Lunes 28 de Junio

A los pies de la iglesia de Fröjel se extendían como alfombras amarillas y verdes los campos de colza y de cereales que descendían hasta el mar. A un lado de los cultivos se distinguía a un grupo abigarrado de personas excavando. A intervalos regulares asomaba alguna cabeza por encima de los sembrados, cuando alguien se ponía de pie para estirar las doloridas articulaciones o cambiar de postura. Una visera blanca, un sombrero de paja, un pañuelo de pirata, una melena que su propietaria se había recogido sobre la cabeza para intentar mitigar el calor antes de dejarla caer de nuevo sobre los hombros. Más allá de las espaldas dobladas se divisaban las resplandecientes aguas del mar Báltico como un prometedor fondo azul. Los abejorros y las avispas zumbaban entre las amapolas de color rojo pálido, la avena se mecía con suavidad cuando soplaba alguna ligera brisa. Por lo demás, el aire estaba en calma. Un anticiclón procedente de Rusia se había desplazado hasta Gotland y llevaba una semana instalado sobre la isla.

Una veintena de estudiantes de arqueología trabajaban metódicamente desenterrando lo que mil años antes había sido un puerto vikingo. Era un trabajo duro que requería paciencia.

La holandesa Martina Flochten estaba en cuclillas dentro de su cuadrícula raspando con el cincel entre las piedras y la tierra. Trabajaba afanosamente pero con precaución para no dañar los posibles hallazgos con la pequeña herramienta. De cuando en cuando recogía alguna piedra y la depositaba en el cubo de plástico negro que tenía al lado.

Ahora empezaba lo divertido. Tras dos semanas de excavaciones infructuosas, desde hacía unos días su esfuerzo se estaba viendo al fin recompensado. Había encontrado varias monedas de plata y perlas de cristal. El hecho de tener entre sus manos objetos que no había tocado nadie desde los siglos IX o X le causaba siempre una impresión igual de fuerte. Dejaba volar su fantasía tratando de imaginar cómo habrían vivido en aquel lugar: ¿Qué mujer habría llevado aquellas perlas? ¿Quién sería y qué pensamientos habrían rondado por su cabeza?

Martina Flochten era una de las estudiantes extranjeras matriculadas en el curso. Casi la mitad de los alumnos procedían de otros países; había dos americanos, una mujer británica, un francés, un canadiense de origen indio, un par de alemanes y un australiano, Steven. Este curso formaba parte de su vuelta al mundo; Steven viajaba por todo el globo visitando lugares interesantes desde el punto de vista arqueológico. Evidentemente, su padre era rico, de manera que podía hacer lo que quisiera. Martina estudiaba arqueología en la Universidad de Rotterdam y allí había oído hablar de los cursos de metodología de campo que organizaba la de Visby. Los diez créditos del curso podía convalidarlos luego en sus estudios en Holanda. Además, Martina era medio sueca. Su madre era de Gotland, pero la familia había vivido en Holanda desde que ella nació. Por supuesto, solían visitar la isla durante las vacaciones, incluso después de la muerte de su madre en un accidente de tráfico hacía unos años, pero la posibilidad de quedarse en Gotland durante un período más largo y dedicarse a lo que más le gustaba fue una oportunidad que no quiso dejar escapar.

Hasta ahora, el curso había superado todas sus expectativas. Los participantes lo pasaban bien juntos, la mayoría eran de su edad, rondaban los veinte años, otros eran mayores: uno de los americanos, Bruce, tenía cincuenta años, e iba un poco a su aire. Les había contado que trabajaba como informático, pero que la arqueología era su gran pasión. A la mujer británica, que parecía un poco rara, Martina le calculaba unos cuarenta años.

A Martina le gustaba esa mezcla de lugareños y extranjeros. El ambiente dentro del grupo era escandaloso, pero cordial. A menudo, cuando los estudiantes bromeaban entre ellos a propósito de sus diferentes técnicas de excavación o de lo mal repartida que estaba la suerte a la hora de hacer algún hallazgo importante, el eco de sus risas resonaba por los alrededores. La pobre Katja, procedente de Gotemburgo, hasta ahora no había extraído más que huesos de animales, que había a montones. Al parecer su cuadrícula no contenía nada interesante, pero el trabajo había que hacerlo igual. Así que allí estaba ella sudando la gota gorda un día tras otro sin encontrar nada de valor. Martina esperaba que Katja pudiera probar suerte pronto en otra cuadrícula.

El curso de excavación había comenzado con dos semanas de clases teóricas en las aulas de la Universidad de Visby y continuaba luego con ocho semanas de excavación en Fröjel, en la costa oeste de Gotland. Teniendo en cuenta que Martina estaba muy interesada en el período vikingo, el curso no podía ser mejor. Probablemente, toda la zona que se extendía a su alrededor había estado poblada en aquella época. Aquí, en diferentes excavaciones, se habían encontrado restos que iban desde el principio del período vikingo en el siglo IX hasta su decadencia, alrededor del año 1100. La parte del yacimiento en la que trabajaban los participantes en el curso incluía un puerto, un asentamiento y varios enterramientos. Probablemente había sido también un importante enclave comercial, a juzgar por todas las pesas y las monedas de plata que habían aparecido.

De repente Steven, que estaba en cuclillas en la cuadrícula de al lado, gritó y todos corrieron hacia allí. Estaba limpiando el esqueleto de un hombre y había descubierto sobre el cuello un trozo de lo que él creía que era una fíbula de bronce. Staffan Mellgren, el profesor que dirigía las excavaciones, se deslizó con precaución dentro de la cuadrícula y tomó un cepillo pequeño que había en un cubo junto con otros utensilios. Retiró con cuidado los restos de tierra y al cabo de unos minutos consiguió sacar la fíbula entera. Los estudiantes, reunidos alrededor del hueco, observaban fascinados cómo poco a poco iba saliendo a la luz la fíbula perfectamente conservada. El entusiasmo del profesor se extendió entre los alumnos.

– ¡Fantástico! -exclamó-. Está muy bien conservada, el alfiler está intacto y ¿podéis ver aquí la decoración?

Mellgren tomó un pincel aún más pequeño y con pasadas suaves limpió los restos de tierra. Señaló con el mango la parte superior de la fíbula.

– Lo que veis aquí sujetaba la camisa manteniéndola en su sitio. Era la prenda más fina que llevaba en contacto con el cuerpo. Si tenemos suerte, seguro que lleva también una fíbula más grande en el hombro. Sólo hay que seguir buscando.

Asintió con la cabeza para animar a Steven, que se mostró orgulloso y contento.

– Trabaja con mucho cuidado y procura no ponerte demasiado cerca del esqueleto. Puede que haya más.

Los demás volvieron al trabajo con renovadas fuerzas. La idea de encontrar pronto algo digno de mención les daba energía. También Martina siguió excavando. Al cabo de un rato llegó el momento de ir a vaciar el cubo y se dirigió a una de las grandes cribas alineadas en el borde del área de excavación. Vació con cuidado el contenido del recipiente sobre la criba, que consistía en un cajón cuadrado de madera con una fina red de hierro en el fondo. El cajón estaba montado sobre un rodillo de hierro que facilitaba el movimiento de la criba. La chica agarró las asas de madera que había a ambos lados y la movió con fuerza para que cayera la tierra y la arena. Era un trabajo duro y después de agitar la criba durante unos minutos sudaba a mares. Una vez cribado lo peor, observó detenidamente los restos que habían quedado en la criba para no tirar nada de valor. Primero descubrió un hueso de animal, y luego otro. Había también un objeto pequeño de metal, probablemente un clavo.

No podían tirar nada, tenían que guardar y documentar todo meticulosamente puesto que, después de ellos, nadie podría excavar ya ese yacimiento. Cuando se excavaba un terreno, éste quedaba «destruido» para siempre, por eso recaía sobre los arqueólogos la responsabilidad de conservar todo cuanto pudiera tener valor para explicar cómo vivían las personas en aquel lugar.

Martina tuvo que tomarse unos minutos de descanso. Tenía sed y fue a buscar la botella de agua que guardaba en la mochila. Se sentó sobre una caja de madera, a la que le habían dado la vuelta, se masajeó los hombros lo mejor que pudo y observó a los otros mientras recuperaba el aliento. Sus compañeros de curso trabajaban concentrados, de rodillas, en cuclillas o tumbados en el borde de su cuadrícula, buscando incansablemente en la tierra oscura.

Advirtió las miradas de Mark, pero fingió no darse cuenta. Su corazón pertenecía a otra persona y no quería que se hiciera ilusiones. Eran buenos amigos y eso era suficiente para ella.

Jonas, un chico muy simpático del sur de Suecia que lucía un aro en la oreja y un pañuelo pirata en la cabeza, observó que se estaba masajeando.

– ¿Te duele? ¿Quieres que te dé un masaje?

– Sí, gracias -respondió Martina chapurreando un poco en sueco. Hablaba sólo un poco la difícil lengua de su madre y quería practicar, aunque todos sus compañeros hablaban inglés con soltura.

Jonas era uno de sus mejores amigos dentro del grupo y lo pasaban muy bien juntos. Martina le agradeció el detalle, aunque suponía que no lo hacía sólo por simple consideración hacia ella. Las atenciones que recibía por parte de algunos hombres del grupo eran agradables, pero, en realidad, la traían sin cuidado.

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