CAPÍTULO 4

Eran pesadillas. Simplemente una a continuación de otra. Rachael sentía que vivía en un mar de dolor y oscuridad donde nada tenía sentido excepto por la voz de tono bajo de un hombre que le murmuraba para consolarla. La voz era su salvavidas, atrayéndola desde la oscuridad donde los dientes y las garras destrozaban su cuerpo, donde las balas silbaban alrededor y se estampaban en cuerpos, donde la sangre fluía y horribles criaturas se agazapaban para atacarla.

Las sombras se movían por la habitación. La humedad era opresiva. Un gato resopló. Otro le contestó con un carraspeo parecido a un gruñido. Los sonidos estaban cerca, a no más de unos pocos pies de ella. Cada músculo de su cuerpo reaccionó, contrayéndose de terror, incrementando el dolor de la pierna. No podía mover el cuerpo y cuando giró la cabeza, no pudo ver lo suficiente de la habitación como para localizar la fuente de esos salvajes sonidos de gato.

A veces el viento soplaba una refrescante ráfaga que cruzaba la habitación y se deslizaba sobre ella. La lluvia no paraba de caer. Un continuo, firme ritmo que a la vez la calmaba y la irritaba. Se sentía atrapada y claustrofóbica, confinada en la cama como estaba.

Era humillante necesitar que un hombre cubriera cada una de sus necesidades, especialmente cuando la mayor parte del tiempo no era conciente de quien era él. A veces pensaba que estaba loca cuando las imágenes de las pesadillas acerca de un hombre que tomaba la forma de un leopardo se repetían una y otra vez en su cabeza. Había momentos en los que conocía al hombre, donde era inundada por el amor y la ternura, y momentos donde se enfrentaba a una extraña mirada gatuna que la atemorizaba y hacía que su corazón latiera desenfrenadamente a causa del terror. El paso del tiempo era imposible de determinar. A veces era de día, y otras de noche, pero lo único con lo que contaba era con la voz para que la guiara a través de las pesadillas y la ayudara a encontrar el camino de regreso a la realidad.

Miró sin ver hacia el techo, tratando de no alarmarse por los sonidos de gatos salvajes tan cercanos a ella cuando ni siquiera podía verlos. A través de la ventana, vio nuevamente una sombra que se movía, fuera en el porche. Su corazón se aceleró. El piso crujió.

Rio captó movimiento por el rabillo del ojo y se dio vuelta en el momento en que Rachael trataba de deslizarse por un costado de la cama. Saltó hacia ella, las manos aquietando sus forcejeos.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -El miedo hizo que su voz sonara áspera.

Lo miró directo a los ojos, hundiéndole los dedos en los brazos.

– Están aquí. Él los ha enviado para matarme. Tengo que salir de aquí -Giró la cabeza para mirar temerosamente hacia la esquina de la habitación-. Están allí.

Lo que fuera que veía era real para ella. Estaba tan convencida, que hizo que sintiera escalofríos a lo largo de la espina dorsal.

– Mírame, Rachael -Le enmarcó la cara con las manos, forzándola a que le prestara atención-. No voy a dejar que nada te lastime. Es la fiebre. Ves cosas a causa de la fiebre.

Ella pestañeó rápidamente, sus brillantes ojos comenzando a enfocarse en él.

– Los vi.

– ¿A quien viste? ¿Quién quiere matarte? -se lo había preguntado una docena de veces pero nunca le contestaba.

Trató de apartar la cabeza y permaneció en silencio. Esta vez él le sostenía la cara entre las manos, manteniéndola quieta, enlazando la mirada con la suya.

– Tienes los ojos más hermosos que he visto nunca. Tus pestañas son tan largas. ¿Por qué será que los hombres siempre tienen pestañas preciosas?

Tenía una forma de desequilibrarlo, de perturbar su tranquilidad. Lo encontraba tan exasperante que quería sacudirla.

– ¿Sabes lo estúpido que suena eso? -le reclamó-. Mírame, mujer. Tengo cicatrices por todo el cuerpo. Me han roto la nariz dos veces. Parezco un maldito asesino, no un niño bonito -En el mismo minuto en que las palabras abandonaron sus labios, las lamentó. “Maldito Asesino” colgaba en el aire entre los dos. Con los dientes apretados apartó la mirada de esos ojos enormes, soltando juramentos silenciosamente una y otra vez.

– ¿Rio? -la voz era suave-. Puedo ver el dolor en tus ojos. ¿Es por mi causa? ¿Te lastime de alguna forma? No me gusta lastimar a nadie, y menos a ti. ¿Qué fue lo que dije?

Se pasó los dedos por el desgreñado cabello.

– Por supuesto tenías que estar perfectamente lúcida en este momento. ¿Cómo es eso, Rachael? Hace dos segundos estabas tan lejos que ni siquiera sabías tu nombre.

Se veía tan torturado que le dio un vuelco el corazón.

– ¿Has sido acusado de asesinato?

Paseo la mirada por su rostro, examinando cada pulgada… Con ojos que todo lo veían. Estaba seguro que podía verle hasta el alma. Una feroz cólera que ardía lentamente, escondida profundamente donde nadie podía verla, explotó al liberarse, un holocausto rabioso que no pudo evitar. Ella debería haber tenido miedo. Él tenía miedo. Sabía lo que podía hacer con esa clase de furia, pero la expresión de ella era de compasión, casi amorosa. La mano sana fue hacia su cara, pasándole la punta de los dedos sobre los labios, deslizándose alrededor de su cuello como acunando su cabeza, ofreciéndole, ¿Qué? No lo sabía. ¿Compasión? ¿Amor? ¿Su cuerpo? ¿Ternura?

Ignoró el primer impulso que tuvo de golpearle la mano para alejarla. No podía soportar que lo mirara de esa forma. En cambio le tomó los dedos, llevándole la palma hacia el pecho desnudo, sobre el corazón que le latía enloquecido.

– No sabes nada sobre mí, Rachael. No deberías mirarme de esa forma -no sabía lo que sentía, una mezcla de enojo, dolor y feroz añoranza. Maldición, había superado eso. Superado el deseo. Superado la necesidad- No te entiendo -la voz era más profunda, sonaba casi áspera-. Nada acerca de ti tiene sentido. ¿Por qué no me tienes miedo?

Ella parpadeó. Esos enormes ojos color chocolate, tan oscuros que eran casi negros, ojos en los que un hombre podía perderse.

– Yo te tengo miedo.

– Ahora me estás tomando el pelo.

– No, en serio, te tengo miedo -sus ojos se agrandaron con franca honestidad.

– Bien, maldita sea, ¿Por qué habrías de tenerme miedo cuando he cuidado de ti y he renunciado a mi cama por ti?

– No has renunciado a tu cama. Todavía duermes en ella -señaló.

– No hay otro lugar para dormir -le dijo.

– Está el suelo.

– ¿Quieres que duerma en el suelo? ¿Tienes idea de lo incómodo que debe ser el suelo?

– Que bebé. Creí que eras He-Man -Le dijo con una mueca risueña-. Ten cuidado o perderás tu imagen de tipo duro.

– ¿Y qué hay de los insectos y las serpientes?

– ¿Serpientes? -Miró a los lados con aprensión-. ¿Qué tipo de serpientes? Tienes gatitos como amigos. Espero que te refieras a serpientes amistosas.

La boca se le suavizó pero con un pequeño esfuerzo se abstuvo de sonreír.

– No he conocido a muchas serpientes amistosas.

– ¿De donde vinieron tus gatitos? ¿Y como puede ser que no estén entrenados para saludar debidamente a los invitados?

– Los entrené para que huyeran de los vecinos. Odio cuando se dejan caer sin anunciarse.

Un rizo de cabello negro medianoche le cayó sobre la frente. Sin pensarlo, Rachael lo volvió a su lugar con la punta de los dedos.

– Necesitas a alguien que cuide de ti -En el momento que lo hubo dicho se sintió mortificada. No parecía poder controlar la lengua con él. Cada pensamiento fortuito simplemente se le escapaba, sin importar lo personal que fuera.

– ¿Estás solicitando el trabajo? -la voz sonaba áspera nuevamente, brotando las emociones ahogándolo.

Estaba ocurriendo otra vez, esa extraña distorsión del tiempo. Sintió que le tomaba la mano y miró hacia abajo. Su mano envolvía la de ella, y con la punta de los dedos le estaba acariciando la suave piel y conocía cada pliegue. Hasta la forma de sus huesos le era familiar. Incluso tenía el recuerdo de haber hecho esto mismo, de su juguetona voz recorriéndole la espina dorsal como una caricia.

Rachael cerró los ojos, pero a él le pareció distinguir el brillo de lágrimas antes de que apartara el rostro.

– Dime por qué esos gatos se quedan aquí todo el tiempo. ¿Son salvajes, verdad? ¿Leopardos Nublados?

Rio miró al otro lado de la habitación para ver a dos gatos tirados cerca del simulacro de fuego. Cada uno pesaba unas cincuenta libras, por lo que cuando golpeaban una silla o la mesa, hacían tremendo jaleo.

– ¿Son mascotas?

– No tengo mascotas -dijo malhumoradamente-. Los encontré. A la madre la habían matado y desollado. Yo retrocedí sobre sus huellas y los encontré. Eran muy jóvenes, aún necesitaban leche.

Ella volvió la cabeza hacia él levantando las pestañas así su mirada cercana devoró su rostro. La sonrisa que iluminaba su pálido rostro le quitó el aliento.

– Los amamantaste con biberones, ¿no es así?

Se encogió de hombros, tratando de no sentirse afectado por la forma en que lo miraba. En ella notaba una deslumbrante admiración, una mirada que no se merecía. Nunca nadie lo miraba, lo veía, de la misma forma en que lo hacía ella. Era desconcertante, y aún así lo aceleraba. Perdía una gran cantidad de tiempo tratando de no permitirle a su cuerpo reaccionar, ni a su corazón. Le soltó la mano, alejándose de la cama rápidamente.

Ella se rió de él, un sonido suave y tentador que sintió como si hubiera dedos jugando sobre su piel. Estaba empezando a sentirse desesperado. Yacía en la cama, con el cuerpo lujurioso y tentador, el sedoso cabello derramándose alrededor de la cabeza como un halo. Deseaba que sólo se tratara de la tentación de su cuerpo. Eso al menos tendría sentido. No había estado con una mujer en mucho tiempo. Curvas de mujer, suave piel, calor y la fragancia del bosque eran una combinación temeraria y podía proporcionarle una excusa para la feroz reacción de su cuerpo ante el de ella. Pero era mucho más que eso. El conocimiento de su cuerpo. Recuerdos de su risa. Susurros en la noche, un mundo secreto que compartían. La mente y el corazón reaccionaban ante su presencia. Y maldita sea, si fuera un hombre que creyera en esas tonterías, habría pensado que su alma la reconocía.

– ¿No es así? -Rachael persistía- Encontraste unos gatitos bebé y los trajiste a tu casa y los alimentaste con biberones.

– No estoy de acuerdo con desollar animales -fue conciso.

Ella observó como el rojo rubor le trepaba por el cuello hacia la cara. El hombre no se sentía para nada avergonzado por andar desnudo por ahí pero se ponía rojo al admitir un acto de bondad. Ese rubor le pareció adorable.

– ¿Por qué siempre andas caminando por ahí desnudo? ¿Me topé con una Colonia Nudista secreta? ¿O crees que disfruto mirándote desnudo?

– En realidad disfrutas viéndome -Rio sonrió a pesar de sí mismo. Era muy abierta en la apreciación de su cuerpo.

Rachael le contestó con el usual candor.

– Bueno, debo admitir que eres hermoso para observar, pero está empezando a hacerme sentir incómoda. ¿Por qué lo haces?

Su ceja se disparó hacia arriba.

– Hace que sea mucho más fácil cambiar de forma a la de leopardo para salir a correr por el bosque.

Ella le hizo una mueca.

– Ja, ja, ¿Siempre eres tan gracioso? Supongo que nunca me dejarás olvidar eso. Pienso que después de lo que pasó es perfectamente lógico tener pesadillas sobre hombres convirtiéndose en leopardos malignos.

– ¿Leopardos malignos? -Él revolvió buscando en un pequeño armario de madera y volvió con un par de vaqueros-. Los leopardos no son malignos. Puede que sean depredadores naturales, pero no son malignos.

– Gracias por hacer tal distinción. No tenía idea de que hubiera una diferencia. Sentí lo mismo cuando me estaban masticando la pierna.

– Eso fue mi culpa. Estaba enfocado en la idea de que alguien me esperaba para matarme.

– ¿Por qué alguien querría matarte?

El se rió suavemente.

– Entonces, ¿no te parece que es más lógico que alguien quiera matar a un hombre como yo que a una mujer como tú?

Quería desviar la mirada, pero estaba fascinada por el juego de músculos debajo de la piel. El aliento se le quedó atascado en la garganta mientras lo veía meterse dentro de los tejanos y subírselos casualmente por encima de la fuerte columna de los muslos y las estrechas caderas. Descuidadamente abrochó un par de botones y dejó el resto desabrochados como si fuera demasiada molestia terminar.

Se humedeció los labios, que súbitamente se le habían secado, con la punta de la lengua antes de poder hablar.

– Rio, este es tu hogar. Yo soy la intrusa. Si estás más cómodo sin ropa, puedo vivir con ello -La conmovió el hecho de que se cubriera por ella… y parte de ella no lo quería vestido. Había algo primitivo y sensual sobre la forma en que caminaba tan silenciosamente a través de la pequeña casa, descalzo y desnudo.

– No me molesta Rachael. Estás atrapada en la cama y sé que te duele como el demonio. Aprecio el hecho de que no te quejes -dejó que pasara un latido. Dos-. Mucho.

– ¡Mucho! -lo miró-. No he dicho una palabra sobre dispararle a tus preciosos pequeños gatitos cuando pueda salir de esta cama. Pero lo estoy considerando. Los malcrías abominablemente, y para que lo sepas, estropea tu imagen de tipo duro, la hace trizas.

Los gatos, en medio de una violenta lucha, se golpearon contra el borde de la cama y toda la bravata de Rachael, que le había costado tanto pronunciar, desapareció por completo. Jadeó con alarma y se abalanzó hacia un costado lejos de ellos. Rio, parado al lado del armario, cubrió la distancia entre ellos con un salto, fijándola contra la cama, los ojos verdes súbitamente brillando de un color amarillo oro. La cara a pulgadas de la de ella. Rachael miró hacia arriba, apretándose la manta contra los pechos desnudos, pareciendo asustada, tratando de hacerse la valiente, tentándolo hasta casi más allá de su resistencia.

La agarró entre los brazos, con cuidado de evitar que se le moviera la pierna.

– Tienes que tener presente en todo momento que no puedes moverte. Estoy a punto de quedarme sin antibióticos y esa pierna no puede volver a abrirse. Dale un par de días más.

Rachael era muy consciente del pecho desnudo presionando contra sus pechos, de las manos deslizándose arriba y abajo por su espalda en un movimiento calmante. Pero más que nada era consciente de la distancia que había cubierto con un solo salto. Una distancia imposible. Inclinó la cabeza para mirarlo, para examinarle detenidamente los rasgos. Tenía cicatrices, sí. Le habían roto la nariz más de una vez, pero encontraba que era el hombre más fascinante que jamás hubiera conocido. Los ojos eran diferentes. Más como los de un gato.

– Lo estás haciendo otra vez -levantó la barbilla, rompiendo el contacto de los ojos, para frotar la mandíbula sobre la parte de arriba de su cabeza-. Puedo ver el miedo en tu cara, Rachael, si fuera a lastimarte, ¿No lo habría hecho ya? -Había exasperación en la voz.

Rachael retrocedió ante su lógica.

– Los gatos me ponen nerviosa, eso es todo.

Él deslizó los dedos hacia la nuca masajeándola suavemente.

– Después de lo que has pasado, no te culpo, pero no te atacaran. Déjame que te los presente. Eso ayudará.

– Antes de que lo hagas, ¿te importaría buscarme una camisa para ponerme? Creo que me sentiría menos vulnerable -Y tal vez evitara que su cuerpo reaccionara al de él, le dolían los pechos ansiando que los tocara. La pierna era un desastre, dolorida e hinchada, la fiebre la consumía, pero aún así parecía incapaz de evitar la extraña atracción que sentía por él-. Si tus violentas mascotas deciden comerme para la cena al menos deberán trabajar por ella masticando a través de la ropa -Los músculos de él se sentían como acero debajo de su muy humana piel-. ¿Cómo hiciste eso? ¿Cómo cruzaste toda la habitación de un solo salto? -si estaba perdiendo la razón, era mejor saberlo inmediatamente-. No lo imaginé y no es por la fiebre.

– No, la fiebre te ha bajado un poco -concedió mientras la ayudaba a colocarse en una posición que la dejaba completamente tendida-. Vivo en el bosque y lo he hecho casi toda mi vida. Corro por arriba y por debajo de las ramas y salto de una a la otra todo el tiempo. Trepo árboles y nado en el río. Es una forma de vida.

Dejó escapar el aire despacio, agradecida por esa explicación, no queriendo examinar más profundamente la distancia. Tal vez pudiera hacerse. Con práctica. Mucha práctica. Lo observó darse la vuelta para caminar cruzando la habitación de vuelta hacia el armario y cuidadosamente evitó contar cada paso que daba. Caminaba descalzo silenciosamente, sin hacer ni un solo ruido. Rachael miró como se desperezaba, lo hacía lenta, lánguida y sinuosamente como un gato. Extendió las manos, los dedos bien abiertos, sobre la cabeza y pasó las manos por las paredes. Arqueó la espalda para incrementar su estiramiento. Las puntas de los dedos delinearon unas marcas profundas de garras, algo que obviamente había hecho muchas veces, tantas que las hendiduras eran suaves. Era un movimiento natural, desinhibido.

El corazón de Rachael le aporreaba el pecho. ¿Eran los leopardos nublados lo suficientemente altos como para haber dejado esas marcas? No lo creía. Se necesitaba un gato mucho más grande para alcanzar la altura a la que se hallaban los profundos surcos.

– ¿Cómo llegaron esas marcas dentro de la casa?

Rio dejó caer los brazos a los costados.

– Es un mal hábito. Me gusta desperezarme y mantenerme en forma -Tomó una camisa, la olió y se dio la vuelta con una sonrisa traviesa-. Esta no está tan mal -Le tendió una camisa azul para que la inspeccionara-. ¿Qué te parece?

– A mi gusto se ve bien -Empezó a luchar para sentarse.

– Espérame -Le deslizó la manga muy cuidadosamente sobre el entablillado provisional de la muñeca-. Tienes tanta prisa -La ayudó a sentarse, envolviéndola con la camisa, los nudillos rozando la suave piel mientras la abrochaba. Había algo muy satisfactorio en envolverla en su camisa favorita, y sentía como si lo hubiera hecho cientos de veces-. Creo que tu temperatura está empezando a subir nuevamente, maldita sea.

Ella presionó la punta de los dedos contra su boca.

– Maldices demasiado.

– ¿Lo hago? -Enarcó la ceja-. Y yo que pensaba que estaba siendo muy cuidadoso contigo. A los gatos no les importa -Chasqueó los dedos y los dos leopardos nublados se apresuraron a ponerse a su lado presionándose contra sus muslos.

Rachael se forzó a mantenerse absolutamente quieta. Por dentro se había convertido en gelatina, pero hacía un tiempo había aprendido los beneficios de mostrar un rostro compuesto para enfrentar la adversidad, así que mantuvo una pequeña sonrisa en la cara y la expresión serena. La lluvia golpeaba haciendo que sonara un continuo tamborileo en el techo. Era muy consciente del zumbido de los insectos y del crujir de las hojas y ramas contra la parte lateral de la casa. Tragó el pequeño nudo de miedo que le bloqueaba la garganta e inhaló el masculino aroma de Rio. Olía a peligro y a campo.

– Estoy segura que a los gatos no les importa, probablemente ya se hayan contagiado de tus malos hábitos.

Rio se inclinó más cerca de ella como sintiendo su miedo, aunque frotó las orejas de los gatos presionados contra sus piernas. Podía verle la sien donde lo había golpeado, una línea dentada, que ya estaba sanando, pero viéndose como si hubiera necesitado puntos. Antes de poder detenerse, la tocó.

– Eso va a dejar cicatriz, Rio. Lo siento tanto. Estabas tan ocupado cuidándome, que ni siquiera tuviste tiempo de cuidar de ti mismo… -Se sentía avergonzada de sí misma por haberle pegado. Los detalles del ataque se habían desvanecido en comparación con las imágenes de pesadilla de hombres convirtiéndose en leopardos.

– ¿Vas a seguir buscando razones para no tocar a los leopardos? -le tomó la mano-. Este es Fritz. Le falta un pequeño trozo de oreja y las manchas forman un patrón muy parecido a un mapa -hizo que le acariciara la espalda con la palma de la mano desde el cuello del animal ida y vuelta. Ella tenía la piel ardiendo otra vez, seca y caliente al tacto. Los ojos estaban brillantes, habían adquirido esa mirada demasiado brillante que se había acostumbrado a verle.

Rachael hizo un esfuerzo supremo para evitar temblar.

– Hola Fritz. Si fuiste tú el que me mordió la pierna la otra noche, por favor abstente de volver a hacerlo otra vez.

La dura línea que era la boca de Rio se suavizó.

– Bonito saludo. Estoy seguro de que recordará eso. Este es Franz. La mayoría de las veces tiene una disposición muy dulce, hasta que Fritz se pone un poquito rudo con él, entonces tiene algo de temperamento. A veces desaparecen por varios días, pero la mayor parte del tiempo se quedan aquí conmigo. Les dejo la decisión a ellos tanto si quieren quedarse o irse -Le presionó la mano sobre la piel del gato.

Rachael no podía evitar el pequeño estremecimiento que la recorría ante el pensamiento de estar tocando a una criatura tan salvaje y elusiva como eran los leopardos nublados.

– Hola, Franz. ¿No sabías que se supone que les tengas miedo a los humanos? -Frunció el ceño-. ¿No has considerado que al hacerlos mascotas, los has hecho más vulnerables a los cazadores que codician las pieles?

– No están precisamente domados, Rachael. La única razón por la que te aceptan es porque sienten mi olor sobre ti. Dormimos juntos. Es por eso que estoy reforzando su relación contigo, para que no haya más errores. Se esconden de los humanos.

– No estamos durmiendo juntos -objetó agudamente-. Y no tengo una relación con ellos y no puedo imaginar tenerla nunca. ¿Se te ha ocurrido que no eres precisamente normal? Esta no es la manera en que la mayoría de la gente prefiere vivir.

Rio miró su hogar.

– A mí me gusta.

Ella suspiró.

– No quise implicar que no fuera agradable -Volvió a moverse cambiando a otra posición con la esperanza de aliviar la pulsación de dolor de la pierna.

Le retiró el cabello de la nuca. Estaba empapado en sudor. Rachael se estaba poniendo nerviosa e impaciente, cambiando continuamente de posición en un esfuerzo por aliviar su incomodidad.

– Rachael, sólo relájate. Te prepararé una bebida refrescante.

Se mordió la lengua cuando él se levantó con gracia casual. No tenía la intención de que todo sonara como una orden… Estaba hipersensible. Rachael trató de apartarse de la frente el pesado cabello. Se estaba rizando en todas direcciones como siempre ocurría con tan alta humedad. Mientras yacía allí podría haber jurado que las paredes empezaron a curvarse hacia adentro, atrapándola, sacando el aire de la habitación. Todo la molestaba, desde el sonido de la incesante lluvia hasta los juguetones leopardos. Si hubiera tenido una zapatilla a mano la hubiera lanzado en un arranque de malhumor.

Desvió la mirada hacia Rio como siempre hacía. La exasperaba no poder contenerse a sí misma lo suficiente para dejar de mirarlo, y saber exactamente lo que iba a hacer antes de que lo hiciera. Conocía la forma en que se movía, el gracioso fluir de su cuerpo mientras buscaba en la nevera. Lo conocía a él. Si cerraba los ojos estaría allí en la mente, hablándole suavemente, estirándose inconscientemente para apartarle el cabello de la cara, curvando los dedos sobre su nuca.

¿Por qué asociaba cada pequeño movimiento que realizaba, cada gesto, con los de un gato? Especialmente sus ojos. Estaban dilatados de la forma que lo estarían los de un gato de noche y aún a la luz del día las pupilas permanecían casi invisibles.

– Vale, no hay forma en la que puedas convertirte en un leopardo -Rachael miró al techo y trató de trabajar el problema en la mente. Tenía que dejar de fantasear acerca de él saltando a través de las copas de los árboles con sus pequeños amigos gatos. Era estúpido y sólo probaba que estaba en el límite de la cordura.

– ¿Sobre que estás murmurando ahora? -Rio revolvía el contenido del vaso con una cuchara de mango largo- La mitad del tiempo no te entiendo.

– No soy responsable de lo que digo cuando estoy con fiebre -Rachael se encogió un poquito ante su tono. Sonaba antipática. Estaba cansada. Y cansada de estar cansada. Cansada de sentir todo tipo de cosas y harta de tratar de adivinar que era real y que había tenido lugar en su enfebrecida imaginación.

– Podrías tratar de no decir nada -sugirió.

Rachael volvió a encogerse. Siempre hablaba demasiado cuando estaba nerviosa.

– Supongo que tienes razón. Podría poner cara de piedra y permanecer muda mirando las paredes como haces tú. Probablemente nos llevaríamos mejor -Más que nada estaba avergonzada de ser antipática con él, pero era eso o empezar a gritar.

Él volvió la mirada hacia su rostro. Estaba muy sonrojada, los dedos cogían la delgada manta apretándola con inquietud. Cada vez que la miraba, sentía ese extraño cambio muy profundamente en el interior de su cuerpo donde una parte de él todavía sentía emociones.

– Nos llevamos bien -le dijo gruñón-. No eres tú. No estoy acostumbrado a estar rodeado de gente.

Rachael suspiró.

– Lo siento -¿Por qué tenía que ser tan malditamente agradable cuando ella quería mantener una animada pelea? Hubiera sido bueno descargar su frustración con él y pretender que fue justificado. Le lanzó una mirada muy sufrida-. Me estoy compadeciendo a mi misma, eso es todo. Honestamente la mitad de las veces no sé que es lo que está pasando. Me hace sentir estúpida -E inútil. Se sentía tan inútil que quería gritar. No quería estar atrapada en una casa con un completo extraño que parecía tan peligroso como obviamente era en realidad-. Eres un extraño para mí, ¿verdad? -Podía sentir el calor de su mirada hasta la punta de los pies. ¿Por qué no se sentía como si fuera un extraño? Cuando la tocaba, ¿Por qué le parecía tan familiar?

La ceja de él se disparó hacia arriba.

– Estás en mi cama. Te he estado cuidando noche y día durante un par de días. Mejor reza para que no sea un extraño.

Rachael se golpeó la cabeza contra la almohada completamente frustrada.

– ¿Ves lo que haces? ¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Acaso creciste en un Monasterio donde enseñaban a hablar con acertijos? Porque si eso es lo que estás tratando de hacer, créeme suenas más molesto y estúpido que misterioso y profético -Sopló hacia arriba para apartarse el flequillo-. Mi cabello me está volviendo loca, ¿tienes tijeras?

– ¿Por qué siempre me estás pidiendo objetos afilados?

Se echó a reír. El sonido llenó la habitación y sobresaltó a varios pájaros posados en la barandilla del porche. Tomaron vuelo con un ruidoso movimiento de alas y un gorjeo enojado.

– Siento que tengo que disculparme contigo cada una o dos frases. Irrumpo en tu casa, te uso la ducha, duermo en tu cama, te golpeo la cabeza y te fuerzo a cuidarme mientras estoy semi inconsciente e irritable. Ahora te estoy amenazando con instrumentos afilados.

– Amenazarme con cortarte el cabello podría ser igual de doloroso -Acortó la distancia que los separaba y se agachó para mirarla a los ojos, revolviéndole el cabello con los dedos. -Nadie puede forzarme a hacer algo que no quiero hacer -La única excepción podía ser la intrigante mujer que yacía en la cama, pero no iba a admitirlo ante ella… o ante sí mismo-. Tu cabello ya está lo suficientemente corto. No necesitas cortarlo más -Frotó las desparejas puntas de cabello con la punta de los dedos.

– Solía estar mucho más largo. Pero es tan grueso, con la humedad me da mucho calor.

– Encontraré algo para recogértelo y apartártelo del cuello.

– No te molestes, Rio, solo estoy nerviosa -Su amabilidad la hacía sentirse avergonzada.

– Esa noche encontré ropa oliendo a agua de río. ¿Estabas en el río?

Ella asintió, haciendo esfuerzos para concentrarse.

– Los bandidos nos atacaron. Vinieron de la jungla disparando armas. Creo que Simon fue herido. Me tire por la borda y el río me arrastró.

Los músculos se le tensaron en reacción a esas palabras.

– Podrían haberte matado.

– Tuve suerte, mi camisa se quedó atrapada en una rama debajo de la superficie y me las arreglé para nadar hacia un árbol caído. La casa fue una sorpresa. Casi no la vi pero el viento soplaba tan fuerte, que despejó algo de la cobertura. Tenía miedo de no volver a encontrarla si comenzaba a explorar por lo que até una cuerda entre dos árboles para que me señalara el camino. Pensé que era una choza nativa, una que usaban cuando viajaban de un lugar a otro.

– Y yo pensé que eras un bandido que me había rodeado y se las había arreglado para ubicarse enfrente de mí y estaba esperándome. Debería haberme dado cuenta, pero estaba exhausto y me dolía como el infierno. ¿Quién es Simon? -Había esperado una cantidad adecuada de tiempo, llevando una conversación como un ser humano racional. Podía sentir la intensidad de sus emociones reprimidas mordiéndole las entrañas. Era inteligente no dejaría que se le metiera en el alma. Era inteligente, pero ella ya estaba allí. No sabía como había pasado y aún peor, no sabía como sacarla de allí.

– Simon es uno de los hombres de nuestro grupo de la iglesia de ayuda médica.

– Así que es un extraño. Ninguno de ustedes se conocía antes de este viaje -El alivio que lo inundó lo irritó endemoniadamente.

Ella asintió.

– Todos fuimos voluntarios de distintas partes del país y nos reunimos para traer los abastecimientos.

– ¿Quién era vuestro guía?

– Kim Pang. Parecía muy agradable y me dio la impresión de que era muy competente.

La mano de ella reposaba en el muslo de él donde la había puesto cuando se puso en cuclillas al acercarse a la cama y sintió como se ponía rígido. Los ojos le brillaban con una súbita amenaza, enviándole escalofríos por todo el cuerpo.

– ¿Llegaste a ver lo que le pasó?

Ella sacudió la cabeza.

– La última vez que lo vi, estaba tratando desesperadamente de cortar la cuerda para permitir que la lancha se liberara. ¿Es amigo tuyo? -Quería que Kim Pang estuviera a salvo. Quería que todos los otros estuvieran a salvo, pero sería peligroso si el guía y Rio fueran amigos.

– Si, conozco a Kim. Es un muy buen hombre -se pasó la mano por la cara-. Debo salir y ver si alguno de ellos sigue con vida, ver si puedo recoger algunas huellas.

– ¿Con este tiempo? Ya está oscureciendo. No es seguro Rio. Fueron atacados del otro lado del río -Debería irse inmediatamente. Rachael detestaba lo egoísta que la hacía sentirse. Por supuesto que Rio necesitaba ayudar a los demás si podía, aunque no veía como podía lograr algo contra un grupo armado de bandidos.

En un súbito arranque de ira contra ella misma, o la situación, arrojó la delgada manta.

– Necesito salir de esta cama, de esta habitación, antes de volverme completamente loca.

– Despacio, señora -Rio la agarró, previniendo cualquier movimiento-. Sólo siéntate quieta y déjame ver que puedo hacer -había un destello de entendimiento en sus ojos, como si pudiera leerle la mente y conocer sus pensamientos egoístas.

Rachael observó a Rio salir majestuosamente y desaparecer de la vista. Podía escucharlo haciendo ruido en el porche, lo que era inusual dado lo silencioso que era habitualmente. El viento ayudaba a despejar el opresivo calor y la claustrofobia, pero quería llorar, atrapada en la cama, incapaz de cruzar la pequeña distancia hasta la entrada. El mosquitero aleteaba con la brisa. Como siempre, Rio no había encendido la luz, parecía ser capaz de ver en la oscuridad y preferirlo así.

El pensamiento disparó un recuerdo largamente olvidado. Risas, suaves y contagiosas, los dos susurrando juntos en la lluvia. Rio balanceándola entre sus brazos y dando vueltas en círculo mientras las gotas caían sobre su cara vuelta hacia arriba. La respiración se le quedó atrapada en la garganta. Nunca había sucedido. Lo sabría si hubiera estado con él. Rio no era un hombre que una mujer pudiera olvidar nunca o quisiera dejar.

– Vamos, voy a llevarte afuera. Está lloviendo, pero el techo sobre el porche no tiene goteras así que puedes sentarte afuera un rato. Sé lo que es sentirse enjaulado. Déjame hacer el trabajo -dijo. Le pasó un brazo por debajo de las piernas-. Pon tus brazos alrededor de mi cuello.

– Peso mucho -dijo precavida, obedientemente entrelazando los dedos detrás de su cuello. La alegría brotando dentro de ella, un profundo calor entusiasta burbujeando por la perspectiva de salir de la cama, y mirar al cielo abierto.

– Creo que puedo arreglármelas -le dijo secamente-. Prepárate, cuando te levante, te dolerá.

Le dolió, tanto que enterró la cara contra el calor de su cuello, ahogando un grito de alarma. El dolor irradió hacia arriba desde su pierna, le golpeó en el fondo del estómago y explotó a través de todo su cuerpo. Le hundió las uñas en la piel y se mordió con fuerza el pulgar.

– Lo siento, Rachael, sé que duele -le dijo suavemente.

Se movió suavemente, casi deslizándose por lo que no hubo vibraciones para su hinchada pierna. Mientras salía por la puerta, el zumbido natural del bosque le dio la bienvenida. Los insectos y los sapos, el parloteo de los animales, la vibración de alas y el constante sonido de la lluvia se fundieron todos juntos.

Rio había sacado una suave y mullida silla, su única preciada posesión. La ubicó con cuidado en ella, acomodando la pierna en una almohada sobre una silla de cocina. Rachael recostó la cabeza hacia atrás y absorbió el alto dosel de hojas a través del fino mosquitero. Todo el porche estaba cercado. Las barandillas estaban hechas de ramas de árboles, retorcidas y pulidas, mezclándose con los árboles de los alrededores de tal manera que no podía distinguir donde empezaba el bosque y terminaba la barandilla.

Rio se hundió en una silla al lado de ella, sosteniendo un vaso de frío líquido.

– Bebe esto, Rachael, puede ayudar a refrescarte. En una hora o así, puedo darte más medicamentos para bajarte la fiebre.

Estaba sudando más por el dolor que por la fiebre, pero no quería decirle eso, no después de todas las molestias que se había tomado. El viento se sentía refrescante sobre la cara, tirando de los salvajes rizos en la masa sin remedio que era su cabello. Se paso los dedos a través del mismo antes de tomar el vaso que le ofrecía. La mano le temblaba tanto que algo del frío líquido se derramó sobre el borde del vaso.

– Rio, dime la verdad -Miro detenidamente hacia los troncos de los árboles y las ramas cargadas de orquídeas de todos los colores-. ¿Voy a perder la pierna? -Todo en ella estaba quieto, esperando la respuesta, diciéndose a sí misma que podía soportar la verdad-. Preferiría saberlo ahora.

Rio negó con la cabeza.

– No puedo prometerte nada, Rachael, pero la hinchazón está cediendo. La fiebre va y viene en vez de abrazarte continuamente. No hay más líneas subiendo por la pierna así que pienso que evitamos el envenenamiento de la sangre. Lo más pronto que podamos, te llevaré al médico y dejaremos que te echen una mirada. Por el río podemos viajar bastante rápido.

– No puedo ir a ver a un doctor -admitió reluctantemente-. Nadie puede saber que aún estoy viva. Si lo descubren, estoy muerta sin remedio.

Observó como los labios tocaban el vaso, como el contenido del mismo se inclinaba, la garganta trabajar cuando ella tragaba. Estiró las piernas frente a él, extendiéndose como si estuviera completamente relajado cuando en realidad era todo lo contrario.

– ¿Quién te quiere muerta Rachael?

– No es realmente pertinente, ¿verdad? Tuve la presencia de ánimo para lanzar mis zapatos al agua. Puede que los encuentren cuando me busquen. Y créeme, me buscarán. Contrataran a los mejores rastreadores que puedan encontrar.

– Entonces vendrán a buscarme. Rastrear es a lo que me dedico cuando no estoy provocando a los bandidos.

Rachael se tragó el súbito miedo que le subía por la garganta.

– Genial. No es como si pudiera huir de ti. Te ofrecerán mucho dinero para que me entregues -Se estremeció, tratando de parecer natural cuando quería arrojarse por el porche y correr-. O tal vez te pidan que me mates en su lugar. De esa forma tendrían menos problemas.

Le puso la mano sobre la cabeza.

– Por suerte para ti, no estoy particularmente interesado en hacerme rico. No necesito mucho dinero para vivir aquí. La fruta es abundante y puedo cazar fácilmente y hacer trueques por las cosas que necesito -Acarició hebras de rizado cabello entre los dedos-. Creo que tengo una vena perezosa -le sonrió-. Además, esgrimes un malvado garrote. No creo que quiera meterme contigo.

– Cuándo te pregunten, ¿les vas a decir donde estoy?

– ¿Por qué haría eso cuando puedo conservarte para mi solo?

Rachael hizo resbalar el resto del jugo dentro de su garganta. Era refrescante y dulce. Descansó la cabeza en el hombro de Rio y se permitió relajarse. La noche era increíblemente hermosa con tantos tipos diferentes de follaje y árboles meciéndose suavemente con el viento. La lluvia tocaba una melodía como trasfondo, casi calmante ahora que estaba afuera y soplaba la brisa. Podía ver movimiento en las ramas, como planeadores pasando de un árbol a otro.

– ¿Me dejarás adivinar, o me vas a dejar en suspenso? ¿Por qué alguien estaría tan decidido a matarte?

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