Rachael se despertó, instantáneamente consciente del inminente peligro. El olor de piel mojada mezclada con el olor de algo salvaje, algo peligroso. No había habido ningún sonido, pero el sentimiento era tan abrumador que instintivamente se estiró por la escopeta. Unos dedos rodearon su muñeca en un fuerte apretón, aplastando el hueso contra el tendón. La escopeta le fue sacada de la mano, su atacante era mucho más fuerte, más allá de su salvaje imaginación. Ella tiró de la muñeca que tenía sujeta como si luchara contra su sujeción. Al mismo tiempo, sacó su mano derecha para agarrar el palo de mimbre y esgrimirlo con enfermiza fuerza contra la cabeza de su asaltante. Ella rodó de lado alejándose de él para caer al suelo, la cama entre ellos.
Para su horror, Rachael aterrizó a pulgadas de unos brillantes ojos rojos, una cálida respiración en su cara, enormes, espantosas mandíbulas llenas de dientes yendo directa hacia ella. No solo algunos dientes, estaba mirando de frente lo que parecía ser un tigre dientes de sable. Empujando el palo entre los goteantes colmillos, se apresuró en apartarse, desesperada por alcanzar la chimenea y un arma, cualquier arma para defenderse. Una mano la agarró, fallando, resbalando sobre sus piernas. Ella casi consiguió cruzar la habitación, estirándose por el atizador de duro metal a sólo unas pulgadas de sus dedos. Otro paso, una acometida y tendría una oportunidad. Algo cogió su tobillo en una trampa salvaje, rasgando su carne, arrastrándola, cortando sin piedad con agudos dientes.
Rachael se imaginó que esto sería lo mismo que ser mordido por un tiburón. Duro. La fuerza de un tren de mercancías. Pudo oír a alguien maldiciendo, animales respirando con fuerza, un terrible resoplido. Algo siseando. El pánico la inundó, casi cerrando su cerebro. Un dolor al rojo vivo se disparó a través de su cuerpo, la agonía la dejó sin respiración. Retrocediendo para otro ataque, un segundo leopardo saltó sobre ella. Apretando con fuerza los dientes, Rachael se lanzó hacia delante, un grito rasgó su garganta cuando los dientes igual que lanzas perforaron y destrozaron la carne que recubría el hueso. Sus dedos se curvaron alrededor del atizador, descargándolo en el animal con desesperada fuerza. Una mano cogió su muñeca, parando precipitadamente el feroz corte en medio del aire.
Un hombre asomó sobre ella, oscuro y poderoso, su cara la de un diablo vengador, clavada cerca de la suya. Para su horror la cara se contorsionó, pelo estallando a través de la piel, dientes llenando la fuerte mandíbula. La caliente respiración de un leopardo sopló en su cara, los dientes en su garganta. No un pequeño leopardo nebulosos, sino un enorme leopardo negro. La mirada del leopardo se fijó sobre ella con despiadada intención. Rachael advirtió la penetrante inteligencia en el brillo de los ojos amarillo-verdosos. La fascinante mirada, ardiendo con fuego, con mortal peligro, estaba grabada en su mente. Ella cerró los ojos, dispuesta a desmayarse, con todo no podía olvidar la concentrada mirada fija.
Rio luchó contra la bestia que se elevaba en él. Demasiadas heridas, demasiados días sin dormir hacían difícil mantener el control. Luchó con el cambio antes de que pudiera cometer un asesinato. Respiró e inspiró. Conduciendo el aire profundamente a sus pulmones. Obligando a su parte salvaje a volver a dormirse, para encerrarla en algún profundo lugar en su interior hasta que estuviese, una vez más, completamente regido por su cerebro e inteligencia.
– Soltadla -estalló. Los gatos obedecieron, enredándose en la pierna de su asesino, acostándose en el suelo, todavía en guardia-. Ahora tú. Dame eso.
Rachael era incapaz de soltar el atizador. Sus dedos estaban cerrados a su alrededor, su mente nublada con horror. Sólo podía quedarse mirándole en shock. El terror la mantenía muda.
– Maldita sea, suéltalo -siseó él, incrementando la presión sobre su muñeca, sabiendo que podía romperle fácilmente el hueso si ella continuaba resistiéndose. Su mano libre rodeó su garganta igual que un torno, cortando instantáneamente su aire, hundiendo el codo en su pecho, las rodillas contra sus muslos. Su cuerpo clavó con eficacia el de ella en el suelo con fuerza superior-. Podría romperte el cuello -apuntó él-. Suelta eso.
Rachael habría gritado, gritado por ayuda, por salvación, sólo gritar por el infierno de esto. Estaba más atemorizada de este hombre o de lo que quiera que fuese, que de los gatos y sus malévolos ojos. Él había ahogado con éxito todo sonido, pero el dolor que irradiaba de su pierna parecía engullirla así que tenía la increíble sensación de derretirse en el suelo.
Rio juró otra vez cuando la sintió fláccida bajo él, el atizador chocando ruidosamente en el suelo. Lo empujó fuera del alcance de ella y cuando lo hizo, su mano encontró una sustancia caliente, pegajosa. Instantáneamente sus manos se movieron bajando su pierna. Murmuró una palabrota ante su hallazgo. Apretando su mano sobre la herida, elevó su pierna en el aire.
– No te desmayes sobre mí. ¿Hay alguien más aquí? Respóndeme, y será mejor que digas la verdad -estaba bastante seguro de que estaban solos, cualquier otro habría revelado su presencia durante la corta pero intensa pelea. La casa no contenía esencia de otro humano, pero no quería más sorpresas.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de ella, temblando en reacción a la terrible herida de su pierna. Había dura autoridad en su voz. Un borde despiadado que llevaba inherente peligro.
– No -se las arregló ella para jadear a través de su obstruida garganta.
Rio señaló a los leopardos nebulosos.
– Espero jodidamente que estés diciendo la verdad porque ellos asesinarán a cualquiera que encuentren -aplicó un torniquete rápidamente, sabiendo que los animales lo alertarían si encontraban otro intruso. No podía imaginar quién sería lo bastante estúpido para enviar a una mujer tras él. Rio la levantó con facilidad, llevándola a la cama y dejándola sobre la misma. No parecía capaz de asesinar a nadie, su cara estaba pálida y sus ojos demasiado grandes para su cara. Él sacudió la cabeza y fue a trabajar sobre la horrorosa herida en su pierna. La punción de las heridas era profunda y había hecho un daño considerable. El gato había destrozado la pierna cuando ella había intentado apartarla, desgarrando en profundidad su piel, una inusual herida para hacerla un leopardo nublado. Esta era un sucio revoltijo y necesitaba más destreza de la que él poseía.
Rachael apenas podía respirar por el dolor. En la oscuridad, el amenazante hombre sobre ella parecía invencible. Sus hombros eran anchos, sus brazos y pecho poderosos. La mayor parte del peso de la parte superior de su cuerpo era puro músculo. Había manchas de sangre en sus ropas. La sangre goteaba de la sucia cuchillada en su sien. Estaba empapado, sus ropas hechas pedazos y completamente húmedas. El agua goteaba de su pelo sobre la pierna mientras él se inclinaba sobre ella, frías gotas sobre su cálida piel. Tenía una oscura sombra a lo largo de su mandíbula y unos helados ojos que ella nunca había visto en un humano… o bestia. Brillantes ojos dorados.
– Deja de moverte -había impaciencia en el tono de su voz.
Rachael respiró hondo y se esforzó en bajar la mirada a su destrozada pierna. Dejó escapar un simple sonido y su mundo empezó a empañarse.
– Deja de mirar eso, pequeña estúpida -captó su inquietud, tirando de su barbilla de modo que se viese obligada a encontrar su brillante mirada.
Rio estudió su pálida cara, podía ver las líneas dibujadas por el dolor alrededor de su boca. Gotas de sudor salpicaban su frente. Las marcas de sus dedos aparecían alrededor de su garganta, hinchada y púrpura. Su mirada se detuvo por un momento sobre su muñeca derecha, notando la hinchazón, preguntándose si estaría rota. Esa era la última de sus preocupaciones.
– Escúchame, intenta seguir lo que estoy diciendo -se inclinó cerca de ella, su cara a pulgadas de la suya. Su voz salió ronca, incluso para sus propios oídos, y la suavizó cuando su mirada vagabundeó sobre ella.
Rachael se presionó de nuevo contra el colchón, aterrada de que su cara se contorsionara y la dejase observando a una bestia más que a un hombre. Ella estaba flotando en un mar de dolor. Un velo de neblina emborronaba su visión, hasta que se sintió a distancia de todo. Una mirada de resolución endureció la expresión de él, advirtiéndola. Hizo un intento de asentir para indicar que estaba escuchando, aterrada de la intensidad de su fija mirada, temiendo que si no le respondía le crecerían repentinamente un bocado de dientes. Todo lo que quería hacer era deslizarse bajo la cama y desaparecer.
– Las infecciones comienzan rápido aquí en la selva tropical. Estamos incomunicados por el río. La tormenta está mal y el río ha sobrepasado las orillas. No puedo conseguirte ayuda así que voy a tener que encargarme de esto a la manera primitiva. Esto va a doler.
Rachael presionó una mano contra su boca sofocando la histérica risa que brotaba. ¿Doler? ¿Estaba loco? Estaba atrapada en medio de una pesadilla sin final en una casa árbol con un hombre leopardo y dos mini leopardos. Nadie sabía donde estaba y el hombre leopardo la quería muerta. ¿Creía que su pierna no estaba realmente dolorida?
– ¿Has entendido? -parecía morder las palabras que salían entre sus fuertes dientes.
Rachael intentó no quedarse mirando esos dientes. Intentó no imaginárselos alargándose en letales armas. Se obligó a asentir, intentando parecer inteligente cuando lo más seguro es que estuviese loca. Los hombres no se convertían en leopardos, no en medio de la selva tropical. Debía haberse vuelto loca, no había otra explicación.
Rio bajó la mirada a su cara, sobresaltado por la manera en que su estómago se sacudía ante la idea de lo que tenía que hacerle. Había hecho antes cosas parecidas. Había hecho cosas mucho peores. Era la única oportunidad que tenían de salvar su pierna, pero el pensamiento de herirla más, lo enfermaba. No tenía idea de quién era ella. La casualidad era tal que había sido enviada a matarle. Era un hombre buscado. Ya lo habían intentado antes. Rio apretó los dientes y juró silenciosamente. ¿Qué diferencia había si sus ojos eran demasiado grandes para su cara y parecía tan malditamente vulnerable?
El agua caía a cántaros sobre el techo. El viento ululaba y azotaba las ventanas. Estaba intranquilo, vacilante incluso, algo muy inusual. Bajó la mirada, viendo sus dedos apartando pequeños mechones de pelo mojado de su cara, su tacto era casi gentil, y apartó de golpe su mano como si su piel le quemase. Su corazón hizo un particular vuelco. Rio sacó la pequeña jeringuilla del kit médico sujeto por una correa a su cinturón. Una mano se afianzó alrededor de su pierna para mantenerla inmóvil. Vertió todo el contenido sobre la herida abierta.
Rachael gritó, el sonido rompió a través de la mellada garganta para penetrar las paredes de la casa. Intentó pelear contra él, intentó sentarse, pero su fuerza era implacable. La sujetaba abajo fácilmente.
– No puedo decirte nada. No sé nada -las palabras eran estranguladas entre intentar respirar a través del dolor y su desollada garganta-. Juro que no lo sé. Torturarme no va a servirte de nada -lo miró, rogando, las lágrimas nadaban en sus ojos negros-. Por favor, realmente no sé nada.
– Shh -repugnado por herirla, tenía bilis en la boca y no sabía por qué. La mayoría de las tareas eran hechas sin sentimientos. Rio no tenía idea de por qué desarrollaba de repente compasión por una mujer enviada a matarle. Archivó sus huidizas revelaciones para estudiarlas en un mejor momento. La necesidad de tranquilizarla tomaba preferencia y eso lo preocupaba. Era un hombre que siempre quería conocimiento e información. No era de la clase de mostrarse simpático, especialmente no a quien había intentado arrancarle la cabeza-. Esto sólo mata los gérmenes y combate infecciones -se encontró murmurando las palabras, su tono extraño. Nada familiar-. Sé que arde. Lo he usado en mí más de una vez. Sólo quédate acostada mientras reparo el daño.
– Creo que voy a vomitar -ese era el colmo de la humillación. Rachael no podía creer que esto le estuviese sucediendo a ella. Había planeado todo cuidadosamente, trabajado tan duro. Llegado tan lejos. Todo para perderlo ahora. Este hombre iba a torturarla. Matarla. Debería haber sabido que no tenía escapatoria.
– Maldita sea -le sostuvo la cabeza mientras vomitaba una y otra vez en un cubo que sacó de debajo de la cama. No quería pensar para qué era usado ese cubo. No quería pensar en cómo iba a alejarse de él con una pierna destrozada, en medio de una tormenta con el río desbordado.
Rachael volvió a tumbarse, limpiando su boca con el dorso de la mano, intentando desesperadamente forzar a su cerebro a trabajar. La debilidad era un insidioso enemigo, deslizándose a través de su cuerpo mientras sus brazos se sentían pesados y no quería levantar la cabeza.
– Has perdido mucha sangre -dijo tenso, como si leyese su mente.
– ¿Qué eres tú? -las palabras salieron en un susurro. El viento se aquietó por un momento así que sólo podía oírse la lluvia cayendo sobre el tejado. Rachael contuvo su respiración cuando él volvió el completo impacto de sus fríos, despiadados ojos sobre ella. Él no parpadeó. Vio que sus pupilas estaban dilatadas. Vio la misma penetrante inteligencia, vislumbrando el peligroso fuego que ardía sin llama. Su corazón latía al compás de la impulsora lluvia.
– Ellos me llaman el viento de la muerte. ¿Cómo podrías no saberlo? -su voz era tan inexpresiva como sus ojos. Una débil y arisca sonrisa llamaron la atención sobre su boca, fallando en iluminar su mirada-. No te enviaron aquí con mucha información. Nada inteligente para un asesino. Quizás alguien te quería muerta. Deberías pensar en ello -arrastró una silla al lado de la cama, prendió una lámpara y hurgó en su kit de médico por más suministros.
Algo en su voz le dio una pausa. Ella estudió su perfil. Había aceptación en su voz de quién y qué era él, no fanfarronería o jactancia.
– ¿Por qué me enviarían a matarte?
– ¿Por qué no? Lo han intentado muchas veces y todavía estoy vivo -le estaba diciendo la verdad.
No entendía lo que le estaba contando, pero oyó la honestidad en su tono. Tenía una aguja en su mano y se inclinó acercándose mucho a su pierna. Involuntariamente ella se echó hacia atrás.
– ¿No puedes simplemente ponerlo por encima?
Su mano se apretó alrededor de su muslo, aprisionándola contra el colchón, manteniéndola inmóvil.
– El maldito gato te hizo un destrozo. Esto sigue todo hacia el hueso. Las laceraciones necesitan unirse. No hay nada que pueda hacer excepto suturar las heridas. No me gusta como se ve esto. No ayuda que te estés moviendo tanto.
– Lo tendré en mente -Rachael murmuró las resentidas palabras en voz baja. Cerró los ojos para bloquear la vista de su propia sangre. Mientras tanto, y a pesar de todo, ella era profundamente consciente de su mano sobre su desnudo muslo-. Obviamente tú eres uno de esos machos que sólo se ven en las películas, quienes pueden recibir cuarenta y siete patadas en las costillas y continuar en la pelea. No me prestes atención por parecer humana.
– ¿Qué estás diciendo? -su cabeza giró alrededor, sus ojos enfocados sobre su cara.
Rachael podía sentir su mirada clavada ante ella pero se negaba a darle la satisfacción de mirarle. O a la aguja. Ella ya había caído una vez, no creía que una segundo round le ganase ningún punto.
– ¿Es mi imaginación o te has convertido en un leopardo? -no cualquier leopardo. No un leopardo nublado como sus dos gatos de compañía-. No como esos pequeños gatos. Estoy hablando de uno grande, de tamaño real, predador, hombre come leopardos -ella podía haber gemido al minuto que las palabras abandonaron su boca. Eso era absolutamente ridículo. Nadie se convertía en un animal salvaje. Ahora iba a pensar que se había vuelto completamente loca. Y quizás lo estuviese. La imagen de su cara contorsionándose, la cálida respiración, los malvados dientes cerrándose en su garganta eran muy vívidos. Incluso había sentido el roce de su piel. Y esos ojos. Nunca olvidaría esos ojos. Posiblemente no podría haber imaginado esa predatoria mirada. Incapaz de prevenirse a si misma, su mirada fue a la deriva sobre él, contemplándolo como si le hubiesen nacido dos cabezas. Podía ver que estaba realmente haciendo una impresión.
– Es un mal hábito mío -dijo él de forma casual. Fácil. Como si no le importase. Como si ella realmente no estuviese loca. Y realmente pensaba que quizás tuviese razón.
Rachael lo observó tomar aire, dejándolo salir y tomando la primera unión. Ella intentó apartar su pierna de un tirón de él, su respiración siseaba saliendo entre sus dientes.
– ¿Estás loco? ¿Qué crees que estás haciendo?
– Quédate quieta. ¿Crees que esto es fácil para mí? Has perdido demasiada sangre. Si no reparamos el daño, no sólo vas a perder la pierna, vas a morir.
– Pensaba que esa era la idea.
– ¿Qué se supone que pensara? Estabas aquí, esperándome en mi casa.
– Estaba durmiendo en la cama, no escondiéndome detrás de la puerta lista para abrirte la cabeza -ella lo taladró con la mirada. Rio volvió su cabeza otra vez para mirarla. Rachael tuvo la gracia de ruborizarse. La sangre goteaba bajando por su sien a la oscura sombra de barba que crecía sobre su cara-. Pensé que estabas intentando matarme. Lo estabas, ¿no es cierto?
– Si te quisiera muerta, créeme, estarías muerta y habría enterrado tu cuerpo en el bosque. Permanece quieta y corta la charla. En caso de que no lo hayas advertido, estoy empapado y tengo unas cuantas heridas propias de las que encargarme.
– Y todo este tiempo pensaba que eras un macho y no tenías que preocuparte de esas pequeñeces.
Murmuró algo en voz baja, estaba segura de que no eran cumplidos, antes de que una vez más se inclinara sobre su pierna.
Rachael se rindió ante la idea de ser una verdadera heroína directamente salida de las películas. Había estado intentando fanfarronear sólo para concentrarse en algo más que no fuera el agudísimo dolor en su pierna, pero el no colaboraba con su pequeña costurita. Se sentía como si el aserrara su pierna con una hoja desafilada. No podía sólo agarrar la almohada y ahogarse porque su mano no trabajaba apropiadamente. Podía oír a alguien gritando. Un odioso y detestable sonido que no paraba. Un elevado lamento mantuvo concentrada su respiración, haciendo imposible el tenderse inmóvil.
Con cara sombría Rio la mantuvo tumbada mientras trabajaba. Estuvo agradecido cuando finalmente sucumbió al dolor y quedó tendida inmóvil, su respiración acelerada, su pulso latiendo. Su suave gemido le hacía rechinar los dientes carcomiendo su corazón.
– Demonios Fritz, ¿tenías que quitarle la pierna? -le había llevado cerca de una hora a media luz, con minúsculas puntadas, trabajar sobre el exterior. Enderezándose, suspiró, limpiándose el sudor de la cara con el dorso de sus manos, manchando con su sangre el rastrojo de barba de su cara. Ahora podía añadir torturar a una mujer a su larga lista de pecados. Le retiró el pelo hacia atrás, frunciendo el ceño ante su pálida cara-. No te me mueras -le ordenó, tomándole el pulso. Había perdido mucha sangre y su piel estaba fría y húmeda. Iba a entrar en shock-. ¿Quién eres? -la cubrió con las sábanas y volvió a levantar el fuego para calentar un enorme caldero de agua y añadir una pequeña olla para hacer café. Iba a ser una noche larga y necesitaba un estimulante.
Los gatos tendidos cerca del fuego, ya dormían, pero despertaron cuando Rio los examinó en busca de heridas. Les murmuró, nada que tuviera sentido realmente, mostrando su cariño por ellos con torpeza cuando los desparasitaba y despeinaba su pelaje. Nunca admitió para sí mismo que les tenía cariño, pero siempre se alegraba cuando elegían permanecer con él. Fritz bostezó, mostrando sus largos dientes afilados. Franz le dio un codazo durmiendo. Normalmente juguetones, los dos leopardos estaban agotados. Mientras se lavaba las manos, Rio empezó a reparar en lo incómodas que eran sus mojadas ropas. Cada músculo en su cuerpo le dolía ahora que se permitía pensar en ellos. Tenía que limpiar y suturar sus propias heridas y la perspectiva no era agradable. Su mochila estaba todavía fuera tendida contra el tronco de un árbol y necesitaba los contenidos del enorme kit médico que siempre llevaba.
Mientras esperaba por el agua de la olla investigó su casa en busca de algunas evidencias de quién era ella y por qué estaba allí.
– Pequeña caperucita roja, ¿qué hacías caminando por el bosque? -echó un vistazo a la mochila que contenía sus ropas-. Vienes de pasta. Un montón de pasta -reconoció las etiquetas de diseño de haber rescatado a más de una víctima rica-. ¿Por qué estarías deambulando sola por mí territorio? -su mirada se trasladó a su cara, una correa de seda estrujada en su mano. No quería dar vida a la pregunta que tenía en mente murmurándola en voz alta. ¿Por qué sufría cada vez que miraba su pálida cara? ¿Por qué sentía como si tuviese un nudo en sus intestinos, cada vez que veía la marca de sus dedos en su garganta? ¿Cómo demonios se las había ingeniado para hacerle sentir culpable cuando ella era la única que había invadido su hogar, tendiéndose esperando por él?
El café le calentaba por dentro y le ayudaba a aclarar la niebla de su cerebro. Se quedó de pie ante ella, sorbiendo el caliente líquido y estudiando su cara. Ella pensaba que deseaba con tanta desesperación la información como para torturarla por ello.
– ¿Qué información? ¿Qué sabes para que alguien desee tan desesperadamente herirte por ello? -la idea de eso provocaba que se alzara el demonio de su interior.
Se agitó ante el sonido de su voz, moviéndose inquieta, el dolor revoloteando sobre su cara. Le apartó el pelo con una gentil caricia, queriendo aliviarla, sin querer que despertara ya que el no podría aliviar su sufrimiento.
La electricidad corrió a través de su cuerpo, chispeando a través de la punta de sus dedos y azotando su corriente sanguínea. Cada músculo en su cuerpo se contrajo. Cauteloso, dio un simple paso atrás. Sentía el cambio elevándose en él, amenazando con tomarlo en su cansado estado. Se inclinó sobre ella y presionó sus labios contra su oreja.
– No cometas el error de traer mis emociones a la vida -le susurró la advertencia, apenas audible con el golpeteo de la lluvia contra el techo y el aullido del viento en las ventanas. Esa era la única advertencia que podía darle.
Rio sacó los proyectiles de la escopeta, metiéndoselos en el bolsillo y depositando el arma en un pequeño hueco fuera de la vista. En el momento en que abrió la puerta, la lluvia lo alcanzó, penetrando en sus empapadas ropas. La tormenta no mostraba signos de amainar, el viento soplaba despiadadamente a través de los árboles. Las ramas estaban resbaladizas, pero se movió atravesándolas fácilmente a pesar del diluvio de agua.
Rio se arrodilló al lado de su mochila para alcanzar su radio. Dudaba que pudiese dar con alguien allí en la densa selva con la furiosa tormenta, pero lo intentó repetidamente. No le gustaba el aspecto de las heridas de ella e iba a entrar en shock. La selva tenía una curiosa manera de decidir las cosas y él la quería a salvo en alguna parte bajo el cuidado de un doctor. Cuando la estática fue la única réplica echó un vistazo hacia la casa con preocupación, maldiciendo a los leopardos, la mujer y todas las cosas en las que podía pensar. Se levantó precipitadamente, devolviendo la radio al interior de la mochila antes de volver a su casa.
Rachael pensó que debía estar dormida, atrapada en medio de una pesadilla, una película de terror que pasaba una y otra vez. Había sangre y dolor y hombres convirtiéndose en leopardos con el aliento cálido y malvados dientes. Había una extraña sensación de flotación como si la hubiesen quitado de lo que quiera que le había sucedido, pero el dolor se empujaba cerca suyo, abriéndose paso a través de su cuerpo, insistiendo en no ser ignorado. Dejó escapar lentamente su aliento, temerosa de abrir los ojos, temerosa de que si no lo hacía, estaría atrapada para siempre en ese mundo de pesadillas. Y estaba cansada de estar asustada. Parecía como si hubiese estado asustada toda la vida.
Una ráfaga de aire anunció que no estaba sola. La puerta se cerró bruscamente. Los dedos de Rachael se curvaron alrededor de la sábana apretándola en un puño. Alzó sus pestañas sólo lo suficiente para ver, esforzándose en mantener la respiración.
Su atacante dejó caer una enorme mochila al lado del fregadero y lo revolvió todo, sacando varias cosas y dejándolas sobre la mesa con cuidado. Su espalda quedó de cara a ella cuando dejó caer su chaqueta cerca de la mochila. Llevaba una pistolera en sus hombros alojando una pistola con aspecto letal. Entre sus hombros se colocaba una funda de cuero con el mango de un cuchillo sobresaliendo. Tomó ambas armas y las colgó en un gancho al lado de la chimenea.
El hombre se volvió ligeramente cuando se sentó en una de las sillas, haciendo una mueca como si le lastimara el movimiento. De su bota sacó otra pistola, comprobó el cargador y la dejó sobre la mesa cerca de su mano. Sólo entonces de desprendió de su camiseta. Ella captó un vistazo de un inmenso pecho, muy musculoso. Parecía ser un hombre normal. No había vello excesivo, nada de pelo, sólo sangre y cardenales. Algo de la tensión se filtró fuera de Rachael. Él gimió, el sonido era casi inaudible. Había un tono de repugnancia. Su pecho y estómago llevaban cicatrices. Había una reciente herida de la que manaba sangre a través de su estómago y una pequeña sanguijuela marrón pegada a su piel. Le volvió la espalda.
Rachael dejó escapar la respiración, los músculos de su estómago se contrajeron. Tenía cicatrices en la espalda. Montones de ellas. Y tenía otra sanguijuela.
– Tienes otra en tu espalda. Ven aquí y te la quitaré -el pensamiento de tocar la sanguijuela era asqueroso, pero la enfermaba ver la cosa pegada sobre él igual que un parásito.
Sus hombros se pusieron rígidos. Ningún gran movimiento, pero uno que le decía que lo había sorprendido y que no le gustaban las sorpresas. Volvió la cabeza, un lento, movimiento igual al de un animal. La respiración de Rachael se quedó atrapada en su garganta. Sus ojos brillaban igual que los de un gato en la oscuridad. Las llamas de la chimenea saltaban en sus profundidades amarillo verdosas. Hubo un largo momento de silencio. Un leño siseó y se movió. Las chispas volaron.
– Gracias pero paso. Estoy acostumbrado a ellas -sonó brusco y malhumorado incluso para sus propios oídos. Diablos, todo lo que ella había hecho era ofrecerle ayuda. No había necesidad de arrancarle la cabeza-. Creo que tienes la muñeca rota. No he tenido tiempo para entablillarla -no podía recordar a nadie ofreciéndole ayuda antes. Rara vez pasaba unos pocos minutos en compañía de otros, y su estrecha proximidad era perturbadora. Le hacía sentirse vulnerable de maneras que no podía entender.
Rachael miró algo sorprendida su muñeca rota. El dolor irradiando de su pierna la consumía hasta el punto de que no había advertido su muñeca.
– Supongo que es eso. ¿Quién eres?
Lo vio tomarse su tiempo antes de responder, quitándose la sanguijuela de su estómago con la facilidad de la práctica y deshaciéndose de ella. Sus extraños ojos se enfocaron inmediatamente en ella.
– Rio Santana -obviamente él estaba esperando una reacción a su nombre.
Rachael parpadeó. La intensidad de su mirada hacía que su corazón se acelerara. Nunca había oído su nombre antes, estaba segura de eso, aún así algo en él le parecía familiar. Cambió de posición y el dolor la atravesó como un cuchillo.
La impaciencia cruzó volando su cara.
– Deja de moverte. Empezarás a sangrar otra vez, y ni siquiera he limpiado el primer destrozo.
– Pasaste mucho tiempo trabajando en tus modales, ¿no es verdad? -observó ella.
– Intentaste golpearme la cabeza, Señora. No creo que necesite que me des una lección sobre modales -habló cruzando la habitación para sacar el cuchillo de la vaina.
Su corazón dio un salto, entonces se centró en un lento latido. Cada cosa acerca de la manera en que se movía le recordaba a un animal. Las llamas de la chimenea hicieron que la hoja del cuchillo brillara con un espeluznante rojo anaranjado mientras lo sujetaba.
– Deja de mirarme como si tuviera dos cabezas -chasqueó él, sonando más impaciente que antes.
– Te estoy mirando igual que tú lo haces con ese enorme cuchillo -dijo ella. Su pierna palpitaba con dolor, forzándola a apretar los dientes e intentar relajarse. ¿Cómo se suponía que iba a dejar de moverse cuando se sentía como si estuviesen usando una sierra sobre su carne?-. Y yo no intenté golpearte en la cabeza exactamente. No era nada personal.
– El cuchillo es para quitarme la sanguijuela de la espalda. No puedo alcanzarla de otra manera -le explicó él, aunque por qué se sentía inclinado a explicar lo que era perfectamente obvio, no lo sabía-. Y siempre me tomo como algo personal que alguien intente arrancarme la cabeza de los hombros.
Ella hizo una mueca. Una femenina expresión de exasperación. Y lo hizo con pequeñas líneas blancas de dolor alrededor de su boca. Esto lo fascinó, esa expresión totalmente femenina. Su estómago hizo un vuelco extraño.
– No me oíste que me quejara de que tu pequeña mascota masticara mi pierna. Los hombres son tan crios. No es siquiera más grande que una incisión.
Tuvo el impulso de reír. Salió de ningún sitio, tomándolo por sorpresa, rompiendo sobre él inesperadamente. No se rió, por supuesto, sin embargo frunció el ceño ante ella.
– Me agujereas la cabeza.
– Tú vas a agujerearte la espalda con ese cuchillo. Deja de hacerte el súper macho y permiteme que te saque esa horrible cosa.
Sus cejas se arquearon de golpe.
– ¿Quieres que ponga un cuchillo en tus manos, mi señora?
– Deja de llamarme mi señora, está empezando a molestarme -el dolor la golpeó ahora tan fuerte que quiso levantarse otra vez. Esto definitivamente le hacía difícil pensar. Mantuvo el temor a cubierto con su usual charla, pero no sería capaz de mantenerlo durante mucho más tiempo. Y no se atrevía a pensar que sucedería entonces.
– No sé exactamente como te llamas. De donde yo vengo, mi señora es un cumplido.
– No en ese tono de voz -objetó ella-. Rachael Los… -se contuvo, tratando de dar con un nombre, cualquier nombre. No podía pensar claramente, ya había olvidado su nuevo nombre, pero era imperativo que ocultase su identidad. El dolor atravesó su cabeza, sacudiendo su cuerpo-. Smith.
Si esto fuese posible, sus cejas se habían alzado más.
– ¿Rachael Los Smith? -su boca se suavizó por unos breves instantes, un oxidado intento de sonrisa. O mueca. No podía decirlo. Su visión se estaba empezando a nublar.
Rio se acercó a ella, su boca se torció una vez más en una mueca.
– Estás sudando -colocó su palma sobre la frente de ella-. No cojas una infección. Estaremos atascados aquí sin ayuda por lo que dure la tormenta.
– Me aseguraré de seguir tus órdenes, Rio, porque tengo el poder para determinar eso, ¿sabes? -la mirada de Rachael siguió el camino del cuchillo cuando este ce acercó a ella-. Si no me dejas ayudarte ahora, no creo que vaya a ser capaz de hacerlo -su voz era divertida, poco sólida y lejana-. Esa horrible sanguijuela va a quedarse simplemente ahí, haciéndose enorme con tu sangre. Quizás sea una sanguijuela hembra y va a tener bebés y todos ellos vivirán sobre tu espalda, succionando tu sangre. Una pequeña comunidad de sanguijuelas. Cuan perfectamente adorable.
Él murmuró algo en voz baja.
– Y no me maldigas o me pondré a llorar. Voy a dar lo mejor de mí aquí y tú no me vas a dar trabajo.
Sus dedos eran gentiles sobre su pelo incluso aunque no quería tocarla.
– No te atrevas a llorar -el pensamiento era más alarmante que si alguien viniese hacia él con una pistola. Sus lágrimas quizás removieran su interior-. La morfina ya no surte efecto, ¿no es verdad? No te suministré mucha por que temía que entraras en shock.
Se le escapó una pequeña risa carente de humor. Sonaba al borde de la histeria.
– Estoy en shock. Creo que me he vuelto loca. Pensé que te convertirías en un leopardo e intentarías arrancarme la garganta.
Él deslizó la punta del cuchillo entre su espalda y la sanguijuela, tirándola al suelo y deshaciéndose rápidamente de ella.
– Los leopardos no arrancan gargantas. Muerden la garganta y ahogan a sus presas -hundió un paño en un bol de agua fría y enjuagó la cara de ella-. Son asesinos limpios.
– Gracias por la información. No me gustaría pensar que mi muerte sería un asunto sucio.
Rio estaba incómodamente consciente de su mirada estudiando su cara. Sus ojos eran grandes, demasiado viejos para el resto de ella. Había algo triste en las oscuras profundidades que tiraban de su corazón. Sus pestañas eran increíblemente largas, cubiertas por sus lágrimas. Realmente sintió como si estuviese cayendo en sus profundidades, una gastada y totalmente ridícula noción con la que se estaba inquietando. Su corazón empezó a golpear en su pecho. Anticipando algo que él no conocía. Deliberadamente pasó el paño sobre sus ojos, una suave caricia para salvarse de caer bajo su hechizo.
– ¿Eres siempre tan sarcástica o debo achacarlo a que estás considerablemente dolorida?
Rachael intentó reírse pero sólo salió un jadeante sollozo.
– Juro que esto se siente igual que si mi pierna estuviese ardiendo.
– Está hinchada. Voy a darte un poco más de analgésico y entablillarte la muñeca -los dedos de Rio se arrastraron por su pelo, una espesa masa de seda. Había un extraño color rodeando su cuerpo, igual que una sombra que no quería marcharse. No importaba cuantas veces parpadease, o se frotara los ojos con la mano para aclarar su visión, el extraño color rodeándola persistía.
– Creo que necesitas encargarte de ti mismo -dijo Rachael, su mirada vagabundeando sobre su cara. Él tuvo la física sensación de unos dedos que lo tocaban con una ligera caricia. Ella no parecía advertir el efecto que tenía sobre él y lo agradecía-. Pareces cansado. Honestamente en este momento no puedo siquiera sentir mi muñeca, aunque creo que el analgésico es una buena idea. Quizás una enorme dosis de analgésicos -Rachael intentó hacerle sonreír haciendo una broma. Si no encontraba algo para detener el dolor iba a pedirle que la noquease. Tenía un puño enorme.
Estaba temblando bajo la sábana, un claro signo de fiebre. Había tratado la herida con antibióticos antes, pero era obvio que no iba a ser bastante. Rio echó unas píldoras en su mano y la ayudó a sostener la cabeza para tragarlas. Apretó los dientes, pero un pequeño sonido parecido al de un animal herido, se le escapó.
– Lo siento, sé que duele, pero tienes que hacer que bajen -si había venido aquí para asesinarlo, estaba siendo un completo estúpido, pero no le importaba. Tenía que quitar la desesperación de sus ojos. Parecía tan desvalida que retorcía con fuerza sus intestinos en pequeños nudos. Le suministró otra pequeña dosis de morfina junto con los antibióticos y esperó hasta que sus ojos se nublaron antes de entablillarle la muñeca. Su piel estaba caliente, pero no descuidaría sus propias heridas mucho más o ambos estarían en problemas.
Rachael se sintió yendo a la deriva. El dolor estaba ahí. No quería retorcerse y provocarlo, pero podía manejar la intensidad del que flotaba en la superficie. Rio se alejó de ella con su curiosa gracia animal. La intrigaba. Todo acerca de él la intrigaba. No podía evitar mirarle fijamente, aunque intentó pensar en otras cosas. El viento. La lluvia. Los leopardos saltando a su garganta. Sus pestañas se caían. Escuchó la lluvia y tembló. Antes había estado ardiendo, ahora se sentía inexplicablemente fría. El sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado la incomodaba. No podía oírle moviéndose alrededor de la casa. Y no porque la tormenta ahogara los sonidos, él simplemente estaba quieto. Igual que un gran gato de la selva.