25

14 de febrero a 14 de marzo. El regreso


Para David transcurrieron varios días en una nube de dolor y drogas. Lo ingresaron en un hospital de estilo occidental de Chengdu, donde le sometieron a una larga operación para extraer la bala y reconstruir los huesos de su brazo. Había perdido mucha sangre, pero el médico aseguró a Hulan que se restablecería totalmente. Lo mejor que podía hacer David por el momento era guardar cama y descansar.

El primer día en el hospital, Hulan se sentó en el borde de la cama de David, esperando a que recobrara el conocimiento, mirando distraídamente las noticias de una cadena de televisión local. De repente, las palabras del periodista se abrieron paso en su cerebro. «Deprimido por la muerte de su hijo, el embajador de Estados Unidos en China, William Watson, se ha suicidado esta mañana en su residencia oficial», anunciaba, mientras en pantalla aparecía el cuerpo de Watson siendo sacado en una camilla de la residencia oficial. A esto le siguieron varias tomas de Elizabeth Watson subiéndose a la parte posterior de una limusina y de Phil Firestone realizando una declaración en la que lamentaba la pérdida para Estados Unidos y China de un hombre excepcional.

Hulan llamó a Zai. Este le dijo que había enviado a varios hombres a la embajada para arrestar a Watson (más tarde se preocuparían por la inmunidad diplomática), pero había sido demasiado tarde. Tras abandonar la granja, Watson había vuelto a Chengdu para coger un avión con destino a Pekín, donde su mujer le había echado en cara la muerte de Billy. Incapaz de aceptar las mentiras de su marido, lo había matado. El propio Zai había tomado un avión para entrevistarse con ella, pero el crimen se había cometido dentro de la embajada, por lo que el problema era para los americanos.

Phil Firestone había actuado con rapidez, disponiéndolo todo para que la señora Watson acompañara el cadáver de su marido hasta Washington, donde sería enterrado con todos los honores en el cementerio de Arlington.

David empezó a curarse. Hulan iba al hospital todos los días con botes llenos de sopa. Juntos vieron el final de la historia en la televisión. En la Hora internacional de la CNN, escucharon el panegírico del presidente sobre su viejo amigo, y después sus manifestaciones de corte político sobre el conflicto existente con China. Esperaba que se resolviera, pero si no podía ser, al igual que Big Bill Watson, que durante toda su vida había combatido a los tiranos, tanto en su país como en el ámbito internacional, también él tomaría serias medidas.

– Apágalo -dijo David.

Al contrario que el gobierno de Estados Unidos, los funcionarios chinos prefirieron usar aquel caso como ejemplo. Irónicamente, era improbable que la población china creyera el relato sobre el suicidio auténtico de Liu, dadas las numerosas falsedades políticas que habían oído en el pasado. Aun así, un cuarto de la población mundial contempló cómo el triángulo de hierro se cerraba en torno a otros correos hallados en la Posada de la Tierra Negra, a la joven dependienta de la tienda de souvenirs de Panda Brand, así como a otros que estaban involucrados en el embalaje, venta y transporte de la bilis de oso.

Para el panegírico oficial de Liu, un documento escrito por un comité que determinaría la consideración que habían de recibir él y su familia durante los cincuenta años siguientes, el gobierno sacó a relucir todo tipo de revelaciones deshonrosas, desde el estilo de vida decadente de sus abuelos, pasando por su corrupción en el Ministerio de Cultura, y concluyendo con los asesinatos y el contrabando. De acuerdo con la tradición, los descendientes de Liu eran también examinados. Mientras que a nivel personal, tal vez Hulan no se sobrepusiera jamás a los acontecimientos vividos en la granja de osos, su papel allí evitó que cayera en desgracia. De hecho, en los medios de comunicación había habido ya una breve sucesión de historias para recordar las hazañas de la mártir revolucionaria Liu Hulan, estableciendo paralelismos entre su vida y la de la inspectora.

– Dos suicidios de dos personas tan prominentes deberían atraer la atención de alguien -dijo Hulan un día, tras leer un relato particularmente florido en el Diario del Pueblo.

– Sí, si alguien presta atención -replicó David.

Pero no fue así.


En la mañana del 20 de febrero, se perdió cualquier posibilidad de que toda la historia saliera a la luz cuando se anunció otro acontecimiento de una importancia mucho mayor. Hulan llegó al hospital v encendió el televisor para ver una simple fotografía en blanco v negro sobre un fondo azul con el pie: «El camarada Deng Xiaoping es inmortal.» Más tarde descubrieron que Deng había muerto la mañana anterior. El gobierno había aplazado el anuncio para reducir las manifestaciones públicas espontáneas. China entró en un período de duelo. De boca en boca se transmitió el deseo de que el Festival de las Linternas, la celebración final del Año Nuevo chino, debía cancelarse.

El 23 de febrero, los médicos declararon que David se había restablecido lo suficiente para volar hasta Pekín, pero resultó difícil reservar asiento. Deng era de la provincia de Sichuan, y muchas personas de su aldea habían sido invitadas al funeral en la capital. Hulan utilizó la influencia del MSP y la de su posición como miembro de una de las Cien Familias para obtener los billetes de avión.

El 24 de febrero, la familia de Deng y unos cuantos altos funcionarios se reunieron para un funeral privado. Deng Xiaoping siempre había dicho que quería un servicio frugal y privado. Sus deseos fueron respetados hasta cierto punto. Su mujer, sus hijos y nietos lloraron sobre su cadáver. Hulan, y el resto del planeta, contempló un primer plano en televisión en el que la hija de Deng besaba la mejilla de cera de su padre por última vez. Después el cadáver fue paseado en una minifurgoneta Toyota, ante la mirada de miles de ciudadanos de Pekín, a lo largo de la avenida de la Paz Perpetua, pasando por delante de la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen hasta llegar a Babaoshan, el cementerio reservado a los héroes revolucionarios, donde fue incinerado. Deng había dicho también que quería vivir para ver cómo recuperaba China la soberanía sobre Hong Kong. También este deseo se cumplió sólo a medias; una parte de sus cenizas se esparcieron en el puerto de Hong Kong.

La reciente notoriedad de Hulan le valió ser invitada al funeral al que asistirían diez mil personas, un número considerado propicio por los chinos, en el Ayuntamiento del Pueblo. A las diez de la mañana del 25 de febrero, silbatos y bocinas de coches, trenes, barcos, fábricas y escuelas sonaron en toda China durante tres minutos para señalar el inicio del funeral. Hulan ocupó su lugar con otros Princípes y Princesas Rojos en la planta baja del ayuntamiento. Unas cuantas filas por delante de ella, vio a Nixon Chen y a la señora Yee. Unas cuantas filas por delante de ellos distinguió a Bo Yun y a un par más de los que había conocido en Rumours.

Todos se levantaron para escuchar el panegírico que iba a leer el presidente Jiang Zemin. Al igual que el de su padre, el documento había sido cuidadosamente redactado, y sería estudiado en los años siguientes. En él, se recordaba a Deng por haber sobre-vivido a tres purgas y por crear el socialismo de mercado que tantos cambios había producido en China. Se proclamó que la Revolución Cultural, en la que tanto había sufrido Deng, había sido un «grave error». Se mencionó la sangrienta masacre de la plaza de Tiananmen de la que Deng se había declarado orgullosamente responsable, pero las palabras de Jiang fueron cautas.

Mientras escuchaba, Hulan no pudo evitar preguntarse por el futuro del presidente Jiang. En la calle, la gente se refería a él a veces con el término humorístico maceta, porque se había vuelto tan típico como las macetas como motivo fotográfico. También era propenso a cantar melodías de películas americanas y a recitar pasajes del Discurso de Gettysburg para divertir a los dignatarios extranjeros. ¿Eran aquéllas las acciones propias de un «líder supremo»? Jiang era el comandante en jefe del ejército más grande del mundo, pero ¿tenía el apoyo de sus generales? Nadie conocía aún las respuestas, pero, como en una ópera china, aún quedaban muchos actos por representarse.

Hulan no estaba aún segura de por qué había decidido asistir. Supuso que se debía a haber visto el día anterior a la hija de Deng bañada en lágrimas besando a su padre en la televisión. Pese a sus logros y fracasos políticos, Deng debía de haber sido un buen padre. Debía de haber amado mucho a sus hijos para provocar semejante demostración de emociones en ellos. Tras toda una vida de anhelarlo e intentarlo, Hulan no había sido capaz de crear un vínculo similar con su propio padre. De modo que allí estaba, en el Ayuntamiento del Pueblo, lamentando menos la muerte de Deng que la ausencia de amor de su padre.

A David le hubiera gustado quedarse en Pekín, pero tenía un montón de asuntos sin resolver en Los Angeles. Antes de irse, él y Hulan cenaron con el señor Zai, que acababa de ser nombrado viceministro. Pese a su nuevo cargo, seguía teniendo el mismo aspecto, con la chaqueta raída y el cuello y los puños de la camisa gastados. Zai habló del padre de Hulan con voz entrecortada. Sabía que su amigo era corrupto, pero no había visto razones para sospechar nada más hasta su viaje a Tianjin, y cuando Liu asignó a su hija el caso Watson, supuso que su amigo tenía que estar implicado.

– Tras la muerte de Cao Hua, mi principal preocupación era tu seguridad -dijo Zai a Hulan-. Te quería ver fuera del país, y esperaba que no regresaras.

Hulan inclinó la cabeza y decidieron dejar el tema, pero más tarde, cuando Zai se disculpó para ir al lavabo, David le siguió hasta allí.

– El padre de Hulan habló de altas instancias que le habían ordenado reabrir el caso. Quienesquiera que sean, debían de saber lo que estaba haciendo. ¿Quién se lo dijo? ¿Fue usted? ¿Fue su oportunidad para vengarse de Liu?

– Era mi más antiguo amigo -dijo Zai, que parecía infinitamente cansado-. En lo que a él concernía, prácticamente durante toda mi vida adopté una política de tolerancia. Ni siquiera por lo ocurrido en el pasado hubiera decidido actuar contra él, de no ser porque creía que Hulan estaba en peligro. Eso no lo podía tolerar.

– Entonces ¿cómo lo sabían? -preguntó David.

Zai se limitó a menear la cabeza.


El 1 de marzo, dieciséis días después de los sucesos en la granja de osos, David se hallaba de vuelta en el aeropuerto de Pekín, en una sala de espera privada, con el brazo en cabestrillo. El viceministro Zai, poco acostumbrado aún a tratar con los medios de comunicación, tuvo cierta dificultad en dar un discurso para la prensa local. Sus palabras fueron traducidas al inglés para unos cuantos extranjeros por un joven del Instituto de Idiomas de Pekín. David observó los rostros de Zai, Guang Mingyun y otros del Ministerio de Seguridad Pública que habían acudido al aeropuerto para aquella despedida oficial. Con el rabillo del ojo vio pasar a Beth Madsen junto al cristal que separaba aquella sala del resto de la terminal. Beth abandonaba, o bien, llegaba a Pekín en uno de sus viajes de negocios regulares. Si se marchaba, seguramente irían en el mismo avión. Junto a David se hallaba Hulan. Se habían despedido de manera íntima en casa de ella, sabiendo que en el aeropuerto su conducta debía circunscribirse a las formalidades de rigor.

El viceministro Zai concluyó sus comentarios. La multitud congregada aplaudió. Luego Zai ofreció a David una placa que representaba el Ayuntamiento del Pueblo con caracteres dorados grabados a cada lado. Los dos hombres se estrecharon las manos. Luego le llegó el turno a Guang Mingyun.

– Le agradezco lo que ha hecho, aunque el resultado haya sido perjudicial para la memoria de mi hijo. -Tendió a David un paquete envuelto en sencillo papel marrón y atado con un cordel-. Esto no es más que un pequeño detalle. Por favor, no me avergüence abriéndolo ahora.

También se estrecharon las manos y Guang Mingyun se perdió entre la multitud.

Zai se aclaró la garganta y dijo unas últimas palabras en chino. Los otros asintieron y se alejaron, de modo que sólo Zai, David y Hulan permanecieron allí.

– Una vez más, le agradecemos su ayuda -dijo el anciano-. China es un buen país, pero a veces cometemos errores.

– Nosotros también -dijo David.

– En estos sucesos -prosiguió Zai-, ni China ni Estados Unidos han quedado completamente limpios ni completamente sucios. Murió gente que no debía morir. Estoy pensando sobre todo en el investigador Sun y el agente especial Gardner. Debemos honrar su memoria recordando nuestro último éxito. Espero que en el futuro podamos seguir colaborando para erradicar la corrupción y otros delitos. Aún tengo mucho que hacer aquí, y me temo que usted también tendrá difíciles tareas que realizar en su país, pero creo que hemos tenido un buen comienzo.

– Gracias.

– Gracias. -Zai miró en derredor-. Mantendré alejados a los otros. -Tras estas palabras, salió de la sala de espera y se quedó en la puerta, dejando solos a David y a Hulan.

– Será por poco tiempo -dijo él.

– Lo sé.

– Pronto vendrás.

– Iré.

– Lo prometes.

– Lo prometo.

– Si no vienes, volveré a por ti.

– Cuento con eso -dijo ella con una sonrisa.

Cuando llegó la hora de subir al avión, a David le costó separarse de ella. Cuando caminaba por la rampa hacia el avión, se volvió para mirarla una última vez. Hulan estaba sola, con los ojos secos. Cerca de ella, una anciana barría el suelo. Unos cuantos jóvenes con uniforme del ejército caminaban con la premura de iniciar sus permisos. Un puñado de hombres de negocios pasó por su lado hablando por teléfonos móviles. David dijo adiós a Hulan con la mano y se dio la vuelta.


Después del despegue, David abrió el paquete que le había dado Guang Mingyun. No sabía qué esperar, pero desde luego no hubiera adivinado nunca que era un disquete de ordenador. Lo sostuvo pensativamente durante un par de minutos, balanceándolo en la mano. Cuando se apagó la luz del letrero del cinturón de seguridad, David se levantó y se dirigió a donde Beth Madsen trabajaba en su ordenador portátil. El asiento de al lado estaba vacío.

– ¿Puedo? -preguntó.

– Claro. -Cuando David se sentó, Beth señaló la escayola con la cabeza-. Me alegro de ver que más o menos está de una pieza. ¿Puedo preguntarle qué ha ocurrido?

Después de que David se lo explicara y le diera las gracias por su ayuda, ella respondió:

– No había pasado tanto miedo en toda mi vida, y eso que yo no hice nada.

– Su ayuda fue muy importante para nosotros. No sé qué hubiéramos hecho…

– Ahora todo ha terminado. Eso es lo principal. -Al ver la expresión de David, añadió-: ¿O no?

– Por eso he venido. Tengo que pedirle otro favor.

Le tendió el disquete de ordenador. Ella cerró el fichero en el que trabajaba e insertó el disquete. No tenía contraseñas ni códigos secretos, sino hojas de cálculo en las que se detallaban envíos, fechas de envíos futuros y plazos de pago de disparadores nucleares fabricados por Red Dragon Munitions Company, una sección de China Land and Economics Corporation, y vendidos a un consorcio de generales del Ejército del Pueblo. Pulsando un símbolo apareció otra hoja de cálculo en que se mostraba cómo el consorcio había dispuesto que los disparadores se revendieran a varios países e individuos.

– Sabe qué es esto? -preguntó David.

Beth Madsen sacó el disquete y se lo devolvió.

– No quiero saberlo, y no creo que usted tampoco quiera. -Luego, fingiendo despreocupación, añadió-: Bueno, veamos si podemos conseguir que una azafata nos sirva champán. Creo que lo necesito.

Cuando David vio a Madeleine Prentice y a Rob Butler en la fiscalía, éstos se hallaban ya al corriente de sus actividades en China. Les dio el disquete y ellos no volvieron a mencionarlo. Pero al cabo de varios días pudo comprobar su efecto en pequeñas noticias en las páginas de los periódicos y en crípticos faxes que le enviaba Hulan. Se habían producido nuevos arrestos a ambas orillas del Pacífico. De los llevados a cabo en China, Hulan creía que tal vez David reconociera el nombre del general Li, que, hasta su caída, había formado parte del Comité Central. Era el abuelo de Li Nan, la princesa roja que habían conocido en su visita al club nocturno Rumours.

David no conocía los nombres de los arrestados en Estados Unidos. La mayoría de ellos no eran ciudadanos americanos, pero había un puñado de chiflados que sí lo eran y que también habían comprado disparadores nucleares a través de intermediarios chinos. Hasta entonces, el nombre de Guang Mingyun no había salido en la prensa. David sospechaba que no saldría jamás.

Todo esto, David lo observó con un interés pasajero, puesto que estaba ocupado en sus propios casos. Madeleine le había dado el visto bueno para procesar a Hu Qichen y Wang Yujen. Armado con la información que le había gritado Spencer Lee en su paseo hacia la muerte y mediante mandamiento judicial, David consiguió los registros financieros de Lee Dawei en varios bancos del sur de California y pudo juntar las piezas de un complejo rompecabezas de blanqueo de dinero. David se presentó entonces ante el Gran Jurado y consiguió una acusación. Inmediatamente después del arresto de la cabeza del dragón, toda la organización empezó a desintegrarse. David se pasaba los días entrevistando a testigos que se presentaban voluntariamente. Había trabajado durante muchos años para llegar a aquel momento, pero no se hacía ilusiones. El Ave Fénix había sufrido un duro golpe, quizá incluso hubiera sido completamente derrotado, pero en el vacío que dejaba, otra banda se haría con el poder.

El 13 de marzo, David invitó a Jack Campbell a correr con él alrededor de Lake Hollywood al día siguiente. Por la mañana, el agente del FBI, vestido con chándal, se encontró con David en la entrada del recinto del lago. Mientras realizaban los estiramientos, Campbell bromeó con David por intentar correr con el brazo escayolado, pero David le contestó con tono tenso que así se activaba su circulación y eso le ayudaba a recuperarse. Luego, para relajar el ambiente, David palmeó al agente en la espalda, movió las piernas como si corriera y volvió a los estiramientos.

Emprendieron la marcha a paso lento. Aún era temprano y sólo unos cuantos corredores se les habían adelantado. El aire era fresco y el lago reflejaba el cielo azul. David esperó hasta comprobar que no había nadie más en el sendero; entonces empujó al agente contra la verja, apoyando la escayola bajo el mentón de Campbell para impedir que se moviera. La expresión de sorpresa del agente fue rápidamente reemplazada por una carcajada.

– ¡Qué coño! Es usted muy hábil con esa cosa.

– ¡Dígame de qué iba todo el asunto!

– ¿Qué hay que decir? -preguntó Campbell, intentando encogerse de hombros.

– Todo esto nunca tuvo nada que ver con animales en peligro, ni drogas, ni inmigrantes ilegales, ni las tríadas. Así que, ¿y si cuenta la verdad?

– ¿La verdad? No puedo -dijo Campbell.

David apretó más la escayola contra el mentón del agente.

– Creo que me lo he ganado.

– Parece muy duro para ser un fiscal, pero, oiga, que soy yo quien lleva el arma.

Una leve sonrisa asomó a los labios de David.

– Creo que no.

El agente buscó el arma que llevaba en una pistolera atada a la cintura. Sus ojos se agrandaron cuando se dio cuenta de que no la llevaba.

– Se la he quitado mientras hacíamos los estiramientos.

– No creía que tuviera lo que hay que tener. Tiene cojones, Stark. Lo admito.

– Probemos otra vez.

– ¿Y los demás corredores? -preguntó Campbell, que no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente.

– Me preocuparé por eso cuando lleguen. Hasta entonces, empiece por el principio, y sin mentiras.

– El principio… -dijo Campbell pensativamente-. Supongo que todo empezó con Guang Mingyun. Estaba metido hasta el cuello en esas tretas de los disparadores nucleares. ¿Podíamos demostrarlo? En absoluto. De repente, aparece nuestra oportunidad. Tenemos a un pez gordo y su único hijo es asesinado. Guang quería descubrir al asesino a cualquier precio. ¿Sabe lo que significa? Vino a vernos. Guang sabía que su hijo era un bala perdida, pero estaba dispuesto a correr el riesgo de que lo que descubriéramos resultara una deshonra para él. -Hizo una pausa, reflexionó y luego preguntó-: ¿Qué importa ya, David? Hemos cogido a los malos.

– ¡Acabe!

– Así que vino a vernos, como decía. Tenemos un gobierno práctico, David. Somos un país de mercaderes. Siempre lo hemos sido. Le dijimos, esto tiene un precio. ¿Qué tiene para negociar?

– Los disparadores.

Campbell asintió.

– El nos dijo que había detectado ciertas anomalías en uno de sus negocios. -Cuando Campbell dijo esto, David recordó de repente al padre de Hulan. En Long Hills, Liu había dicho que cualquiera podía aprovecharse de Guang Mingyun. Ciertamente, su hijo le había engañado. Al mismo tiempo, alguien se había entrometido en el negocio del Dragón Rojo-. Guang nos dijo que estaba dispuesto a darnos nombres si le anudábamos. Como gesto de buena voluntad, nos dijo dónde y cuándo se entregaría un cargamento de disparadores. Los arrestos se efectuaron mientras usted hacía su primer vuelo hacia Pekín, pero todos eran gente de poca monta. Pero, verá, Guang nos había prometido ya que nos entregaría a los peces gordos, generales del Ejército del Pueblo, nada menos, si encontrábamos al asesino de su hijo. Un trato como ése no se da todos los días.

– Así que me enviaron a China para cumplir con el trato.

– Alto ahí -dijo Campbell, alzando una mano-. Se está adelantando a los acontecimientos. Sabíamos que Guang es un tipo quisquilloso, pero preferimos hacer negocios con un capitalista como él que con algún desconocido en el futuro. Porque pensamos en el futuro desde hace tiempo. ¿Qué ocurrirá cuando muera Deng? ¿Tomarán los generales el poder? ¿Surgirá algún chalado del Comité Central que se pase por la piedra el capitalismo y la democracia? Tenemos analistas que estudian estas cuestiones y esto es lo que nos dicen: Guang lleva la prosperidad al país. Tiene el apoyo del pueblo. Joder, ese tío tiene consolidado su poder a lo largo de todo el Yangtze. Le mueve el dinero. Eso es algo que nosotros podemos comprender. Así que los de Washington opinan que no es tan malo tener a Guang de nuestro lado. Desde luego nos hemos asociado con otros mucho peores. Para ser claros: tenemos un interés particular en China. Guang Mingyun es alguien con quien nos entendemos. Hablamos el mismo lenguaje. Sólo una cosa le retiene: el Ejército del Pueblo. Nosotros le ayudamos a encontrar al asesino de su hijo y a derribar a los hombres fuertes del ejército. Puede que eso no ocurra hoy, o ni siquiera dentro de un año, pero con el tiempo esperamos nuestra retribución.

– Todo tiene un precio.

– Exacto.

– Parte de ese precio fue Noel.

– Sí, ya lo sé. -Campbell volvió el rostro-. Pero él sabía en lo que se metía. Es un riesgo que corremos todos los días, Stark. -¿Qué hay de Watson?

– El poder corrompe -dijo Campbell encogiéndose de hombros-. Esas cosas ocurren.

– Así que lo sabían.

– Sabíamos algo. -Campbell volvió a alzar las manos y siguió hablando con seriedad-. Comprenda que cuando digo «nosotros» no me refiero necesariamente a mí, ni siquiera al FBI. Yo no hago más que cumplir órdenes. -Dejó caer las manos-. Digamos sólo que lo ocurrido procedía de las altas instancias del gobierno.

David recordó haber oído la misma frase en China. Todo lo que el presidente de Estados Unidos y los funcionarios chinos habían dicho en las últimas semanas había sido un cebo para cazar al embajador, al viceministro Liu y a los generales (culpables todos ellos de distintos delitos) y para impedir que Guang renegara de su promesa. La gente que formaba parte de las «más altas instancias del gobierno» tanto en Estados Unidos como en China habían jugado con las vidas de David y de Hulan con total indiferencia y con la seguridad de que jamás serían descubiertos.

– No éramos más que instrumentos -dijo David amargamente. -Usted quería la verdad, pues ya la tiene.

– ¿Y Hulan?

Campbell intentó asentir, pero David renovó la presión de la escayola.

– Recuerda que tuvo que pasar por una prueba de seguridad para entrar en la fiscalía? -preguntó Campbell-. Conocíamos su relación con una comunista.

David soltó al agente con repugnancia y se alejó unos pasos.

– ¿Cuánto hace que lo sabían? -preguntó, airado.

– ¿Qué importa ya?

– Me importa a mí. ¿ Cuánto hace que usted personalmente sabía lo mío con Hulan?

– Supongo que desde que empezamos a trabajar juntos. El FBI me dio un expediente. Parecía usted un buen tipo, pero nunca se sabe.

– Han estado jugando con nuestras vidas -dijo David, angustiado.

– Fue por una buena causa, Stark. Hemos elegido el lado bueno por una vez. Y usted forma parte de él.

Hubo un tiempo en que un argumento como aquél hubiera convencido a David, pero ya no. Echó una última mirada al hombre que antes llamaba amigo, se dio la vuelta y siguió corriendo solo.

Hulan se hallaba junto a la ventana de la cocina, esperando a que hirviera el agua y contemplando el patio más interior de la vieja mansión familiar. La primavera acababa de empezar y por fin la temperatura empezaba a subir. En el jardín, el emparrado de glicinas que un antepasado había plantado allí hacía más de cien años empezaba también a florecer. Las relucientes hojas verdes del azufaifo se abrían poco a poco.

Se oyó el silbido de la tetera. Hulan echó el agua caliente en la tetera de servir. Mientras reposaba, echó cacahuetes, semillas de melón y unas ciruelas saladas en sendos platillos. Una vez preparada la bandeja, Hulan salió al jardín. Se detuvo un momento bajo la columnata y disfrutó de la escena que tenía ante los ojos. Sentados bajo las ramas retorcidas del azufaifo se hallaban su madre y el tío Zai. El hombre que había permanecido junto a la familia de Hulan en los buenos tiempos y también en los malos, estaba sentado frente a Jinli en un taburete de porcelana. Su cabeza ladeada mientras hablaba con Jinli implicaba una gran intimidad. Hulan se acercó a ellos e, inconscientemente, el tío Zai apartó la mano de Jinli. Hulan dejó la bandeja sobre una baja mesa de piedra y sirvió el té. Los tres permanecieron sentados en agradable silencio, disfrutando del calor del sol.

Tras la marcha de David, Hulan había trasladado a su madre y a la enfermera al hutong, donde las dos se habían instalado en uno de los bungalows que daban al jardín. Jinli no parecía darse cuenta de la ausencia de su marido, y mucho menos de su muerte. De hecho, había experimentado momentos de lucidez cada vez mayores, en los que a veces llegaba a conversar con Hulan durante cinco minutos seguidos. Hablaba sobre todo de sus recuerdos infantiles, del tiempo en que se escondía de su nodriza tras el taller de las tejedoras, de las gardenias que a su madre le gustaba dejar flotando en cuencos de agua que colocaba por toda la casa, de cómo sus tíos practicaban sus juegos malabares v sus volatines allí mismo, en aquel patio, hasta que su madre los echaba.

En aquellos momentos, la voz de Jinli, aunque baja y desacostumbrada a hablar, era tan hermosa como Hulan la recordaba.

Ahora ella podía hacer mucho por su madre. Hulan tenía su propio dinero, claro está, pero además su padre había dejado una fortuna digna de un patriarca de una de las Cien Familias. No eran tierras, ni edificios, ni acciones, sino dinero en metálico. El hecho de que parte de ese dinero procediera de las maquinaciones de su padre perturbaba a Hulan, pero el Ministerio de Seguridad Pública siguió el consejo del viceministro Zai y se negó a confiscarlo. Hulan disponía, por tanto, de dinero suficiente para los cuidados de su madre, para restaurar los edificios del complejo, y aún ahorrar algo para…

– Eeeah -llamó una voz-. Ni bao ma? -La directora del Comité de Barrio, Zhang Junjing apareció en la galería.

– Huanying, huanying -dijo Hulan para dar la bienvenida a su vecina antes de que la señora Zhang llegara al patio-. Entre, tía. ¿Ha comido? ¿Quiere tomar té?

La señora Zhang miró con ansia a los otros dos que estaban sentados.

– Su madre tiene muy buen aspecto.

– Oh, está muy cansada. -La respuesta tradicional, aunque falsa, demostraba el respeto que Hulan sentía por la vida de devoción, deber y duro trabajo de su madre.

Cogió a la señora Zhang por el codo y la condujo de vuelta a la cocina.

– Siéntese aquí, tía, verá el jardín y podremos charlar sin molestar a los otros.

– Muy bien -dijo la anciana con frialdad, comprendiendo que su presencia estorbaba.

– Vamos, vamos, tía, hoy no es día para resentimientos. Todo esto aún es nuevo para mamá. Tenemos que darle tiempo.

– No debería ponerse demasiado cómoda aquí, ¿sabe? Muy pronto vendrán y marcarán nuestras casas para ser derribadas. Luego vendrán las excavadoras y tendremos que mudarnos. Lo que yo digo, ¡vayámonos antes de que nos echen a patadas como perros sarnosos! Iremos a algún sitio moderno. Tendremos lavaplatos.

– No tenemos por qué irnos. No van a derribar nuestro hutong. Nuestro líder supremo vivía a unas manzanas. Nadie tocará su barrio.

– Pero Deng ha muerto.

– Su casa se convertirá en lugar de peregrinación. El gobierno querrá conservarlo todo tal como era cuando él vivía.

– Umm -masculló la anciana pensativamente. Luego se palmeó las rodillas abiertas para señalar un cambio de tema-. Ocurra lo que ocurra, debo seguir cumpliendo con mi deber como directora del Comité de Barrio.

– Por supuesto -convino Hulan.

– Y como tal he venido a verla hoy. -La señora Zhang vaciló, esperando que ella confesaría por propia voluntad y le ahorraría la acusación, pero la joven se limitó a seguir sentada con las manos sobre el regazo y con la vista fija en el jardín y en su madre. La señora Zhang carraspeó-. No la he visto traer a casa productos femeninos en muchas semanas, ni he visto restos en su basura. -Hulan no lo desmintió-. Ya conoce nuestra política de un solo hijo por pareja. Usted no ha solicitado un permiso de embarazo. Sabe también lo que opina nuestro gobierno sobre los hijos fuera del matrimonio…

Sin apartar la mirada de su madre y del tío Zai que seguían sentados bajo el azufaifo con las cabezas juntas al revivir algún recuerdo feliz, Liu Hulan extendió la mano para palmear la de la anciana.

– Se preocupa usted demasiado -dijo-. Ya casi es primavera y se han terminado los rigores del invierno. Es hora de que todos iniciemos una nueva vida en China.


***

Загрузка...