6

30 de enero, Ministerio de Seguridad Pública


David despertó bruscamente a las tres de la madrugada. Durante un rato dio vueltas en la cama, intentando volver a dormirse. A las cuatro se levantó, buscó un folleto donde se detallaran las instalaciones y horarios del hotel, y descubrió que el desayuno no se servía hasta las siete. Demasiado cansado para leer o realizar algún trabajo, encendió el televisor para ver el canal internacional de la CNN. Qué extrañas resultaban las noticias en aquella parte del mundo. Vio un reportaje sobre críquet en Inglaterra y fútbol en la India. Vio un documental sobre el sultán de Brunei, y escuchó con vago interés un reportaje sobre varios ciudadanos chinos a los que habían arrestado cuando intentaban introducir componentes para un disparador nuclear en el norte de California.

A las seis, descorrió las pesadas cortinas y observó un amanecer frío y sepulcral. Justamente por debajo de su ventana, discurría sinuoso el río Liangma. Al otro lado del río, que no parecía más que un canal, se alzaban el hotel Kempinski y los Grandes Almacenes Kempinski, de capital alemán. A la izquierda de David, al otro lado de una amplia carretera y una autopista elevada, distinguió el hotel Kunlun.

David sabía que sólo el ejercicio le despejaría la mente. Se puso un chándal y bajó a recepción para preguntar por un lugar donde pudiera correr. Cuando el recepcionista le sugirió que utilizara el aparato del gimnasio del hotel, David decidió arriesgarse a salir al exterior.

Antes de abandonar Los Angeles había buscado información meteorológica de Pekín en los periódicos. Aun así, no estaba preparado para el frío glacial con que se encontró en cuanto traspasó la puerta giratoria del hotel. Dos porteros observaron a David con asombro cuando éste les saludó con una inclinación de cabeza y salió corriendo por el sendero que bordeaba el río. El frío le hirió los pulmones y los ojos, pero cuando sus músculos empezaron a calentarse con el ejercicio y su cuerpo adoptó un ritmo cómodo, empezó a mirar en derredor. Donde acababan los jardines del hotel empezaba una serie de edificios bajos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aquel barrio residencial parecía antiguo, ennegrecido por el paso del tiempo, separado del mundo moderno. Asomándose a las pocas calles que se intercalaban entre los edificios, vio ropa congelada sobre palos de bambú, montones de basura, una bicicleta apoyada en una tinaja de barro. En una ocasión tropezó con la mirada de una mujer que arrojaba el contenido de un cubo por la puerta de su casa. Vio a un viejo cargando grandes cestos en un bote. Algunos los llevaba cómodamente a la espalda, pero otros le hacían inclinarse hasta tocar casi las rodillas con el rostro.

Cuanto más corría David, más gente veía. Eran los madrugadores, abrigados con gruesas chaquetas acolchadas, que pedaleaban en sus bicicletas o caminaban pesadamente hacia el trabajo o la escuela. David vio rostros curtidos por la edad y las penurias. Vio los dulces rasgos de niños que parecían salidos de los libros de cuentos, pero que caminaban, se deslizaban y reían a lo largo del sendero con sus mochilas y carteras al hombro. Los pocos adolescentes con los que se cruzó parecían a punto de morir de frío. Vestían lo que David comprendió que debía de ser su versión de la última moda. Las mujeres llevaban mallas y pañuelos de brillantes colores; los hombres llevaban tejanos y pañuelos negros; ambos sexos completaban su atuendo con chaquetas de cuero y botas del ejército.

En los días que seguirían, a medida que David convirtiera aquel circuito en parte de su rutina diaria, su presencia se haría más familiar, pero por el momento, la mayoría de la gente hizo todo lo posible por no prestarle atención. Otros lo miraron con asombro. David imaginaba lo que pensarían: sólo un extranjero podía ser tan increíblemente raro para correr con un tiempo como el que hacía. Unas cuantas personas llegaron incluso a increparle en chino. David no conocía el idioma, pero era lo bastante culto para distinguir la diferencia entre el cantonés, que prevalecía en Los Angeles, y el mandarín de Pekín, con su abundancia de sonidos shi, zhi y ji.

De vuelta en el hotel, se dio una ducha y bajó a desayunar. Inspeccionó el bufé, pasando por alto las albóndigas cocidas al vapor y las gachas de arroz con pescado salteado en favor del beicon con huevos revueltos. Se pasó el resto dé la mañana ocioso, leyendo el International Herald Tribune y viendo la CNN en su habitación. No le gustaba esperar, pero no sabía qué otra cosa hacer.

Con ayuda de un mapa, comprobó que estaba lejos de cualquiera de las atracciones turísticas de la ciudad, y no le apetecía lo más mínimo aventurarse en el barrio por el que había estado corriendo. Con sus muros y sus residentes exclusivamente chinos, que parecían vivir apenas por encima del límite de la pobreza, aquella zona no parecía apropiada para hacer turismo. No quería arriesgarse a meterse en líos presentándose en algún lugar donde molestara su presencia o adonde no debiera haber ido. Pero mientras esperaba en su habitación a que dieran las doce, otra parte de sí mismo quería decir «A la mierda, estoy en la otra punta del mundo. Esto es una aventura. Puedo hacer lo que quiera».


Los que visitan Pekín no pueden pasar por alto su categoría imperial. David también se daría cuenta, tan pronto como Peter lo sacara del distrito Chaoyang, donde se hallaba el hotel, y lo llevara al Ministerio de Seguridad Pública, donde se encontraban los distritos de la ciudad oriental y la ciudad occidental. La Ciudad Prohibida, residencia de los veinticuatro emperadores de la dinastía Ming y la dinastía Qing que habían conducido él mandato divino a lo largo de sus reinados, se halla en el corazón mismo de la ciudad. Todo lo demás se extiende desde allí a lo largo de dos ejes puros: norte-sur y este-oeste. El amplio bulevar Chang An, la avenida de la Paz Perpetua, discurre del este al oeste frente a los muros de la Ciudad Prohibida, dividiendo la ciudad en los sectores norte y sur. Justo al otro lado de la calle, frente a la Ciudad Prohibida, se halla la amplia extensión de la plaza de Tiananmen. Más allá, la calle Quianmen se dirige hacia el sur, mientras que al otro lado de la Ciudad Prohibida, la calle Hataman se dirige hacia el norte. Estas dos calles dividen a la ciudad por su eje este-oeste.

La disposición de Pekín recuerda el concepto tradicional del yin y el yang. El yin representa el norte: noche, peligro, mal, muerte. Los primeros bárbaros, los mongoles, procedían del norte. Los emperadores, que solían ser invasores, también vivían en el «norte» de la Ciudad Prohibida. A los residentes se les advertía que no debían insultar al emperador escupiendo, orinando o llorando de cara al norte. Las casas y los negocios en Pekín, como en la mayoría del territorio chino, se abren al sur, permitiendo que el sol penetre a raudales con los atributos del yang: luz diurna, refugio, bondad, vida.

Para controlar este modelo a lo largo de los siglos, los chinos han construido muros. El antiguo imperio estaba protegido por la Gran Muralla del lejano norte. Macizos muros con puertas en los cuatro puntos cardinales defendían la antigua ciudad. El emperador se fortificaba tras los altos muros de la Ciudad Prohibida. Incluso sus súbditos, pese a su docilidad, se protegían de bandidos y vecinos ruidosos viviendo tras los muros que cerraban sus patios. Dado que la ley china decretaba que ningún edificio podía ser más alto que el trono del emperador, las casas eran todas bajas, como las que había visto David durante su recorrido de la mañana. Entre ellas discurrían los hutongs, un antiguo laberinto de calles estrechas. Es la maraña de hutongs lo que da a Pekín su carácter humano.

Hasta la última década del siglo xx, un pequinés podía cruzar la ciudad sin abandonar los vecindarios de hutongs, pero en la época en que David Stark fue a Pekín, los terrenos en la ciudad llegaban a alcanzar los seis mil dólares el metro cuadrado; y de repente los hutongs parecían obsoletos. Cientos, miles de casas, viejas mansiones, ostentaban el ideograma chino que significaba «para derribar» pintado de un blanco brillante. Dos tercios al menos de los antiguos barrios iban a ser arrasados para abrir paso a grandes edificios de apartamentos. Familias enteras que, por supuesto, no tenían títulos de propiedad de sus propias casas se veían obligadas a recoger sus pertenencias y, con nuevos permisos de residencia, eran enviadas a los rascacielos de las afueras de la ciudad en desarrollo. Lejos de sentirse desdichados por perder sus hogares, la mayoría de residentes estaban encantados de abandonar los barrios atestados, las casas desvencijadas y las instalaciones primitivas.

Al llegar al término del siglo, según los agresivos urbanistas de Pekín, sólo tres de los barrios de hutongs habrán escapado de la demolición. Dos de ellos se hallan al este de los lagos imperiales de Shisha y Bei Hai. El tercero está junto al extremo oeste de la Ciudad Prohibida y el complejo Zhongnanhai, donde viven los líderes comunistas. Liu Hulan vivía en el hogar ancestral de su madre, una mansión tradicional situada en la seguridad del hutong cercano al lago Shisha.

La casa pertenecía a la familia de la madre de Hulan desde hacía siglos. La familia Jiang había sido bendecida con sucesivas generaciones de artistas imperiales: acróbatas, titiriteros y cantantes de la ópera de Pekín. Pero tras la caída manchú, la familia se había visto en circunstancias difíciles. La madre de Hulan, Jiang Jinli, joven, hermosa y con talento, había acabado huyendo para unirse a la revolución. En el campo, aprendió canciones y bailes campesinos; a cambio, ella enseñó a los campesinos canciones revolucionarias.

Cuando regresó a Pekín con Mao y sus tropas en 1949, sus familiares habían huido al campo, para desaparecer en provincias remotas, o bien habían sido asesinados. Pero Jinli no perdió el tiempo en lamentaciones. Estaba dispuesta a formar una nueva familia con un origen revolucionario. Su marido, que era apuesto, joven y valiente en la batalla, también había dado la espalda a su familia. El Partido les perdonó su pasado, pero no lo olvidó. En consecuencia, asignaron al padre de Hulan al Ministerio de Cultura. El Partido decidió que el mejor lugar para una pareja de recién casados sería la antigua mansión de la familia Jiang, dado que la de los Liu había sido destruída. Allí, Jiang Jinli serviría como ejemplo viviente para sus vecinos de que, incluso con un pasado absolutamente burgués, en la nueva China una persona podía rehabilitarse mediante el duro trabajo y la devoción a la revolución.

Hulan era la única que vivía allí cuando David llegó a Pekín. Tras el duro trabajo de la Revolución Cultural, sus padres se habían mudado a un apartamento. «Demasiados malos recuerdos», había dicho su padre cuando Hulan regresó de California. Hulan intentó vivir con sus padres en el apartamento, pero al cabo de unas semanas volvió a su auténtico hogar. Su llegada hizo que la directora del Comité del Barrio convocara una reunión para hablar sobre el pasado de los Liu. Poco después, varias familias que habían ocupado la casa ilegalmente durante la prolongada ausencia de los Liu se apresuraron a abandonarla en busca de un alojamiento políticamente más correcto.

Lo que ahora se llamaba complejo Liu se había construido siguiendo los antiguos ideales chinos. El exterior era humilde, no daba la menor indicación sobre la prosperidad o categoría de los que vivían tras sus grises muros. El tejado era de tejas de un suave color pizarra que se curvaban delicadamente hacia arriba en los extremos. Dentro de los muros exteriores había varios edificios (originalmente destinados a diferentes grupos familiares) conectados mediante pequeños patios, columnatas y pabellones. En la época invernal, los jardines languidecían, marchitos, desolados a causa de la escarcha, la nieve y el fuerte viento. Pero en primavera y en verano, las glicinas y las flores de las macetas abundaban bajo la sombra moteada, producida por un dosel de azufaifos, sauces y álamos. En la esquina cercana a la vieja puerta de la cocina, maduraban los carnosos frutos de un caqui.

Lo único que diferenciaba a este complejo de los demás del vecindario era el ornato sobre la puerta principal. La mayoría de las antiguas mansiones ostentaba tallas de piedra de varios siglos de antigüedad en las que se habían labrado los símbolos que re-presentaban la clase y la ocupación. Muchos otros tenían dichos tradicionales como «Salud, joya en el loto», «La felicidad entra por esta puerta», «Diez mil bendiciones», o «Un árbol tiene sus raíces». En los viejos tiempos, sobre la puerta de la mansión Jiang había un pareado de Confucio sobre la armonía de las relaciones familiares y la prosperidad. (La noche en que la piedra labrada fue machacada y convertida en pedazos era un recuerdo indeleble en la memoria de Hulan.) En ausencia de la familia Liu, los ocupantes ilegales habían tallado un nuevo lema: «Larga vida al presidente Mao.» Hulan no se había molestado siquiera en quitarlo.

Mucho había cambiado el complejo desde que en 1970 Hulan se fue por primera vez al campo, junto con otros jóvenes de su edad, para «aprender de los campesinos». Dos años más tarde, regresó a la ciudad dos días, el tiempo justo para cumplir con su deber, empaquetar unos cuantos recuerdos y contemplar cómo eran destruidos o confiscados la mayor parte de los tesoros de su familia. Cuando Hulan regresó a China en 1985, descubrió que la mayor parte de los bienes de la familia se habían estropeado o vendido. En el interior, lo único que había sobrevivido para recordarle la belleza de la casa eran dos enrejados de la dinastía Ming, de intricada talla, que creaban la forma de dos perros Foo sobre sendas ventanas.

A su llegada, una de las primeras cosas que hizo fue pedir al gobierno que le devolvieran los bienes confiscados. Tras varios meses y sucesivas visitas, por fin se le entregaron unas cuantas cajas. En ellas encontró la ropa de su madre (sus trajes, sus vestidos de día, sus exquisitos atuendos de noche), unas cuantas fotografías, unos retratos en miniatura de parientes, pintados sobre cristal, con varios siglos de antigüedad, y dos rollos de pergamino ancestrales. Desde entonces, Hulan había peinado las tiendas de antigüedades y traperías de la ciudad en busca de objetos con que reemplazar lo perdido. Ahora, las líneas sencillas y limpias de los muebles Ming y la delicada belleza de las porcelanas adornaban la casa.

Aquella mañana, mientras Hulan echaba carbón en el fogón de la cocina y en las estufas de la sala de estar, preparaba té de crisantemos y una pequeña bandeja de ciruelas saladas, oía el barullo del hutong que cobraba vida. Justo por encima del muro posterior de la casa se oían las voces amortiguadas de la familia Quin, ocupada en su rutina matinal. Hulan imaginaba a la señora Quin, con su bebé echado descuidadamente sobre el hombro, removiendo el pote de congee, gachas de arroz, mientras el señor Quin cortaba rodajas de nabos adobados para sazonarlas.

Hulan podía adivinar la hora y el día de la semana por la rutina de los vendedores ambulantes que atravesaban el hutong. La primera voz que oía cada mañana era la del vendedor de cuajada de habas que voceaba su mercancía. Cuando estaba lista para ir a trabajar, el vendedor de zumo de ciruelas pasas se había ido ya a casa con las jarras varias y los bolsillos llenos de monedas tintineantes. Ciertos días se oía también al vendedor de hilo y aguja, que cantaba las alabanzas de sus artículos con su voz gangosa. Una vez al mes, el afilador montaba su improvisada tienda, que no era en realidad mas que una manta, una cartera y varias piedras de amolar.

De igual forma que podía saber la hora por los movimientos de aquellos vendedores ambulantes, Hulan podia predecir también la llegada de la chismosa local, la directora del Comité del Barrio, Zhang Junying, cuyo trabajo consistía en vigilar a todo el mundo en aquel laberinto de complejos. Hulan oyó el crujido de la verja justo cuando el té adquiría toda su intensa fragancia.

Zhang Junying llevaba los ralos cabellos tenidos de un negro casi púrpura. Se los peinaba en un pulcro mono que sujetaba a la nuca con una redecilla negra. Era Baja y rechoncha y andaba como un pato. Junying aposento su ampulosa figura de abuela en una silla y extendió la mano para coger una ciruela salada. Se metió el bocado en la boca y luego paso al propósito de su visita.

– Inspectora Liu, he notado su ausencia mas de lo habitual.

– No se preocupe, tia. He estado trabajando.

– iSiempre esta trabajando! iQué novedad! Pero este nuevo caso…

– No permita que la asusten, tia…

La anciana fruncio el entrecejo.

– Me han dicho: «Vigila a la inspectora Liu. Va a trabajar con un demonio extranjero. Vigile por si se produce algún cambio.»

– No debería decírmelo.

– Su familia y mi familia han sido vecinos desde hace generaciones -dijo Junying con una risita entre dientes-. ¿Cree que me importa lo que pueda decirme esa gente?

– Usted es la que ha de tener cuidado -bromeo Hulan. Jamás me cogeran a contracorriente -replica ella, y Hulan, que la conocía de toda la vida, sabia que era verdad.

– Gracias por avisarme -dijo.

La anciana voivió a ponerse seria. Sorbió el té ruidosamente para demostrar que le gustaba y lo aprobaba. Dejo la taza y luego se golpeo las rodillas con las manos.

– No tiene que trabajar tantas horas -afirmo, y Hulan comprendio que, aunque la senora Zhang parecia continuar con el mismo tema, en realidad la conversacian habia dada un giro sutil e inevitable.

– Hago lo que me mandan mis superiores -replica Hulan.

– ¿Qué saben esos viejos sobre mujeres jovenes? -dijo Junying, y su rostro marchito se lleno de arrugas-. Muy pronto será demasiado vieja para tener hijos. Nadie querrá casarse con usted entonces.

– Quiza yo no quiera casarme…

– Aiya! iSiempre ha sido una jovencita estúpida!

– Demasiado estpida para ser una buena esposa. Eso es cierto.

– Es un problema -convino la anciana, pero enseguida se animó-. iYa se! Conoce a la familia Kwok? Son una antigua familia. Tienen un hijo. De cuarenta y cinco anos de edad.

– iEl si que es viejo para casarse!

– No, no, es un buen hijo.

– ¿A qué se dedica?

– ¿Lo ve? Piensa como una futura novia. -Zhang volvia a golpearse las rodillas con las manos-. Eso es bueno.

– Como una novia, no -le corrigió Hulan-, como un grueso cerdo antes del Festival de Primavera.

Zhang Junying solta una ronca carcajada.

– Es usted una muchacha divertida. Debería casarse. Haría reir a su marido. Mejor aún, haría reir a su suegra.

Mientras las dos mujeres bromeaban, Liu Hulan repaso su lista mentalmente. ¿Estoy correctamente vestida? ¿Debo llevar la pistola encima o dejarla en mi mesa? ¿Podré mantener la voz firme? A lo largo de los años, Hulan había perfeccionado el arte de dominar las emociones, de ocultar los pensamientos, de ofrecer un semblante plácido al mundo. Así era como había sobrevivido.


Tras un almuerzo temprano, Peter recogió a David con el Saab.

– Su cita es a la una -anunció Peter, al tiempo que hacía sonar la bocina a una caravana de camellos cargados de mercancías que marchaban lentamente por entre el tráfico.

Tras unos cuantos giros, el bulevar se ensanchó y Peter apretó el acelerador. De repente todo se abrió a la vista y David vio el vasto espacio que ocupaba la plaza de Tiananmen a la izquierda y la fortaleza de oscuro color rojo de la Ciudad Prohibida a la derecha. En la plaza, un grupo de turistas occidentales formaba una desanimada piña con sus cámaras y bolsas, unos soldados con uniforme de apagado color verde portaban metralletas y unas cuantas ancianas barrían el suelo con escobas de bambú caseras.

Peter giró a la derecha por un callejón que discurría a lo largo de uno de los muros de la Ciudad Prohibida y luego giró a la izquierda tres veces consecutivas, de modo que rodearon completamente el antiguo palacio imperial. Stark lo tomó como una visita rápida hasta que vio que Peter volvía a rodear el palacio. Al ver la expresión de David por el espejo retrovisor, Peter le dio una primera idea de cómo le tratarían los funcionarios chinos durante su estancia.

– No le esperan hasta dentro de diez minutos -explicó Peter. Todo lo que hiciera David estaría controlado hasta el último detalle.

Finalmente, le acompañó por los húmedos corredores del Ministerio de Seguridad Pública para llegar al despacho del vice-ministro Liu a la una en punto. Entre apretones de mano y cordiales bienvenidas, David observó rápidamente el entorno: el lujo del despacho, la obsequiosidad del viceministro y las maneras cautelosas del jefe de sección Zai.

– Nos sentimos muy honrados de conocerle -dijo Liu, inclinando levemente la cabeza tras las presentaciones-, y muy honrados de que Estados Unidos nos haya enviado a uno de sus mejores abogados para ayudarnos a resolver el horrible crimen de uno de nuestros ciudadanos más respetados.

– También para mí es un honor -replicó David con otra inclinación de la cabeza.

– Sin duda somos dos grandes naciones unidas en la búsqueda de un objetivo común.

Mientras seguían de pie intercambiando envaradas cortesías, David se sentía como un adolescente larguirucho que no conocía las respuestas adecuadas, incómodo en un cuerpo que súbitamente era demasiado grande.

Sin embargo, desde su lugar de observación en el umbral de la puerta, Hulan vio una figura muy diferente. David Stark se hallaba de lado y no podía verla mientras ella lo observaba. Qué poco había cambiado en doce años. Conservaba lo que a Hulan siempre le había parecido el cuerpo de un corredor, largo y esbelto. Sólo sus cabellos castaños parecían haber cambiado, y tenían ahora un toque de gris en las sienes. Era alto comparado con el mentor y el padre de Hulan, pero de estatura media para un estadounidense. Al igual que los otros dos hombres, llevaba un traje de estilo occidental, pero qué diferente era de ellos.

David tenía la soltura corporal que emanaba de la libertad política y el ejercicio regular. Bajo sus frases tensas y formales, el calor de su voz traspasaba la distancia de su separación. Hulan se dio un momento más para calmar la respiración, alisarse la falda y adoptar una expresión serena.

Cuando avanzó hacia los tres hombres, su padre y Zai la miraron con el suficiente interés para que David se volviera en esa dirección. Cuando Zai la presentó como la inspectora a cargo de la investigación por parte china, David palideció y luego se ruborizó intensamente.

– David Stark -dijo ella, estrechando su mano con firmeza-. Cuánto tiempo. Es estupendo volver a verle. -Hulan esperaba que con su comportamiento diera a David el tiempo que necesitaba para recobrarse.

– Qué sorpresa -dijo él.

– Sí, qué coincidencia -comentó el viceministro Liu-. Son ustedes viejos amigos, ¿verdad?

David contestó con fría formalidad sin apartar los ojos de Hulan.

– Viejos amigos, nuevos amigos. No hay diferencia. Como usted decía, viceministro, estamos aquí para trabajar juntos como dos naciones unidas con un objetivo común. Estoy convencido de que a todos nos gustaría ver al Ave Fénix comparecer ante la justicia. Quizá pueda usted hablarme de sus progresos.

Un embarazoso silencio siguió a sus palabras. David había cometido sus primeros errores sin darse cuenta, pensó Hulan. Había hablado abiertamente sobre un tema espinoso, lo que, a su vez, comportaba una deshonra inmediata para sus dos superiores.

– Desgraciadamente, no hemos sido afortunados en nuestra intención de procesar al Ave Fénix -dijo al fin el jefe de sección Zai.

– Pero esperamos que gracias a esta nueva asociación alcanzaremos un final satisfactorio -añadió el viceministro Liu cortésmente-. Le aseguro que el Ministerio de Seguridad Pública seguirá atentamente los pasos que den ustedes dos. Si necesita cualquier cosa de nosotros, le ruego que informe al jefe de sección Zai y él se lo proporcionará. -Viendo que nadie decía nada, el viceministro dio por terminada la entrevista sin más ceremonia-. No hay nada más que decir por el momento. Inspectora Liu, sugiero que ustedes dos se pongan a trabajar.

Hulan era consciente de la cercanía de David mientras caminaban por el desierto corredor.

– Ninguna amabilidad, ni buenos modales. No te han dado té. No han sugerido una comida. Ni siquiera te han ofrecido una silla -musitó Hulan, hablando más para sí que para él.

Los pensamientos de David estaban muy alejados de los desaires que ella había percibido.

– Hulan, no puedo creer que seas tú -dijo en voz baja.

El paso de ella no vaciló, ni se volvió para mirarlo, sino que mantuvo la vista en el gastado linóleo. Subrepticiamente, Hulan le dijo que no con un leve movimiento de cabeza. David la siguió por un tramo de escaleras y luego hasta la mitad de otro. Convencida de que estaban solos, Hulan se detuvo entonces y se volvió hacia él, tirando suavemente de su brazo para acercar su rostro hasta notar su aliento.

– Este no es un lugar seguro para hablar -dijo en voz baja y ronca-. Sé que es difícil, pero debemos tener mucho cuidado, ¿de acuerdo?

Hulan soltó el brazo de David, se dio la vuelta y siguió andando hacia su despacho. Una vez allí, se puso el abrigo y le sugirió que hiciera lo mismo. Luego se sentó e hizo señas a David de que ocupara la silla que había al otro lado de la mesa, sacó un expediente y lo abrió.

– Deberíamos empezar a trabajar -dijo, y lentamente dejó de mirar la carpeta de papel Manila para subir la vista por la mesa hasta encontrarse con las profundidades de los ojos de David.

Mientras él relataba con total objetividad su investigación en el Peonía de China, el espantoso hallazgo del cadáver y la posterior identificación de Guang Henglai, contempló el rostro de Hulan, que pasó del interés a la repugnancia y luego a la preocupación. Luego, mientras hablaba desapasionadamente sobre el hallazgo de Billy Watson y las distintas, pero extrañas, reacciones de sus padres ante su muerte, la expresión de David reflejó también la confusión. (Hulan no mencionó que la habían apartado del caso, pues con ello sólo conseguiría provocar preguntas cuyas respuestas mostrarían al gobierno chino bajo una luz negativa.) Todo ello se desarrolló en un tono cortés y profesional, de modo que nadie que les escuchara pudiera deducir de su relación pasada más que una fría cortesía. Sin embargo, cualquiera que hubiera estado presente en la habitación habría notado la tensión de las emociones contenidas.

– Según me ha comentado el viceministro, su patólogo halló un residuo en los pulmones de Henglai similar al que hemos descubierto nosotros -aventuró Hulan, que evitó usar el nombre su padre. David no se había dado cuenta de la coincidencia de los apellidos, y ella no quería dárselo a entender-. ¿Pudo determinar qué era?

– No exactamente. Creo que procede de algún insecto y que es extremadamente tóxico, pero nada más. ¿Y el suyo?

Hulan frunció el entrecejo, pero su voz siguió siendo profesional cuando respondió:

– El patólogo Fong observó que los dientes y las uñas se habían ennegrecido de un modo que él no había visto jamás. ¿Halló su patólogo algo similar?

David recordaba vívidamente el color de los dientes de Guang Henglai sonriéndole cuando cayó sobre él en la bodega del Peonía de China.

– Nuestro forense lo achacó a una degradación lógica teniendo en cuenta el avanzado estado de descomposición.

David esperaba que Hulan añadiera más datos a su informe, pero ella se limitó a emitir un leve sonido de aprobación antes de añadir:

– No pudimos realizar pruebas forenses.

Él esperó a recibir más información, pero Hulan guardó silencio.

– Dígame lo que sepa sobre el Ave Fénix -pidió.

Hulan suspiró. Aquél era otro tema con el que habría de tener mucho cuidado.

– El jefe de sección Zai ha ordenado varias investigaciones sobre el Ave Fénix. Yo no he participado en ellas, pero sé que no han tenido éxito.

– Es difícil conseguir que hable alguien -dijo David-. Nadie quiere traicionar a la banda.

– En realidad -añadió ella con cautela-, hemos estado muy cerca en varias ocasiones, pero el Ave Fénix parecía saber siempre que íbamos a llegar.

– =Cree usted que tienen un informador?

– Es posible. Todo se puede comprar en China.

– =Qué pruebas han conseguido reunir?

– No lo sé -respondió ella-. Como le decía, no he trabajado en esos casos.

– Pero, con lo que yo sé, quizá podríamos sacar algunas conclusiones -ofreció David.

– Quizá -admitió ella-. No son necesarias demasiadas pruebas para conseguir una condena en China, pero sean cuales sean los hechos obtenidos, nunca han sido suficientes para el viceministro. -Entonces tendremos que buscar más -decidió David. Sus miradas volvieron a encontrarse.

David carraspeó y desvió la vista.

– Inspectora Liu, estamos en su terreno y ésta es su investigación. ¿Qué sugiere que hagamos a continuación?

– =Qué haría usted en mi lugar?

– Creo que deberíamos empezar por los padres.

– El embajador Watson es un hombre difícil.

– También es un político -dijo David, encogiéndose de hombros-, y debemos suponer que no es estúpido. Creo que todos podríamos ponernos de acuerdo en que esta situación es excepcional. Sospecho que él también lo admitirá y aceptará vernos. ¿Qué me dice de la madre del chico?

– Creo que sería mejor hablar con la señora Watson a solas, pero no estoy segura de cómo conseguirlo. Su marido parece tenerla controlada.

– ¿Amigos?

– No sé de ninguno, pero tampoco los he buscado.

– Eso no me parece propio de usted.

– Las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera pensarlo dos veces.

Otro embarazoso silencio se adueñó de la habitación, hasta que por fin Hulan habló.

– La hierba se inclina en la dirección del viento. En China, hago lo que me ordenan. Obedezco a mis superiores, sobre todo en cuestiones políticas. ¿Comprende? -Hizo una pausa-. Esperaba su llegada para hablar con la familia de Guang Henglai.

– Qué puede decirme sobre Guang Mingyun?

– Es un importante hombre de negocios de nuestro país. De no ser por él, no estaría usted aquí.

– Y a su hijo lo consideraban un príncipe rojo?

– No es una expresión que me guste utilizar.

– Aun así…

– Aun así -admitió Hulan.

La tarde iba transcurriendo. La habitación se hizo más oscura y fría cuando la poca luz del sol que en ella entraba desapareció tras una capa de nubes cada vez más densa. Hulan encendió la lámpara de su mesa e intentó hallar otro tema de conversación, pero habían dicho ya todo lo que debía decirse sobre el caso, y aquél no era el lugar apropiado para hablar del pasado.

– ¿Qué quiere que haga ahora? -preguntó él.

– Creo que sería mejor que Peter le llevara de vuelta al hotel. -David negó con la cabeza, pero Hulan continuó-. Está en China. Yo me encargaré de nuestras citas. -Se levantó y extendió la mano-. ¿Hasta mañana, pues?

– Hulan…

– Bien -dijo ella, soltando la mano de David a regañadientes. Se dirigió a la puerta y la abrió-. Dejaré un mensaje en el hotel para comunicarle la hora.

Peter, que aguardaba junto a la puerta, se puso en pie de un salto, dijo unas cuantas frases rápidas en chino a Hulan y luego condujo a David de vuelta por el laberinto de corredores y escaleras hasta el patio. Mientras, en su despacho, Hulan apoyaba la espalda en la puerta cerrada e intentaba serenarse.


Cuando Hulan abandonó finalmente su despacho, ya era de noche. Se abrochó la chaqueta para protegerse del frío y se ató un pañuelo a la cabeza. Otros ocupantes del edificio se dirigían a paso rápido hacia sus bicicletas. Hulan notaba claramente que los demás se mantenían a distancia, que fingían no verla aunque caminaba junto a ellos a lo largo del aparcamiento de bicicletas.

Se recogió la falda, pasó la pierna por encima de su Flying Pigeon azul y plateada, y salió del complejo pedaleando para sumergirse en el anonimato de cientos de compatriotas que volvían a casa. Qué pacífico era aquello comparado con la manera de conducir de Peter, a trompicones. El ritmo fácil y tranquilo de su bicicleta entre otros cientos de bicicletas se convirtió en una tranquilizadora meditación.

Disfrutaba con los momentos en que se detenía en un semáforo y podía observar la vida cotidiana de la ciudad. En la esquina de una calle había un carrito cargado de manzanas escarchadas y ensartadas en pinchos de bambú. En otra, un hombre asaba a la parrilla fragantes tiras de cerdo adobado. En otra más, un pequeño grupo de gente se apiñaba en torno a un quiosco para comer ruidosamente olorosos fideos de pequeños cuencos esmaltados que devolvían vacíos al propietario.

Hulan aparcó la bicicleta delante de uno de los nuevos edificios de apartamentos. Subió en el ascensor hasta el decimoquinto piso y llamó a una puerta al final del pasillo. Una doncella la condujo hasta la sala de estar. Pocas cosas había allí que ofrecieran algún indicio sobre la personalidad de los que vivían en la casa. El sofá estaba cubierto por una funda floreada de poliéster. Alrededor de una mesita baja había varias sillas de respaldo recto. Unas cuantas plantas de plástico acumulaban polvo en cestos de mimbre, y en las paredes colgaban cuadros al óleo de paisajes decididamente occidentales.

Una mujer sentada en una silla de ruedas miraba por la ventana.

– Cómo está hoy? -preguntó Hulan a la doncella, quitándose la chaqueta. Prefería el frío de las construcciones antiguas, como su casa del hutong y los edificios públicos, a las habitaciones excesivamente caldeadas de los apartamentos nuevos y los hoteles de estilo occidental que habían surgido en los últimos años.

– Tranquila. Sin cambios.

Hulan cruzó la habitación, se arrodilló junto a la silla de ruedas y alzó la mirada hacia el rostro de su madre. Jiang Jinli no movió los ojos. Ella le cogió suavemente una mano de piel translúcida y acarició las venas delicadas con un dedo.

– Hola, mamá.

No hubo respuesta.

Hulan cogió un taburete de jardín de porcelana para sentarse junto a su madre y empezó a hablarle de lo que había hecho durante el día.

– He tenido una visita muy interesante, mamá. Creo que recordarás que te he hablado de él antes.

Siguió hablando como si su madre participara activamente en la conversación, porque a veces, después de horas, o incluso días de un silencio total, Jinli se mostraba muy comunicativa. En esas ocasiones, si bien eran escasas, Hulan se daba cuenta de hasta qué punto sus monólogos penetraban en la conciencia de su madre.

Siendo niña, Hulan se admiraba (y a veces sentía celos) de la belleza de su madre. A pesar de los años transcurridos y de todo lo que había tenido que sufrir, Jinli seguía siendo casi igual a la joven esposa de un prometedor funcionario del Partido asignado al prestigioso Ministerio de Cultura. Hulan recordaba que su madre adoraba vestirse de colores llamativos (fucsia, esmeralda y azul), que resaltaban aún más junto al gris proletario de la gente que solía reunirse en el hogar de los Liu para oír canciones tradicionales y otras de la ópera de Pekín; veladas en las que se comían albóndigas rellenas de carne y frutas y se bebía mao tai. Recordaba que su padre solía invitar a amigos como el señor Zai, que sabían tocar los instrumentos tradicionales, para que acompañaran a Jinli en sus canciones sobre amores no correspondidos. Hulan recordaba también a su padre sentado, inmóvil, escuchando a Jinli mientras ella cantaba melodiosamente con los ojos chispeantes de amor por él.

Hulan atesoraba el recuerdo de los amigos de sus padres, que la aupaban al regazo y le susurraban al oído, entre risas: «Tu mamá y tu papá son como unos palillos, siempre juntos, siempre en armonía», o «Tu mamá es como una hoja de oro en un árbol de jade», con lo que querían decir que Jinli era la mujer ideal. Muchos años después, parecía que su madre se había quedado detenida en aquel tiempo, como jade enterrado profundamente bajo roca. No había envejecido. Las penalidades físicas y mentales que había soportado no habían alterado su belleza. Era como si el tiempo sólo transcurriera en aquellos raros intervalos en que Jinli estaba lúcida.

Durante casi veinticinco años, había permanecido imposibilitada en su silla de ruedas. El padre de Hulan cuidaba a su esposa con devoción absoluta. Pagaba sobornos bajo mano para que tuviera acceso a los mejores médicos occidentales. Pagaba cifras astronómicas por brebajes de hierbas especiales de la medicina tradicional china, destinados a mejorar y fortalecer su salud física. Fuera gracias a la medicina occidental o a la china, lo cierto era que Jinli no mostraba la habitual tendencia a las infecciones de los parapléjicos. Sin embargo, nada había conseguido mejorar su estado mental, que, de hecho, había empeorado poco a poco desde el accidente.

Cuando tenía la mente lúcida, ella y su hija hablaban de cosas sin trascendencia: del encantador aspecto de los cerezos en flor en la ladera de la colina del Palacio de Verano, del brillo de la seda que Hulan había elegido para un vestido. Jamás hablaban de la enfermedad. Jamás hablaban del padre de Hulan ni de que hubiera sido destinado al Ministerio de Seguridad Pública veinte años atrás, ni de cómo había ascendido regularmente hasta el cargo que ahora ocupaba, tras los sucesos de la plaza de Tiananmen en 1989. Naturalmente, tampoco hablaban del trabajo de Hulan, puesto que su madre no tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida. Así pues, aquella tarde, con las luces de Pekín brillando a sus pies, Hulan no habló del caso ni de porqué David se hallaba en Pekín, sino únicamente del aspecto que tenía.

Cuando llegó el padre, ella se apresuró a levantarse, besó a su madre y recogió sus cosas.

– Ni hao -saludó él-. Hola. -Entró en la habitación frotándose los dedos fríos. Su postura era correcta, su paso vivo. Una cálida sonrisa adornaba sus facciones.

– Buenas noches, viceministro.

Liu no dio muestras de sorprenderse por la formalidad con que su hija se dirigía a él.

– ¿Has cenado ya?

– Sí, y estaba a punto de marcharme.

– Pero te quedarás a tomar el té.

– Gracias por tu cortesía. Pero realmente debo regresar a casa.

Habían tenido esta misma conversación durante muchos años en las raras ocasiones en que él volvía a casa temprano o ella se había demorado. Hulan sabía ya lo que vendría después.

– Tu madre se sentiría muy honrada si te quedases.

Por mucho que ella protestara y afirmara que había cenado ya, o que había tomado té, o que tenía que ir a algún sitio, su padre no descansaba hasta que cedía. Hulan prefirió no discutir y volvió a quitarse la chaqueta.

– Bien -dijo él-. Podrás ayudarme a hacer la cena.

En la cocina, la encimera brillaba bajo el resplandor de la intensa luz. El padre de Hulan se arremangó y se dispuso a pelar y trocear jengibre y ajo. Hulan lavó el arroz hasta que el agua salía clara y luego lo echó en una olla decorada con peonías de color rosa. Después lavó varios cogollos de coles chinas para quitarles la suciedad y los restos de estiércol. Finalmente, contempló a su padre mientras éste asaba trozos de cerdo en un wok humeante. Las manos de Liu se movían con rapidez. Los músculos de sus brazos se tensaron cuando levantó sin esfuerzo el wok y su aromático contenido, que vertió en un gran plato llano.

En el comedor (tan occidental con su araña, su mesa oval y sus sillas y su mueble vitrina lleno de platos Melmac), el viceministro Liu eligió los trozos más exquisitos del plato y los depositó en el cuenco de su mujer. Cuando alzó los palillos hacia la boca de Jinli, carraspeó. Fuera de la rígida etiqueta de su relación profesional, las conversaciones entre Hulan y su padre giraban siempre en torno a la obediencia y la responsabilidad. Para ser un hombre moderno, un líder del Partido con un excelente historial revolucionario, Liu demostraba una clara adhesión a las creencias de Confucio.

– Hulan -empezó-, ¿cuántas veces te he pedido que vengas a casa a vivir con nosotros?

– Viceministro, yo no considero que ésta sea nuestra casa. Ahora vivo en nuestra auténtica casa.

– Ese sitio es viejo. Estamos en una nueva era. Tu auténtica casa está junto a tus padres. -Se encogió de hombros-. Pero tú sabes que no me refiero a eso. Estoy hablando del deber que tienes hacia tu familia.

– La lealtad filial es una de las viejas costumbres.

– Eso es cierto. Mao no creía en las viejas costumbres. Tuvo muchas amantes y esposas. Cuando tenían hijos, él no vaciló en dejárselos a campesinos de las aldeas que encontraba por el camino. Pero Mao está muerto. No hace falta que te lo diga.

– No, no hace falta, viceministro.

– La familia es un santuario. En China no existe ambigüedad sobre quién es cada uno. Tu madre y yo estamos unidos por nuestros antepasados, como tú estás unida a nosotros, que somos tus mayores.

– Baba.

Esta ruptura de lo que era norma habitual hizo que su padre la mirara. Hulan respiró profundamente y volvió a intentar.

– Baba, tengo una gran deuda contigo y con mamá por criarme. Sé que jamás podré pagároslo. -El significado de sus palabras fue tan claro para el viceministro como si ella lo hubiera expresado con todas las letras: «Vosotros me enseñasteis. Me disteis ropa y alimento. En toda vuestra vida, aunque fuera varón, quizá no podría pagar la deuda del deber hacia vosotros. Pero en vuestra muerte, me encargaría de que tuvierais un entierro adecuado. Si fuera varón, me encargaría de que se quemaran ropas de papel y papel moneda para que fuerais ricos en el más allá. Y cada año, en el Festival de Primavera, haría que mi esposa y mis hijas os prepararan un pollo entero, un pato entero y un pescado entero como símbolos de unidad y prosperidad para la familia. Encenderíamos incienso para vosotros. Como hijo varón, podría chu xi, devolveros con interés el don de la vida. Pero sólo soy una hija.»

– Una hija no es una cosa tan mala -dijo su padre, deslizando una seta arrugada en la boca abierta de Jinli-. Nuestra familia ha dado nombre a sus hijas durante siglos.

– Veo a mamá cada día.

– No es lo mismo. Estás soltera. -Lo que quería decir era: «De soltera, obedece a tu padre. De casada, obedece a tu marido. De viuda, obedece a tu hijo.»

– También trabajo, viceministro.

– No necesitas ese trabajo -bufó él.

– Tú me contrataste.

– Nadie esperaba que hicieras algo más que servir el té. ¿Investigar? -Hizo una mueca-. No es correcto. Deberías hacer algo más limpio. Puedo arreglarlo.

– ¿No he cumplido con mi trabajo?

– No se trata de eso. Eres una princesa roja. No tienes por qué trabajar en absoluto.

– Soy buena en mi trabajo.

– Sí lo eres -admitió él-. Pero tu madre te necesita. Ven a casa con nosotros. Cuida de ella.

Hulan no aceptó ni siguió discutiendo. Pero mientras estaba sentada allí, comiendo los últimos granos de arroz de su cuenco, sabía que todo lo que su padre había dicho era cierto.

Загрузка...