Lunes 5 de Julio

Cuando a la mañana siguiente Martina todavía no había vuelto, Eva decidió llamar a Staffan Mellgren, el encargado de las excavaciones, aunque no eran más que las seis. No se preocupó de si iba a despertarlo. Se había pasado buena parte de la noche en vela presa de una inquietud cada vez mayor. Staffan contestó adormilado después de diez tonos. Se despabiló rápidamente al oír que una de sus estudiantes había desaparecido.

– ¿Ha estado fuera desde el sábado por la noche? -preguntó Staffan indignado.

– Sí.

Eva se arrepintió de no haberlo llamado antes.

– Fuimos al concierto y luego unos cuantos nos quedamos en la terraza del hotel. Martina fue al servicio y después no volvió. Pensamos que se habría ido a la cama.

– ¿Qué hora era entonces?

– La una quizá, o las dos. No miré el reloj.

– ¿Qué hicisteis los demás?

– Nos quedamos charlando.

– ¿No fue nadie a ver dónde estaba cuando os disteis cuenta de que no volvía?

– No.

– ¿Cuánto tiempo os quedasteis allí después de que ella se marchara?

– Una hora, quizá dos.

– ¿La ha visto alguno de vosotros después?

– No, al menos ninguno de los que estuvimos allí sentados.

– Entonces, ¿Martina no se ha puesto en contacto con vosotros desde entonces?

– No.

– ¿Estás segura de que lleva dos noches sin dormir en su cama?

– Sí, claro -respondió Eva con voz un poco temblorosa. Ya no pudo contener más las lágrimas. Se asustó al ver lo preocupado que parecía. La reacción del profesor confirmaba sus presentimientos, había motivos para inquietarse.

– Tenemos que llamar a la policía. No queda más remedio.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente. Tiene que haber pasado algo, si no habría llamado. ¿Has preguntado en la recepción? -No.

– Hazlo, mientras tanto, yo llamaré a la policía.

Le temblaban las piernas cuando echó a correr hacia la recepción, que se encontraba en el edificio principal. La recepcionista sabía quién era Martina, pero no la había visto últimamente. Se ofreció amablemente a preguntar por ella a lo largo de la mañana al resto del personal. Eva se dejó caer en una silla. Marcó el número del teléfono móvil de su amiga, pero ya no le respondió el buzón de voz, sino una voz inexpresiva que le comunicaba: «El número marcado no está disponible en estos momentos».


Knutas y Karin decidieron desplazarse hasta Warfsholm, puesto que Martina Flochten llevaba desaparecida más de un día y al parecer nadie sabía dónde se encontraba. No se había puesto en contacto ni con su familia ni con su novio en Holanda.

No tenían nada mejor que hacer. Había empezado la sequía estival y la investigación del caballo degollado estaba en un punto muerto. Seguía siendo un misterio quién era el autor del crimen y dónde se hallaba la cabeza desaparecida.

Primero comprobaron en la recepción si las cosas de valor de Martina seguían en su sitio. Se guardaban en la caja de seguridad del edificio principal. Todo estaba allí: el pasaporte, la tarjeta Visa y los resguardos de los seguros. Por lo tanto, no había salido del país, al menos no voluntariamente.

En las escaleras del edificio principal se encontraron con Eva Svensson, su compañera de habitación. Tenía el cabello color ceniza, cortado a la altura de los hombros y llevaba una camiseta blanca de algodón, falda y sandalias. Mientras los guiaba hasta el albergue, hablaron de Martina.

– ¿Tiene novio? -preguntó Karin.

– Está saliendo con un chico en Holanda o por lo menos estaba saliendo con él cuando vino. En realidad creo que ha conocido a algún otro, aquí, en Gotland.

– ¿Por qué crees eso?

– Ha salido mucho y a veces se va sin dar explicaciones.

– ¿Entonces no es extraño que haya desaparecido ahora?

– La diferencia es que ahora no llama. Siempre suele hacerlo.

– ¿Conoces bien a Martina?

Knutas observaba con atención a la joven.

– No demasiado. Congeniamos desde el primer momento y al principio nos lo pasamos muy bien. El curso empezó con dos semanas de clases teóricas en la Universidad de Visby y entonces estábamos en la ciudad todo el tiempo. Luego Martina empezó a largarse sola por las tardes. La segunda semana apenas le vi el pelo.

– ¿En Visby también vivíais juntas?

– No, cada una teníamos una habitación en una residencia de estudiantes, por eso no estábamos tan al tanto de dónde estaba la otra. Y desde que llegamos aquí, a Warfsholm, ha salido muchas veces sola. Ha puesto la excusa de que tenía que hacer varios recados o de que quería meditar, pero no me lo creo. No es de ésas.

– ¿Había pasado fuera alguna noche entera antes?

– La semana pasada pasó una noche fuera. Me dijo que iba a ver a unos amigos de su familia en Visby. Claro que ellos suelen venir aquí en vacaciones.

– ¿Sabes quiénes son? ¿Los amigos?

– No, la verdad es que no se lo pregunté y tampoco me lo dijo. Como no soy de aquí, tampoco habría sabido quiénes eran.

– ¿Y no puede haber ocurrido eso ahora, que esté en casa de unos amigos, sencillamente?

– No lo creo. Habría llamado.

– Si tiene algún novio aquí, ¿quién podría ser? -preguntó Karin.

– Ni idea, la verdad. He tratado de descubrir a lo largo del curso si había algo entre ella y alguien del grupo, pero es muy difícil confirmarlo porque habla y bromea con todos.

– ¿Por qué no se lo has preguntado?

– Lo he intentado, pero en cuanto hago la más mínima alusión cambia inmediatamente de tema.

– ¿A quién podría haber conocido, aparte de los compañeros de curso? Vivís bastante aislados, ¿no?

– Sí, pero hay más huéspedes en el hotel y en el camping que hay cerca de aquí. Y también puede tratarse de alguien a quien conociera anteriormente en Visby.


Cuando cruzaron la puerta de entrada del albergue advirtieron inmediatamente que se encontraban en un edificio antiguo, aunque lo habían renovado. En el vestíbulo había colgado un tablón de anuncios con las instrucciones acerca de todo, desde fiestas hasta salidas para pescar o las normas para utilizar el lavadero. Desde el piso de arriba llegaba un olor a pan tostado y el sonido amortiguado de voces. La habitación que ocupaban Eva y Martina estaba en la planta baja, casi al final del pasillo. Era estrecha y alargada, con una ventana en una de las paredes. Había una sencilla litera de hierro a cada lado y apenas había espacio para pasar entre ellas. En una de las paredes había un lavabo encastrado con un espejo encima. Todos los rincones estaban abarrotados de cosas; en la amplia repisa de la ventana había un radiocasete junto con botes de laca, neceseres de maquillaje, perfumes, pintauñas, bolsas de patatas fritas y varios CD. La ropa estaba tirada o colgaba de las barras de las camas de arriba. Algunos libros de la época de los vikingos revelaban que las responsables de que aquello estuviera manga por hombro eran estudiantes de arqueología. Knutas desistió en el umbral de la puerta, cuando vio el desorden, y dejó que Karin registrara sola la habitación. De todas formas, los dos no cabían.

Se sentó fuera, encendió la pipa en contra de su costumbre e hizo unas cuantas llamadas para asegurarse de que habían empezado a acordonar la zona. Habló con Erik Sohlman, quien prefería esperar un poco antes de hacer un examen técnico de la habitación. Todavía no tenían ninguna prueba de que se hubiera cometido un delito.

Mientras tanto, Karin fue registrando el cuarto sola. Eva le había explicado cuál era el lado de Martina y Karin empezó a revisar sus cosas metódicamente. Allí estaba el neceser, con el cepillo de dientes y un blister de píldoras anticonceptivas que revelaba que Martina no había tomado ninguna píldora desde el viernes, es decir, desde el 2 de julio, unos días antes. Si se hubiera marchado voluntariamente, se habría llevado el neceser, pensó Karin, y abrió la maleta que había debajo de la cama. Además de ropa, dentro había unos cuantos libros, un cartón de tabaco empezado y accesorios de maquillaje. En un compartimento halló una fotografía de un chico joven con el pelo moreno y los ojos castaños. Karin dio la vuelta a la foto pero no había nada escrito en la parte de atrás.

Se guardó la foto para poder preguntarle después a Eva y echó un vistazo a su alrededor. En aquella angosta habitación no había mucho más que revisar, aparte de la cama, claro. Retiró con cuidado el edredón de florecillas. Algo crujió y debajo de la almohada encontró una página arrancada de un periódico. Se sentó en el borde de la cama y extendió la página doblada. Era un artículo del periódico Gotlands Allehanda que había publicado un reportaje sobre el primer curso de excavación arqueológica del verano. El artículo explicaba a qué se iban a dedicar los alumnos y de dónde eran. Una fotografía mostraba a Staffan Mellgren, el responsable del curso, y a algunos alumnos trabajando en el yacimiento. Karin examinó sorprendida el artículo. ¿Por qué lo guardaba Martina debajo de la almohada?

Ahí es donde suelen guardarse los objetos que uno aprecia o la foto de algún ser amado, quizá en secreto.

Staffan Mellgren sonreía a la cámara, a los demás se los veía al fondo. Debía de doblarle la edad a Martina. Karin sabía que Mellgren estaba casado y tenía hijos. Era una persona conocida en Gotland por su trabajo en la universidad y por las excavaciones arqueológicas. ¿Habría algo entre ellos? ¿Tendría él algo que ver con la desaparición de la chica?

Se apresuró a salir de allí para ir en busca de Knutas.


A Johan lo despertó un ruido al otro lado de la ventana. Haciendo un esfuerzo, se levantó de la cama y abrió las cortinas.

En la pastelería de enfrente estaban sirviendo el pedido del día. El camión de la panadería estaba aparcado en mitad de la estrecha callejuela y el conductor sacaba cajas y las cargaba en un carro. El pastelero lo recogió y desapareció con gran estrépito por la puerta trasera. Eso significaba que no eran más que las seis. Volvió a la cama lanzando un bufido y se cubrió la cabeza con el edredón. El pan llegaba a las seis los días laborables y los festivos a las ocho, a estas alturas Johan ya estaba al tanto de los horarios. De haber sabido de antemano que este acto de terrorismo iba a tener lugar todas las mañanas, habría exigido a la Televisión Sueca que le buscara otro piso.

Envuelto en el edredón empezó a pensar en Emma y en su hija recién nacida. Durante el fin de semana había estado allí prácticamente todo el tiempo. No le permitieron quedarse a dormir puesto que estaban al completo y Emma tenía que compartir habitación con otras dos mujeres que acababan de ser madres.

El parto era el momento más grande de su vida hasta ese momento. La experiencia de convertirse en padre fue más conmovedora de lo que él podía imaginar.

Su madre y su hermano pequeño habían llegado el sábado en avión desde Estocolmo. Estaba loca de contenta por convertirse en abuela. Aquélla era su primera nieta. Desde la muerte del padre de Johan, dos años antes, su vida se había vuelto más solitaria. Johan siempre había mantenido una relación muy estrecha con su madre y sabía que, ahora que trabajaba en Gotland, lo echaba de menos. En calidad de hermano mayor, en muchos aspectos había reemplazado a su padre desde que éste falleció.

Comprendió que con el niño todo iba a ser diferente. A partir de ahora su nueva familia tenía que ser lo primero. De pronto se había convertido en padre de familia y eso implicaba una nueva responsabilidad. La idea lo atraía y lo asustaba al mismo tiempo.

La redacción de Estocolmo había enviado flores, pero Grenfors contaba con que Johan empezara a trabajar justo después del fin de semana. Estaba destinado en la isla y habían acordado que Johan tendría que esperar al otoño para cogerse los días libres por paternidad que le correspondían. Ahora se arrepentía. Sólo deseaba estar al lado de su nueva familia.

El sonido insistente del móvil interrumpió sus reflexiones. Tenía que cambiar la señal de llamada, se dijo mientras se levantaba y buscaba el aparato en el montón de ropa que había encima de la silla. Ahora estaba más pendiente del teléfono que antes. Podía ser Emma.

Quien llamaba era Niklas Appelqvist, uno de los pocos amigos que Johan tenía en Gotland. Aunque Niklas era diez años más joven que él, habían congeniado, en parte porque a ambos les gustaba el rock de los años sesenta. Conoció al joven estudiante de arqueología el año anterior en relación con el seguimiento de un asesinato. Niklas vivía al lado de un fotógrafo de prensa jubilado al que hallaron muerto en el sótano y había ayudado a Johan durante la investigación del caso con datos interesantes. Cuando Johan se trasladó a vivir a la isla empezaron a verse.

– Hola, ¿qué tal?

– De puta madre -soltó, carraspeó y sobreponiéndose al cansancio se sentó en la cama-. El viernes fui padre.

– ¿Qué fuerte, no me digas? ¡Enhorabuena! ¿Niño o niña?

– Una niña -dijo Johan, sonriendo.

– ¿Fue todo bien?

– Hubo un momento bastante dramático, pero al final logró salir. Es preciosa, pesó 3,7 kilos y midió 51 centímetros.

– ¡Qué bien! ¿Cómo está Emma?

– Bien, pero algo cansada, claro.

– Esto hay que celebrarlo -Niklas parecía entusiasmado-. Te invito a una cerveza esta tarde.

– Gracias, pero no puede ser. Tengo que ir a buscar a Emma y a la niña a la maternidad. Tendrá que ser otro día.

– Está bien. Oye, he oído una cosa que igual puede interesarte.

– ¿Ah, sí?

– Ha desaparecido una estudiante de arqueología. Participa en el curso de excavación que organiza la universidad. Hay gente de todo el mundo que viene a excavar durante el verano.

– ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

– Desde el sábado por la noche. En el albergue de Warfsholm, que es donde se aloja, están bastante preocupados. Al parecer desapareció el sábado después del concierto de Eldkvarn y desde entonces nadie la ha visto. Conozco a una chica que colabora en ese curso y acaba de contármelo.

– ¿Recibes visitas tan temprano?

– Digamos que mejor tan tarde.

– ¿Cómo se llama?

– ¿La chica que ha desaparecido o la que ha venido a visitarme?

– La que ha desaparecido, claro.

– Martina no sé qué.

Johan lo oyó hablar con alguien al otro lado de la línea.

– Martina Flochten. Es holandesa.

– Flochten -repitió Johan-. ¿Cuántos años tiene?

– Bastante joven, veintipocos.

– Está bien, muchas gracias.

Joder, qué inoportuno. Lo que más deseaba era ir a ver a Emma y al bebé, pero era el único reportero de televisión en la isla. Había que comprobar lo de la desaparición, aunque el asunto parecía bastante flojo. Llamó al hospital y, según la enfermera que atendió el teléfono, Emma y la niña se encontraban bien y ambas dormían en ese momento. Tenían que quedarse en la maternidad más tiempo del previsto porque habían surgido algunos problemas a la hora de dar el pecho a la niña.

La angustia debió de notársele en la voz, porque la enfermera le aseguró que era normal y que no tenía que preocuparse por ello. La lactancia seguro que funcionaría con normalidad dentro de unos días. Johan se preguntó si su vida iba a ser así ahora que era padre. Una preocupación constante por todo.

Eran las nueve menos cuarto. Llamó a Knutas pero le informaron de que el comisario estaría ocupado toda la mañana y ningún otro agente podía ni quería hacer declaraciones acerca de la chica desaparecida. Se duchó, se afeitó, se tomó un café y un bocadillo, y luego llamó a Pia. Pasaría a buscarlo un cuarto de hora más tarde. Decidieron salir inmediatamente hacia el hotel y el albergue juvenil de Warfsholm.


El hotel consistía en un edifico de madera amarillo de principios del siglo pasado, con una hermosa torre, y estaba situado en un saliente al borde del mar. A uno de los lados del edificio se extendía una playa de arena paradisiaca y más allá se divisaba la reserva de aves de Vivesholm, una lengua de tierra que se adentraba directamente en el mar. Hacia el otro lado se encontraba el puerto, cuyos silos y generadores constituían un acusado contraste con el mar.

Cuando Johan y Pia se bajaron del coche en el aparcamiento descubrieron un vehículo de la policía y dos agentes que caminaban por la playa y hablaban con las familias. Bajaron hasta la playa y admiraron la vista de las islas Stora y Lilla Karlsö, conocidas como las islas de los pájaros.

– ¿Qué es eso? -preguntó Johan señalando algo que sobresalía por encima del agua justo después de la bocana del puerto.

– Son los restos de un buque de carga que se llamaba Benguela que naufragó ahí mismo. Hará por lo menos veinte años de aquello.

– ¿Qué ocurrió?

– Venía de Södertälje y se dirigía a Klintehamn. El accidente fue en invierno, creo que de madrugada, había niebla y fuertes vientos y encalló de tal manera que no consiguieron sacarlo a flote.

– ¿Qué pasó con la tripulación?

– Creo que se salvaron todos, la verdad.

– ¿Por qué no lo han remolcado nunca?

– Hubo algún agujero legal debido al cual no se pudieron exigir responsabilidades de ello a la compañía naviera y el dueño alegó que no tenía dinero para remolcar el barco. Por eso se quedó ahí.

– Increíble. -Johan meneó la cabeza.

– ¿A que sí? Antes se veía más. Se estará oxidando del todo, seguro que no tardará mucho en desaparecer por completo bajo la superficie.

Dejaron tranquilos de momento a los policías y subieron hasta la entrada del hotel, donde habían concertado una cita con la dueña, Kerstin Bodin.

Era una mujer enjuta, de cabello moreno, que les sonrió amablemente, aunque se la veía cansada.

Se sentaron en la terraza de la cafetería con vistas al puerto. Pia no podía estarse quieta y desapareció con la cámara.

– Es tan desagradable -dijo Kerstin-. Claro, no es seguro que le haya sucedido nada malo, pero figúrense. Yo estoy aterrada de que puedan encontrarla ahogada por aquí en el agua -añadió-. ¿Quién sabe?, por lo visto estaba bastante bebida cuando se marchó.

– ¿Conoce usted a Martina?

– Hablamos bastante. Tengo más relación con ella que con muchos otros. Es muy agradable, una chica abierta y alegre, además su madre era de Gotland y Martina ha estado en la isla muchas veces.

– ¿De dónde era su madre?

– De Hemse. Tanto su madre como los abuelos han muerto y Martina me ha dicho que no tiene otros familiares en la isla. Pero ella suele venir aquí todos los años a pasar alguna semana de vacaciones.

– ¿Sabe dónde suele alojarse cuando está aquí?

– Creo que la familia casi siempre se hospeda en el Hotel Wisby, por lo visto suelen reservar allí una suite especial. Me ha contado que su padre conoce al dueño.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el dueño, o la dueña? -añadió Johan inmediatamente al darse cuenta de que estaba sentado delante de la propietaria de un hotel.

Kerstin sonrió discretamente.

– Se llama Jacob Dahlén. Estábamos en la misma clase en primaria.

– Puede que Martina esté allí.

– No lo creo -respondió Kerstin meneando la cabeza-. En ese caso, ¿por qué no ha llamado? Tiene que darse cuenta de lo preocupados que estamos todos.

– Sí, eso es verdad -reconoció Johan.

La relación con el dueño del hotel de Visby parecía interesante, lo investigaría después.

Kerstin sacó su teléfono móvil del bolsillo superior de su blusa y marcó un número. Cuando obtuvo respuesta, se levantó y se alejó hacia la valla que rodeaba la terraza, dio un salto y se sentó a hablar. Allí sentada y balanceando las piernas, parecía una niña pequeña. Johan al instante empezó a pensar en su hija recién nacida. Dentro de unos años podría sentarse así. Kerstin regresó a la mesa.

– Jacob Dahlén no sabe nada -anunció-. Se ha quedado sorprendido, me ha dicho que ni siquiera sabía que Martina se encontraba aquí, en Gotland.


La fotografía, que aparecía en la página del periódico que Karin encontró debajo de la almohada, hizo que decidieran bajar hasta Fröjel, que se encontraba a menos de diez kilómetros de Warfsholm, para hablar con Staffan Mellgren, el responsable de la excavación.

Al llegar a la iglesia, Knutas se desvió de la carretera principal y aparcó delante de la antigua escuela. El edificio lo ocupaban ahora un café y un pequeño local de exposiciones donde se mostraban las excavaciones arqueológicas.

Un sendero bajaba hasta la zona donde estaban excavando y cuando se acercaron vieron a Staffan Mellgren moviéndose entre sus alumnos mientras ellos trabajaban. El terreno estaba dividido en rectángulos de unos decímetros de profundidad. En algunos hoyos se veían restos de esqueletos así como otros objetos que a ellos les resultaba difícil identificar. En el centro había una mesa alargada con bolsas de plástico marcadas con diferentes etiquetas, archivadores y planos. Mellgren se había detenido allí y estaba anotando algo en un archivador. Levantó la vista cuando ellos lo saludaron, era un hombre alto, de constitución atlética, con el cabello castaño oscuro algo entrecano. Rondaría los cuarenta, supuso Karin. Con los ojos castaños y expresivos, tenía muy buena presencia, constató la subinspectora, más atractivo que en las fotos que había visto.

– Nos gustaría hablar un momento con usted acerca de la desaparición de Martina Flochten -comenzó Knutas.

– Sí, claro, un momento -se disculpó. Se volvió hacia una chica joven que estaba en el hoyo de al lado, le preguntó algo que ellos no oyeron y dibujó unos garabatos ininteligibles en un archivador.

En la mesa había objetos en bolsas de plástico, trozos de huesos y herramientas. Karin exclamó entusiasmada cuando encontró una bolsa con un adorno de plata y otra con una moneda de plata.

– ¿Qué hacen con todo esto? -dijo Karin dirigiéndose a Mellgren, que ahora parecía haber acabado con las anotaciones.

– Todos los objetos que hallamos quedan documentados. -Hizo un gesto envolvente dirigiéndose a la zona que había detrás de ellos-. Esas celdillas se llaman cuadrículas. Dividimos el terreno para facilitar tanto la excavación como la documentación del mismo. Los objetos que encontramos se introducen en una bolsa en la que escribimos exactamente dónde y cuándo se extrajo, en qué cuadrícula y a qué profundidad. Al terminar la jornada de trabajo lo guardamos todo en esos carros que pasaron al venir aquí. Después el material se lleva a nuestros locales en la universidad, donde se clasifica y se estudia y, al final, acaba en el almacén de Fornsalen, la Sala de Arte Antiguo del Museo de Arqueología.

– ¿Podemos sentarnos a hablar en algún sitio? -preguntó Knutas.

– Sí, claro.

Mellgren los condujo a una de las esquinas del yacimiento, donde había una mesa de plástico y unas sillas.

– ¿Cuánto tiempo lleváis excavando aquí? -preguntó Knutas cuando se sentaron.

– ¿Quiere decir ahora, en este curso? Íbamos a empezar nuestra tercera semana de excavaciones.

– ¿Entonces ya habéis tenido tiempo de conoceros bastante bien?

– Ya lo creo, la relación ha sido bastante intensa durante este tiempo.

– ¿Por las tardes también?

– No siempre, pero por la tarde hay bastantes conferencias y otras actividades. Y, además, a veces cenamos juntos. La responsabilidad como encargado no termina cuando finaliza la jornada de trabajo.

Mellgren sonrió ligeramente.

– ¿Qué opinión tienes de Martina?

El responsable de las excavaciones se puso serio de nuevo.

– Para lo joven que es, está muy preparada y es sorprendente cuánto sabe de la época vikinga en particular. Además, es despierta y entusiasta y contagia ese entusiasmo a los demás, así que es realmente una suerte contar con ella.

– ¿Qué piensa de su desaparición? -preguntó Karin.

– Es incomprensible. Estoy seguro de que si se encontrase bien habría llamado. Temo que le haya ocurrido algo. No sé cuánto tiempo podremos seguir excavando si no aparece pronto. Su desaparición nos ha provocado a todos un profundo desasosiego.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

Knutas miró atentamente al encargado de la excavación.

– El sábado pasado, cuando terminamos la jornada de trabajo. Se marchó a casa en el autobús con el resto de los alumnos, como suelen hacer todos los días.

– ¿A qué hora?

– Serían las cuatro, creo. Iban a ir todos juntos a ese concierto por la noche y parecían muy animados cuando salieron de aquí.

– Pero ¿usted no fue al concierto?

– No. Pasé la tarde en casa con la familia.

– Ya, ya.

Knutas hizo una anotación en su libreta.

– ¿Puede describirme su relación con Martina?

– Es buena. Como he dicho, se porta estupendamente.

– Pero ¿no hay entre vosotros una relación más personal?

– No creo que pueda llamarse así.

Karin sacó del bolso el recorte de periódico.

– He encontrado esto en la cama de Martina debajo de su almohada.

Mellgren observó el artículo, pero su rostro permaneció inexpresivo.

– ¿Y qué quieren que les diga?

– ¿Por qué motivo cree que guarda una foto suya debajo de la almohada? -interpeló Knutas.

– Ni idea. Además, el artículo no habla sólo de mí, sino de lo que hacemos durante el curso.

– ¿Cree que es su pasión por el trabajo arqueológico lo que la ha llevado a guardar una fotografía de la excavación debajo de la almohada?

La voz de Knutas sonó bastante irónica. Mellgren se encogió de hombros.

– ¿Qué sé yo? No conozco a mis alumnos hasta ese extremo.

– ¿Es decir, que no mantiene una relación más personal con Martina? Porque sería fácil creerlo a la vista de esto.

– En absoluto, como podréis entender. Estoy casado y tengo cuatro hijos. Por otra parte, lógicamente tampoco puedo relacionarme con los alumnos de esa manera.

Karin utilizó otra táctica.

– ¿Y no podría ser que Martina esté enamorada de usted?

– La verdad, no lo creo.

– ¿Ha notado alguna insinuación?

– No.

– ¿Quizá la ha felicitado por su trabajo y ella lo ha malinterpretado?

– Sí, claro, es posible, en cualquier caso, nada de lo que yo haya sido consciente.

– ¿Ha ocurrido algo entre vosotros?

– ¿Cómo ocurrido?

– Sí, que si ha habido algo entre vosotros.

– No, y ahora ya está bien.

Mellgren estaba a punto de levantarse, pero Knutas lo cogió del brazo para calmarlo.

– ¿Habéis discutido o habéis tenido alguna riña?

– Por favor, basta ya. Con Martina tengo la misma relación que con el resto del grupo. Ni más ni menos.

– ¿Algún otro, entonces? -preguntó Karin para rebajar un poco la tensión-. ¿Sabe si sale con alguien del grupo?

– No estoy al tanto de las relaciones que mantienen entre ellos.

– ¿No ha observado si ha discutido con alguien?

– No, Martina estaba tan contenta como de costumbre la última vez que la vi. En estos momentos sólo espero que aparezca cuanto antes.

Karin advirtió que no iban a llegar más lejos y cambió de tema. Le había picado de veras la curiosidad y quería saber qué era lo que ocurría a su alrededor.

– ¿Puede comentarnos algo sobre este sitio y sobre la excavación?

Mellgren suspiró y se volvió a recostar en la silla como para recuperarse del reciente ataque. Pareció darse cuenta de que el interés de Karin era auténtico, porque cuando empezó a hablar tenía un brillo nuevo en los ojos.

– Estos campos que veis alrededor, que a simple vista parecen simples prados y tierras de cultivo, ocultan un asentamiento de la época vikinga cuya extensión, según nuestros cálculos, es de unos cien mil metros cuadrados. El área, por lo tanto, es enorme. Las excavaciones comenzaron a finales de los años ochenta y hasta ahora sólo hemos investigado una pequeña parte.

– ¿Cómo supisteis al principio que era interesante excavar aquí? -quiso saber Karin.

– Por varias razones. Un campesino que estaba sembrando descubrió algo que brillaba en la tierra. Era un brazalete del siglo X. Además, la localización de la iglesia despertó el interés de los arqueólogos. -Señaló en dirección a la hermosa iglesia de Fröjel revocada en blanco y construida en un altozano-. No se construyó en el centro del municipio como otras iglesias, sino en las afueras del pueblo de Fröjel, junto al mar. Eso dio que pensar a los arqueólogos y llegaron a la conclusión de que probablemente estuviera relacionado con la existencia, ahí abajo, de un puerto con mucha actividad y afluencia de gente. Por eso se erigió la iglesia en las proximidades. Por el color de la tierra también se puede ver dónde han vivido personas y animales. Es rica en fosfato y eso hace que la tierra presente un color más oscuro. Tras el hallazgo del brazalete en el campo de labranza, iniciamos el proceso de prospección de la zona que llevó a que descubriéramos rastros de un enclave comercial con asentamientos permanentes, como los de Birka en una de las islas del lago Mälaren, más o menos. Hemos encontrado restos de casas, varias zonas de enterramientos, piedras con dibujos, monedas, utensilios y adornos. Desde que empezamos a cavar hemos hallado un total de treinta y cinco mil objetos.

Karin silbó.

– ¿De qué época es todo eso? -preguntó Knutas.

– Sobre todo de la época vikinga, es decir, desde el año 850 hasta el 1050 aproximadamente, pero hemos encontrado también objetos del siglo VII y del siglo XII, así que en total se trata de un período de quinientos años.

– ¿Cómo sabéis dónde debéis excavar?

– Cuando empezamos a excavar delimitamos una zona concreta que nos parecía interesante. Después la dividimos en diferentes cuadrículas de veinte metros cuadrados cada una, como podéis ver aquí.

Las cuadrículas estaban separadas con una cuerda.

– A cada alumno se le van dando unas cuadrículas y luego cavamos hasta llegar a los veinticinco o treinta centímetros de profundidad. Es lo que se necesita para alcanzar el lugar donde podemos hacer algún hallazgo, todo lo que hay encima normalmente ha quedado destruido por la agricultura, por ejemplo, el uso del arado. Cuando excavamos un poco más abajo levantamos la tierra con mucho cuidado, centímetro a centímetro, para minimizar el riesgo de estropear algo. Hemos tardado dos semanas en profundizar hasta el nivel donde puede resultar interesante.

– No tenía ni idea de que encontrabais tantas cosas -dijo Karin con entusiasmo-. Por supuesto, he leído y oído hablar de las excavaciones, pero sólo ahora he comprendido la importancia de las mismas.

– ¡Dios mío! -se lamentó Mellgren y miró complacido a Karin-. En ningún lugar del mundo se han hallado, por ejemplo, tantas monedas de la época vikinga como aquí en Gotland. La isla se encontraba en el centro de la ruta comercial entre Rusia y el continente, y sus habitantes eran expertos en el intercambio de productos de diferentes zonas.

– ¿Con qué productos comerciaban? -preguntó Karin.

El rostro de Knutas estaba empezando a tener una expresión tensa. No estaban allí para tragarse una clase de arqueología, sino para recopilar datos que pudieran ayudarlos a encontrar a Martina Flochten. Resuelto, se alejó de ellos para hacerse por sí mismo una idea de la zona. Karin parecía completamente embelesada con Mellgren y no se perdía una palabra de lo que decía. No sabía Knutas que a Karin le interesara tanto la historia. Otro aspecto de ella que desconocía.

Se sentó en un banco que estaba al lado de las excavaciones. Debajo se abría una cuadrícula con un esqueleto al descubierto.

Era inconcebible pensar que estaba sentado contemplando el esqueleto de una persona que no había visto la luz del sol desde hacía mil años. ¿Cuántas personas habrían pasado por esos campos desde entonces? Todo aquello no dejaba de causarle cierta fascinación también a él.

Así pues, hacía unos días Martina estaba allí escarbando con los demás. Por todos los santos del cielo, ¿dónde se habría ido? ¿Se habría suicidado? Parecía altamente improbable, ya que por lo visto era muy alegre, al menos ésa era la imagen que daba. ¿Habría sufrido algún accidente? Por lo que decían estaba bebida, ¿no se habría caído al agua sin más? De momento sólo habían buscado en tierra. Quizá fuera así de sencillo.

Knutas decidió dar órdenes para que un equipo de buzos se pusiera en marcha al día siguiente si Martina aún no había aparecido.


En el coche, de regreso a la comisaría, Karin estaba pletórica.

– Fíjate qué maravilla, qué cosas encuentran, es increíble. He podido tener en mis manos un dije de ámbar del siglo X, ¿puedes imaginártelo? En mi próxima vida voy a ser arqueóloga, sin duda.

– Por un momento creí que nos íbamos a quedar allí todo el día -murmuró Knutas-. Y tengo el estómago vacío. ¿Tú no necesitas comer nunca?

– No seas tan gruñón. Me pareció que era tremendamente interesante. Compraremos algo por el camino. ¿Qué opinas de Mellgren y de su relación con Martina?

– Creo que parece sincero. No creo que fuera a liarse con una alumna. No sólo se juega su matrimonio, que no es poco, sino que arriesga toda su carrera profesional.

– Quizá está cansado de su trabajo -sugirió Karin en un tono imparcial-. Puede que sea una forma de autodestrucción, que muy bien podría ser inconsciente. Quizá en el fondo lo que quiere es que todo se vaya al garete.

– Otra posibilidad es que se haya enamorado perdidamente -apuntó Knutas, más dado al romanticismo que su colega.

– Por supuesto -sonrió Karin-. Pero lo uno no excluye lo otro.


Una vez en la comisaría les salió al encuentro Lars Norrby:

– He hablado con un testigo que ha contado algo intere sante.

– Lo hablamos en mi despacho -dijo Knutas.

Se sentaron en el pequeño tresillo que tenía en uno de los rincones de la habitación.

– Ha llamado un hombre. Un día que se dirigía hacia el Hotel Warfsholm en bicicleta, bueno iba allí a cenar, parece ser que suele ir todos los lunes, o sea, que esto sucedió un lunes, vio de pronto a Martina venir hacia él andando por el camino. La ha descrito con todo lujo de detalles, parecía muy seguro de que era ella.

– ¿Sí?

Knutas parecía impaciente.

– Ella venía andando por el borde del camino, el hombre dice que cree que iba por el lado izquierdo de la calzada, pero no estaba seguro del todo. Iba vestida con una falda azul, eso lo recordaba perfectamente, pero no se acordaba de lo que llevaba puesto en la parte de arriba.

– Vete al grano -gruñó Knutas.

La minuciosidad de Norrby y su propensión a relatar detalles insignificantes podían sacarlo de quicio. Su colega lo miró ofendido.

– Bien. El caso es que ella se subió a un coche aparcado justo en la entrada de la pista de minigolf.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que la persona a la que vio era Martina?

– Al parecer, sus compañeros del curso de arqueología han ido por los alrededores mostrando fotos de ella. Bueno, a lo mejor sólo era una foto.

– ¿Ah, sí? ¿Realizan su propio trabajo de investigación?

– Exacto, y ahora ha dado resultado.

– ¿Vio quién iba en el coche? -preguntó Karin.

– Cree que era un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, quizá mayor. Llevaba gafas de sol oscuras, así que no se le veía bien. No estaba seguro del color del cabello, pero no creía que fuera rubio. Más bien tirando a castaño.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace una semana. El lunes pasado, a eso de las cinco o cinco y media.

– Martina lleva desaparecida sólo tres días -replicó Karin.

– Sí, pero puede ser interesante de todos modos -protestó Norrby-. Evidentemente alguien ha estado esperándola junto al camino.

– Cabe preguntarse por qué no condujo hasta el aparcamiento del hotel. Al parecer no quería que lo vieran -dijo Knutas.

– Eso induce a pensar que Martina mantenía una relación en secreto -concluyó Karin-, y una suposición no muy cualificada es que él esté implicado en su desaparición. Tanto si se fue con él voluntariamente como si no.

– De todos modos no puede haber sido de forma voluntaria -objetó Norrby-. ¿Por qué no ha llamado?

– Todo apunta a que se la han llevado en contra de su voluntad -reconoció Knutas-. Sólo podemos esperar que no haya sido víctima de algo aún peor. ¿Qué tipo de coche era?

– El testigo no entiende nada de coches y ni siquiera tiene permiso de conducir. Todo cuanto dice es que era azul, un turismo normal y que no parecía nuevo.

Karin se volvió hacia Knutas.

– ¿De qué color es el coche de Mellgren?

– Ni idea, pero lo averiguaremos enseguida.

– ¿La ha visto en más ocasiones?

– No, sólo esa vez.

– ¿En qué dirección se fueron?

– El coche desapareció en dirección a la carretera principal.

– ¿No se quedaría con el número de la matrícula?

– No. -A Norrby se le escapó una pequeña sonrisa-. No hemos tenido tanta suerte.

– Quiero hablar cuanto antes con el testigo.

– Vive y trabaja en Klintehamn, así que está cerca.

– Bien.

Sonó el teléfono y Knutas lo descolgó. Se escuchaba un ruido de fondo y le llevó varios segundos entender que se trataba del padre de Martina Flochten. Chapurreando en inglés Knutas hizo lo que pudo para responder a las preguntas del preocupado padre. Quedaron en verse al día siguiente, cuando Patrick Flochten llegara a Gotland para participar en la búsqueda de su hija.


La manilla de la puerta estaba bloqueada cuando trató de entrar, entonces sacó la llave y abrió. Todo presentaba el mismo aspecto que cuando vivían sus padres: la cómoda de la entrada estaba ahora tan reluciente como entonces, en la pared el reloj de la cocina marcaba el paso del tiempo con el mismo sonido acompasado, los platos chinos de la pared seguían allí colgados como lo habían hecho siempre, incluso el rollo de papel de cocina que había encima de la mesa era el mismo. Entró en la sala de estar y la contempló en silencio. Se diferenciaba de otras salas de estar suecas, fundamentalmente, porque faltaba un sofá. Todas las demás lo tenían, pero en su casa nunca había habido uno. Un sofá era algo para estar juntos, sentarse y relajarse delante del televisor. Aquí no lo había porque eso era imposible. En un sofá se corría el riesgo de sentarse uno muy cerca de los otros, de rozarse, y eso era pecado. Casi todo lo divertido era pecado: no tenían televisor porque era pecado; nunca escuchaban música en la radio porque era pecado; los tebeos y los juegos de mesa eran pecado, así como reírse en domingo. Bien mirado, el riesgo de que alguien riera en casa un domingo no era grande; en general no había muchas posibilidades de que alguien riera. No podía recordar haber visto sonreír a su padre o a su madre una sola vez. La casa estaba marcada por el silencio y la austeridad, la oración, la severidad y los castigos.

Le había llevado tiempo armarse de valor para regresar allí, pero cada vez que lo hacía, creía desprenderse de una pequeña parte de la culpa y la vergüenza que había sentido desde la infancia. La influencia de los padres se iba borrando poco a poco.

La idea se le había ocurrido unos meses antes. Significaría la traición definitiva a sus padres, el hecho de que fueran a celebrar sus reuniones aquí. Ésta era la primera vez y se sentía expectante. Lo había planeado todo hasta el más mínimo detalle. Entró en la habitación contigua y abrió el gran armario, sacó las figuras una tras otra sujetándolas con sumo cuidado, antes de alinearlas sobre la mesa de la sala de estar. Aquí iba a suceder, justo aquí y no en ningún otro lugar. Cuando estuvo listo se calzó los zuecos de madera y salió. En el establo había una puerta que conducía a un trastero. Allí estaba el recipiente. Lo cogió y lo llevó con cuidado, puesto que su contenido era de gran valor. Ahora iba a ser de utilidad y la próxima vez sería aún mejor.

Se puso al lado de la ventana y miró fuera. El sol del atardecer teñía el cielo de rojo y hacía tanto calor que podrían realizar algunos actos en el exterior. No importaba, no los vería nadie, nadie descubriría lo que hacían.

El ruido de un motor interrumpió sus reflexiones y al momento apareció tras el recodo un coche conocido. Qué bien que fuera él precisamente el primero en llegar, así quizá tuvieran tiempo de hablar y de solucionar algunos asuntos. Ultimamente habían surgido entre ellos divergencias de opinión y esas discrepancias eran cada día más profundas, lo cual le molestaba. Ahora, cuando habían llegado tan lejos, no quería que se fastidiara todo.

La lucha por el poder entre ellos se había prolongado durante mucho tiempo y debía terminar. Se estaban acercando a un punto en el que todo aquello era insostenible. Siempre pensó que compartían un mismo objetivo, pero últimamente se había visto forzado a pensar que no era así. Esperaba que la desgana del otro se debiera a cosas que a la larga no tuvieran mayor importancia. Que él podría convencerlo de que sólo había un camino y que la rueda ya había empezado a girar, estaban en marcha y no había vuelta atrás.

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