CAPÍTULO 3

Rachael se forzó a abrir los ojos para mantenerle a la vista. Se sentía somnolienta, desconectada de la realidad. Rio estaba, a varios pasos de ella, cerca de la estufa. Enganchando casualmente los pulgares en sus vaqueros mojados, los separó de sus caderas, exponiendo despacio sus nalgas firmes y su trasero musculoso. Trató de no quedarse boquiabierta mientras él se lavaba, usando agua caliente de la estufa. Era cuidadoso, sus músculos se flexionaban mientras trabajaba. Le recordó a las estatuas que había visto en Grecia, los músculos definidos y bien proporcionados del cuerpo ultra masculino. Lo que ocurría era que estaba completamente sin ropa en casa. Parecía que había olvidado que ella estaba en el cuarto, no mostrando ninguna modestia en absoluto.

Encendió una cerilla y sostuvo la aguja que había usado para coser su pierna antes de realizar la misma tarea en su brazo. Rachael lo oyó jurar cuando mojó su cadera con el mismo maldito líquido que había usado con ella. Evidentemente guardaba grandes provisiones para rellenar el pequeño frasco. Se dio la vuelta ligeramente mientras cosía su cadera y ella consiguió una vista frontal. Miró las columnas gemelas de muslos y cada trozo que era tan bueno o mejor que las anatómicamente correctas estatuas.

– Tienes un hermoso cuerpo.

Rachael nunca hubiera llamado la atención sobre el hecho de que estaba desnudo. Las palabras se escaparon antes de que pudiera censurarlas, o tal vez alguien más las había dicho. Miró alrededor para ver si estaban realmente solos. Lo había dicho después de todo y quiso decirlo. La honestidad de su voz ni siquiera la hizo ruborizarse o darse la vuelta cuando la examinó con su penetrante mirada.

Rachael le miraba abiertamente, inspeccionándole del modo en que podría mirar a una escultura hermosa. Sonrió somnolienta

– No te preocupes por mí. Creo que son las drogas las que hablan. Nunca he visto a un hombre con un cuerpo tan hermoso como el tuyo.

No había invitación en su voz, ni deliberada seducción, sólo una simple y honesta admiración. Y eso era lo que lo hacía tan malditamente sexy. No había estado pensando en el sexo. O en piel suave. O en pechos llenos. O en pelo sedoso. Ella olía como una maldita cama de flores. Le dolía como el demonio. Estaba cansado y nervioso, no entendía que le pasaba. Y ahora su cuerpo reaccionaba a su voz. O a sus palabras. O a su olor. ¿Quién lo sabía? La necesidad le perforó el estómago y endureció su cuerpo como una roca. Estaba furioso con ella. Con él. Con su carencia de control. Ahora estaba malditamente excitado y tenía a una mujer enferma en su cama. Y maldición, si tenía que aguantarlo, ella solamente podría mirarlo.

Terminó de coser su cadera, demasiado consciente de su fija mirada. No parecía molestarle que él estuviera excitado y listo, y que estuvieran completamente solos. Los ojos de ella estaban muy brillantes, su piel enrojecida con el calor a pesar de los estremecimientos continuos. Por suerte, el dolor de la fea incisión sobre su cadera expulsó el calor de su cuerpo por lo que la lujuria no fue tan brutalmente expuesta.

Rio no la miró pero sintió sus ojos sobre él. Calientes. Mirando fijamente. Devorándole. El pensamiento hizo que le doliera todo. Juró otra vez. Incluso con el dolor de coser sus propias heridas, la mirada de ella, mirando su cuerpo endurecido, hizo que unos martillos golpearan en su cabeza y las sienes le palpitaran.

– ¿Vas a mirarme fijamente toda la noche? -le gruñó las palabras. Una amenaza. Una promesa. Venganza en las líneas de su cuerpo. Volvió la cabeza y entonces la confrontó, permitiendo que el deseo desnudo llameara, solamente para asustarla como el infierno.

Sonrió serenamente.

– Lo siento. ¿Estaba mirando fijamente? Es solamente que eres el hombre más hermoso que he visto alguna vez. Pensé que si muriera, no podrías ser una cosa tan mala como última imagen.

Lo desarmó solo con eso. El poder que manejaba era espantoso. Nada lo había tocado del modo en que ella lo hacía. Con una mirada, una simple palabra. Solamente el tono de su voz. Él se ahogaba y esto no tenía sentido. Y eso le hizo enfadarse. Sólo que no estaba seguro de con quién estaba enfadado,

Ella todavía le estaba mirando fijamente, sus ojos enormes. Rio se aproximó a zancadas y presionó la palma contra su frente.

– Estás ardiendo.

– Lo sé.

Él estaba de pie contra la cama, su ingle al nivel de sus ojos. Rachael pensó que era extraordinario. Ella flotaba en una neblina soñadora, donde nada parecía muy real. Excepto Rio y su cuerpo increíble. Alargó la mano para tocarlo, no creyendo que pudiera ser nada más que un sueño.

Las yemas de los dedos acariciaron la cabeza del pene y casi lo envió hasta el techo. Su toque era ligero como una pluma, apenas allí, pero lo sintió vibrando por todo su cuerpo.

– Eres real -parecía intimidada y su aliento era caliente a lo largo de su eje, endureciendo cada músculo del cuerpo. Sus dedos se arrastraron sobre su pesada erección, deslizándose por sus testículos y abajo a su muslo, era una sensación que nunca había experimentado.

– Es una cosa malditamente buena que estés herida -dijo bruscamente, apartándose, por miedo a que ella pudiera ir más lejos. Con miedo a que él pudiera dejarle. Y nunca se perdonaría si caía tan bajo. Nunca había querido tanto a una mujer. Era el modo en que lo miraba. El sonido de su voz. La honestidad. Intelectualmente sabía que era la fiebre la que hablaba, despojándola de su inhibición natural, pero no podía evitar reaccionar. Fiebre o no, a ella le gustaba lo que veía. Caminar era una tortura, su cuerpo tan duro que tenía miedo de que con cada paso se rompiera en pedazos, pero se alejó.

Rio llenó un tazón con agua fría y alcanzó un paño. Cuando se giró ella estaba mirándole fijamente otra vez. Suspiró.

– ¿Juras mucho, verdad?

– Tienes un modo de hacerme sentir como si lo necesitara -dijo y arrastró una silla al lado de la cama-. Tengo que conseguir que baje la fiebre.

Rachael se rió suavemente.

– Mejor te vistes entonces. No creo que nada más vaya a ayudar.

– ¿Sabes lo que estás diciendo?

Ella frunció el ceño ante el tono de voz

– No lo sé. ¿Debería mentirte?

– ¿Siempre dices la verdad?

Era un desafío. Sus ojos se encontraron.

– Cuando puedo. Prefiero la verdad. Lo siento si te hace sentir incómodo. Solamente parecías tan en casa sin la ropa. No pensé que pudieras ser real. Pensé que te había inventado -su mirada fue a la deriva sobre su pecho, descendiendo para inspeccionar su estómago plano, el vello oscuro y su virilidad gruesa moviéndose entre las fuertes columnas de sus muslos-. No estoy en realidad segura de dónde estoy o cómo llegué aquí. ¿No es extraño?

Ella sonaba perdida. Vulnerable. Su estómago hizo aquel salto mortal extraño que comenzaba a asociar con ella.

– No importa -Rio limpió su cara con el paño fresco y húmedo-. Estás a salvo conmigo y eso es todo lo que importa. No me preocupa si quieres mirarme fijamente. Supongo que es halagador tener a una mujer como tú admirándome.

– ¿Qué tipo de mujer soy?

– Una enferma -echó hacia atrás la colcha, deseando no haber alimentado el fuego de la chimenea, ni siquiera para el agua caliente que necesitaba para limpiar las heridas. Por el bien de ambos, necesitaba enfriar el cuarto-. Voy a abrir la puerta durante unos minutos. El viento debería ayudar. No te muevas.

– No lo pensaba hacer. Me siento extraña, pesada, como si no pudiera moverme.

Rio no hizo caso de su comentario, abriendo la puerta para permitir que el viento limpiara el cuarto del olor a sangre e infección. A flores. El olor de una mujer. El aire fresco se precipitó por el cuarto, azotando las mantas que cubrían las ventanas, y tirando del pelo a Rachael. Al suave brillo de la linterna, podía ver que su cara estaba enrojecida, su cuerpo demasiado caliente.

– Rachael -dijo su nombre suavemente, esperando atraerla parcialmente para que entendiera qué le pasaba-. Voy a abrir tu camisa. No estoy intentando ligar contigo, solamente trato de enfriar tu cuerpo.

– Pareces tan preocupado.

– Estoy preocupado. Estás muy enferma. No tengo muchas medicinas conmigo. Tengo un pequeño conocimiento de hierbas, pero no soy tan bueno como el curandero local de la tribu -se sentó en la silla y se inclinó sobre ella, sus dedos rozando la suave piel mientras deslizaba los botones por los ojales para abrir la camisa. Sus pechos llenos le llamaban, la llamada era mucho más fuerte de lo que había esperado. Tocarla se sentía familiar y correcto. Rio hundió el paño en el agua y bañó su piel, tratando de ser impersonal cuando tocarla era todo menos impersonal.

– Me duele la pierna -Rachael trató de estirarse para tocar la herida, pero Rio le cogió la mano.

– Eso no ayudará, trata de pensar en otra cosa -Él necesitaba pensar en otra cosa. El agua fría convirtió sus pezones en duros e invitadores picos-. Cuéntame qué estás haciendo aquí.

Sus ojos se ensancharon.

– ¿No vivo aquí? -ella miró alrededor, su mirada moviéndose por la habitación y volviendo a él-. ¿No nos mudamos aquí? Pensé que querías vivir en algún sitio donde pudiéramos estar solos y permanecer desnudos todo el día.

Sus palabras golpearon un recuerdo profundo de su memoria. Una visión de otro tiempo y lugar. Lluvia cayendo suavemente contra la azotea. Una brisa agitando las cortinas en una ventana abierta. Rachael dando vueltas en una cama tallada ornamentadamente, sus oscuros ojos chocolate llenos de amor. Con aquella misma admiración honesta. Una risa suave se proyectaba como una película en su cabeza. Su voz. Suave, sensual y pecaminosa tentación.

La emoción lo ahogó. No sabía lo que sentía, sólo que esto lo rodeaba.

– ¿Dije eso? -el paño se movía sobre la elevación de su pecho, insistió en el valle y resbaló por debajo de sus pechos suavemente-. Me sorprendo a veces. Eso suena a una idea muy buena.

– Cuando te miro, hay una luz que te rodea -Su expresión era traviesa, bromista-. Yo diría un halo, pero ciertas partes de tu anatomía parecen alejarte de la santidad.

– O elevarme a ese estado -no tenía ni idea de donde vinieron las palabras o el tono bromista y familiar. Él era siempre brusco y hosco con los forasteros, aunque Rachael no le parecía una forastera. Mojó el paño en el tazón de agua y le permitió remontar la suave elevación de su pecho. Incluso se sentía familiar para él. Conocía su cuerpo con intimidad. Sabía que habría una pequeña marca de nacimiento directamente encima de sus nalgas sobre el lado izquierdo si le diera la vuelta. Conocía la sensación de hundir la lengua en su atractivo ombligo e ir bajando lentamente más abajo. Conocía exactamente el sabor de ella. Estaba en su boca, un sabor fuerte, meloso, picante que siempre lo dejaba ansiando más.

– ¿Me conoces, Rachael? -Se inclinó cerca, su mirada capturando la suya- ¿Cuándo me miras, me conoces?

Ella sacó la mano hacia fuera de modo que las yemas de los dedos descansaron sobre su muslo desnudo.

– ¿Por qué me preguntas eso? Desde luego que te conozco. Me gusta estar en la cama contigo, tus brazos alrededor de mí, escuchando la lluvia. Escuchando el sonido de tu voz y las historias que cuentas -su sonrisa estaba lejos, soñadora-. Eso siempre ha sido mi cosa favorita.

Ella ardía por la fiebre. Su cuerpo estaba tan caliente a su toque que él tenía miedo de que el paño fuera a irrumpir llamas. Bañó sus muñecas y la nuca, comenzando a estar desesperado. El viento refrescó el cuarto pero su cuerpo esta enrojecido de un rojo brillante. Su pierna estaba sucia, hinchada e infectada, la sangre rezumaba de la herida. Su estómago dio sacudidas.

– Rachael -dijo su nombre desesperado. Su palma estaba quemando un agujero a través de su piel donde ella la había dejado.

– Tienes miedo por mí.

– Sí -contestó honestamente. Porque lo tenía. Por ambos. Estaba tan confundido como ella. Bruscamente se levantó y merodeó a través del cuarto hasta estar de pie en la puerta abierta. El viento se extinguía, una calma antes del golpe de la siguiente ola. Estaba malhumorado, agitado e incómodo en su propia casa. La selva le hacía señas, las copas de los árboles balanceándose, las hojas casi plateadas mientras susurraban alrededor de él con su propia y extraña melodía. Encontró el sonido calmante en medio de su incertidumbre.

Rio conocía a Rachael íntimamente, aunque nunca había puesto los ojos sobre ella. Ciertas cosas eran familiares, más que familiares, casi una parte de él, como respirar. Pasó una mano por su pelo, necesitando la paz de la selva. La mirada fija de Rachael lo seguía a cualquier parte donde fuera.

– Mira.

No se giró, no quiso encontrar la evidente apreciación en su mirada cuando lo miraba. No le gustaba el hecho de que el calor entre ellos era una cosa tangible cuando ella estaba tan obviamente enferma.

– Estoy mirando.

Sonaba divertida y por alguna razón, su estómago hizo aquella cosa idiota de saltar que asociaba con ella.

– Duérmete, Rachael -ordenó él severamente-. Voy a intentar la radio otra vez, a ver si puedo conseguirte alguna ayuda. Puedo ser capaz de llevarte desde aquí a algún área abierta donde podemos traer un helicóptero para llevarte al hospital.

Rachael frunció el ceño, sacudió su cabeza con obvia alarma.

– No, no lo hagas. Me quedaré aquí contigo.

– No lo entiendes. Podrías perder tu pierna. No tengo medicinas ni la habilidad apropiada que necesitas. De este modo, vas a tener una masa de cicatrices, y eso si logro salvarla.

Ella siguió sacudiendo la cabeza, sus ojos brillantes que le suplican silenciosamente. Su estómago se apretó. Bruscamente, dio un paso afuera, a la noche, arrastrando el aire a sus pulmones. Lo estaba atando con nudos. No sabía por qué. No lo entendía. No le gustaba o lo quería. No sabía quién era o de dónde venía. No necesitaba esa complicación o el peligro.

– Condenada mujer -refunfuñó mientras estiraba sus brazos hacia la lluvia. Las gotas cayeron, sobre su piel caliente, frescas y tentadoras. Sus venas hervían de vida, palpitaban de deseo. Incluso lejos de ella, sentía su presencia.

No era totalmente humano, ni leopardo. Era una especie separada con las características de ambos. Y era peligroso, capaz de matar, capaz de grandes celos y arrebatos de carácter. El animal en él a menudo dominaba su pensamiento, una criatura astuta, inteligente, pero con defectos. Tenía que estar solo, un reservado y solitario ser por elección. Pocas cosas le tocaban en su mundo cuidadosamente resguardado. Había algo en Rachael que le inquietaba. Malhumorado. El miedo brilló en él, enturbió los bordes de su control.

– Maldita mujer -repitió.

Se estiró otra vez, queriendo la libertad del cambio. Queriendo salir en la noche y simplemente desaparecer. El estado salvaje se alzó en él como un regalo, extendiéndose de tal modo que su piel picó y sus garras se alargaron. Sintió los músculos fluir como acero por su cuerpo. Olió el olor salvaje del gato, lo alcanzó, lo abrazó. Un medio extraordinario de dejar detrás a Rio Santana y todo lo que era, todo lo que había hecho. La piel onduló sobre su cuerpo. Sus músculos se retorcieron, los huesos se rompieron entre tanto su espina dorsal se hizo flexible, mientras su cuerpo tomaba la forma del leopardo.

El leopardo levantó su cabeza y olió la noche. Inhaló el olor de la mujer. Debería haberlo rechazado, incluso arrastrado lejos, tan fuerte como en su forma humana. El gato agitó la punta de su cola, por la plataforma alrededor de la baranda bajo las ventanas y luego saltó a una rama del vecino árbol. A pesar de la lluvia torrencial, el leopardo corrió fácilmente a lo largo de la red de ramas, una carretera encima de la selva forestal. El viento erizó su piel y sopló en su cara pero eso no podía librarlo del olor atractivo de la mujer. Cada paso lejos de ella le provocaba inquietud.

El leopardo dio un suave gruñido de protesta, seguido de un rugido de mal humor. Ella no lo dejaría solo. Adonde él iba, ella iba con él. En su mente. En su revuelto estómago. En su ingle. Él rastrilló sus garras a lo largo del tronco de un árbol, rasgando la corteza en un ataque de vil carácter, arrancando tiras largas. Ella se adhería a él, no le dejaría ir. La lluvia debería haber refrescado su sangre caliente, pero no hizo nada excepto avivar los rescoldos que ardían dentro de él.

Rio debería haber sido capaz de deshacerse de sus preocupaciones humanas y escapar en la mente del animal, pero podía saborearla. Sentirla. Ella estaba en todas partes adonde iba, en todo lo que hacía, en el aire alrededor de él. No había ninguna lógica o explicación de ello. Era una forastera, sin un verdadero nombre o pasado, pero de algún modo le había consumido. Lo alarmaba. No confiaba en ella, y peor, no confiaba en si mismo.

Volvió a la casa en silencio, andando despacio a lo largo del sendero forestal para darse tiempo para pensar. No debería importar tanto que pensara en ella. Era natural. No había tenido una mujer desde hacia mucho tiempo y ahora una yacía en su cama. Río se dijo que tenía que ser lo que era. Un simple caso de lujuria. ¿Qué diablos podría ser cuándo ni siquiera la conocía? Satisfecho de haberlo resuelto, saltó a los árboles y volvió a casa usando la ruta más segura y más rápida.


Rachael flotaba en algún sitio entre el sueño y la conciencia. No podía entender dónde estaba. Todo parecía extraño, nada era como su casa. A veces pensaba que oía voces chillándole, gritándole, exigiéndole cosas que no podía contarles. Otras veces pensaba que estaba perdida en la selva con animales salvajes que la acechaban. Trató de moverse, de arrastrarse fuera del extraño y nebuloso mundo donde parecía estar encerrada.

– Como una burbuja -dijo ella en voz alta-. Vivo en una casa de cristal y si alguien lanza una roca, me romperé en añicos junto con las paredes -miró alrededor, frunciendo el ceño, tratando desesperadamente de recordar cómo había llegado a ese lugar tan extraño. Su voz sonaba diferente, lejana y nada como ella.

Y el dolor rasgaba a través de ella con cada movimiento que hacía. ¿Había sido herida? ¿Torturada? Alguien trataba de matarla. ¿Por qué no terminaban con el trabajo en vez de abandonarla medio muerta? Siempre había sabido que esto iba a suceder tarde o temprano.

Algo se movió fuera de la ventana. La manta tejida cubría el cristal, pero ella sabía que algo había pasado. Esforzándose por oír, miró alrededor salvajemente en busca de un arma. ¿Habían venido finalmente a por ella? Su corazón comenzó a latir con alarmante fuerza y su boca se sintió como algodón. Una apatía letárgica se había adueñado de su cuerpo. Podía oír el crujido del fuego, el ritmo constante de la lluvia. La sed la dominaba, haciéndole necesario levantarse, pero era difícil, como si se abriera paso por arenas movedizas. El intento de sentarse envió dardos de dolor por su pierna. Se encontró a si misma en el suelo, su pierna torcida debajo de ella. Sorprendida. Rachael miró alrededor del cuarto, tratando de recordar dónde estaba y cómo había llegado allí, tratando de enfocar la habitación. ¿Qué estaba mal con ella? No importaba con cuanta fuerza lo intentara, su mente rechazaba funcionar correctamente. La lámpara estaba ardiendo intensamente. No recordaba haberla encendido. Su mirada se movió a la puerta. La barra no estaba trabada.

Rachael tragó, un nudo apretado de miedo bloqueaba su garganta, y de mala gana miró abajo para inspeccionar su pierna inútil. Su pantorrilla y tobillo eran irreconocibles, hinchados casi hasta explotar. La brillante sangre roja se filtraba y rezumaba, haciendo que su estómago se revolviera. Había sido atacada por un animal salvaje. Recordó claramente sus ojos. La inteligencia astuta, el peligro penetrante. El terror se derramó sobre ella, casi paralizándola. Fue sólo entonces, cuando miró alrededor del cuarto, y notó a los dos leopardos enroscados cerca de la chimenea. Uno la miraba fijamente. El otro parecía estar dormido.

Comenzó a arrastrarse por el suelo. Era puramente instintivo, a causa del miedo. Rachael no podía enfocar su mente lo bastante para saber qué estaba pasando. Le aterrorizaba recordar el aliento caliente en su cara. La sensación de dientes agudos rasgando su pierna. Ojos mirándola fijamente con intención mortal.

Arañando la pared se puso de pie, apretando los dientes contra los sollozos que le quemaban la garganta, el sudor enturbiaba su visión. Sacando el arma de la funda, se apoyó contra la pared, la única cosa que la sostenía de pie. Sus brazos se sentían como de plomo y era casi imposible apuntar con el arma al leopardo, apenas podía verlo.

La puerta se abrió balanceándose y Rio entró, llevando madera en sus brazos, inmediatamente sus ojos no le quitaron la vista de encima. Su pelo colgaba en húmedos mechones, su cuerpo desnudo cubierto de gotitas. Lentamente cerró la puerta con sus pies y cruzó el cuarto para dejar la leña con cuidado, casi directamente delante de los leopardos.

– Deja el arma, Rachael -su voz era muy baja, pero tenía una dura autoridad-. Tiene un gatillo sensible. Respira y podría dispararse.

– Están justo detrás de ti -contestó Rachael, sujetándose a la pared como apoyo-. ¿No los ves? Estás en peligro -trataba de recordar quién era él, alguien muy familiar para ella. Su hermoso hombre desnudo. Recordaba la sensación de su piel bajo las yemas de los dedos-. Deprisa, aléjate de ellos antes de que te ataquen -inspeccionó su cuerpo, vio las rayas sangrientas sobre su vientre, su cadera. La incisión sobre su cadera-. Estás herido.

– Estoy bien, Rachael -mantuvo su voz tranquila, calmada-. Dame el arma.

– Hace calor aquí -de repente ella sonaba como un niño desesperado-. ¿No hace calor? -ella se limpió el sudor de la cara con el dorso de la mano para aclarar su visión.

Rio estrechó los ojos y la miró, maldiciendo silenciosamente cuando el arma pasó cerca de su cara. La sangre de su pierna era demasiado brillante, sugiriendo la necesidad de una acción inmediata. El cañón del arma se agitó, demasiado cerca de su sien. Ella se balanceó ligeramente. Él se movió, con indiferencia, maniobrando a una mejor posición.

– Está bien, Rachael -deliberadamente usó su nombre, su voz calmante, persuasiva. Dio otro paso-. Son sólo mascotas. Panteras nubladas. Pequeños gatos, realmente.

Los ojos de ella estaban muy brillantes. Le miró con el ceño fruncido. Siguió limpiándose los ojos en un intento de deshacerse de la imagen borrosa.

– Mira lo que me hicieron en la pierna. Sepárate de allí y no les des la espalda.

Él se movió con una velocidad inesperada, golpeando el arma lejos con la mano cuando se balanceó en su dirección, su cuerpo golpeando el de ella, escudándola protectoramente mientras una explosión ensordecedora reverberó en la pequeña habitación.

Su cuerpo presionó con fuerza contra el de ella, sus pechos suaves empujando contra su pecho, su cara contra su hombro. Las piernas de ella se doblaron y empezó a deslizarse al piso.

Rio la cogió en brazos, acunándola cerca de su pecho. Estaba ardiendo de fiebre.

– Todo está bien -la calmó, tratando de ignorar el ruido sordo siniestro de la bala golpeando metal y lo que esto significaba para ellos-. No luches Rachael, estás a salvo.

Ella se movió contra su piel mojada agitadamente, el dolor la hacía sentirse enferma. La piel de él estaba fresca en comparación con la suya y quería presionarse más cerca.

– ¿Te conozco? ¿Cómo es que te conozco? -le frunció el ceño, bizqueó para mirar detenidamente su cara. Hizo un esfuerzo para levantar la mano, para trazar la línea fuerte de su mandíbula, sus pómulos, su boca.

Con mucho cuidado, Rio la tumbó sobre la cama, intentando no golpearla. Enmarcó su cara con las manos, forzándola a enfocarle.

– ¿Puedes entenderme? ¿Entiendes lo que te digo?

– Desde luego que puedo -durante un momento sus ojos se despejaron y le sonrió. No de manera sexy, era más bien angelical, y él lo sintió hasta en los dedos de los pies-. En caso de que no lo hayas notado, no llevas ropa.

Rachael se hundió en la almohada.

– Apaga la luz por favor, Elijah, estoy realmente cansada.

Hubo un pequeño silencio. Algo profundamente dentro de él empezó a arder. Algo oscuro y peligroso. Rio cogió su mano izquierda, su pulgar deslizándose sobre su dedo anular para encontrarlo desnudo. Atrajo sus dedos para asegurarse de que no había una línea bronceada que proclamara que recientemente se había quitado un anillo. No tenía ni idea de por qué lo alivió, pero lo hizo.

– Rachael, trata de seguir lo que te estoy diciendo. Es importante -llevó su mano a su pecho, sin comprender por qué lo hacía, sosteniéndola allí sobre su palpitante corazón-. Tengo que cauterizar la herida. Lo siento, pero es el único modo de salvar tu pierna. Creo que la bala golpeó la radio, pero incluso si no lo hizo, no puedo llevarte a nadie con este tiempo. La segunda ola de la tormenta golpea ahora y hay tres fuertes frentes viniendo.

Rachael siguió sonriéndole

– No sé porqué pareces tan preocupado. Ellos no nos han encontrado y no pienso que puedan.

Rio cerró sus ojos brevemente, luchando por respirar. Deseaba que su sonrisa fuera para él, no para un desconocido llamado Elijah. Esto iba a ser un infierno y deliraba tanto que no podía prepararla para lo que iba a venir. Había realizado el procedimiento una vez antes e incluso entonces había sido desagradable. Le apartó el pelo de la frente. Lo miraba con demasiada confianza.

– Solamente voy a hacer lo que tiene que ser hecho. Pido perdón antes de tiempo.

Ella podría ver la renuencia y la aversión en sus ojos.

– Está bien, Rio, lo entiendo. Lo hago. Tenía que pasar tarde o temprano. Siento que te pidiera que te encargaras de esto. Puedo ver que te molesta.

– ¿Encargarme de que? -la incitó. Le estaba tranquilizando, tratando de hacer su trabajo más fácil.

– Sé que Elijah me quiere muerta. Sé que te envió. Pareces tan cansado y triste. Estuvo mal por su parte pedírtelo.

Rio juró suavemente, agachándose al lado de ella. Sus ojos estaban vidriosos, somnolientos incluso, pero mostraban inteligencia. Creía que él estaba allí para matarla, incluso lo miraba como si le compadeciera.

– ¿Por qué Elijah te quiere muerta?

Ella parpadeó, cogiendo aliento con una ola de dolor.

– ¿Importa? Solamente hazlo.

– ¿Vas a dejar que te mate? -por alguna razón su apatía lo hizo enfurecerse. ¿Iba a tumbarse allí y animarlo a tomar su vida? Quiso sacudirla.

Aquella misma pequeña sonrisa tiró de su boca. Parecía lejana otra vez, girando despacio su cabeza lejos de él.

– Incluso si me das un palo muy grande yo no sería capaz de levantarlo. Tendré que pasar de ser aquella heroína que recibió cuarenta y siete patadas en las costillas y siguió adelante. No creo que pueda levantar mi cabeza.

Se inclinó más cerca.

– ¿Rachael? Estás conmigo otra vez.

Sonaba como la mujer que lo había golpeado en la cabeza.

– ¿Me he ido? -Cerró los ojos-. Ojalá no hubiera vuelto. ¿Qué está mal conmigo? ¿Adonde fui?

– Has estado paseando. No tengo ninguna opción, tengo que trabajar en tu pierna.

– Entonces ponte a ello. Estás tan cansado que vas a caerte sobre tu cara si no lo haces -hizo un esfuerzo para alzar sus pestañas y estudiar su cara bajo los pesados párpados-. No voy a culparte si esto duele -sus ojos estaban claros y en aquellos momento lúcidos-. No quiero perder mi pierna, así que cueste lo que cueste, haz lo que sea necesario para salvarla

Rio no iba a hablar más de ello. La aversión para la fea tarea brilló tenuemente en sus ojos mientras se inclinaba sobre su pierna. La herida tenía que ser limpiada, lavada a fondo, cauterizada y vendada con más antibióticos. Había realizado la cirugía una vez fuera en el campo cuando un amigo había sido disparado y sangraba profusamente, y el helicóptero no podía recogerlos inmediatamente. Pequeñas gotas de sudor salpicaban su cuerpo, entrando en sus ojos nublándole la visión mientras colocaba la hoja de su cuchillo sobre las llamas.

Abrir la herida para permitir que la infección saliera hizo que su estómago se revolviera. Ella gritó cuando vertió el antiséptico, casi saltando fuera de la cama. Vaciló sólo un momento, apoyando su peso sobre sus muslos, y tomando un profundo aliento puso la hoja del cuchillo contra su carne. El olor le puso enfermo. No se apresuró, no queriendo cometer ningún error, fue cuidadoso para limpiar y reparar, antes de entablillar la pierna para mantenerla inmóvil, para darle una mejor probabilidad de curarse.

No podía mirarla mientras limpiaba el lecho y remetía las mantas alrededor de su pierna para mantenerla inmóvil. No se había movido hacía mucho, su respiración era baja, su piel estaba húmeda. Definitivamente en shock. Rachael estaba temblando en reacción. Rio maldijo suavemente. Se relajó a su lado, estirándose a lo largo de la cama, arrastrándola cerca de él, incapaz de pensar en que más podía hacer.

– ¿Rio? -Rachael no se apartó de él, en cambio se acurrucó más cómodamente contra él como un gatito-. Gracias por intentar salvar mi pierna. Sé que ha sido difícil para ti -su voz era débil. Él apenas entendió las palabras.

Rio frotó la barbilla contra la cima de su cabeza, sopló a los hilos de pelo que se engancharon en la barba de varios días.

– Trata de relajarte, no puedo darte más calmantes durante una rato. Solamente déjame sostenerte -sus brazos se apretaron con posesión. Al mismo tiempo algo apretaba su corazón como unas tenazas-. Te contaré un cuento.

Su cuerpo se amoldaba al suyo. Se curvó alrededor de ella, muslo contra muslo, sus nalgas embutidas contra su ingle, su cabeza empujaba segura contra su garganta, y encajaba allí como si hubiera sido hecha para él. Sus pechos eran llenos y suaves y empujaban contra sus brazos cómodamente. Había yacido con ella antes. No una vez, sino muchas veces. El recuerdo de su cuerpo estaba grabado en su cerebro, en sus nervios, en la carne y en los huesos.

Frotó su mejilla en la masa de sedoso cabello. No era todo físico. Sentía algo por ella. Estaba vivo alrededor de ella.

– No es necesariamente una cosa buena -dijo en voz alta-. ¿Lo sabes, verdad?

Rachael cerró los ojos, deseando que su cuerpo dejara de temblar, queriendo que el dolor retrocediera aunque sólo fuera durante un breve espacio de tiempo para darle un momento para respirar normalmente. Rio era un ancla a la que se aferraba, un trozo de realidad que tenía. Cuando cerraba sus ojos, veía a hombres retorciéndose, la piel ondulando sobre sus cuerpos, ojos brillando de un feroz amarillo-verdoso. En aquel mundo de pesadilla el sonido de armas estalló y sintió el golpe de una bala. Miró aquellos mismos ojos inteligentes y vio el dolor y la locura. Oyó su voz gritando No. Eso era todo. Simplemente no.

– Necesito oír tu voz -porque eso ahuyentaba los demonios. Conducía el olor a pólvora y sangre fuera de su mente, y amaba la caricia profunda de su tono.

– No conozco muchas historias, Rachael. Yo nunca he tenido a alguien contándome cuentos a la hora de acostarme -se estremeció por la aspereza de su voz. Era sólo que ella volvía blandas sus entrañas y le hacía difícil recordar que podría haber sido enviada para matarlo. Creía en la lógica y el modo en que ella le afectaba no era lógico.

– Te contaré uno cuando me sienta mejor -ofreció.

Él cerró los ojos. Ella era como un regalo, entregado a él. Enviado a su mundo implacable de violencia y desconfianza.

– Bien -concedió para agradarla-. Pero intenta dormir. Cuanto más duermas más rápido se curará la pierna.

Rachael tenía miedo de dormir. Miedo de dientes y garras y de todo el dolor que los acompañaba. Tenía miedo de perder la tenue atadura a la realidad. Y si así era, seguía olvidando quién era Rio. Se sentía familiar. Reconocía su voz, pero no podía recordar su vida juntos. Cuando le hablaba, flotaba en el sonido de su voz. Cuando sus manos se deslizaban sobre su piel caliente, se sentía segura y querida.

Rio le contó un absurdo cuento sobre monos y osos que inventó. No tenía sentido, de hecho era un cuento de hadas terrible y mostraba que no tenía imaginación, pero ella estaba tranquila, deslizándose en un sueño irregular y eso era todo lo que le importaba. Si la mujer quería un cuento todas las noches, iba a tener que afilar a toda prisa unas habilidades inexistentes y aprender a inventar cuentos interesantes.

Suspiró, su aliento revolvió los zarcillos de su pelo. ¿En qué pensaba queriendo ser capaz de contar historias a la hora de acostarse? No podía imaginarse una cosa tan ridícula, no podía imaginarse por qué lo anhelaba. ¿Una mujer propia? ¿Por qué? ¿Para compartir una casa en lo profundo del bosque? ¿Compartir una vida de muerte y violencia? No sabía nada sobre mujeres. Tenía que sacarla de su vida tan rápidamente como fuera posible.

Rachael murmuraba suavemente en su sueño, agitado, irregular. Una protesta suave contra las pesadillas que se arrastraban en su sueño. Rio la calmó con algunas tonterías murmuradas, ignorando el dolor que traía a su corazón. Ignorando los recuerdos extraños de su cabeza y el endurecimiento de sus músculos. Aunque su cuerpo estaba agotado, su cerebro estaba vivo con la actividad. Ni siquiera lo calmaban los sonidos normales del bosque.

Permaneció escuchándola, el miedo rompiendo en olas sobre él con el pensamiento de que ella sucumbiera al envenenamiento de la sangre. Su piel quemaba contra la suya. La bañó en agua fría, manteniendo la puerta abierta con el mosquitero colgando tanto en la puerta como alrededor de la cama.

Apagó la linterna para impedir que los bichos entraran. La lluvia persistía, un ritmo constante hasta el siguiente golpe tormentoso aproximadamente una hora más tarde. Rabiaba con bastante fuerza como para hacer volar la lluvia a través del pesado follaje. Río se deslizó de la cama, cruzando el cuarto para cerrar la puerta. Estuvo mucho tiempo mirando hacia fuera a la oscuridad, aspirando el aroma de la lluvia, la llamada de la jungla. Un coro de ranas macho cantaba desafinadamente, cazando alegremente compañeras, añadiendo el señuelo al bosque. Durante un momento lo salvaje estaba sobre él, golpeándole con la necesidad de cambiar, de escapar. Pero la llamada de la mujer era más fuerte. Suspiró y cerró la puerta firmemente, dejando fuera el viento y la lluvia. Dejando fuera los sonidos embriagadores de su mundo. Avanzó lentamente hacia la cama, tirando una manta ligera sobre ambos, rodeándola con los brazos y soldando su cuerpo al suyo. Estaba agotado, pero a su cuerpo le llevó tiempo relajarse, a su mente permitirle irse. Cayó dormido con un cuchillo bajo la almohada y una mujer en los brazos.

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