16

6 y 7 de f ebrero, Tribunal Federal


Telefonearon a la policía y al FBI. Llamaron al hotel y despertaron a Peter, que había vuelto de su juerga por la ciudad. Un agente del FBI lo llevo al restaurants una hora más tarde y aun medio borracho. Dado que Jack Campbell no contestaba al teléfono y al busca, dos agentes del FBI se presentaron en su casa y encontraron el teléfono descolgado, el busca sobre una mesa en la sala de estar al agente tirado en la cama profundamente dormido como consecuencia de una noche de alcohol y agitacion. Jack llego al Jade Verde afirmando que quería ver con sus propios ojos lo que le había ocurrido a su compañero. Después, se sentó en una de las sillas del comedor, hundi6 la cabeza entre las manos y se echo a llorar.

Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando David y Hulan abandonaron el restaurante. Cuando salieron por la puerta de la calle se vieron asaltados por las haces de las cámaras, por los micrófonos que lanzaban hacia sus rostros por una andanada de preguntas de los medios de comunicación locales que habían recogido información de sus escaneres de la policía. David cogió a Hulan por el brazo y se abrió paso hasta el coche. Mientras conducía hacia Hollywood con una mano en el volante, con la otra apretaba con fuerza la fría mano de ella.

Una vez fuera de la autopista, David se concentró en las curvas que subían por la angosta carretera desde el fondo de Beachwood Canyon hasta debajo del letrero de Hollywood. Metió el coche en el garaje, abrió la puerta de casa, introdujo el código de seguridad del sistema de alarma y condujo a Hulan a la sala de estar pasando por la cocina. Hulan se sintio atraída por el ventanal en forma de arco y se detuvo ante él para contemplar las luces de la ciudad que tenía a sus pies. David había anhelado aquel momento muchas veces a lo largo de los años, pero ahora, al mirar su perfil recortado a la luz mortecina, solo sintió una tristeza desesperada.

– Quieres beber algo? ¿Coñac? ¿Agua?Una taza de te?

– Me siento responsable -dijo ella con tono afligido, volviéndose hacia David.

– Yo también, Hulan, pero no tenemos la culpa. No podíamos saber como acabarían las cosas.

– ¿Tenían familia?

– Noel era soltero. Dios mío, solo era un crío, sabes? En realidad aún no había empezado a vivir. ¿Y Zhao? Leí su expediente, pero no recuerdo qué decía.

Hulan se frotó los ojos. No había nada que decir.

– Vámonos a la cama -dijo él, cogiéndola del brazo.


David la abrazo y de repente quiso contarle todo lo que se había guardado desde que la reencontrara en el Ministerio de Seguridad Publica.

– No me has preguntado por mi mujer -dijo.

– No importa.

Hulan parecía sincera, pero él anadió;

– No quiero más secretos. Si esta noche nos ha enseñado algo… La vida es corta. El futuro es incierto. Son tópicos, Hulan, pero hay algo de verdad en ellos. -La atrajo más hacia sí-. No quiero que el pasado se interponga entre nosotros. Ya no, nunca más.

David notaba la respiración de ella contra su pecho.

– Háblame de ella -dijo al fin.

– Nos conocimos en una cita a ciegas. Jane también era abogado y Marjorie, ¿te acuerdas de ella, del bufete?, nos juntó. Fue Jean la primera en sugerir que yo enfocaba lo que me había ocurrido contigo de manera equivocada. Tu me habías dejado del peor modo posible. No me diste la oportunidad de hacerte cambiar de opinión. No me diste la oportunidad de discutir. Debías de tener un plan desde el principio con la intención concreta de hacerme daño. Y debo decirte que, cuando empecé a creer todo eso, te odié. Porque te amaba cuando estábamos juntos. Porque me mentiste. Porque no podía dejar de amarte aunque me hubieras tratado tan mal.

– Lo siento…

– No, déjame acabar. Nos casamos enseguida. Podrías decir que lo hice por despecho, o que quería atraparla antes de que se me escapara, o que necesitaba demostrarme a mi mismo que podía conservar a una mujer. Pensándolo ahora, creo que todo eso era cierto hasta cierto punto. Puse de mi parte cuanto pude en ese matrimonio. Compramos esta casa. Nuestras carreras respectivas marchaban viento en popa. Teníamos amigos e íbamos de vacaciones. Yo quería tener hijos. Pero la verdad es que no la amaba.

– No tienes por qué decir eso.

– Pero es cierto -le aseguro el-. Mientras estaba casado con ella no hacia otra cosa que actuar como reacción contra ti. ¿Qué pensarías tu si vieras esta casa? ¿Qué pensaías si vieras el collar que compré a Jean por su cumpleaños? ¿Qué pensarías si nos vieras con dos hijos, un perro y, joder, no sé, un Volvo?

– Así que te divorciaste de ella.

– Ella me dejo. -Río con amargura-. A menudo me echaba en

cara tu existencia. Te llamaba el fantasma que envenenaba nuestra felicidad. Pero a la hora de la verdad no se fue por tu culpa,

se fue porque entre a trabajar en la fiscalía. «Por qué abandonar

la práctica privada cuando las cosas van tan bien?», preguntaba.

Lo que quería decir era, por qué dejar un trabajo cómodo y muy

bien pagado por otro mal pagado y duro? ¿Qué podía decirle?

¿Que recordaba lo que tu solías decirme sobre hacer el bien?

¿Que recordaba nuestras charlas sobre como mejorar las cosas

por medio de la ley? Que incluso cinco, siete, diez años después

de que desaparecieras seguía pensando en ti, que aún me importaba lo que pensarías de mi si algún día volvíamos a encontrarnos?

Hulan aguardo, presintiendo que aún no había terminado.

– Llego un punto en que no podía soportar la idea de que, si volvía a tropezar contigo, lo mejor que podría decir de mi mismo era que había ganado un nuevo pleito, que había redactado un nuevo alegato o que había facturado dos mil horas -prosiguió él-. En este país la gente habla mucho sobre ser sincero con uno mismo, sobre la crisis de la mediana edad, sobre vivir el momento. Me pasé a la fiscalía sabiendo que con ello alejaría a Jean y, al mismo tiempo, que era la única esperanza de recuperar mi identidad. Nadie en la fiscalía estaba interesado en el crimen organizado asiático, de modo que pedí a Rob que me dejara a mi esos casos. Le di la lata a él y también a Madeleine, y todo el tiempo, tanto si perdía como si ganaba, pensaba, esperaba tropezar contigo.

– Y así fue. -Se incorporó sobre los codos y lo miró fijamente-. No tenías la menor idea de lo que yo hacía. Actuabas por fe ciega, y aún así me encontraste.

– Te amo -dijo David.

Hulan agacho la cabeza. Cuando volvió a levantarla, David vio en sus ojos el brillo de las lágrimas.

– Yo también te amo-susurro ella.

– Ahora que volvemos a estar juntos quiero que sigamos así.

– No sé…

– No tienes por qué volver a China. Puedes quedarte aquí. Yo te conseguiré asilo político. Todo saldrá bien.

– Lo deseo tanto como tu -le aseguro ella.

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de él y cerro los ojos. En el exterior, los tonos rosas y lavanda del amanecer ahuyentaban la noche. Los pájaros saludaban el nuevo día animadamente. David permaneció despierto un rato, pensando.


Tras una hora y media de sueño irregular volvían a estar en pie. David no se había adaptado al cambio horario en China, y allí se despertaba todos los días a las tres de la madrugada. Desde su vuelta a Los Angeles, él y Hulan habían experimentado lo contrario, debido en parte al nuevo cambio horario y en parte a la satisfacción de sus deseos. Pero aquella noche fue diferente. Tenían la adrenalina por las nubes, pero seguían estando exhaustos.

El se ducho, se afeitó y se puso un traje. Salieron temprano para que ella pudiera ir a su hotel a cambiarse. Desde el Biltmore se dirigieron al Tribunal Federal y estacionaron el coche en el aparcamiento destinado a los ayudantes de la fiscalía. David le rodeo los hombros con el brazo para entrar en el edificio. En el duodécimo piso, Lorraine les abrió la puerta. Encontraron a Jack Campbell, a Peter Sun y a docenas de otros agentes especiales del FBI esperándoles en la puerta del despacho de David. Jack tenía un aspecto terrible. Llevaba las ropas arrugadas, iba sin afeitar, con los ojos hinchados y enrojecidos y una resaca espantosa. Apestaba como si hubiera sudado todo lo que había bebido la noche anterior, una corrosiva mezcla de whisky, cerveza y café.

David y Hulan fueron presentados a los demás agentes. Los había blancos, negros, jóvenes, viejos; pero en general parecían idénticos en sus trajes, corbatas, camisas almidonadas, pistolas al sobaco y la rabia impotente que expresaban a voces.

– iSilencio! -pidio David por fin-. Tenemos una vista preliminar dentro de media hora para la fianza de Spencer Lee. Y se lo digo claramente, ese hombre saldrá de aquí tranquilamente a menos que puedan darme algo, alguna prueba determinante que lo relacione con la muerte de Noel.

– Y la del senor Zhao -añadio Hulan, pero el inmigrante estaba muy lejos de los pensamientos de los agentes allí congregados.

Repasaron las escasas pruebas circunstanciales de que disponían.

– Creo que tenemos que enfrentarnos a los hechos -dijo David finalmente-. Lee estará en la calle dentro de dos horas, lo que significa que disponen de ese tiempo para establecer la debida vigilancia. Puede que no cometiera los crímenes, pero es la clave para resolverlos y no quiero perderlo de vista ni un minuto.

Llegado este punto, Madeleine Prentice llamo a David, Hulan y Peter a su despacho. Rob Butler se hallaba también allí.

– Bien -dijo Madeleine-. Quiero que todo el mundo vea esto.

– Encendió el televisor con el mando a distancia, paso de un canal a otro deteniéndose en los noticiarios de la mañana.

En una cadena el alcalde honorario de Chinatown tranquilizaba a la población asegurándoles que seguía siendo un lugar seguro. En otra, el cónsul general de China en Los Angeles atacaba con virulencia a las fuerzas de la ley, a la ciudad, al Estado, la nación y al presidente por la muerte de un compatriota chino, y por poner en peligro la vida de dos agentes del Ministerio de Seguridad Pública que habían sido invitados por Estados Unidos. En una de las cadenas, Patrick O'Kelly opinaba con tono meloso que aquellas muertes no estaban relacionadas con la venta de componentes de disparador nuclear de la semana anterior. Y, por supuesto, se pasaron imágenes de la noche del crimen en la escena del mismo: bolsas con los cadáveres; agentes embutidos en cazadoras con las siglas FBI impresas en amarillo eléctrico en la espalda; Hulan y David al abandonar el restaurante, negándose hacer comentarios, metiéndose en el coche para alejarse; Jack Campbell, con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, tapando furiosamente con la mano la lente de una cámara.

– Tenemos varios problemas a la vez -dijo Madeleine, apagando el televisor-. David, creo que debes presentarte ante el juez dentro de unos minutos. Volveremos a eso enseguida. Me estoy ocupando de Washington lo mejor que puedo, pero debo decir te que me has colocado en una difícil situación. Y alguien tendrá que hablar con la prensa. Tenemos que dejar oír nuestra voz, controlar los daños en la medida de lo posible. ¿David?

– ¿No podemos quitarnos de encima a la prensa?

– ¿Estás loco? Perdona, pero no cortan en pedazos a un agente del FBI para cocinarlo todos los días, y está el pequeño asunto del ilegal. ¿Cómo se llamaba?

– Zhao.

– Eso, Zhao. ¿En qué estabas pensando? ¿Cómo se te ocurra, usar a alguien como él? Al menos, deberías haberme consultado. ¡Joder! ¿Es que no ves las noticias? Tenemos una crisis internacional en marcha y no vas y envías a un chino ilegal a una misión clandestina.

– En ese momento me pareció una buena idea… -se justificó David.

– Bueno, pues tu buena idea se ha convertido en un incidente internacional. Washington se sube por las paredes por la muerte del agente especial Gardner. El alcalde de Chinatown amenaza con poner una demanda; con qué base, no sabría decirlo, pero ha estado muy ocupado en las últimas horas. 0 sale en todos los noticieros de la mañana, como ya has visto, o me llama por teléfono para gritar y protestar sobre el perjuicio causado a su comunidad. -David fue a decir algo, pero ella alzó una mano para impedírselo-. No he terminado. Teniendo en cuenta todo lo dicho, he pedido ayuda al consulado. -Apretó el botón del intercomunicador de su mesa y su secretaria introdujo a dos chinos en el despacho. Tras hacer las presentaciones, Madeleine prosiguió.

– Nosotros fuimos los que patrocinamos este fiasco y personalmente lamento mucho lo ocurrido. El señor Chen y el señor Leung han tenido la amabilidad de venir a esta reunión. Les preocupa la seguridad de la inspectora Liu y del investigador Sun y creen que deberían volver a su país inmediatamente.

– Necesitamos todavía a la inspectora Liu para que nos asesore sobre el caso -dijo David, dispuesto a impedir la marcha de Hulan.

– Estoy de acuerdo -dijo Peter. David y Hulan lo miraron con sorpresa-. La necesitan aquí.

– Pekín quiere que vuelva -dijo Chen.

– Volverá cuando se haya cerrado el caso -replicó Peter.

– Ambos regresarán hoy mismo -ordenó Chen.

– Perdone -dijo Hulan tras carraspear-, pero ¿no se me permite opinar?

– Hemos recibido ordenes…

– Ustedes han recibido órdenes, yo no. Y hasta que el jefe de sección Zai o el viceministro Liu me las comuniquen personalmente, el investigador Sun yo nos quedaremos aquí para cumplir con nuestra obligación.

Los dos hombres del consulado discutieron con Hulan en chino, pero ella se mantuvo en sus trece. Entonces ellos se levantaron, inclinaron la cabeza brevemente ante Madeleine y se fueron. La fiscal dejó escapar un suspiro.

– ¿Qué hay de la prensa? -preguntó.

– Tengo que presentarme ante el tribunal dentro de un par de minutos -dijo David-. Luego quiero quedarme con el FBI. Madeleine lo miró decepcionada.

– Recuerdo un día no muy lejano en que dijiste que querías seguir con esto siempre que fuera tu caso. Nosotros te dimos mucha cuerda. -Afortunadamente no añadió que se estaba ahorcando con ella-. Yo me ocuparé de la prensa, ¿de acuerdo? Tú preséntate ante el tribunal y haz todo lo posible para que Spencer Lee siga detenido.


Cuando terminó la reunión, David se dirigió apresuradamente a la sala del tribunal con Hulan y Peter siguiéndole los pasos.

– Creo que le debo una disculpa -dijo ella, pensando en toda las veces que le había mantenido al margen de sus investigaciones.

– No es necesario, inspectora.

Hulan apretó el botón del ascensor.

– Lo que ha hecho ahí dentro… -No hallaba palabras par expresarse.

– Sólo hacía mi trabajo.

– Gracias -dijo Hulan, mirándole a los ojos, y luego extendió la mano. Tras unos instantes, él se la estrechó.

Cuando Hulan y Peter llegaron al tribunal, los agentes del FBI se habían instalado ya en las dos primeras filas de bancos de la derecha. Su aspecto era intimidante, y a David le preocupó que al juez Hack le molestara ver tal despliegue de fuerza en su tribunal, pero nada podía hacer al respecto. De hecho, los agentes estaban allí para intimidar; nada de lo que David les dijera les induciría a marcharse. En el lado de la defensa había cuatro mujeres chinas, jóvenes y extremadamente hermosas. Eran amigas de Spencer Lee o simplemente habían sido contratadas para parece inocentes y compasivas; David no podía saberlo.

En la parte izquierda del estrado se hallaba sentado Spencer Lee con su abogado. Lee había cambiado su uniforme de la prisión por un terno exquisitamente cortado de la más fina lana Zegna. Llevaba una corbata de oscuro tono rojo y un pañuelo de seda a juego en el bolsillo del pecho. Parecía descansado y contento, y sonreía y charlaba amigablemente con su nuevo abogado. Desde la víspera, Lee había sustituido al lacayo de la tríada por Broderick Phelps, uno de los abogados más caros del país, que además tenía un historial de dos décadas como abogado defensor de docenas de delincuentes famosos v bien provistos de dinero.

El juez Hack cedió la palabra a David. Este debía ceñirse al caso principal: el contrabando de bilis de oso por valor de un cuarto de millón de dólares, que violaba la Ley sobre Especies en Peligro de Estados Unidos. Consciente de lo ajeno que le había resultado aquel delito al oír hablar de él por primera vez, David explicó con cierto detalle en qué consistía la importación de bilis de osos: que su valor en la calle era mayor que el de la cocaína o la heroína y que se obtenía de especies en peligro protegidas por tratados internacionales.

Puso la grabación de Spencer Lee aceptando la bilis de oso de Zhao. Usó los gráficos en los que se perfilaba el crimen organizado asiático en Los Angeles para explicar qué lugar ocupaba Lee en la organización y delinear las actividades del Ave Fénix en el sur de California. Dio una breve sinopsis de los asesinatos en Pekín, de cómo se fletó el Peonía de China y de las fechas de los viajes de Spencer Lee. Terminó diciendo:

– Estoy seguro de que su Señoría conoce la terrible tragedia ocurrida anoche en esta ciudad. Las personas asesinadas en el Café del Jade Verde fueron el agente del FBI asignado a este caso y el hombre que se ofreció para entregar la bilis de oso al señor Lee.

Broderick Phelps se levantó entonces para hacer su alegato, que consistía sencillamente en afirmar que el gobierno había tendido una trampa al pobre Spencer Lee quien, como el juez podía comprobar, era un destacado miembro de la comunidad. Para demostrar esto último, Phelps presentó varias cartas de otros ciudadanos relevantes de Los Angeles dispuestos a testificar sobre el carácter intachable del señor Lee, y una copia de la escritura de su casa de Monterey Park por valor de dos millones y medio de dólares.

– Spencer Lee no supone ninguna amenaza para la comunidad ni existe el peligro de que huya -afirmó Phelps y preguntó si podía responder a las demás acusaciones del gobierno. Procedió a hacerlo-: No veo razón para que mi estimado colega saque a relucir el tema de las tríadas cuando ha sido incapaz de probar que existan siquiera. Ni tampoco las alegaciones sobre los crímenes de China tienen nada que ver con este caso. No tenemos tratado dt extradición con China, ni, si se me permite añadirlo, deberíamos tenerlo, dadas las flagrantes violaciones de los derechos humanos en ese país. Pero debo decir algo más. Tengo mis dudas sobre los motivos que impulsan hoy a actuar al señor Stark. Es audaz, lo admito, pero es ultrajante que se atreva a insinuar siquiera que mi cliente pueda ser responsable de los crímenes cometidos en China. En las mismas fechas en que el señor Lee se hallaba en China había otros mil millones de chinos en ese país. Sencillamente, no alcanzo a comprender en qué se basa el señor Stark para incriminar a mi cliente. -Phelps alzó la voz con indignación-. En cuanto a lo sucedido en nuestra ciudad anoche, bueno, señores sencillamente no sé qué decir, excepto que mi cliente era huésped del gobierno federal en aquellos momentos. De hecho, yo diría que el ayudante del fiscal está utilizando los peores estereotipos para atacar a mi cliente. Si el señor Lee fuera de ascendencia italiana, ¿diría también que es miembro de la mafia? Lamento decir que eso es lo que creo. En los últimos años, nuestra ciudad ha tenido que soportar demasiadas cosas por culpa de ese tipo prejuicios. Spencer Lee es inocente de esas ridículas acusaciones y solicitamos que se le conceda la libertad bajo fianza.

– ¿Senior Stark? -El juez parecía dubitativo, pero estaba dispuesto a escuchar a David.

– Señoría, no intento dar a entender en modo alguno que todos los asiáticos sean criminales. Hoy estoy aquí en nombre gobierno de Estados Unidos, dado que intentamos determinar la participación de Spencer Lee en varios casos…

– Alto ahí abogado. Las alegaciones no bastan para encaralar a un hombre en este país. Si tiene usted pruebas de la partipación del señor Lee en cualquiera de esos otros delitos, y hablo concretamente sobre los cometidos en el territorio de Estados Unidos, estoy dispuesto a escucharle. De lo contrario, será mejor que se siente.

Cuando el juez Hack le concedió la libertad bajo fianza, Spencer Lee se volvió hacia su camarilla de mujeres y alzo los puño en señal de triunfo. Luego se giró hacia los agentes del FBI sonrió con suficiencia. Los agentes que se sentaban a ambos lados de Jack Campbell tuvieron que sujetarlo. Finalmente, Lee volvió la vista hacia David, ladeó la cabeza y enarcó las cejas interrogativamente. En lugar de encolerizarse, David sintió una extraña suerte de compasión por él. La gente que se dedicaba a lo suyo y mostraba aquella estúpida tendencia a la bravuconería solía morir joven.

Tras firmar el documento en el que presentaba su casa como garantía para la fianza y entregar su pasaporte, Spencer Lee se encontró en la calle a las once en compañía de las cuatro mujeres. Mientras viajaban en coche por Alameda, enfilaban la calle Ord y luego giraban a la derecha hacia Broadway, no estaban solos.

Se habían destinado cincuenta agentes a la vigilancia de Lee las veinticuatro horas del día. Dos helicópteros de seguimiento cubrían su ruta por el aire. En tierra, toda una flota de coches, con dos hombres cada uno, le seguía allá donde fuera. En cuanto saliera de su vehículo, le seguirían un mínimo de cinco agentes a pie. Cuando estuviera en casa, agentes vigilarían la verja de hierro que era la única entrada y salida de la propiedad. Para mayor seguridad, otros agentes se apostarían alrededor del perímetro de la propiedad por si Lee decidiera saltar la cerca. En el FBI creían que cometería un error en algún momento y, cuando ocurriera, estarían allí.

La primera parada de Lee fue el Jardin de la Princesa en Chinatown, Los agentes del FBI contemplaron como Lee recorría el espacioso comedor deteniéndose en una u otra mesa para saludar, e intercambiar incluso tarjetas de visitas… Se sentó en una mesa cercana a la parte delantera con su grupo de mujeres y pidió albóndigas, patas de pato estofados, fideos de arroz y sopa de tapioca caliente.

Después dió un paseo con sus amiguitas; primero por la calleH y luego por Chungking Court, Mei Ling Way y Bamboo Lane. Se detuvo en tiendas de curiosidades, en herbolarios, en tiendas de fideos y en un par de anticuarios. Los agentes del FBI no le siguieron al interior de esas tiendas, sino que se hacían pasar por turistas en las calles de Chinatown, o bien holgazaneaban por las esquinas como vagabundos, o caminaban con paso decidido como si tuvieran negocios a los que atender.

A las dos de la tarde, Spencer Lee se hallaba cómodamente instalado en su mansión; los agentes del FBI, sentados en sus, coches, sacaron termos de café y bolsas de donuts. A lo largo de las dos horas siguientes, varias personas visitaron a Lee, presumiblemente para celebrar su puesta en libertad. La verja se abría y entraba un Mercedes o un Lexus. Cuando la verja se cerraba, el número de la matrícula del coche correspondiente había sido transmitido por radio al FBI y se había hallado ya al propietario. David y Hulan seguían el curso de estas actividades desde el despacho de él.

A las cuatro la fiesta terminó bruscamente, como siempre ocurre en China. Todo parecía tranquilo. David y Hulan volvieron a casa, para acostarse. Todo lo que podía hacerse era esperar.

A las dos de la madrugada, el teléfono despertó a David. Jack Campbell se hallaba al otro lado de la línea y parecía haber enloquecido.

– iSe ha ido, Stark!


Unas horas más tarde, el ambiente en el despacho de David era lúgubre. Los agentes del FBI eran presa de una explosiva combinación de furia y mortificación. Alrededor de la medianoche, pesar de que veían a alguien caminando por la casa, habían empezado a sospechar que Lee se había escabullido. A la una, Jack Campbell había empezado a suplicar a sus superiores que permitieran a alguien entrar en la casa. Media hora más tarde, frustrado y acosado por los remordimientos, Campbell hizo caso omiso de las órdenes, se dirigió a la puerta principal y llamó por interfono. La voz que respondió no era la de Lee; de hecho, él no se hallaba en la casa. Según Jack, debía de haber abandonado la propiedad en el coche de uno de sus invitados, lo que le daba una ventaja de diez horas cuando menos.

Se consideraron las posibilidades. Lee había abandonado casa en coche, lo que significaba que podía haber hecho multitud de cosas. Quizá aún seguía en el coche. Podía estar en Las Vegas esperando a que se calmaran las cosas. Podía haber seguido durante tres horas hacia el sur hasta llegar a México. Podía haberse dirigido hacia el norte con la idea de que Canadá se hallaba sólo a dos días de viaje si no se desviaba. Pero David desechó todas esas posibilidades. Por lo poco que conocía de Spencer Lee, estaba convencido de que el joven chino no tenía el arrojo necesario para huir sin sus amigos.

Así pues, a lo largo de la noche se comprobaron los vuelos nacionales e internacionales. Era imposible adivinar su destino. ¿París? ¿Chicago? ¿Hong Kong? Hulan no lo creía. Tal como ella lo veía, Lee era de Pekín, así que volvería a su ciudad, en la que obtendría la protección de la familia y, de las conexiones de la tríada. No sorprendió a nadie que el nombre de Spencer Lee no apareciera en ninguna lista de pasajeros. Le habían retenido el pasaporte, como era costumbre, pero esperaban que viajara con un alias típico del Ave Fénix, quizá incluso que conservara el apellido Lee.

A las nueve de la mañana, agentes del FBI recorrieron las calles de Chinatown para registrar todos los negocios que Lee había visitado durante su paseo del día anterior. La mayoría de empresas en aquella parte de Chinatown pertenecía a viejas familias, algunas de las cuales llevaban cien años o más en Estados Unidos. Escuchaban a los agentes y les ofrecían cuanta ayuda les fuera posible. Si, recordaban la visita de Spencer Lee. No, no lo conocían personalmente, pero a lo largo de los años habían conocido a otros semejantes a él, muchas veces.

Sin embargo, en una papelería el propietario insistió en que jamás había oído hablar del Ave Fénix. Los agentes del FBI observaron que en el Papel de la Peonía Radiante no parecían haber atendido jamás a un solo cliente, lo que resultaba extraño teniendo en cuenta la gran actividad que tenían las demás tiendas. Al ver una puerta al fondo, uno de los agentes preguntó qué había en la trastienda. El propietario se negó a contestar; los agentes se precipitaron hacia aquella puerta (al demonio con las órdenes de registro), bajaron unas escaleras v descubrieron que allí se falsificaban documentos. Tras unos minutos y cierto exceso de fuerza, tenían el alias de Spencer Lee.

Veinte minutos más tarde, como Hulan había pronosticado, ese nombre se hallaba en la lista de pasajeros de un vuelo directo a Pekín. El avión había salido de San Francisco a la una de la madrugada, lo que significaba que Lee llevaba nueve horas de viaje y le faltaba poco para llegar a Pekín. Hulan llamó al Ministerio de Seguridad Pública.

– iEncuentren al viceministro Liu, encuentren al jefe de sección Zai! Se ha de arrestar a una persona en el aeropuerto.

Un par de horas más tarde, se pasó una llamada para Liu Hulan al despacho de David. El no entendió lo que hablaba, pero comprendió por su expresión que Spencer Lee había sido arrestado. Cuando Hulan colgó se hizo el silencio.

– Crees que Spencer Lee es el responsable de todo esto -preguntó ella al fin-. ¿De las muertes de Pekín, de la carga del Peonía, de la bilis de oso y de los asesinatos de Zhao y Gardner?

– No creo que sea lo bastante inteligente ni lo bastante duro. Tenemos una palabra para definir lo que es, Hulan. Spencer Lee es un primo.

– Opino lo mismo, porque con lo complicado que ha sido todo esto, con lo retorcido… -No terminó la frase. Se apartó unos mechones de pelo de la cara. Parecía exhausta-. Quieren que Peter y yo volvamos a casa.

– Creía que habíamos decidido que no volveríais.

– Lo sé, David, pero pensémoslo bien. Cinco personas han muerto. Alguien está ganando mucho dinero con personas, con medicinas. Creíamos que la respuesta estaba aquí, pero nos equivocábamos. Creo que tenemos que volver a empezar. Tengo volver. Es mi deber. Lo entiendes, ¿verdad?

Entenderlo no lo hizo sentir mejor.

– Entonces iré contigo.

A Madeleine Prentice no le gustó la idea.

– Me han llamado tanto del Departamento de Estado como del Ministerio de Seguridad Pública. Todo el mundo está satisfecho porque el culpable ha sido arrestado. El FBI, claro está, no lo tiene tan claro, pero creo que se consolarán sabiendo que los chinos tienen un sistema judicial muy distinto al nuestro.

– El no es el asesino.

– Ahora es una cuestión política, David -dijo Madeleine, encogiéndose de hombros-. Dejemos que los chinos se ocupen de eso. Spencer Lee es la cabeza de turco. Acéptalo. Confórmate. Intenta olvidar todo este desastre.

Mientras caminaba por el pasillo, David meditó en las palabras de Madeleine. Hulan le esperaba en su despacho. -Vamos -dijo él.

La cogió de la mano y fueron en busca de Peter. Los tres abandonaron el edificio del Tribunal Federal en dirección al coche de David. Cuando llegaron a su casa, David abrió la cartera, sacó su tarjeta de American Express y reservó tres plazas en el vuelo de la United a Pekín vía Tokio.

Más tarde, cuando pasaron por el banco para sacar la mayor cantidad posible de dinero en metálico, David y Hulan no hablaron. Corrían un gran riesgo. Además, la carrera de David en el gobierno estaba acabada, pero eso le daba una estimulante sensación de libertad.

Sin embargo, le preocupaba Hulan. En la última semana, a medida que surgían a la luz nuevos datos sobre la venta de componentes del disparador nuclear, la situación política entre Estados Unidos y China había retrocedido a sus peores momentos desde la caída del Telón de Bambú. Casi todos los empleados de la embajada estadounidense, así como de los consulados de otras partes de China, habían sido repatriados; los chinos habían respondido haciendo lo mismo con la mitad de su personal acreditado en Estados Unidos. Aunque no había hecho público un anuncio oficial desaconsejando viajar a China, el Departamento de Estado había declarado que los que visitaran ese país debían «tener cuidado», o mejor aún, posponer su viaje indefinidamente.

David y Hulan volvían a China. Iban a seguir aquel asunto hasta el final. ¿Y luego? La respuesta estaba fuera de su alcance, más allá de lo que él podía siquiera imaginar.

Загрузка...