y camas. El asunto es gordo y tenemos que tratarlo diplomáticamente. -Después de estas palabras, se le ocurrió otra idea-. ¿Alguno de los dos ha traído biodraminas?

– Yo no, pero se lo preguntaré al piloto -contestó Campbell.

David contempló a Campbell unos instantes mientras el agente se alejaba dando bandazos y zigzagueando por la cubierta. David se agarró a la barandilla y continuó avanzando. El Peonía daba sacudidas en medio del oleaje, dejando escapar crujidos metálicos. David comprendió que el navío iba a la deriva.

A partir de ese momento David esperaba que todo discurriría por los cauces normales. Se enviaría a los inmigrantes al Centro de Detención del Servicio de Inmigración en Terminal Island para ser interrogados. Rápidamente se extenderían entre ellos los rumores sobre lo que tenían que decir para quedarse en Estados Unidos. Para obtener el asilo, lo mejor era declararse participantes de la revuelta de la plaza de Tiananmen, o perseguidos por quebrantar las leyes chinas sobre el aborto y la esterilización. De los cientos de chinos que David veía en cubierta sólo un puñado tendrían la suerte de ser admitidos, al resto los deportarían. Sentía lástima por ellos, pero no podía olvidar para quién trabajaba.

David notó un tirón en una pernera de los pantalones. Miró hacia abajo y vio a un hombre de mediana edad.

– ¿América? -preguntó el hombre en inglés con un fuerte acento. La piel de la cara le colgaba en bolsas a causa de la deshidratación-. ¿América?

– Sí -dijo David-. Sí, aquí está. -Luego preguntó-: ¿Habla inglés?

– Hablo un poco. Soy Zhao.

– Cuántas personas hay en el barco?

– Quinientas.

David dejó escapar un lento suspiro antes de volver a preguntar.

– ¿Cuánto tiempo han estado en el mar?

– Tres semanas -contestó el hombre.

– ¿Dónde está la tripulación?

– ¿Tripulación?

– Los hombres que trabajan en el barco. ¿Dónde están?

– Ellos marchar -contestó, apartando la vista-. Ellos marchar ayer noche.

– No entiendo. ¿Cómo se fueron? ¿Adónde fueron?

– La tormenta -dijo Zhao, desviando los ojos hacia el mar-. Mala. Estar aquí así, fuera. Nos atamos a… -Se esforzó por encontrar la palabra, se rindió y señaló la barandilla. Volvió a mirar a Stark-. Gente llevada por agua. Yo ver con mis propios ojos. Jie Fok, granjero cerca Guangzhou. Otros también. No saber sus nombres.

– ¿Y la tripulación?

– Gritar. Decir que barco se hunde. Y luego viene el bote. Nosotros creer que viene por nosotros, pero es pequeño. El capitán, los otros, subir al bote de salvamento.

– Un bote salvavidas?

– Sí, salvavidas. Subir al bote y bajar al agua. Tienen una cuerda para sujetar al otro bote, pero el agua lleva algunos de esos hombres también. Luego bote se va. -Zhao hizo una pausa-. ¿Cree que bajamos pronto? ¿Cree que alguien viene antes de próxima tormenta?

– Todo irá bien.

– Cada noche venir otra tormenta -dijo el hombre, entrecerrando los ojos-. Este barco se hunde.

– ¿Con quién firmaron el contrato para este viaje? -preguntó David, sin hacer caso de los comentarios del hombre-. ¿Cómo se llamaban los tripulantes?

Pero Zhao se había dado la vuelta y ya no le escuchaba. David se levantó y se dirigió al helicóptero. ¿Qué motivos podía tener alguien para exponerse a semejante peligro?, se preguntó. ¿Y qué clase de hombres querría aprovecharse de su miseria?

David conocía las respuestas. Los inmigrantes querían libertad. En estos tiempos, libertad era sinónimo de dinero. Aquellos hombres y mujeres iban a Estados Unidos para hacer fortuna. Dado que la mayoría de ellos no tenía dinero para empezar, firmaban un contrato con las tríadas: viaje gratis, alojamiento y comida a cambio de años de trabajo esclavizado. Aquella gente trabajaría en talleres y restaurantes, como prostitutas y camellos. Una vez pagada la suma establecida en el contrato, serían libres. El problema era que les sería prácticamente imposible cumplir con sus obligaciones contractuales.

A las tríadas, claro está, les movía el dinero. Un barco de las dimensiones del Peonía de China podía transportar cuatrocientas personas con relativa comodidad. Para aquel viaje, habían llenado el barco con quinientos pasajeros. Cada uno de ellos tendría un contrato de una media de veinte mil dólares por llegar a Estados Unidos. Algunos, como Zhao, seguramente habían acordado pagar hasta treinta mil dólares por el privilegio de un sitio en cubierta, al aire libre. Los viajeros menos afortunados habrían acordado entre diez y doce mil dólares por apiñarse en las bodegas. En total, los ingresos brutos ascenderían a unos diez millones de dólares.

El problema para el gobierno norteamericano era la insignificancia de aquella captura. El Servicio de Inmigración y el Departamento de Estado calculaban que, por cada chino que entraba en el país legalmente, otros tres llegaban de manera ilegal. Un mínimo de cien mil chinos cruzaban la frontera cada año ilegalmente por todos los medios imaginables, desde aeroplanos a pesqueros y cargueros como aquél.

Mientras David hacía estas reflexiones, advirtió que algo no cuadraba en la situación del Peonía de China. ¿Por qué el Ave Fénix había dejado escapar, a la deriva más bien, diez millones de dólares?

Se hallaba a medio camino de vuelta hacia el helicóptero cuando se encontró con Gardner. El rostro del joven mostraba un horrible tinte verdoso.

– Lo sé -dijo David-. La tripulación se ha ido. ¿Se lo ha dicho a Campbell?

– Si, se lo he dicho. Ahora está hablando por radio.

– Tengo que hablar con él. Es preciso que saquemos a toda esta gente del barco.

Los hombres y mujeres apiñados en torno al helicóptero abrieron un pasillo cuando se acercaron los dos hombres blancos. Campbell y el piloto estaban dentro del helicóptero con las puertas cerradas y los auriculares puestos, turnándose para hablar a gritos por la radio y garabatear notas. De vez en cuando se miraban el uno al otro y hacían muecas. Por fin Campbell se quitó los auriculares con enojo y abrió la puerta.

– Malas noticias. La tempestad se está echando encima más deprisa de lo que esperaba el servicio meteorológico. No podemos despegar. El servicio de guardacostas no llegará hasta mañana por la mañana. ¡Se vuelven al puerto! Y yo no sé qué opinarán otros, pero dudo mucho que este cascarón aguante toda la noche.

Esta última noticia hizo que Gardner se precipitara hacia la barandilla y vomitara por la borda. Campbell buscó en el helicóptero y tendió a David un par de biodraminas.

– Tendrá que tomárselas en seco. No creo que quiera beber agua del barco, si es que la hay.

David cogió las tabletas y las tragó.

– Gardner estará fuera de combate un buen rato -prosiguió Campbell-, así que Jim, usted y yo tendremos que hacernos cargo de la situación. -Una amplia sonrisa llenó de arrugas el negro rostro de Campbell. Sostuvo en alto el papel con sus notas-. Aquí tengo las instrucciones para mantener esta bañera a flote. Veamos si funcionan.

A las seis de la tarde había anochecido y empezaba a llover. David y Jack Campbell habían encontrado a unas cuantas personas, además de Zhao, que tenían nociones de inglés. Se les reclutó como intérpretes.

– Tenemos que encontrar a alguien que sepa algo sobre barcos -les dijo Campbell-. Cualquiera, un marino, un pescador. Encuéntrenlos.

Milagrosamente, encontraron a un electricista y a un mecánico. Estos dos hombres, Wei y Lau, bajaron a la sala de máquinas para intentar ponerlas en marcha. Su informe fue inequívoco: había demasiada agua en las sentinas y las bombas estaban estropeadas.

Por primera vez, David bajó a las bodegas, donde la situación era aún peor que en cubierta. El aire era denso, húmedo y sofocante, hasta el punto de escocerle los ojos. En las vastas bodegas, David halló a docenas de personas debilitadas por los mareos, la falta de agua fresca y las raciones escasas. Algunos hombres habían vomitado o defecado sin moverse del sitio. Las mujeres estaban demasiado débiles para ponerse en pie, y menos aún para salir a cubierta y descubrir por qué se había armado tanto revuelo. Unos cuantos deliraban; otros parecían sumidos en un profundo sueño. A estas condiciones infrahumanas se sumaba el miedo que impregnaba aquel lugar malsano. Aquellas personas sabían que estaban acabadas; su sueño de encontrar una nueva vida en Estados Unidos se había esfumado.

Una vez más David tuvo la sensación de que allí había algo más. Aquellos inmigrantes, los que estaban sanos por lo menos, parecían más asustados que otros a los que había visto detener y deportar en ocasiones anteriores. Tal vez temieran al Ave Fénix, organización que tenía fama de aplicar castigos brutales. Pero tampoco eso tenía sentido, porque los mismos que iban a sacar provecho de aquella valiosa carga la habían abandonado. Tal vez los inmigrantes temían sencillamente que el barco se fuera a pique. David hizo una mueca; él mismo estaba aterrorizado. Todos tendrían que arrimar el hombro si querían mantenerse a flote durante la noche. Mientras se movía por los intestinos de la nave, vio que algunos de los hombres más fuertes se habían atado trapos alrededor de la cabeza para taparse nariz y boca y habían formado una hilera desde la primera cubierta hasta la parte más baja del barco. Se pasaban cubos de mano en mano, lentamente, con dificultad, para achicar el agua de la sentina y arrojarla por la borda. No sabiendo qué otra cosa hacer, David ocupó un sitio en la hilera.

Cuando el mar se embraveció, algunos hombres se marearon y vomitaron, pero ninguno abandonó la fila. Su único alivio llegaba cuando se alternaban los sitios cada veinte minutos más o menos. Los que se hallaban en lo más profundo del barco se trasladaban a veinte pasos más cerca del aire fresco, y los que se hallaban en cubierta pasaban a la sentina, donde el nivel del agua (en la que espumeaba el aceite y Dios sabía qué más) no parecía bajar ni un ápice. No hablaba nadie. Los hombres trabajaban con aire lúgubre y rostros contraídos por la determinación.

A menudo oían los motores obstruidos, que se ponían en marcha un momento y luego volvían a callar. Los hombres no hacían sino aumentar el ritmo de sus esfuerzos. Al cabo de cinco horas habían vaciado una sentina.

Los hombres mostraron a David dónde se hallaban las otras sentinas, dado que él se sentía perdido en aquella inmensidad. El aire era fétido, impregnado del olor de vapores de petróleo, excrementos humanos y lo que David supuso ratas muertas. Los rincones estaban sumidos en la oscuridad. Las escaleras de hierro no parecían llevar a ninguna parte. Los corredores terminaban de manera abrupta. David caminaba con un grupo de cinco o seis hombres, recorría la mitad de un corredor, luego el grupo estallaba en una gran algarabía. Los hombres se gritaban unos a otros con voces ásperas y gesticulaban impidiéndole el paso. Finalmente, Zhao pronunciaba unas cuantas palabras en inglés:

– Éste no es el camino. Vamos por otro.

Y todos daban media vuelta y volvían por donde habían llegado. David tenía la impresión de que caminaban en círculos, y sin embargo hallaron cinco sentinas más en las que el agua les llegaba hasta la cintura.

Hacia la medianoche, cuando la tempestad zarandeaba ya al Peonía, los motores tosieron y volvieron a la vida. A lo largo y ancho del barco se lanzaron vítores de alegría, pero ésta no duró demasiado, pues aún quedaba mucho por hacer. Al cabo de unos minutos se pusieron en marcha las bombas con un rítmico zumbido. David abandonó a los hombres con quienes había estado trabajando y fue en busca de Campbell, al que halló en la sala de máquinas. El agente del FBI estaba sudoroso y sucio de grasa, pero no había disminuido su energía ni su buen humor.

– Menuda pinta lleva, qué asco -dijo Campbell, y se echó a reír.

David se miró la ropa por primera vez. En algún momento de la noche se había quitado la chaqueta y la había dejado en alguna parte. Tenía la camisa llena de manchas y se le había roto la costura de una manga. Los pantalones, empapados de agua de la sentina, se le pegaban a las piernas. David sonrió, pero aquel instante de relajación se disipó rápidamente.

– Bien, ésta es la situación -dijo Campbell-. Tenemos los motores en marcha…

– Eso lo sé.

– Tenemos las bombas en marcha. ¿Funcionan? ¿Lo sabe?

– Sí, y desde luego hacen más deprisa el trabajo que unos cuantos hombres con cubos.

– Wei me ha dicho que si mantenemos la proa a favor del oleaje y sellamos todos los compartimientos, saldremos de ésta.

David miró a Wei. Era un hombre bajo, de un metro sesenta quizá, flaco y desdentado.

– Si eso dice, lo haremos.

– Fantástico. Haga que bajen todos a las bodegas y, como dicen en las películas, cierren escotillas.

Parecía una tarea fácil, pero resultó la más ardua. Muchos de los inmigrantes (entre ellos Zhao, que había vuelto al sitio que ocupaba antes y estaba sentado con una lona alrededor de los hombros) se negaban a abandonar la cubierta.

– ¡Vamos, Zhao! -insistía David, gritando para hacerse oír en medio de la tormenta, acribillado por la recia lluvia que los fuertes vientos del oeste lanzaban sobre el barco-. ¡Necesito su ayuda! Tenemos que llevar a todo el mundo abajo.

– Yo estar aquí fuera todo el viaje.

– ¡Va a morirse aquí fuera, eso es lo que va a pasar! -David señaló el mar. El barco cabeceaba violentamente, sacudido por olas enormes. A cada instante se oían las hélices elevarse por encima del agua-. Acabará barrido por el agua.

– Yo llegar hasta aquí. Yo llegar hasta el final.

– ¡Le necesito, Zhao! -dijo David, acuclillándose junto a él-. Necesito que me ayude con los demás. Si me ayuda ahora, le prometo ayudarle más tarde.

– ¿Cómo sé si fantasma blanco dice la verdad? -preguntó el chino tras sopesar su oferta.

– Yo siempre digo la verdad -replicó David, tendiéndole la mano para cerrar el acuerdo formalmente.


A las cuatro de la madrugada, lo peor de la tormenta había pasado. Campbell había llamado a tierra para informar que se mantenían a flote y pedir que movieran el culo y les mandaran un remolcador. Aquí y allá, los hombres dormitaban intranquilos. Otros formaban grupitos para fumar y cuchichear. Gardner seguía mareado y descansaba en el camarote del capitán. Campbell se había quedado dormido sobre la larga mesa de la cocina de la tripulación, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo doblado y el brazo derecho balanceándose al ritmo de los movimientos del barco.

David se echó en la litera superior de un camarote que debían de haber ocupado cuatro tripulantes. Se quitó las prendas que aún llevaba y las extendió a los pies de la litera para que se secaran. Desde las literas inferiores, dos hombres lanzaban ligeros ronquidos. El piloto ocupaba la otra litera superior, pero se había vuelto de cara a la pared. David contempló el techo, donde había unas cuantas postales pegadas con celofán. Quienquiera que durmiese allí, había permanecido largo tiempo en alta mar. Una postal mostraba a una joven china de rostro dulce posando junto a un vistoso ramo de claveles. Las otras eran del puerto de Hong Kong, de una calle de Tokio iluminada por las luces de neón y del Golden Gate. Cansado, David se preguntó dónde estaba el marinero esa noche. ¿Se lo había tragado el mar cuando la tripulación abandonó el barco? ¿0 estaba en Chinatown, cantando en un karaoke?

Cerró los ojos y escuchó la tranquilizadora cadencia de los motores. Podía afirmar con toda sinceridad que jamás en su vida había tenido un día como aquél.

En ese estado que oscila entre la vigilia y el sueño, una duda se abrió paso lentamente en su mente. ¿Qué era lo que habían intentado ocultarle en las sentinas? Abrió los ojos.

– Jim, ¿estás despierto? -susurró. El piloto no se movió.

David saltó al suelo, se puso las ropas húmedas y luego abrió sigilosamente la pesada puerta del camarote para salir al desierto corredor. Giró hacia la izquierda y bajó un tramo de escaleras.

Se detuvo para observar las figuras dormidas. No vio ningún movimiento. Siguió bajando por otro tramo de escaleras y otro más. En realidad éstas no eran más que empinadas escalas metálicas. La atmósfera era húmeda, viciada y la luz del corredor mortecina. David cerró los ojos e intentó visualizar los lugares donde había estado. En uno de ellos en particular, los hombres le habían impedido el paso repetidamente. Allí era donde deseaba ir. Pasó de largo las sentinas en las que tantos esfuerzos habían empeñado. Dobló un recodo y se encontró en una enorme sala vacía con un tanque de hierro de tres metros de altura situado contra un tabique. Había estado allí antes, pero sólo para ser alejado una y otra vez.

Se acercó al tanque y le dio unos golpes. Le pareció hueco, pero si algo había quedado demostrado durante aquel día, era que no sabía nada sobre el mar ni sobre barcos. La puerta del tanque estaba pintada de un tono verde pardusco. Bisagras y pernos rezumaban orín. David probó con la manivela circular, que giró fácilmente en sus manos. Le dio una vuelta y luego otra, pasando mano sobre mano.

Una fuerza le hizo retroceder, derribándolo. Un chorro de agua le golpeó y luego formó un charco en el suelo. El olor fétido de la podredumbre impregnó el aire. Junto a David yacía un montón de carne putrefacta. El cadáver, humano, estaba muy hinchado, con los ojos y la lengua salidos. Los labios, retraídos, dejaban al descubierto unos dientes negros. Lo que quedaba de piel estaba cubierta de algas ennegrecidas. La correa de un Rolex relucía en la carne descompuesta de la muñeca.

David se apartó del cadáver deslizándose por el suelo resbaladizo. Vio que en el pecho tenía algo parecido a un guante. Intentó sacudírselo de encima, pero lo tenía pegado a la camisa. Entonces comprendió qué era. La piel y las uñas del cadáver se habían despegado de la mano. Presa del pánico, David hizo un esfuerzo para volver a mirar el cadáver. La carne de pies y manos se había desprendido, como si se tratara de guantes y calcetines.

Fue suficiente para que David se pusiera en pie tambaleándose. Salió de la sentina dando traspiés, trepó a toda prisa por las estrechas escalas sin preocuparse por el ruido que hacía, hasta que por fin traspasó una última puerta y salió a cubierta. La lluvia caía con fuerza v el barco seguía cabeceando. David se agarró a la barandilla v vomitó violentamente.

Sin embargo, al tiempo que lo hacía y deseaba con todas sus fuerzas restregarse el cuerpo para limpiarse la horrible inmundicia de aquella sala, otra parte de su cerebro ya había empezado a trabajar. Temblando, con la cabeza colgada sobre la barandilla y el cuerpo empapado, repasó el procedimiento: pedir la autopsia; hacer que Campbell llamara al FBI, mejor aún, al Departamento de Estado, para indagar sobre posibles desapariciones en China; y pedir más interrogadores en Terminal Island. Porque dos cosas eran seguras: aquel reloj no pertenecía a un inmigrante vulgar, y los ilegales a bordo del barco conocían la existencia del cadáver.

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