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31 de enero. Los padres


La embajada americana estaba formada por varios edificios amplios de color beige sucio y tejados de tejas grises. En las esquinas de cada alero, una cámara de vídeo hacía su metódico barrido de un lado a otro. El complejo en sí estaba rodeado por una alta verja de hierro forjado interrumpida a intervalos regulares por pilares grises. Inmediatamente después de la verja crecían unos setos ralos y unos árboles letárgicos alzaban sus ramas hacia el cielo sombrío. A lo largo de uno de los lados del complejo, cientos de bicicletas formaban pulcras hileras.

La entrada principal estaba flanqueada por garitas. La de la izquierda servía como la primera de muchas paradas para aquellos chinos que desearan obtener un visado para entrar en Estados Unidos. Varios guardias malhumorados con uniforme verde y negros sombreros de pieles mantenían a raya a sus compatriotas. Al otro lado de la calle, frente a la embajada, la gente aguardaba que le permitieran pasar a la cola preliminar para el visado o a ser llamada para una entrevista. A su derecha, la calle giraba hacia Silk Road, donde destellos de púrpura, rojo y amarillo daban vida a los puestos al aire libre.

Hulan y David cruzaron la puerta, así como varias barreras humanas y físicas, y llegaron a una recepción donde les presentaron a Phil Firestone, secretario del embajador y su mano derecha. A pesar del traje azul de rayas y de la corbata roja de lunares, los cabellos rubios de Phil y su rostro que conservaba aún algo de su redondez infantil le daban un aire decididamente juvenil. Su sonrisa era cordial.

Mientras esperaban a que el embajador atendiera a una visita previa, Phil charlaba sobre su casa y sobre su peripecia para llegar a China.

– Mi familia también es de Montana, de modo que conocemos al embajador y a su familia desde hace tiempo. Mi madre trabajó en la campaña senatorial de Bill Watson y yo tuve la suerte de entrar a formar parte de su personal en Washington. Cuando el presidente nombró embajador al senador Watson, aproveché la oportunidad para venir a Pekín…

– Está usted casado? -preguntó David por seguir con la conversación.

– No, supongo que por eso no me importa estar desarraigado. Puedo seguir al embajador sin preocuparme por el efecto que eso causaría en una mujer o unos hijos. Sé lo difícil que puede ser esta vida para algunas familias. -Al darse cuenta de que quizá sus palabras no eran excesivamente diplomáticas delante de Hulan, Phil intentó enmendar su error-. No quiero decir con eso que Pekín no sea maravilloso. Personalmente adoro a su gente.

– No se preocupe, señor Firestone -dijo ella-. También yo he vivido en el extranjero. Sé lo difícil que es estar lejos de casa. Creo que sobre todo eché de menos la comida.

– Madre mía, lo que daría yo por una hamburguesa a veces.

– Aquí hay McDonald's.

Phil Firestone rió afablemente y luego consultó su reloj.

– El embajador debe de estar libre -dijo, y los condujo a un despacho contiguo-. Si esperan aquí, el embajador estará con ustedes enseguida -añadió, y se fue, dejándolos solos.

David estaba algo irritado, pero Hulan mantenía la apariencia de una absoluta serenidad. Su cuerpo permanecía inmóvil y contenido, pero sus ojos vagaron por la habitación, desde la bandera de Estados Unidos, que colgaba tras la mesa, hasta los sellos y placas oficiales de las paredes y el cowboy de bronce de Frederic Remington que había sobre la mesa. Sin embargo, por dentro Hulan estaba furiosa. El embajador tenía la inteligencia suficiente para saber que los chinos valoraban en mucho la puntualidad, por lo tanto, su grosería era intencionada.

– Lamento haberles hecho esperar. -La voz del embajador les llegó antes incluso de que hubiera entrado en la habitación-. He estado ocupado todo el día con los problemas que tenemos ahora mismo. -Extendió la mano-. David Stark, supongo. He oído hablar muy bien de usted.

– Es un placer.

– Y, por supuesto, no he olvidado a la inspectora. -Los azules ojos del embajador se posaron sobre Hulan-. Debo confesar que no esperaba volver a verla.

– Las cosas no salen siempre como queremos -admitió Hulan. El embajador pareció desconcertado, pero al punto dejó escapar una estridente carcajada.

– Tiene usted sentido del humor. Bien -dijo, señalando un sofá de piel roja-. Por favor, pónganse cómodos. ¿Phil? -llamó-. ¿Dónde está Phil? ¿Phil?

El ayudante asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Señor?

– Creo que nos vendría bien un café, ¿o prefiere usted té?

– Café, gracias -musitó Hulan.

– Café, pues, Phil. -El embajador se sentó frente a ellos en un sillón de orejas de piel roja a juego con el sofá. Sonrió y luego se dirigió a su compatriota-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Ante todo -empezó David-, permítame decirle que lamento mucho la pérdida de su hijo. Comprendo que no debe de ser fácil hablar de ello. -El embajador guardó silencio con mirada distante. David prosiguió-. La inspectora Liu me ha dado muchos detalles de la muerte de su hijo. Como supongo que usted ya sabe, son extraordinariamente similares a los que hallamos en el caso del hijo de Guang Mingyun.

– No pude ayudar a la inspectora en su momento. No veo cómo puedo ser de ayuda ahora.

– Si quisiera usted contestar a unas cuantas preguntas… El embajador exhaló un suspiro.

– Adelante.

– Conocía usted a Guang Henglai?

– No nos habíamos visto jamás.

– Sin embargo -le interrumpió Hulan-, he visto por las fotografías que sí conoce a su padre.

– ¿Cómo podría desarrollar mi trabajo en Pekín y no conocer al estimado señor Guang?

– ¿Pero está seguro de que no vio jamás a su hijo?

– Inspectora, no creo que necesite recordarle que usted y yo tuvimos nuestras diferencias. Cuando respondo a una pregunta, no debe esperar nada más que la verdad de mí, como persona y como embajador de mi país. Ya he dicho que no conocía a Guang Henglai y ésa sigue siendo mi respuesta.

– Quizá pueda decirnos algo sobre su hijo -sugirió David tras un embarazoso silencio. El embajador se encogió de hombros.

– Cómo puede un padre describir a su único hijo? Billy era un buen chico. Naturalmente, se vio envuelto en las típicas riñas de instituto, pero, señor Stark, estoy convencido de que tanto usted como yo tuvimos la misma clase de problemas.

– Tengo entendido que estudiaba en la universidad.

– Me nombraron para este cargo justamente cuando Billy se graduó en el instituto. Él decidió, y Elizabeth y yo estuvimos de acuerdo, que debería tomarse un año libre para venir aquí. ¿Qué mejor educación para un joven que un año en el extranjero? Pero después de ese año creí que sería mejor que Billy iniciara su educación universitaria. No quería que se retrasara excesivamente con respecto a sus compañeros. Le admitieron en la Universidad del Sur de California.

– ¿Qué estudiaba? -preguntó Hulan.

– No debe de tener usted demasiado contacto con jóvenes estadounidenses. Estudian lo que quieren.

– ¿No sabe qué estudiaba? -insistió Hulan.

– ¡Acabo de responderle! ¡Si piensa preguntarme dos veces cada cosa nos pasaremos aquí todo el día!

Esta vez fue la entrada de Phil Firestone la que rompió la embarazosa pausa en la conversación. El ayudante del embajador se hizo cargo de la situación con diplomática destreza.

– Aquí tienen -dijo animadamente, depositando una bandeja de plata sobre la mesa-. Café, azúcar y crema. Señor Stark, seguramente no sabe usted lo difícil que es encontrar auténtica crema para el café en Pekín. Es un auténtico lujo.

– Eso es todo, Phil. Gracias.

– Sí, señor -dijo Phil, cambiando de registro-. Llámeme si necesitan algo más. -Y se fue.

– Embajador, voy a ser franco -dijo David-. Me sorprende su hostilidad. Sin duda habrá aceptado usted ya el hecho de que su hijo fue asesinado. Nosotros no hacemos más que intentar descubrir por qué y cómo, y lo que es más importante, quién lo hizo.

– Sí, lo sé.

– Por favor, intente responder a las preguntas de la inspectora.

– No sé qué estudiaba mi hijo. Estudiaba en la USC. Vivía en una residencia para estudiantes. Sólo venía a casa por vacaciones. Supongo que Elizabeth y yo pensábamos que era más importante que Billy pareciera feliz que saber qué asignaturas estudiaba.

– Muy justo. Así pues, ¿con qué frecuencia veían a su hijo?

– Venía a pasar las vacaciones invernales y parte del verano. -El embajador miró a Hulan con una leve inclinación de cabeza-.

Como usted sabe, el verano en Pekín puede ser horrible.

– ¿Traía amigos a casa?

– ¿Se refiere de California, durante las vacaciones? No, nunca.

– ¿Solía salir con alguna persona en particular cuando estaba aquí? -preguntó David.

– No lo sé. No lo creo.

– ¿Qué le gustaba hacer en Pekín?

– Detesto admitirlo, pero no lo sé. Soy un hombre terriblemente ocupado. Cuando Billy estaba aquí, dormía hasta tarde. Cuando se levantaba, seguramente yo ya estaba en mi tercera reunión del día. Por lo general, cuando yo volvía a mi residencia, él había salido ya.

– ¿Adónde iba? ¿Con quién?

– Señor Stark, sencillamente no lo sé. Era un universitario. No creía que fuera correcto interrogarle sobre sus actividades.

– Quizá la señora Watson sepa algo más -sugirió David.

– ¿La señora Watson? -El nombre quedó como suspendido en el aire-. Sí, mi mujer. Quizá ella pueda ayudarles.

– ¿Podemos verla?

– Está en la residencia -dijo él con tono vacilante.

– ¿Pero?

– Créame, tengo más interés que nadie en que se encuentre al asesino de Billy, pero Elizabeth está… ¿cómo decirlo? La muerte de Billy ha supuesto un terrible golpe para ella. No quiero que sufra más. Supongo que ustedes lo comprenderán. ¿Podrían darme un par de días y dejarme hablar con ella primero?

David se volvió hacia Hulan, que se había mantenido notablemente callada desde el primer estallido de Bill Watson. Hacía muchos años que David no veía a Hulan, pero aún podía reconocer la mirada de furia que acechaba tras su plácida fisonomía.

– ¿Inspectora Liu? -dijo David, esperando que ella supiera dominarse.

Hulan accedió con una breve inclinación de la cabeza. La expresión preocupada del embajador Watson se convirtió en franca sonrisa.

– Bien -dijo asintiendo enérgicamente. Se levantó y tendió la mano a David-. Haré que Phil le llame en un par de días.

Tan pronto estuvieron en el asiento de atrás del Saab, la cólera de Hulan se impuso sobre su prudencia. Sabía que Peter les escuchaba, pero sus emociones pudieron más que ella.

– No necesito que me proteja.

– ¿Protegerla? No la estaba protegiendo.

Delante, Peter era todo oídos.

– ¡Adelante!

– ¿Hacia dónde?

– Las oficinas de China Land and Economics Corporation. Sin decir una palabra, Peter dio marcha atrás y salió del complejo.

Hulan no quería mirar a David. Cuando le habló, lo hizo en voz baja y con tono amargo.

– Ha intentado protegerme en todo momento.

– No he hecho nada parecido.

– ¡Interrumpió mi interrogatorio!

– Quizá, pero piense en una cosa. Usted no le gusta. No pensaba contestar a sus preguntas. ¿A qué cree que es debido?

Hulan se volvió hacia él y David vio la tirantez de su expresión al contestar.

– Este es mi caso y mi país.

– Sí, bueno, no es que quiera amargarle el día ni nada parecido, pero lo cierto es que no ha conseguido gran cosa. De hecho, el embajador ni siquiera la habría recibido de no ser por mí.

– Sabe por qué le detesto, David Stark? Porque discute como un abogado.

– Soy abogado, y usted también.

Hulan volvió la cabeza hacia el otro lado.

– Supongo que ésta es nuestra primera pelea -dijo David, pensativo, y añadió, al ver que ella no decía nada-: Aunque creo que en realidad no es la primera…

Hulan se volvió para mirarlo de repente, pero esta vez, en lugar de ira, David vio en su rostro la misma cautela que el día anterior en el Ministerio de Seguridad Pública. Hulan le señaló la nuca de Peter con la mirada.

– Claro está que en mi país -continuó David animadamente-, los colegas como nosotros siempre tienen desavenencias. Forma parte de las investigaciones, de los juicios. Aquí nos encontramos en circunstancias poco habituales. Creo que sería mejor que intentáramos respetar nuestros diferentes métodos y trabajar juntos.

– Efectivamente.

– Dígame, inspectora Liu, ¿ha cambiado en algo el embajador desde que lo vio por última vez?

– Sigue siendo un americano arrogante.

– ¿De modo que por eso le provocó?

Hulan sonrió por fin y lanzó una mirada furtiva a Peter, que por una vez había abandonado los epítetos pintorescos para oír mejor.

– En el MSP tenemos libertad para interrogar a los testigos a nuestra manera.

– Eso he oído -dijo David irónicamente.

– Pero yo procuro que los testigos hablen por sí solos. Somos un pueblo reticente, señor Stark. Todo el mundo en este país conoce el poder del MSP, pero algunas veces no hay presión más efectiva que la de la dominación. Yo lo llamo el poder del silencio.

– Yo también lo utilizo. Un testigo se siente obligado a llenar ese silencio. De ese modo he conseguido algunos de mis mejores resultados.

– Sí, eso también, pero yo hablo de algo más. En China, cuando te permiten pensar, cuando te conceden la libertad de hablar cuando quieras, se crea una situación en la que bajas la guardia y empiezan a fluir tus pensamientos.

– ¿Cree usted que eso no serviría con el embajador?

– Los americanos tienen toda la libertad que necesitan., quizá demasiada. Creo que el embajador usaría ese tipo de silencio para inventar una buena historia.

– Pero ¿por qué?

– No lo sé.

– Cuando miro a ese hombre, veo a un político, nada más.

– Creo que lo que pasa es que no le gusta.

– Eso es cierto. Hay algo en ese hombre que… ¿cómo lo dicen los americanos? Me da mala espina.

– Yo diría que es lo contrario -dijo David.

– Quizá. -Volviendo a mi primera pregunta, ¿es diferente?

– Actúa de la misma forma; es el mismo fanfarrón, desde luego.

– A mí no me ha parecido un hombre que acaba de perder a su hijo.

– La gente se enfrenta al dolor de muchas maneras -dijo Hulan pensativamente, y se volvió para mirar el tráfico. Peter lanzó una elocuente ristra de frases por la ventanilla.


Las oficinas centrales de China Land and Economics Corporation eran una resplandeciente torre de cristal y granito blanco. En el vestíbulo se exponía una colección fotográfica de las muchas inversiones de la corporación: presas que contenían la fuerza de ríos traicioneros, satélites que navegaban por el espacio, municiones saliendo de una cadena de montaje, miles de obreros fabricando zapatillas deportivas, saludables campesinos utilizando maquinaria moderna para aumentar la productividad agrícola, médicos prescribiendo medicinas a madres sonrientes con sus hijos. En el centro del vestíbulo, en unas vitrinas de cristal y cromo se ponían de relieve las diferentes divisiones y filiales de la corporación: la Compañía de las Diez Mil Nubes fabricaba parkas y sombreros y botas para la lluvia; la Compañía el Tiempo de Hoy fabricaba relojes chinos rojos que tenían brazos de políticos eminentes como manecillas; la Compañía Farmacéutica Roya del Panda envasaba ginseng, polvos de hierbas, flores secas y cornamenta de ciervo desmenuzada.

A David y a Hulan los acompañaron directamente al elegante despacho de Guang Mingyun. Los muebles de palo de rosa y línea moderna tenían un cálido brillo. Varios ramos de nardos y lirios rojos llenaban la habitación con su fragancia. Los cuadros de las paredes (telas de color carmesí con caracteres en negro) ponían un contrapunto espectacular y totalmente moderno a la vista que se observaba por encima de los muros rojo sangre de la Ciudad Prohibida.

– Huanying, huanying -saludó Guang Mingyun, levantándose para recibirlos-. Bienvenidos, bienvenidos -añadió, pasando a un inglés impecable.

– Qué tal está usted, señor Guang? -dijo Hulan-. Permítame presentarle al ayudante de fiscal David Stark.

– Estoy en deuda con usted por haber venido hasta aquí. Pero, siéntense, por favor, siéntense. ¿Han comido ya? ¿Les apetece té?

– Señor Guang, hemos comido ya. Y ya hemos tomado té antes de venir -dijo Hulan.

Mientras Guang Mingyun seguía debatiendo cortésmente con Hulan si bebía o no bebía té, David comprendió por qué el hombre de negocios había tenido tanto éxito. Patrick O'Kelly le había dicho que Guang tenía setenta y dos años, pero por su aspecto parecía un hombre en la flor de la edad: dinámico, en buena forma física y astuto; estrechaba la mano con firmeza. Era el primer chino que conocía David (cierto es que no había conocido a muchos) que hablaba con seguridad, que no parecía preocuparle que alguien espiara sus conversaciones. La tristeza de sus ojos marrones era el único signo de duelo.

– Tomarán té -decidió Guang Mingyun, y su secretaria salió discretamente del despacho andando hacia atrás.

– Señor Guang -dijo Hulan con las manos delicadamente posadas sobre el regazo-, lamentamos molestarle en estas circunstancias…

– Quiero darles al fiscal Stark y a usted toda la información que tenga.

– ¿Tiene la menor idea de por qué su hijo se hallaba en el Peonía de China?

Jamás había oído hablar de ese barco, y estoy seguro de que mi hijo tampoco. Es algo que me tiene absolutamente perplejo y me es imposible explicarlo.

– ¿Es usted consciente, señor Guang, de que la muerte de su hijo puede estar relacionada con la del hijo del embajador?

– Lo soy, pero también me tiene perplejo. ¿Cómo es posible que tanto a Billy como a mi hijo les ocurriera algo tan terrible?

– Conocía usted a Billy Watson? -preguntó David con incredulidad.

– Por supuesto que conocía a Billy Watson. Era el mejor amigo de mi hijo. Siempre estaban juntos.

– Hábleme de ellos -pidió Hulan, sin sorprenderse-. ¿Cómo se conocieron? ¿Qué hacían juntos?

Guang Mingyun bajó la voz al describir la relación de los dos chicos. Se habían conocido durante el primer verano de Watson como embajador en China. Guang Mingyun había celebrado una fiesta en su casa a la que había asistido toda la familia Watson. Poco después, los dos chicos eran amigos y pronto Billy se convirtió en visitante asiduo en la casa de Pekín de los Guang y en su villa de recreo en la playa de Beidaihe.

La conversación se interrumpió cuando entró la secretaria de Guang Mingyun para servir el té en tazas de cerámica de Cantón, exquisitamente decoradas a mano con escenas femeninas entre pagodas, y disponer los cuencos de semillas de melón, cacahuetes y ciruelas saladas. Guang Mingyun reanudó su relato en cuanto salió la secretaria. Dos años atrás, tras graduarse en la Escuela Secundaria 4 (donde se educaban los hijos de las familias principales de Pekín), Henglai había solicitado el ingreso en la Universidad del Sur de California y había sido aceptado. Guand Mingyun había permitido a su hijo que se fuera a estudiar a Los Angeles únicamente porque Billy Watson también estudiaría allí. Un año después, cuando Henglai decidió que no quería seguir estudiando y que quería volver a Pekín, su padre se alegró sobremanera. Nuestro hijo era lo más importante para mi mujer y para mí. Nunca nos gustó que estuviera lejos de casa.

– Cuando volvió, ¿qué hizo? ¿Trabajó con usted?

– A mi hijo no le interesan los negocios, pero es joven -respondió Guang Mingyun, pasándose al presente sin darse cuenta-. Tiene su propio apartamento. Tiene sus amigos. Aún es un muchacho. Todo es diferente hoy en día, no es como en la época en la que crecimos usted y yo, inspectora. Estos chicos no saben lo que es luchar. No entienden lo que es trabajar duro. Así que, me digo a mí mismo, si quiere divertirse con sus amigos, sobre todo con Billy, ¿qué mal le puede hacer? En la actualidad, debería alentarse la relación entre los dos países. Todos nos beneficiaremos de amistades como ésas, y mientras tanto, mi hijo crecerá.

– ¿Existe posibilidad de que su hijo intentara huir a América? -preguntó Hulan-. ¿Quería emigrar?

– No, aquí tenía todo lo que podía desear.

– Algunos jóvenes quieren irse de China.

– Inspectora Liu, si lo que intenta es que diga algo en contra de nuestro país, no lo conseguirá. Mi hijo tenía todas las oportunidades del mundo en China. Además, podía ir y venir de América siempre que quisiera.

– ¿Quiere decir que seguía visitando Estados Unidos?

– Desde luego. -Guang Mingyun se levantó, se dirigió a su mesa y la abrió-. Aquí tengo el pasaporte de mi hijo. Como puede usted ver, no tenía problema alguno para obtener los visados. Eso era porque siempre volvía a casa.

Hulan cogió el pasaporte, pero no lo abrió.

– ¿Puedo quedármelo?

– Por supuesto.

– Hábleme de sus amigos -pidió Hulan después de meterse el pasaporte en el bolso.

– ¿Qué voy a contarle? Usted ya sabe quiénes son. Y ya sabe dónde encontrarlos.

– Señor Guang, gracias por su ayuda. -Hulan se levantó para marcharse.

– Perdóneme -dijo David-, pero yo tengo algunas preguntas. ¿Qué negocios tiene usted en Estados Unidos?

David notó que el ambiente cambiaba en la habitación. Hulan volvió a sentarse y a sumir su anterior postura, pero apartó la vista como si no formara parte de la conversación. Mingyun apretó los dientes hasta convertir su boca de labios carnosos en una línea.

– Tengo inversiones en estados Unidos, pero no sé qué relación pueden tener con su investigación.

– Creo que es importante estudiar todas la posibilidades- explicó David -. A su hijo lo hallaron en un barco que supuestamente pertenecía al Ave fénix. ¿Conoce usted a esa banda?

– No.

– ¿Ha oído hablar del Ave Fénix?

– He oído hablar de ellos, claro, pero no sé nada de ellos.

– Dígame, ¿quién orienta sus inversiones en Estados Unidos?

– China Land and Economics Corporation -dijo Guang después de un suspiro de resignación- es una compañía muy grande, lo que llamaríamos una multinacional. No conozco a todos mis socios por el nombre. Si lo desea, le pediré a mi secretaria que le haga una lista.

– ¿Y sus relaciones personales con Estados Unidos?

Guang Mingyun cambió al chino para hablar con Hulan. Ella respondió y volvió a apartar la vista.

– Tengo parientes en Los Angeles que abandonaron China antes de la liberación -dijo Guang con frialdad-. Yo no los he visto nunca, pero ofrecieron su hospitalidad a mi hijo durante las visitas que hizo.

– ¿Y sus nombres?

– No tienen nada que ver con todo esto.

– Responda a la pregunta, por favor.

– Mi secretaria le proporcionará esa lista también.

– Tengo entendido que está usted muy metido en negocios de importación y exportación.

– Cierto -convino Guang con falsa modestia-. Traigo aquí un poco de esto y envío fuera un poco de aquello.

– Es decir…

– Hemos importado coches de lujo: Mercedes, Cadillacs, Peugeots, Saabs. Exportamos zapatos, camisetas, pieles, juguetes, adornos navideños. Gran parte de este trabajo se realiza en el interior.

– ¿En qué provincia? -preguntó Hulan.

– Sichuan -respondió Guang.

– Es bueno que lleve usted la prosperidad…

David no iba a permitir que las cortesías de Hulan lo desviaran de su propósito.

– Qué me dice de los inmigrantes? ¿Forman parte también de sus exportaciones?

– No sé de qué me habla.

– Sabe usted, señor Guang, que se sospecha que el Ave Fénix tiene dinero en el Chinese Overseas Bank de California?

– Yo no tendría conocimiento de ello aunque fuera cierto.

– Pero usted es el dueño del banco.

– Es uno de mis negocios.

– Señor Guang -dijo Hulan, cambiando de postura-, debe usted perdonar los modales de nuestro amigo americano. Creo que es mi deber asegurarle que el Ministerio de Seguridad Público no tiene conocimiento -el énfasis que dio a sus palabras subrayaba el aparente desagrado que le causaban los métodos americanos- de ningún hecho delictivo cometido por usted ni por su hijo. El ministerio tiene el mayor de los respetos por Guang Mingyun y su familia. Así es como debe ser. Pero yo debo pensar en su hijo. Sé que usted quiere averiguar qué pasó. Sé que usted quiere llevar a los indeseables que lo mataron ante la justicia.

– Eso es cierto, inspectora.

– Y también sé que usted quiere ayudar al ministerio en su trabajo.

– Por supuesto. ¿Qué puedo hacer?

– Podríamos visitar la casa de Henglai? Tal vez descubramos algo que nos ayude a conocerle. Podría ayudarnos a atrapar a su asesino.

– Que su chófer les lleve a la Capital Mansion de la calle Xinyuan del distrito Chaoyang.

Mientras David y Hulan se ponían los abrigos, Guang recobró su anterior actitud jovial.

– La próxima vez celebraremos un banquete.

– Es usted demasiado generoso en su hospitalidad, señor Guang -dijo Hulan.

– Transmítale mis saludos a su padre, se lo ruego -dijo él mirándola a los ojos.

– Así lo haré, y espero que transmita usted el más profundo pésame de nuestra familia a la señora Guang.

– Uno de los dos hombres miente -dijo David cuando se hallaban en el ascensor.

Hulan clavó la vista en los números electrónicos mientras el ascensor proseguía su rápido descenso.

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