Miércoles 30 de Junio

Conducía la furgoneta roja por el camino de grava tan deprisa que el polvo se arremolinaba a su paso. Era muy temprano, alrededor de las dos de la madrugada, y los primeros rayos del sol asomaban en el horizonte. El campo dormía, hasta las vacas tenían los ojos cerrados tumbadas unas junto a otras en los prados que iba dejando atrás. La única señal de vida la ponía algún que otro conejo saltando por los campos. Iba fumando y escuchando la radio. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecho.

En el estrecho camino de grava sólo había espacio para un vehículo. Aquí y allá, la calzada se ensanchaba para permitir el cruce con coches que vinieran en dirección contraria, las señales de tráfico azules con una «M» pintada en blanco indicaban dónde estaban. Maldita la falta que hacían. Aquí no se cruzaban nunca dos automóviles. Su granja estaba al final del camino, no se podía ir más allá. No recordaba que hubieran recibido nunca una visita. Eso era algo sobre lo que no reflexionó nunca en su infancia, seguramente porque creía que todos vivían más o menos como ellos. Aquélla era la realidad que conocía, a la que se amoldó.

Cada vez que aparecía la casa de su infancia tras el último recodo del camino, surgía, como por ensalmo, un acceso del antiguo pánico: sentía una presión en el pecho, los músculos se le tensaban y le costaba respirar. Los síntomas remitían enseguida. Se preguntaba cuándo lo superaría. Era como si el cuerpo, después de todos aquellos años, aún reaccionara por su cuenta, sin que él interviniera. Más o menos como cuando tenía una erección, aunque no sabía por qué.

La granja albergaba una vivienda de madera pintada de amarillo, que en su día fue suntuosa, pero que ahora tenía la pintura desconchada. A un lado de la casa había un viejo establo y al otro un pajar más pequeño. Los restos del estercolero, en la parte trasera, recordaban los años en que habían tenido animales en la granja. Los prados de los alrededores estaban ahora vacíos, las últimas cabezas de ganado se vendieron el año anterior, tras la muerte de sus padres.

Aparcó detrás del pajar, una precaución innecesaria en realidad, pero ya era una antigua costumbre. Abrió la puerta trasera, cogió el saco y cruzó deprisa el patio. La puerta del establo chirrió; allí dentro olía a cerrado. Del techo colgaban gruesas telarañas junto a tiras adhesivas cubiertas de motas negras, moscas muertas hacía mucho tiempo.

El viejo frigorífico seguía en su sitio, aunque llevaba mucho tiempo en desuso. Lo había enchufado unos días antes y se había asegurado de que todavía funcionaba.

Cuando abrió la puerta lo golpeó el aire frío. El saco cabía sin problemas, cerró enseguida la puerta y fregó cuidadosamente la nevera por fuera con jabón y una bayeta húmeda. Nunca había estado así de limpia. Después recogió el fardo junto con la ropa y la bayeta, y lo metió todo en una bolsa de plástico.

En la parte trasera cavó un profundo agujero en la tierra e introdujo la bolsa dentro de él. Volvió a rellenar bien el hoyo y lo cubrió con paja y ramas. Nada en el terreno revelaba el escondite.

Quedaba el coche. Fue a buscar la manguera y tardó más de una hora en dejarlo limpio, tanto por dentro como por fuera. Al final, retiró la matrícula falsa y la sustituyó por la de verdad. Nadie podría decir que no era meticuloso.

Después entró en la casa y se preparó el desayuno.


Sobre los prados, aún húmedos por el rocío de la noche, se elevaba una fría niebla, que se deslizaba lentamente entre los campos de cereales y los prados. Planeaba sobre los cañaverales, donde un par de cisnes se ampiaban con esmero su plumaje blanco. Algunas golondrinas de mar graznaban sobre la bahía y los botes se mecían suavemente en el agua al lado de las boyas. Abajo, en la orilla, las deslustradas casetas de los pescadores estaban abandonadas.

Era una mañana singularmente bella. Una de esas mañanas de verano para grabar en la memoria y rememorarla cuando el invierno desplegara su negra capa sobre Gotland.

Agnes, una niña de doce años, se había despertado más temprano que de costumbre. No eran aún las ocho y media cuando llamó a su hermana pequeña, que todavía medio dormida se dejó convencer para ir a darse un baño antes del desayuno. Su abuela, que estaba sentada en la escalera de entrada tomando café mientras leía el periódico, les dijo adiós con la mano cuando las chicas se alejaron pedaleando con las toallas en el portaequipajes. El camino de grava discurría paralelo al mar unos cientos de metros por encima de la playa. Tenían que recorrer alrededor de un kilómetro en bicicleta para llegar al sitio donde podían girar para bajar hasta la zona de baño.

Agnes pedaleaba un trecho por delante de su hermana, aunque podrían haber ido la una al lado de la otra. El tráfico en ese camino era inexistente, incluso en pleno verano. Agnes quería ir siempre un poco adelantada. Había arrancado una brizna de hierba de la orilla del camino e iba chupándola, le gustaba el sabor de la savia fresca.

El camino discurría al principio a través del bosque, luego el paisaje se abría ante ellas. Campos de cultivo y prados se alternaban hasta la orilla del mar, visible a lo largo de casi todo el recorrido. Había varias granjas a lo largo de la calzada, con caballos, vacas y ovejas pastando. Tras pasar la última casa de piedra que se alzaba junto al camino, pedalearon bordeando un extenso prado antes de girar para descender hasta la playa. En esta época del año, los caballos, tres ponis de Gotland y un caballo noruego, se pasaban todo el día pastando fuera, igual que las lanudas ovejas de la isla. Los carneros, con sus característicos cuernos retorcidos en forma de rosca a ambos lados de la cabeza, eran imponentes. Los animales pertenecían a un granjero, quien a veces les permitía montar los ponis. Tenía una hija unos años mayor que ellas y ésta solía dejar que la acompañaran a dar un paseo a caballo. Agnes y Sofie visitaban a menudo a sus abuelos maternos. Aquí, en Petesviken, al suroeste de Gotland, pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano, mientras sus padres se quedaban en Visby, donde residían, trabajando.

– Espera, vamos a ver a los caballos -propuso Agnes deteniéndose junto a la cerca.

Chasqueó la lengua y silbó, lo cual dio resultado al instante. Los animales dejaron de pastar, alzaron la cabeza y trotaron hacia las niñas.

El carnero más grande empezó a balar. Lo siguió otro, hasta que todos se incorporaron al coro. Al momento todos los animales se apretujaron contra la valla en busca de un bocado apetitoso. Las dos hermanas se estiraron para acariciarlos desde fuera. No se atrevían a entrar dentro del cercado cuando estaban solas.

– ¿Dónde está Pontus?

Agnes lo buscó por el prado. Sólo había tres caballos. Su favorito, un poni castrado pinto con manchas negras y blancas, no estaba.

– Tal vez esté entre los árboles -sugirió Sofie señalando la estrecha franja boscosa que se dibujaba como una cinta de color verde oscuro en medio del prado.

Las chicas lo llamaron y esperaron unos minutos, pero el poni no apareció.

– Déjalo -dijo Sofie-. Vamos a bañarnos.

– Qué raro que no venga. -Agnes arrugó la frente preocupada-. Con lo cariñoso que es. -Recorrió con la mirada la ladera, el abrevadero, las piedras de sal y los árboles más alejados.

– Bah, olvídalo, estará tumbado, durmiendo -insistió Sofie dando un empujón a su hermana-. Eras tú la que quería ir a bañarse ¿no? Pues vamos.

Sofie se montó en la bicicleta.

– Hay algo que no va bien. Al menos deberíamos poder ver dónde está Pontus.

– Seguro que lo han metido dentro. Puede que Veronica vaya a salir a dar un paseo a caballo.

– ¿Y si está enfermo, tumbado en algún sitio, y no se puede levantar, qué? A lo mejor se ha roto una pata o algo. Tenemos que ir a mirar.

– Qué pesada eres. Podemos ir a saludarlo al volver.

Pese a que los caballos eran mansos y no muy grandes, Sofie los tenía cierto respeto y no quería entrar en el prado. El caballo noruego era grande y fuerte y no parecía de fiar; una vez le había dado una coz. Los carneros también le inspiraban un poco de miedo con aquellos cuernos tan grandes.

Agnes no hizo ningún caso de las protestas de su hermana, sino que abrió la verja y entró en el prado.

– Yo no pienso dejar tirado a Pontus -gritó enojada.

Sofie se quejó en voz alta para manifestar su disconformidad. Se bajó de la bici de mala gana y siguió a su hermana.

– Pues ya puedes ir tú delante -refunfuñó.

Agnes daba palmadas y voceaba para espantar a los animales, que se alejaron cada uno por un lado. Sofie se mantenía cerca de su hermana mayor y miraba asustada a su alrededor. La hierba alta les hacía cosquillas y les arañaba las pantorrillas. Iban en silencio. El poni no aparecía por ningún sitio.

Cuando llegaron a la zona arbolada sin haber descubierto nada extraño, Agnes se encaramó a la valla del otro lado del prado para tener una vista más amplia.

– Mira -gritó señalando con el dedo.

Un poco más allá, en la linde del bosque, vio a Pontus tendido de costado, parecía que dormía. Una bandada de cuervos revoloteaba y graznaba en lo alto.

– Ahí está. ¡Dormido como un tronco!

Impaciente, se echó a correr hacia el caballo.

– Bueno, pues entonces vámonos. No le pasa nada. No querrás que vayamos hasta allí, ¿no? -protestó Sofie.

La visibilidad estaba parcialmente reducida. El caballo no se movía del sitio.

Lo único que se oía eran los estridentes graznidos de los cuervos. A Agnes, que iba delante, le dio tiempo a pensar que era extraño que en aquel lugar hubiera tantos cuervos. Cuando llegó, se paró tan en seco que su hermana se le echó encima.

Pontus yacía sobre la hierba y su pelaje lucía al sol. La vista hubiera podido tranquilizarlas de no haber sido por una cosa: en el lugar donde debería estar la cabeza no había nada. Le habían cortado el cuello. Todo lo que ellas vieron fue un enorme agujero ensangrentado y una nube de moscas que zumbaban alrededor de la abertura carnosa.

Agnes oyó un sonido sordo a sus espaldas. Su hermana se había desmayado.


Tras aparcar su viejo Mercedes junto a la comisaría de policía, Anders Knutas, el comisario de la Brigada de Homicidios, descubrió molesto que las manchas de sudor ya se le habían extendido por debajo de los sobacos. Era uno de esos pocos días del año en que se echaba dolorosamente en falta que el viejo coche no tuviera aire acondicionado y Line, su mujer, tendría nuevos argumentos para abogar por la compra de un automóvil nuevo.

Un día normal no se le habría ocurrido coger el coche para ir al trabajo, su casa estaba nada más pasar la Puerta Sur, a un kilómetro escaso de su despacho. Knutas llevaba veinticinco años trabajando en la comisaría de Visby y se podían contar fácilmente los días que no había ido caminando a trabajar. A veces se detenía junto a la piscina de Solbergabadet y entraba para nadar uno o dos kilómetros. El verano no era una excepción. Iba a cumplir los cincuenta en agosto y los últimos años, en cuanto dejaba de hacer ejercicio, lo notaba inmediatamente. Había estado toda su vida más o menos delgado y no quería cambiar. Sólo que ahora le costaba un esfuerzo algo mayor. La natación lo mantenía en forma y lo ayudaba a pensar. Cuanto más complicado era el caso que tenía entre manos, con mayor frecuencia visitaba la piscina. Ahora hacía tiempo que no iba y no sabía si eso era bueno o malo.

Ese último día de junio la familia había planeado viajar hasta la casa de veraneo en Lickershamn para cortar el césped y regar. Knutas había pensado salir pronto del trabajo e ir a buscar a su mujer al hospital cuando ella terminara su jornada laboral en el servicio de Obstetricia. Para su gran sorpresa, los gemelos Petra y Nils, que pronto cumplirían trece años, y que últimamente preferían estar con sus amigos, habían accedido a acompañarlos.

Nada más cruzar la puerta de entrada lo envolvió el aire frío. En los pasillos de la Brigada de Homicidios reinaba el silencio. Las vacaciones habían empezado, y eso se notaba.

La colaboradora más cercana de Knutas, la inspectora Karin Jacobsson, estaba en su despacho hablando por teléfono cuando el comisario pasó por delante. Knutas y Karin habían trabajado juntos durante quince años y se conocían bien desde un punto de vista profesional. En lo referido a su vida privada, Karin era bastante más reservada.

Tenía treinta y ocho años y estaba soltera, Knutas al menos nunca le había oído hablar de ningún novio. Vivía sola con una cacatúa blanca en un piso en Visby y su tiempo libre lo dedicaba sobre todo a jugar al fútbol. En ese momento gesticulaba con los brazos mientras hablaba con voz alta e insistente. Era morena y de baja estatura, sus ojos castaños eran cálidos y despiertos, y tenía los incisivos muy separados. Su humor podía cambiar radicalmente y no se esforzaba demasiado por controlar su irascible temperamento. Era una nota de color y un manojo de energía, sus gestos enérgicos contrastaban intensamente con el nada sugerente fondo de persianas bajadas y estanterías pintadas de gris.

Knutas se sentó en su silla y empezó a examinar el correo que se había acumulado en los últimos días. Entre las anodinas cartas de las autoridades, encontró una colorida postal de Grecia. La fotografía representaba un típico plato griego: brocheta de pollo con un cuenco de tzatziki y una botella de vino sobre una mesa redonda. Al fondo se vislumbraba una puesta de sol y la luz centelleaba en una de las dos copas de vino dispuestas sobre la mesa pintada de azul.

El texto decía:

Por lo menos no es una cabeza asada de cordero con puré de nabos, ¿no te parece, Knutas? Estoy pasando un par de semanas en Naxos haraganeando. Espero que estés bien y tal vez pronto tengamos ocasión de volver a vernos.

Martin.

Knutas no pudo evitar sonreír. Muy propio de Martin Kihlgård enviar una postal con comida. El investigador de la policía criminal, que estaba continuamente comiendo, era el mayor tragaldabas que Knutas había conocido en su vida. Habían trabajado juntos unas cuantas veces en la investigación de diferentes casos de asesinato en los que Knutas había solicitado refuerzos a la policía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una llamada en la puerta. Al instante entró en su despacho su colega, el inspector Thomas Wittberg, veinte años más joven que él. Wittberg se negaba a cortarse la rubia melena, pese a las constantes bromas que le gastaban sus compañeros. Una ceñida camiseta blanca realzaba su bronceado torso, entrenado con regularidad en el gimnasio de las dependencias policiales. Wittberg tenía un gran atractivo y sabía sacarle partido entre las veraneantes tan pronto como empezaba la temporada turística. El joven inspector solía bromear con que su objetivo era conocer mujeres de todas las regiones suecas, desde Laponia hasta Escania. Knutas no dudaba ni por un momento de que su colega lo conseguiría. Por lo que él sabía, Wittberg no había mantenido nunca una relación que durara más de unas semanas. Todos los veranos llamaban mujeres al trabajo preguntando por él, y algunas se presentaban sin avisar para verlo.

Incluso en el trabajo, aprovechó su éxito con las mujeres para ayudar a la policía a avanzar en numerosas investigaciones. Thomas Wittberg había ascendido rápidamente de agente del orden hasta la Brigada de Homicidios, pasando por la Brigada Antidisturbios, y desde hacía un par de años era miembro indispensable del equipo de investigación de Knutas. En este momento sus penetrantes ojos azules mostraban con toda claridad que había ocurrido algo especial.

– Escucha esto -soltó dejándose caer en la silla que tenía Knutas para las visitas con un papel en la mano. Knutas alcanzó a ver que estaba cubierto de anotaciones con la ilegible letra de Wittberg.

– Han encontrado un caballo degollado en un prado de Petesviken. Lo descubrieron esta mañana dos niñas.

– ¡Qué barbaridad!

– A eso de las nueve, cuando se dirigían a la playa con sus bicicletas para darse un baño, las chicas descubrieron que faltaba uno de los caballos y lo hallaron tendido en el prado decapitado.

– ¿Estás seguro de que no se han inventado toda esa historia?

– Su abuelo y el dueño fueron con ellas a comprobarlo. Han llamado hace un momento.

– ¿De qué tipo de caballo se trata y quién es el dueño?

– Un poni normal. El dueño es un granjero, Jörgen Larsson. La familia tiene cuatro caballos de monta, los otros tres seguían en el prado.

– ¿Y no han sufrido ningún daño?

– Parece que no.

Knutas meneó la cabeza.

– Qué raro.

– Hay algo más -apuntó Wittberg.

– ¿Qué?

– No sólo le han cortado la cabeza, sino que, además, ésta no aparece. El granjero la ha buscado por todas partes pero no ha logrado encontrarla. En cualquier caso, no se halla cerca del cuerpo.

– ¿Quieres decir que el autor se ha llevado la cabeza?

– Eso es lo que parece.

– ¿Has hablado tú mismo con el campesino?

– No, la información me la ha proporcionado el oficial de guardia.

– Espero que no ande ahora dando vueltas por el prado y destruya un montón de pruebas -refunfuñó Knutas al tiempo que alargaba la mano para coger la chaqueta-. Vamos enseguida.


Unos minutos después, Knutas, Wittberg y el técnico de la policía, Erik Sohlman, se dirigían hacia el sur en un coche de la policía. Sohlman era uno de los colaboradores a quien mayor aprecio tenía Knutas, aparte de Karin. Sus dos colegas preferidos tenían en común el temperamento y el interés por el fútbol, pero Sohlman, a diferencia de Karin, estaba casado y tenía dos niños pequeños.

– Menuda historia -exclamó el técnico retirándose los rizos pelirrojos de la frente-. Me pregunto si el culpable es un maltratador de animales psicópata o si habrá alguna otra cosa detrás.

Knutas murmuró algo inaudible como respuesta.

– ¿Os acordáis de aquel caballo que se desbocó durante una carrera en el hipódromo de Skrubbs y se salió de la pista? -preguntó Wittberg incorporándose desde el asiento trasero-. El piloto se cayó del sulky y el caballo se largó. Creo recordar que nos pasamos una semana buscándolo.

– Ah, sí, aquel que luego apareció muerto en el bosque en Follingbo -replicó Knutas-. El sulky se quedó encajado entre dos árboles y el caballo murió de deshidratación.

– ¡Joder! -se estremeció Sohlman-. Menuda escena.

Siguieron en silencio por la carretera que conducía hasta la costa dejando atrás Klintehamn, Fröjel y la pequeña aldea de Sproge con su bella iglesia blanca. Luego abandonaron la calzada y entraron en un camino cubierto de grava, una recta larga que llegaba hasta el mar flanqueada a ambos lados por un bosquecillo de pinos y abetos. Enseguida llegaron a Petesviken. Había varias granjas alineadas, con vistas al mar. En los prados pastaba el ganado, todo parecía de lo más apacible e idílico.

En la granja de Jörgen Larsson había un viejo camión aparcado en el patio delante de la casa junto a un Opel más moderno. Había unas cuantas jaulas para conejos colocadas en el césped y un perro salió a su encuentro moviendo alegremente el rabo. Un hombre vestido con un mono azul y gorra salía del zaguán cuando el coche entró en el patio. El hombre se quitó la gorra a la vieja usanza al saludar a los tres policías.

– Jörgen Larsson. Vamos directamente, ¿no? Bueno, esto es una locura, parece mentira una cosa así, mi hija está terriblemente disgustada. Era su poni, y ya sabéis la relación que tienen las chicas de su edad con sus caballos. Pontus lo era todo para la pobre chica y no para de llorar. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así, es absolutamente incomprensible.

El granjero hablaba por los codos y ninguno de los policías tuvo tiempo de contestar antes de que el hombre estuviera cruzando ya el patio en dirección al prado.

– Sí, tanto mi mujer como los chicos están realmente disgustados, es un auténtico caos. Es como si estuvieran en estado de shock.

– Claro -asintió Knutas-, lo comprendo.

– Y Pontus, ¿sabe?, tenía algo especial -continuó Jörgen Larsson-. Los chiquillos podían montarlo siempre que querían, y podían hacer con él lo que se les antojara, ya lo creo. Sería difícil encontrar un caballo más manso, era casi demasiado bueno, ¿comprende? Cuando eran más pequeños se colgaban de él, le arrancaban las crines y le tiraban de la cola y eso, y él se dejaba. Sí, y no era joven precisamente, tenía quince años, así que antes o después debería haber ido al matadero, pero podría haber aguantado unos años más, me parece a mí, en vez de terminar de esta manera. Nunca habría podido imaginarme una cosa así.

– No -logró decir Knutas-. ¿Sabe…?

– Ah, sí, compré ese caballo cuando nació nuestro primer hijo, pensé que le gustaría montar a caballo, ya sabe. Aquí en el campo no tenemos muchas más distracciones que los animales y, claro, tenemos también una perra, a propósito, ha tenido varios cachorros, y casi siempre tenemos gatitos; esta gata irá ya por la cuarta o quinta camada, así que tendremos que llevarla a que le hagan un apaño, bueno, ya sabe lo que quiero decir. Tenemos también conejos, que han tenido crías. Sí, bueno, los chicos no tienen mucho más con lo que entretenerse y, además, les gustan los animales y ayudan de buena gana con las vacas y los terneros y, claro, uno tiene que estar agradecido de que sea así, de que les guste.

– Pero… -intentó Knutas.

El granjero no se dio por enterado y continuó hablando.

– El mayor tiene dieciséis años y ya trabaja como un hombre cuando vuelve de la escuela. Todos los días, ya lo creo, seguro como un amén en la iglesia. Tenemos cuarenta vacas lecheras y veinticinco terneros. Mi hermano y su mujer trabajan también en la granja, la administramos juntos. Ellos viven al otro lado, donde habéis cogido el desvío. Tienen tres hijos, así que están al completo, y lo llevamos todo a medias. Ahora están de vacaciones, en Mallorca, pero vuelven mañana y no los he llamado para contarles esta desgracia. Sólo van a preocuparse sin necesidad, mejor esperar. Pero esto es muy desagradable, nunca he visto nada igual.

Knutas miraba fijamente a Jörgen Larsson, el cual, sin apenas recuperar el aliento, continuó hablando sin parar. Habían llegado hasta la alambrada y el granjero señaló con su dedazo hacia el bosquecillo.

– El caballo está ahí fuera sin cabeza. Sí, nunca había visto nada tan horrible. A ese cabrón le tiene que haber costado Dios y ayuda arrancársela, no sé si la habrá serrado o cortado con un hacha o cómo lo habrá hecho.

– ¿Dónde están los otros caballos? -dijo Knutas alzando la voz para detener la incontrolable verborrea del campesino.

– Sí, los hemos metido dentro. Puede que intentara hacerles daño a ellos también, ¿quién sabe? Aunque por lo que hemos podido apreciar no tienen ninguna lesión. Las ovejas las hemos dejado fuera -añadió Jörgen Larsson justificándose-, parece que no les hizo nada.

Knutas había desistido de intentar preguntar al granjero y permanecía callado. Tendría que esperar.

Jörgen Larsson quitó la aldabilla y apartó con decisión a las ovejas que se agolpaban a su alrededor.

Los policías trataron de seguir las zancadas del campesino a través del prado.

En el lugar donde yacía el caballo, una bandada de cuervos graznaba sobre el cadáver.

En medio de la bucólica estampa estival del prado, la pendiente tapizada de verde y el mar que centelleaba en la ensenada, yacía un poni musculoso, con el vientre orondo y la cola tupida, pero el cuello acababa en una enorme herida sanguinolenta.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -estalló Knutas.

Por primera vez el granjero se quedó sin palabras.


Para Johan Berg, reportero de televisión, la actualidad informativa de aquel miércoles por la mañana parecía cualquier cosa menos buena. No pasaba nada en absoluto. Se hallaba sentado frente a la polvorienta mesa de trabajo en la pequeña redacción local que la Televisión Sueca tenía en el centro de Visby. Había hojeado los periódicos de la mañana y había escuchado las noticias locales, y se quedó asombrado al comprobar cómo las redacciones conseguían llenar páginas y emisiones, pese a que no contenían ni pizca de novedades informativas. Había hablado con Pia Lilja, la fotógrafa de Gotland con la que trabajaba durante el verano, y le había dicho que podía llegar más tarde. Era absurdo que ambos estuvieran allí sentados como dos pasmarotes.

Se puso a repasar desanimado los papeles y las actas municipales de los últimos días con la vaga esperanza de encontrar algo. El encargo que el redactor jefe, Max Grenfors, le había hecho aquella mañana desde la redacción central en Estocolmo se le antojaba totalmente imposible, encontrar una noticia y preparar un reportaje para la emisión de la tarde. «Preferiblemente, algo con lo que podamos abrir la emisión. Andamos mal de contenidos y necesitamos una crónica tuya.» ¿No había oído antes el mismo rollo?

Johan llevaba doce años trabajando como periodista de sucesos en las noticias regionales de SVT, la televisión pública sueca. Noticias Regionales cubría la actualidad informativa de las provincias de Estocolmo, Uppsala y Gotland. De este modo, Johan tenía encomendada la información local de la isla de Gotland, y ahí entraba todo: desde unas vacas perdidas hasta el incendio en una escuela pasando por la saturación del servicio de urgencias del hospital. Antes el seguimiento informativo se hacía desde Estocolmo, pero la SVT había decidido, a modo de prueba, restablecer la redacción local durante el verano y Johan había conseguido el trabajo de corresponsal. Llevaba ya dos meses viviendo en la isla y no lo cambiaría por ningún lugar del mundo. El amor lo había conducido hasta aquí y, pese a que aún quedaban muchos obstáculos que salvar, estaba firmemente convencido de que Emma Winarve, la profesora del barrio de Roma, y él acabarían viviendo juntos. Se conocieron y se enamoraron cuando Johan estaba cubriendo la información de un asesinato. Emma estaba casada y tenía dos hijos cuando iniciaron su relación. Ahora acababa de divorciarse y estaba esperando la llegada del hijo de ambos de un día para otro. El hijo de ella y de él.

A Johan aún le costaba hacerse a la idea de que iba a ser padre. Era algo demasiado grande, demasiado intangible. Emma, para gran decepción suya, quiso esperar antes de irse a vivir juntos, dejar pasar el tiempo, como ella decía. Sus hijos Sara y Filip eran todavía muy pequeños. Había que darles tiempo para que pudieran adaptarse a la nueva situación: vivir ahora la mitad del tiempo en casa de su padre y la otra mitad en casa de su madre, que iban a tener un hermanito. Emma quería tomarse las cosas con calma y Johan, como tantas otras veces antes, tuvo que armarse de paciencia. A veces le parecía que hasta ahora toda su relación se basaba en que él la esperara a ella.

En su fuero interno estaba convencido de que avanzaban en la dirección correcta, de que al final acabarían juntos. Lo había creído todo el tiempo y ahora no estaba menos convencido de ello. Emma había decidido tener un hijo suyo, eso era suficiente para él. De momento.

En lo referente a su situación laboral en Gotland, había muchas cosas que le gustaban: la libertad, su colaboración con Pia funcionaba bien, y era agradable librarse de sentir el aliento del redactor jefe en la nuca, si bien, a veces, experimentaba la misma presión pese a que la distancia era grande. Por supuesto, echaba de menos los trabajos importantes relacionados con la delincuencia en Estocolmo, así como su piso y a sus amigos, pero el nuevo rumbo que había tomado su vida hacía que Gotland fuera el lugar donde prefería estar.

Trabajar en una redacción local con un equipo pequeño también tenía muchas ventajas. Disponía de un amplio margen para organizar su trabajo y hallaba una enorme satisfacción en poder decidir él mismo su jornada laboral. Pia y él procuraban hacer un reportaje cada día y eso era suficiente. Ellos se organizaban a su manera. Y mientras enviaran reportajes aceptables y medianamente interesantes, la redacción central estaría satisfecha.

Justo en ese momento estaban pensando en hacer una serie de reportajes sobre los elevados precios de la vivienda. A Johan le sorprendía que hubiera gente que pagara varios millones de coronas por una casita en Visby dentro del recinto amurallado, y que el precio que había que desembolsar por un piso fuera comparable al de los barrios más lujosos de Estocolmo. Por muy atractivo que resultase el centro medieval de Visby existían enormes diferencias en cuanto a la oferta de servicios, trabajo y diversión. Además, a Visby sólo se podía llegar en barco o en avión. Se preguntaba quiénes eran esas dos mil personas adineradas que vivían dentro de la zona amurallada y podían permitirse pagar esos precios exorbitantes, al menos para un isleño medio. Los propios residentes, con salarios normales, no podían ni soñar con vivir en el centro, a no ser que hubiesen heredado una vivienda.

Johan había estado destinado en Gotland desde el 1 de mayo y hasta ahora no le habían faltado ideas para sus reportajes. El desempleo era un gran problema en la isla. A lo largo de los últimos años varias empresas grandes habían reducido sus plantillas o habían echado definitivamente el cierre. Algunas habían trasladado su producción fuera de Gotland. El último golpe duro fue la decisión del Gobierno de desmantelar la P18, la antigua base militar, medida que formaba parte de la gran ola de recortes en defensa que asolaba el país.

Pero ahora, Pia y él llevaban varios días sin que se les ocurriera ningún tema para un reportaje y Johan sentía claramente la presión de Grenfors desde Estocolmo.

Cuando sonó el teléfono, lo cogió sin mucho entusiasmo.

Era su colega, la fotógrafa, y por el tono de voz parecía impaciente. Se dio cuenta de que mientras hablaba iba conduciendo.

– Oye, han encontrado un caballo degollado en un prado.

Pia tenía por costumbre saltarse las frases de saludo, que a ella le parecían innecesarias, sobre todo si tenía prisa y algo importante que decir.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Lo encontraron dos niñas en un prado cerca de Petesviken, ¿sabes dónde está?

– Ni idea.

– Está al sur de Gotland, en la costa oeste, a unos sesenta kilómetros de Visby.

– ¿Cómo te has enterado?

– Tengo una amiga que vive allí. Me ha llamado.

– ¿Quién es el dueño del caballo?

– Una familia de granjeros normal y corriente.

Será mejor que salgamos enseguida. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?

– Estoy delante de la oficina.

Johan colgó el teléfono y marcó inmediatamente el número directo del comisario Knutas. No obtuvo respuesta y en la centralita le comunicaron que la Brigada de Homicidios estaría ocupada toda la mañana.

Aquello parecía una locura, un caballo degollado, pero era precisamente lo que necesitaba. Cogió deprisa y corriendo un bloc y un bolígrafo, y cerró la puerta de la redacción. Decidió esperar antes de llamar a Grenfors, disfrutaba cuando dejaba en ascuas al jefe.


Estaba sentado en la cocina y pensaba que era increíble cómo podía cambiar el aspecto de una habitación dependiendo de quiénes se encontrasen en ella y de lo que acontecía allí. La tristeza que irradiaban antes las paredes y el sentimiento de culpa y vergüenza que caían desde el techo encima de su cabeza habían desaparecido. Antes los muros se estrechaban amenazadores cuando estaba sentado en su sitio de siempre. La comida que había en la mesa no le proporcionaba ninguna alegría, ningún placer, sino que se agrandaba en la boca hasta el punto de que le costaba tragarla. Un plato de angustia oculto bajo la salsa de la carne.

Ahora era diferente, podía hacer lo que quisiera. Se había preparado un desayuno consistente, el esfuerzo realizado por la mañana exigía un desayuno en condiciones.

En el plato, delante de él, había tres gruesas rebanadas de pan blanco tostadas, con rodajas de salchichas de Falun y huevos nadando en la grasa. Lo aderezó todo con un buen chorretón de kétchup, sal y pimienta. El gato maullaba ansioso y se frotaba contra sus piernas. Le tiró una rodaja de salchicha.

El reloj que había en la pared marcaba las diez menos cuarto. A través del polvoriento cristal de la ventana contempló cómo brillaba el sol fuera en el patio. Comió con apetito y bebió leche fría. Cuando terminó apartó el plato y eructó sonoramente. Se recostó en el respaldo de la silla y cogió un pellizco de rapé.

Estaba cansado, le dolían los brazos. Aquello había sido más complicado de lo que había calculado. Por un momento casi creyó que no iba a ser capaz de hacerlo. Pero al final lo había conseguido. El trabajo posterior le había llevado su tiempo, pero ya estaba listo.

Se levantó y recogió el plato, retiró escrupulosamente los restos de comida bajo el grifo y lo fregó.

De pronto se sintió muy cansado, tenía que acostarse. Abrió la puerta al gato y éste desapareció sin hacer ruido. Luego subió la desvencijada escalera que conducía al piso de arriba y entró en la habitación que estaba al fondo. Nunca había sido reparada tras el incendio. Las manchas de hollín seguían en las paredes e incluso los restos carbonizados de la cama quemada estaban amontonados en un rincón. Le pareció que aún podía percibir un ligero olor al humo del fuego. Quizá fueran figuraciones suyas. En el suelo había un viejo colchón en el cual se acostó. Se sentía bien en aquel cuarto, lo invadió un sosiego que no solía encontrar en otros sitios, y se durmió plácidamente.


Knutas no dejaba nunca de sorprenderse de la rapidez con la que se extendía una noticia. Lo habían llamado periodistas, tanto de la radio local como de la televisión y de los periódicos, y querían saber lo que había ocurrido. En Gotland, un caballo degollado era una noticia importante. Sabía por experiencia que nada conmovía tanto a la gente como el maltrato a los animales.

No había acabado de pensarlo cuando ya tenía al otro lado del hilo telefónico a la organización Amigos de los Animales, y seguro que llamarían también otras asociaciones defensoras de los derechos de los animales. El portavoz de la policía, Lars Norrby, estaba de vacaciones, así que Knutas tenía que ocuparse él solo de los periodistas. Redactó una nota de prensa escueta y ordenó a la centralita que no le pasaran llamadas en las próximas horas.

De vuelta en la comisaría después de la excursión matutina a Petesviken, se compró un bocadillo en el expendedor automático de la cafetería; ya podía olvidarse del almuerzo. Knutas había convocado a sus colaboradores más próximos para una reunión a la una. Gracias a que ahora contaban con dos técnicos en la Brigada de Homicidios, Sohlman, tras examinar el lugar del crimen, podría regresar a tiempo para participar en la reunión.

Se juntaron en una sala amplia y luminosa con una gran mesa en el centro. Hacía poco que habían renovado las dependencias policiales y el nuevo mobiliario era sencillo, de estilo escandinavo. Knutas se sentía mejor con los viejos muebles de pino raídos. De todos modos, las vistas eran las mismas, a través de las ventanas panorámicas se podía contemplar el aparcamiento del supermercado Coop Forum, la muralla y el mar.

– Se ha cometido una auténtica atrocidad -comenzó Knutas, y contó a sus compañeros la escena que habían contemplado en Petesviken-. Hemos acordonado el prado y la zona colindante -prosiguió-. Un camino rural atraviesa el prado y allí estamos buscando las posibles huellas de algún vehículo. Si el autor o los autores de esto se han llevado la cabeza del caballo, es de suponer que han utilizado un coche. En estos momentos nuestros hombres están interrogando a los vecinos y a la gente que vive en los alrededores, así que ya veremos lo que averiguamos a lo largo del día.

– ¿Cómo han matado al caballo? -preguntó Karin.

– Eso podrá explicarlo mejor Erik -respondió Knutas volviéndose hacia el técnico.

– Vamos a ver unas imágenes del caballo. Prepárate, Karin -advirtió Sohlman-, pueden resultar bastante desagradables.

Se dirigió precisamente a ella, no porque fuera la más sensible ante la presencia de sangre, sino porque le gustaban mucho los animales.

El técnico empezó a proyectar las imágenes del maltrecho cuerpo del caballo.

– Como podéis ver, le han cercenado el cuello, o mejor dicho, se lo han cortado con un cuchillo o con un hacha. El veterinario, Ake Tornsjö, ya ha examinado al caballo y va a realizar un reconocimiento más a fondo, pero nos ha explicado cómo cree que han sucedido los hechos. Según él, el autor del crimen, si es que es obra de una persona, seguramente dejó primero inconsciente al caballo golpeándolo con fuerza en la frente, probablemente con un martillo, un mazo o un hacha. Luego, cuando el caballo se cayó desplomado, sirviéndose de un cuchillo grande, tipo machete, le cortó el cuello, y eso es lo que ha matado al caballo, o sea, la pérdida de sangre. Para separar la cabeza de las vértebras, las ha destrozado. Hemos encontrado restos de huesos machacados y me atrevería a aventurar que se usó un hacha. Las marcas halladas en el suelo apuntan a que el caballo permaneció un tiempo con vida después del primer golpe. Estuvo aquí tendido y pataleando en su agonía, aplastó la hierba y removió la tierra. La zona alrededor del cuello aparece desgarrada y llena de salpicaduras, lo cual indica que al autor le llevó su tiempo; tenía muy bien planeado cómo iba a hacerlo, pero carece de conocimientos profundos acerca de la anatomía de un caballo.

– Qué bien, entonces podemos descartar a todos los veterinarios -rezongó Wittberg.

– Hay una cosa que no me cuadra -continuó Sohlman sin inmutarse-. Al cortar la arteria carótida, el caballo debería haber perdido una enorme cantidad de sangre. Y, ciertamente, se puede observar que la sangre ha corrido por el cuello y el cuerpo del animal, pero en el suelo sólo aparece un charquito insignificante. Casi nada. Y aunque la sangre se haya filtrado en la tierra, el charco debería ser mayor.

Los demás miraron desconcertados al técnico.

– ¿Cómo se explica eso? -quiso saber Karin.

– Lo único que se me ocurre es que el autor del crimen ha recogido la sangre.

– ¿Por qué iba a querer hacer una cosa así? -replicó Wittberg.

– No tengo ni la más remota idea. -Sohlman, pensativo, se pasó la mano por la barbilla-. El dueño del caballo lo vio por última vez ayer por la noche a eso de las once. El veterinario opina que llevaba por lo menos cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron las niñas, por lo que la fechoría se produjo probablemente hacia la medianoche o en las horas siguientes. El prado y la zona colindante están siendo rastreados con perros para tratar de localizar la cabeza; hasta el momento no ha dado ningún resultado. Hemos ampliado la zona de búsqueda.

Karin hizo una mueca.

– Qué repulsivo. Así pues, el autor del crimen se ha llevado la cabeza y la sangre -afirmó-. ¿Qué sabemos del caballo?

Knutas miró sus papeles.

– Un poni de quince años, castrado, así pues, un capón. Un caballo manso y servicial del que la policía no tenía noticias hasta ahora.

Wittberg sonrió burlón. A Karin no le hizo tanta gracia.

– ¿Y el dueño?

– Se llama Jörgen Larsson, casado y con tres hijos. Se hizo cargo de la granja hace diez años y la lleva a medias con su hermano. Se trata de una explotación familiar, los padres siguen viviendo en uno de los edificios aledaños. La granja es bastante grande, tienen cuarenta vacas y un montón de terneros. No parece que haya cosas raras en la familia, se han dedicado a las tareas agrícolas tranquilamente durante mucho tiempo. Ni Jörgen Larsson ni ningún otro miembro de la familia aparecen en el registro de delincuentes.

– El veterinario cree que la persona que ha perpetrado el crimen ha crecido en una granja o ha tenido anteriormente contacto con el matadero o el sacrificio de animales -aclaró Sohlman-. Asegura que una cosa así no la hace uno por las buenas. Requiere tanto una planificación detallada como valor y resolución, además de unos buenos músculos. Para dejar inconsciente a un caballo, hay que golpearlo con fuerza y, por supuesto, saber dónde hay que propinarle el golpe. El cerebro está alojado en la parte alta de la frente. En opinión de Åke Tornsjö, el autor debe de haber participado anteriormente en algo así.

Todos los asistentes, sentados alrededor de la mesa, escuchaban con interés.

– ¿Ha recibido anteriormente el granjero, o cualquier otro miembro de la familia, alguna amenaza? -preguntó Wittberg cuando Sohlman terminó su explicación.

– No, que nosotros sepamos, no.

– Cabe preguntarse si va dirigido contra el granjero directamente o si se trata de un loco al que le dio por emprenderla con un animal -apuntó Karin.

– ¿No puede tratarse de una gamberrada de críos?

Fue Wittberg quien lanzó la pregunta.

– ¿Con un cuchillo de matarife, un hacha y un medio para transportar la cabeza? -replicó Karin-. No me lo creo. En cambio, lo que me pregunto es qué enfermos psiquiátricos conocidos andan sueltos.

– Ya lo hemos comprobado -contestó Knutas-. ¿Os acordáis de Gustav Persson? ¿Aquel que iba merodeando por los prados y les ponía clavos en los cascos a los caballos? Les clavaba sólo un trozo pequeño y luego, cuando el caballo apoyaba el casco en el suelo, el clavo se iba introduciendo cada vez más. No se contentaba con uno, sino que le clavaba varios, de manera que el caballo al final no podía mantenerse en pie. El tipo tuvo en jaque a la policía durante varias semanas antes de que lo detuvieran. Para entonces ya había conseguido lastimar a una decena de animales. Luego tenemos a Bingeby-Anna. Mataba a todos los gatos que veía y los colgaba en lo alto de la tapia.

– Pero esa mujer es pequeñísima y muy delgada -intervino Karin-. No habría sido capaz de hacer algo así, al menos ella sola. Yo soy un elefante a su lado, no pesará más de cuarenta kilos.

Knutas enarcó las cejas ante semejante exageración. La propia Karin era delgada y sólo medía alrededor de un metro sesenta.

– Yo no creo en absoluto que se trate del acto impulsivo de un enfermo psíquico -protestó Wittberg-. El golpe estaba demasiado bien planeado. Llevar a cabo semejante fechoría, en una noche clara de verano, con gente y casas cerca, como dice Sohlman, exige una planificación previa muy precisa. A mí no me cabe en la cabeza cómo fue capaz, el riesgo de que alguien lo viera era muy grande. El camino que va hasta el prado pasa justo por delante de las granjas, es casi como conducir directamente a través de sus patios. Cualquier persona que se hubiera despertado, habría podido ver y oír el coche.

– Sí, claro, pero hemos descubierto que se puede acceder al prado desde el otro lado -dijo Sohlman, y proyectó en la pantalla un mapa de la zona-. Aquí termina la carretera y se divide en dos ramales al llegar a Petesviken. En lugar de tomar la pista de la derecha y conducir por delante de las casas, se puede coger la de la izquierda. Un trecho más allá hay un camino rural que cruza los campos rodeando toda la zona y pasa, por el otro lado, junto al prado. Si el agresor eligió esta ruta, de lo cual estoy convencido, evitó que lo vieran desde las viviendas y pudo llegar y salir tranquilamente del prado sin arriesgarse a que lo descubrieran, porque desde las granjas de Petesviken no se ven los coches que transitan por ese camino. Hemos echado un vistazo y ahora vamos a analizar las roderas de los vehículos, pero será complicado porque el terreno está muy seco.

– Bien -afirmó Knutas-. Nosotros estamos interrogando a los vecinos y al resto de la gente que se mueve por esa zona, así que vamos a ver si conseguimos averiguar algo. El autor del delito debía tener un coche. Llevaba hacha y cuchillo, quizá otras herramientas y una cabeza de caballo con la que cargar.

– Y probablemente estaba cubierto de sangre -agregó Sohlman.

– Quizá se dio un baño para lavarse, el mar está justo al lado -aventuró Karin.

– ¿No sería un poco temerario? -intervino Wittberg mirándola escéptico-. ¿Iba a darse un baño con el riesgo evidente de que alguien lo descubriera? Aunque el crimen se llevara a cabo después de las once. En estas noches claras de verano la gente se baña a cualquier hora. Especialmente ahora que ha hecho tanto calor.

– Por otro lado, esa zona está relativamente aislada -intervino Knutas-. Por allí sólo se moverán las tres o cuatro familias que viven en las granjas y, quizá, alguna que otra persona de las casas que hay al final de la carretera. No es precisamente un lugar por el que uno va a darse una vuelta. Bueno, tendremos que investigar más el pasado de la familia que vive en la granja. El caso, o guarda relación con el hecho de que el animal al que han matado sea efectivamente de Larsson, o eso ha sido una casualidad. Sea como fuere, tenemos que examinar todas las posibilidades.

– ¿Crees que el culpable es algún miembro de la familia? -preguntó Karin-. ¿La mujer que se venga del marido o viceversa?

– Parece algo rebuscado -convino Knutas-. Hay que estar muy mal de la cabeza para cometer un crimen de este tipo. Pero no podemos descartarlo, ya nos hemos quedado estupefactos otras veces. Tenemos que volver a hablar con el granjero. Habla hasta por los codos, pero sólo hemos estado allí un momento. Creo que alguien debería volver allí. Hay que interrogar lo antes posible a las niñas que encontraron el caballo.

– Yo puedo ir ahora mismo. -Wittberg ya estaba a punto de levantarse.

– Te acompaño -dijo Karin-. Si no mandas otra cosa.

– Podéis ir los dos -respondió Knutas-. Yo me quedo aquí para atender a la prensa.


Martina Flochten pasó por la reducida habitación y cogió a toda prisa la bolsa de aseo y la toalla. Iba a darse una ducha rápida y a cambiarse de ropa. Los alumnos que participaban en el curso tenían la tarde libre porque un profesor de arqueología americano iba a dar una conferencia en la Universidad de Visby. La prisa de Martina obedecía a otras razones muy diferentes, aunque sus compañeros de curso lo ignoraban.

Sólo iban a aprovechar la ocasión. Tenía tantas ganas de verlo que su corazón enardecido latía con fuerza.

A su novio holandés lo tenía olvidado. La llamaba al móvil cada vez con más frecuencia. Cuanto menos respondía ella, más insistía él. Una tarde que se dejó el teléfono en el cuarto, había realizado veintiocho llamadas. Aquello era una locura y se había sentido incómoda con Eva, su compañera de habitación, que aquella tarde se había quedado en casa, acostada y tratando de leer. Martina había pensado romper la relación cuando volviera a casa, no era capaz de hacerlo por teléfono. No le parecía decente.

Su padre también había llamado. Llegaría a Gotland la semana siguiente, tenía negocios en Visby y pensaba matar dos pájaros de un tiro. Quizá estuviera preocupado por ella. Martina mantenía una relación muy estrecha con su padre, aunque pensara que éste adoptaba en ocasiones una actitud demasiado protectora. Y la verdad es que le había dado motivos para preocuparse muchas veces. Martina era ambiciosa y aplicada, y llevaba muy bien sus estudios, pero en su tiempo libre no se quedaba atrás a la hora de ir de juerga y había muchas fiestas en los círculos estudiantiles de la Universidad de Rotterdam. Había probado algunas drogas, pero sólo las blandas.

A Martina se le despertó el interés por la arqueología cuando vio un programa de televisión sobre una excavación en Perú. Le impresionó el trabajo paciente y metódico de los arqueólogos y todo lo que la tierra podía contar.

Cuando empezó a estudiar la asignatura, enseguida le fascinó la época vikinga. Leyó todo lo que encontró acerca del modo de vida de los vikingos. Le atrajo su religión, basada en la creencia de varios dioses de la mitología nórdica, y le parecieron fascinantes no sólo sus naves y viajes de saqueo por el mundo, sino también el importante comercio que mantenían, en particular en Gotland.

Aquel curso había avivado definitivamente el interés de Martina y ya había decidido que cuando finalizara sus estudios de arqueología se especializaría en el tema y lo haría en la Universidad de Visby.

Cuando terminó de arreglarse, los demás ya estaban en el autobús que los llevaría a la conferencia. La joven salió y les dijo que no se sentía bien y que se iba a quedar en el albergue. Eva se mostró apenada, habían planeado ir a tomar unas cervezas después de la conferencia, ya que estaban en la ciudad.

Cuando arrancó el autobús, Martina entró corriendo, cogió el bolso y se echó una última ojeada ante el espejo. Tenía buen aspecto, el sol de la isla le había dado un bonito tono a su piel y su larga melena parecía más rubia de lo habitual.

Él quería que se encontraran en el puerto. Con pasos rápidos y anhelantes cruzó el puente de madera que había detrás del albergue y que conducía a la zona portuaria.


Petesviken estaba a una considerable distancia de Visby, en la costa suroeste de Gotland. Pia y Johan dejaron la ciudad a toda velocidad y Pia, que iba al volante, señaló con la cabeza el cartel que indicaba la salida hacia Högklint cuando la dejaron atrás.

– A propósito del recalentamiento del mercado inmobiliario, podríamos hacer una pieza. A veces me parece que ha vuelto la histeria del ladrillo de los años ochenta. ¿Has oído hablar del hotel de lujo que van a construir ahí?

– Sí, claro, hemos hecho varios reportajes sobre ello. Sólo están esperando la aprobación del pleno del ayuntamiento ahora en otoño para empezar, ¿no?

– Así es. Las obras comenzarán seguramente antes de que termine el año. Va a ser un gran complejo en el que habrá suites, apartamentos multipropiedad, restaurantes de lujo y locales nocturnos. Cinco estrellas.

– Cabe preguntarse si realmente hay demanda para ello.

– Por supuesto que la hay. La península está llena de enamorados de Gotland. Románticos que estuvieron aquí de vacaciones cuando eran más jóvenes y quieren volver con la familia para revivir sus vivencias en la isla de una forma más cómoda. Y en este país no falta gente con dinero.

– Eso al menos creará puestos de trabajo, aunque me imagino que también habrá quienes estén en contra. Högklint es un parque natural, ¿no?

– No van a construir justo en la línea de costa, no pueden hacerlo, evidentemente. Sin embargo, es increíble pero parece que el proyecto de construcción va a salir adelante. Las protestas más enérgicas proceden, claro está, de quienes viven allí, se suelen organizar acaloradas discusiones sólo por el hecho de que alguien quiera pintar una puerta de otro color. Por lo demás, los más críticos son los ecologistas, defensores de la flora y la fauna de los espacios naturales. Durante la primavera muchas aves anidan arriba en los acantilados de Högklint y, desde luego, es uno de los miradores de la isla desde donde se pueden contemplar las vistas más bellas. Además, yo creo que son muchos los que piensan que este lado de Visby ya está suficientemente explotado con el balneario de Kneippbyn y todo lo demás.

– ¿No era extranjero el propietario? -preguntó Johan.

– Creo que es un consorcio en el que participa el ayuntamiento y algunos hombres de negocios extranjeros.

– Tendremos que investigar más ese tema cuando tengamos tiempo. Indiscutiblemente se merece un reportaje más amplio.

Cuarenta y cinco minutos después se encontraban en Petesviken.

El prado estaba acordonado y vigilado por policías uniformados apostados junto a la verja. Ninguno de ellos quiso responder a las preguntas de Johan sobre el caballo degollado, y le indicaron que se pusiera en contacto con Knutas.

Pia se puso enseguida en marcha con la cámara, cosa que no sorprendió a Johan. Aquella chica tenía carácter. Le cayó bien desde el primer día, nada más conocerla en la redacción. Parecía muy espabilada, llevaba el cabello negro, corto y despuntado, un aro en la nariz y los ojos castaños intensamente maquillados. Lo saludó sin más preámbulos y enseguida empezó a aportar sus propias ideas. Aquello fue un buen presagio para el resto del verano. Pia había nacido y crecido en Visby, y conocía Gotland como la palma de su mano. Gracias a su extensa familia tenía parientes y amigos repartidos por varios lugares de la isla. Tenía nada menos que seis hermanos y todos se habían quedado a vivir en Gotland con sus respectivas familias, así que su red de contactos era enorme. Desde un punto de vista profesional, puede que no sacara las imágenes tan buenas a las que él estaba acostumbrado, pero tomaba muchas y a menudo desde ángulos interesantes. Si conservaba el entusiasmo y su desbordante dinamismo, con el tiempo llegaría a ser una excelente fotógrafa. Era joven, ambiciosa y estaba decidida a conseguir un empleo fijo en Estocolmo, en alguna de las grandes cadenas de televisión. De momento, no había trabajado más que un año y ya había conseguido que le dieran una suplencia larga en la Televisión Sueca, lo cual no era nada desdeñable. Ahora había desaparecido tras un recodo.

A Johan le dieron ganas de deslizarse por debajo del cordón policial en la zona más alejada, pero sabía que si lo descubrían habría quemado sus naves frente a la policía y, definitivamente, no podía correr ese riesgo. Era consciente de que sus jefes en Estocolmo estaban sopesando la posibilidad de volver a contar con un corresponsal fijo en Gotland y de que el resultado de su trabajo a lo largo del verano iba a pesar mucho en esa decisión. No había nada que Johan desease más que poder quedarse.

Buscó a Pia, pero era como si se la hubiera tragado la tierra. Increíble, sobre todo por lo grande y pesada que era la cámara de televisión, nada con lo que se pudiera andar por ahí como si tal cosa. Johan empezó a caminar a lo largo del cercado.

El prado era grande y no podía ver dónde terminaba, se lo impedía la zona arbolada. Siguió con la vista el lindero del bosque y de pronto vio a Pia. Se había metido dentro del área acordonada y estaba tomando una vista panorámica del prado. Al principio se cabreó, aquello le costaría a él un disgusto si llegaba a emitirse por televisión, pero enseguida reconsideró su postura. La joven estaba haciendo su trabajo lo mejor posible con el fin de obtener buenas imágenes. Así era precisamente como a él le gustaba que trabajara un fotógrafo. El peligro de hacerse demasiado amigo de la policía era que uno empezaba a tener demasiada consideración hacia ellos. Se invertía el objetivo de procurar lo mejor desde el punto de vista del espectador por el de mantener unas buenas relaciones con las fuerzas del orden. Y él, definitivamente, no quería caer en eso. Era consciente de que debía ir con cuidado. La súbita irritación inicial se transformó en gratitud. Pia era una fotógrafa increíblemente buena.

Cuando ella terminó de hacer su trabajo, se pasaron por las granjas cercanas. Nadie quiso prestarse para una entrevista. Johan sospechó que habían recibido órdenes de la policía. Justo cuando estaban a punto de darse por vencidos, y se disponían a marcharse de allí, apareció un chaval de unos diez u once años andando por el camino. Johan bajó el cristal de la ventanilla.

– Hola, me llamo Johan y ésta es Pia. Trabajamos para la televisión y hemos estado tomando unas imágenes del prado donde mataron al caballo. ¿Has oído lo que ha pasado?

– Claro, yo vivo allí -contestó el chico señalando con la cabeza el camino que tenía detrás.

– ¿Conoces a las niñas que lo encontraron?

– Un poco, aunque no viven aquí, sólo están de vacaciones en casa de sus abuelos.

– ¿Sabes dónde viven?

– Sí, está cerca. Puedo deciros dónde es.

El chaval declinó el ofrecimiento de Johan para que subiera al coche. Fue andando delante por el camino y ellos condujeron despacio detrás de él.

Enseguida llegaron a la casa de los abuelos.

Un seto bien cortado rodeaba la casa y fuera había dos niñas sentadas en una piedra grande balanceando las piernas.

Johan se presentó primero y luego a Pia, que llegó al momento.

– No podemos hablar con periodistas -dijo Agnes-. Eso ha dicho el abuelo.

– ¿Qué hacéis aquí sentadas? -preguntó Johan sin inmutarse.

– Nada en especial. Habíamos pensado coger flores para papá y mamá. Vendrán esta tarde.

– ¡Qué bien! -exclamó Pia tomando parte en la conversación-. Después de que haya pasado una cosa tan horrible. No me cabe en la cabeza que alguien haga eso a un caballo. ¡Un animal inocente! Y he oído que era muy bueno y muy cariñoso.

– Era el poni más bonito del mundo. El más cariñoso.

A Agnes se le ahogó la voz.

– ¿Cómo se llamaba?

– Pontus -dijeron las chiquillas a coro.

– Vamos a hacer todo lo que podamos para que la policía detenga al que ha hecho esto, os lo prometo -continuó Pia-. ¿Fue muy duro cuando lo encontrasteis?

– Fue repugnante -aseguró Agnes-. No tenía cabeza.

– Ojalá no hubiéramos entrado nunca en el prado -añadió Sofie.

– No, espera un momento. Míralo así: vosotras fuisteis las primeras que entrasteis y ha estado muy bien que lo hicierais, porque si no habría pasado mucho más tiempo antes de que Pontus… ¿se llamaba así?

Las chicas asintieron

– Si no habría pasado mucho más tiempo antes de que encontraran a Pontus. Y para la policía es muy importante investigar estas cosas lo antes posible.

Agnes miró asombrada a Pia.

– Sí, claro, no lo habíamos pensado de esa manera -dijo aliviada. También Sofie parecía más alegre.

Johan reflexionó unos segundos acerca de si era correcto interrogar a las chiquillas, que aparentaban unos once o doce años, sin el consentimiento de sus padres. Siempre era especialmente respetuoso en lo referente a entrevistar a niños. Este era un caso dudoso. Optó por dejar que Pia continuara y discutir el tema después.

– Nuestro trabajo, el mío y el de Johan -prosiguió Pia en tono apacible-, es hacer reportajes en la televisión cuando ocurren cosas así. Y nosotros queremos informar a los espectadores, pero, por supuesto, no obligamos a nadie a que salga en la tele. Aunque lo mejor es que los testigos presenciales describan lo que ha sucedido, porque eso puede ayudar a que otras personas que sepan algo se pongan en contacto con la policía. Creemos que si quienes están sentados delante del televisor os ven a vosotras dos contando cómo encontrasteis a Pontus, se interesarán más que si es sólo Johan el que habla. Se involucrarán más, sencillamente.

Las dos chicas escuchaban atentas.

– Por eso queremos saber si podemos haceros algunas preguntas acerca de lo que ha ocurrido esta mañana. Yo grabo y Johan hace las preguntas, y si no podéis contestar, o si os parece que es muy duro, pues entonces lo dejamos. La decisión es vuestra. Después cortamos la entrevista, así que no pasa nada si algo sale mal. ¿De acuerdo?

Sofie le dio un codazo a Agnes en el costado y le susurró algo al oído.

– Es que no nos dejan.

– No, pero me da igual -dijo Agnes con decisión y se bajó de la piedra-. Sí, está bien.

Cuando Johan y Pia se fueron de allí, llevaban grabada una entrevista con las dos chiquillas en la que contaban lo que habían visto. Las niñas revelaron también que el caballo no sólo había sido degollado, sino que, además, la cabeza había desaparecido sin dejar rastro.

En el viaje de vuelta, Johan se quedó observando a Pia, que era quien conducía.

– No te sorprendas si nos cae una buena por esto.

– ¿Qué quieres decir?

– La policía se va a cabrear. No es que me preocupe especialmente, sólo te aviso.

– No sé de qué me hablas. -Pia lanzó a Johan una mirada indignada-. Nosotros hacemos nuestro trabajo, nada más. No hay que exagerar, se trata de un caballo, por favor, no de una persona asesinada.

– Cierto, pero lo de entrevistar a niños es un tema muy delicado.

– Si les hubiéramos entrevistado cuando su madre acababa de morir, entendería tu razonamiento -replicó Pia cada vez más enfadada.

– No me malinterpretes -protestó Johan-. Lo único que digo es que hay que ser muy prudente a la hora de entrevistar a menores. Como periodistas tenemos una enorme responsabilidad.

– No es culpa nuestra que la gente quiera hablar. No hemos obligado a nadie. Además, hemos conseguido detalles que no conocíamos gracias a que hemos hablado con las niñas, lo de que ha desaparecido la cabeza del poni.

Pia bajó el cristal de la ventanilla y tiró el rapé. Luego subió el volumen de la música con gesto ostensible. La discusión, evidentemente, había terminado. Pia era inteligente y osada, pero, teniendo en cuenta que estaba empezando, quizá debería ser más humilde. Johan presentía que su colega llegaría a ser en el futuro una fotógrafa de las que dejan huella. Para bien y para mal.


Emma Winarve estaba recostada en la hamaca del jardín de su casa en el barrio de Roma con unos cojines en la espalda. Trataba de encontrar una postura lo más cómoda posible. En su avanzado estado de gestación no era tan fácil. Tenía calor y se sentía sudorosa todo el tiempo, pese a que se pasaba el día a la sombra. El anticiclón de la última semana no había hecho más que empeorar su ánimo. Ahora se sentía gorda y deforme, aunque pesaba mucho menos que en sus anteriores embarazos. Hasta ahora, sólo había engordado doce kilos, lo cual iba en línea con todo lo demás. Esta vez era distinto. Los anteriores habían sido niños deseados y no había dudado de que fuera a seguir adelante con aquellos embarazos. Este niño que ahora crecía en su útero podía haber terminado legrado como una masa sanguinolenta, mientras hubo tiempo para ello. Ahora, lógicamente, se alegraba de que no hubiera sido así. Aún le quedaban dos semanas para dar a luz, si todo iba como estaba planeado.

Los niños y ella acababan de saborear una ensalada de frutas, hecha con melón, kiwi, piña y carambolas. Las frutas tropicales nunca le sabían tan buenas como cuando estaba embarazada.

Se quedó observando a Sara y a Filip, que estaban distraídos jugando al croquet en el césped. Acababan de terminar el primero y el segundo curso respectivamente y ya se habían visto obligados a vivir un divorcio.

A veces sentía grandes remordimientos, pero al mismo tiempo pensaba que no podía haber actuado de otra manera. Solía consolarse con la idea de que, al menos, no eran los únicos. Casi la mitad de sus compañeros de clase eran hijos de padres separados.

El verano anterior conoció a Johan Berg y se enamoró perdidamente de él. Emma, que jamás se imaginó de sí misma que pudiera ser infiel. Al principio le echó la culpa a la conmoción y a la desesperación que supuso para ella el asesinato de Helena, su mejor amiga. Helena fue la primera víctima de un asesino en serie, y Johan, uno de los periodistas que entrevistó a Emma en calidad de amiga de la víctima.

Por entonces había empezado a abrigar serias dudas con respecto a su matrimonio. Los sentimientos que Johan despertó en ella eran nuevos, nunca había sentido nada parecido. Intentó varias veces romper con él y volvió con Olle, que la perdonó a pesar de todo.

En una de las ocasionales recaídas que tuvo después, en las que se veía con Johan en secreto, se quedó embarazada. Su primera reacción fue abortar. Cuando se lo contó a Olle, él estuvo dispuesto incluso a hacer borrón y cuenta nueva en lo referido a su reiterada infidelidad, pero puso como condición para salvar su matrimonio que abortara. Emma pidió hora para la intervención y rompió su relación con Johan de una vez por todas.

La familia celebraba unida una Navidad tranquila y agradable. Los niños estaban encantados porque todo volvía a ser como antes y Emma había recibido un cachorrillo, que llevaba tiempo deseando, como regalo de Navidad de su marido.

Entonces, sin previo aviso, Johan se presentó en su casa, en el barrio de Roma, y puso todo patas arriba. Cuando Emma vio a los dos hombres de su vida juntos, la situación se reveló bajo una luz nueva y esclarecedora. Comprendió de inmediato por qué le había costado tanto romper su relación con Johan. Sencillamente, porque estaba enamorada de él. La relación con Olle se había terminado y era demasiado tarde para tratar de arreglarlo.

Dos días más tarde llamó a Johan y le contó que pensaba tener aquel niño.

Ahora estaba allí sentada, recién divorciada, con dos hijos a los que tenía en casa cada dos semanas y un tercero de camino. Que hubiera decidido tener aquel bebé no significaba automáticamente que ella y Johan fueran a formar una familia, algo con lo que él al parecer había contado. Johan estaba deseando irse a vivir con ellos y convertirse inmediatamente en el padrastro de Sara y de Filip, pero Emma necesitaba tiempo. Aún no se sentía, ni mucho menos, preparada para lanzarse a formar una nueva constelación familiar. Cómo se las iba a arreglar para hacerse cargo ella sola del bebé, era algo que ya resolvería más tarde.

Se pasó la mano sobre la tela de algodón amarillo del vestido. Tenía los pechos grandes y pesados, preparados ya para la tarea venidera, las piernas medio dormidas. La circulación, que de mala pasaba a pésima cuando estaba embarazada, al menos era algo que ya había sufrido en sus embarazos anteriores. Parecía como si la sangre se quedara estancada en el cuerpo, estaba pálida y tenía los dedos de los pies y de las manos fríos, y el hecho de que se sintiera tan pesada y tan torpe no ayudaba a mejorar las cosas. Emma estaba acostumbrada a entrenar al menos tres veces a la semana. Era una fumadora empedernida, pero dejó de fumar en cuanto supo que estaba embarazada, igual que las otras dos veces. No lo echaba de menos en absoluto, pero suponía que volvería a empezar otra vez en cuanto dejara de amamantar.

Su consumo de tabaco estaba directamente relacionado con la cantidad de problemas que surgían en su vida. Cuantos más problemas tenía, más fumaba, así de sencillo. Debía encontrar algún consuelo cuando la vida se volvía dura. Es imposible prever cómo se va a superar un divorcio, y ella se había visto obligada a experimentarlo en toda su crudeza.

Que la relación con Olle iba a resultar difícil era algo para lo que estaba preparada, pero nunca se había imaginado que todo acabara siendo tan insidioso, duro y mezquino. Todas aquellas broncas agotadoras, y su mentalidad de víctima, habían estado a punto de hundirla durante la primavera.

Era un milagro que hubiera conseguido mantenerse alejada del tabaco.

El tema de la vivienda, no obstante, habían conseguido solucionarlo bastante bien. Olle había adquirido un piso grande en el centro de Roma y vivía a poca distancia de la casa. Habían acordado que tendrían los niños una semana cada uno, al menos al principio, para no estar mucho tiempo sin ellos, luego ya irían viendo. Los niños decidirían. Con todo, Olle fue lo suficientemente maduro como para comportarse de una manera sensata y evitar así que los pequeños sufrieran más de lo necesario.

Alzó la vista del crucigrama en el que había tenido clavada la vista mientras las letras se mezclaban hasta convertirse en una masa indescifrable. Sara y Filip estaban enfrascados en su juego de croquet. No se habían peleado ni una sola vez. Era una consecuencia inesperada tras todo lo que había sucedido; los niños estaban ahora más calmados. Era como si se hubieran vuelto más responsables, cuando todo a su alrededor se resquebrajaba, ya no disponían de tanto margen para las peleas. El sentimiento de culpabilidad la rozó de nuevo. El divorcio había sido culpa suya. Eso era lo que pensaba toda la familia, incluidos sus padres, aunque no se lo dijeran a la cara.

Emma se lo explicó a los niños lo mejor que pudo, sin tratar de disculparse, pero ¿era suficiente? ¿Lo entenderían alguna vez?

Contempló sus tersos rostros. Sara, de cabello más oscuro y penetrantes ojos castaños, era bulliciosa pero ordenada. Hablaba a voces con su hermano pequeño, concentrado en hacer pasar la bola por los aros centrales. Filip tenía la piel y el cabello más claros, y era un bromista, el granuja de la familia.

Se preguntaba si sería capaz de querer tan incondicionalmente a ese hijo que estaba en camino.


El despacho de Knutas se encontraba en el segundo piso del edificio de la comisaría. Era amplio y luminoso, con paredes de color arena y muebles claros de abedul. La excepción era su antigua y desgastada silla de roble con el asiento de piel suave. Había sido incapaz de desprenderse de ella el año anterior cuando renovaron el edificio de la comisaría y cambiaron todo el mobiliario. A lo largo de los años, sentado en aquella silla había conseguido encajar muchos rompecabezas. Temía que en una silla nueva, aunque fuera más cómoda para su espalda, no pudiera pensar igual de bien.

Se balanceó despacio hacia delante y hacia atrás, mientras pensaba en lo que había sucedido con el poni degollado. Los delitos contra los animales eran muy raros en Gotland. Sin duda se producían negligencias, gente que dejaba de alimentar a los animales o no mantenía limpias las jaulas o los boxes, pero ahora se trataba de algo muy distinto. Tal vez, de un loco que disfrutaba torturando a los animales, ya se había enfrentado alguna vez a algún caso semejante, pero no de este calibre. Quizá mataron al caballo en un acceso de ira. En ese caso, ¿contra quién iba dirigida esa rabia?

Al mismo tiempo, todo parecía planeado fríamente. El crimen se había cometido a una hora en la que la gente estaba acostada y dormida, pero cuando ya había la claridad suficiente. Según el granjero, el autor debió de echar comida al resto de los animales para asegurarse de poder llevar a cabo su fechoría sin problemas. Eso le permitió matar al caballo de un golpe y mutilarlo tranquilamente. La pregunta era para qué se había llevado la cabeza el malhechor. No sería para pescar anguilas, como Knutas había visto en una película hacía mucho tiempo.

Sacó la pipa, la llenó con esmero y le dio una bocanada sin encenderla. Era lo que solía hacer cuando tenía que pensar. La encendía pocas veces, además, no se podía fumar en el interior del edificio. Con un suave giro de la silla tuvo ante sus ojos la vista del aparcamiento del centro comercial Coop Forum completamente lleno. Tras las fiestas del solsticio de verano la temporada turística había empezado en serio. La isla tenía 58.000 habitantes, pero durante los meses de verano la población se incrementaba con otras 800.000 personas. A mediados de agosto terminaba la temporada con la misma rapidez que había comenzado.

Les había pedido a Wittberg y a Karin que por la tarde investigaran más detenidamente el pasado del dueño. Los técnicos, con Sohlman a la cabeza, se hallaban en el lugar de los hechos y estaban en marcha los interrogatorios con los vecinos y demás personas de quienes pudiera sospecharse que habían visto algo.

Lo llamó Line y, por la voz, parecía estresada. Llegaría tarde, estaba en medio de un parto. Knutas le respondió que él también estaba muy ocupado.

La mujer de Knutas era danesa. Trabajaba como matrona en el hospital de Visby; de un tiempo a esta parte, las isleñas parían como nunca antes. Un nuevo baby boom parecía recorrer la isla. Line llevaba varias semanas haciendo horas extras y aquello no tenía pinta de acabar. Él y los mellizos tenían que arreglárselas lo mejor que podían. No es que eso supusiera ningún problema, los chicos ya sabían hacer solos la mayor parte de las cosas. Hasta ahora, Petra y Nils habían dedicado sus vacaciones de verano a ir a la playa y a jugar al fútbol, y no tenían nada en contra de que les diera dinero para ir a comprarse una pizza o una hamburguesa, en vez de comer las sencillas comidas que preparaba su padre. El colmo fue cuando una vez más les sirvió lo que él presentaba, todo ufano, como «macarrones y queso especialidad de papá», un plato insípido, baboso y, para remate, con los bordes quemados.

Para Knutas la primavera había sido relativamente tranquila. Se había sentido deprimido durante algún tiempo, tras un caso de asesinato que despertó mucha expectación, sobre una joven desaparecida que más tarde descubrieron muerta. Aquel caso le había calado hondo y se había sentido involucrado a un nivel muy personal. En qué medida eso había influido en su modo de pensar, era algo imposible de saber, pero temía que su juicio hubiera flaqueado. En ese caso había contribuido a la muerte de la chica. Fue duro cargar con aquellos remordimientos.

En algún momento pensó que iba a caer en una profunda depresión. El insomnio era la señal más evidente, que se sintiera a menudo desanimado y apático tampoco era propio de él. De repente se le puso tan mal genio que, en comparación, los gritos de Line parecían chillidos de rata. Se encolerizaba por cualquier cosa insignificante y cuando el resto de los miembros de la familia reaccionaban ante lo absurdo de su enfado, se sentía humillado y ofendido. Como un pobre mártir. Al final, Line lo acompañó a un psicólogo. Por primera vez en su vida, Knutas solicitó la ayuda de un profesional para resolver sus problemas personales. Nunca había pensado que lo haría. Tenía muy pocas expectativas, pero se quedó sorprendido. La psicóloga estaba allí para atenderlo y se dedicaba sólo a él, lo escuchaba sin darle consejos ni juzgarlo. Escuchaba lo que él decía y de vez en cuando le hacía preguntas que le sugerían nuevas formas de pensar. A través de aquella terapia llegó a conocerse mejor a sí mismo y a conocer mejor su forma de relacionarse con los demás, los remordimientos fueron desapareciendo poco a poco. En realidad, era ahora cuando había empezado a sentirse mejor.

El teléfono volvió a sonar e interrumpió sus pensamientos. Desde la centralita le preguntaron si podía recibir a un equipo de la Televisión Sueca. Knutas aceptó con un suspiro. Mantenía una relación ambivalente con Johan Berg. La terquedad del periodista podía sacar de quicio al comisario, aunque tenía que reconocer que Berg era un buen profesional. A menudo, conseguía averiguar cosas por su cuenta y, además, tenía una endiablada capacidad para conseguir que la gente, incluido el propio comisario, le revelara más cosas de lo que en principio había pensado contarle.

Johan parecía agobiado cuando asomó por el pasillo, tendría prisa para sus emisiones. Llevaba el flequillo negro pegado a la frente y la camisa de algodón arrugada y con manchas. A Knutas se le ocurrió que probablemente ya habría estado en Petesviken y seguro que venía directamente de allí. Ojalá que no hubiera conseguido entrevistar a nadie. Knutas no quería decirle nada al respecto, pues no tenía ningún derecho a inmiscuirse en el trabajo de los periodistas. Su labor consistía en recabar información, pero la responsabilidad de Knutas era que ésta no se filtrara. Se preparó para responder a preguntas molestas y notó cómo se le tensaban las mandíbulas antes incluso de comenzar la entrevista.

Acompañaba a Johan esa fotógrafa nueva de aspecto punki con el pelo negro disparado en todas las direcciones. También llevaba un aro en la nariz.

Pia no se conformó con hacer la entrevista en el pasillo, sino que los convenció para que salieran a un balcón construido cuando renovaron la comisaría. Quería conseguir que Knutas hablara del espantoso crimen con el paradisiaco verdor estival, la muralla y el mar de fondo. Típico de la gente de la tele, sólo pensaban en sus fotos.

Johan formuló primero las preguntas habituales acerca de lo que había sucedido y luego, como cabía esperar, llegó una pregunta inesperada, o tal vez no del todo.

– ¿Habéis encontrado la cabeza?

Knutas apretó los dientes sin contestar. La policía había tomado la decisión de mantener en secreto que la cabeza había desaparecido. Las personas que lo sabían habían recibido órdenes estrictas de no hablar de ello.

– ¿Te preguntaba que si habíais encontrado la cabeza? -repitió Johan impertérrito.

– No voy a hablar de eso -respondió Knutas irritado.

– Sé, de una fuente segura, que no ha aparecido -aseguró Johan-. ¿No me lo puedes confirmar?

De la indignación que sintió, a Knutas se le puso la cara roja como la grana. Comprendió que la policía ya no tenía nada que ganar negándolo.

– No, no hemos encontrado la cabeza -reconoció dejando escapar un suspiro de resignación.

– ¿Tenéis alguna hipótesis de adonde puede haber ido a parar?

– No.

– Es decir, ¿que el autor del crimen se la ha llevado?

– Probablemente.

– ¿Qué puede significar eso?

– Imposible saberlo en estos momentos.

– ¿Para qué crees que quiere la cabeza la persona o las personas que lo hayan hecho?

– Esa es una cuestión sobre la que sólo cabe especular y en la policía no nos dedicamos a eso. Lo que tenemos que hacer ahora es detener al culpable.

– ¿Cuál ha sido tu reacción personal ante lo sucedido?

– Me parece que es terrible que alguien pueda hacerle una cosa así a un animal. La policía, lógicamente, considera los hechos muy graves y vamos a dedicar todos los recursos disponibles para hallar al o a los culpables. Queremos rogar a los ciudadanos que, si han visto u oído algo que pueda estar relacionado con el crimen, se pongan en contacto con la policía.

Knutas dio la entrevista por finalizada.

Tenía calor y estaba indignado. Aunque sabía que no iba a conseguir nada, trató de convencer a Johan para que no incluyera en su reportaje el detalle de que la cabeza había desaparecido. Como era de suponer, el periodista se mostró inflexible y objetó que aquella información era tan importante para los ciudadanos que tenían que emitirla.


Cuando Pia y Johan regresaron a la redacción disponían de muy poco tiempo para editar el reportaje si querían llegar al informativo de la tarde. Se sentaron juntos en la única sala de montaje que había. Johan llamó a Grenfors, a quien le pareció bien que hubieran entrevistado a las niñas. Eran lo suficientemente mayores y él era de la opinión de Pia, estaban hablando de un caballo. Por otro lado, Grenfors no destacaba en la redacción por pertenecer al grupo de los más prudentes.

– Sólo espero que nadie más haya conseguido enterarse de que ha desaparecido la cabeza -murmuró Pia mientras tecleaba concentrada. Disponían de treinta minutos antes de que comenzara el primer avance de Noticias Regionales, y le habían prometido al redactor jefe preparar una entradilla de al menos minuto y medio. Terminaron de editarla a las seis menos diez y enviaron el archivo digital a la redacción central de Estocolmo por correo electrónico.

Después de la emisión llamó Grenfors.

– Buen trabajo -elogió-. Estupendo que consiguieras entrevistar a las niñas, han estado la mar de bien y creo que no las ha entrevistado nadie más.

– No, por lo que sé, sólo han accedido a hablar con nosotros.

– Oye, ¿cómo conseguiste que lo hicieran?

– Eso ha sido mérito de Pia -respondió Johan-. Logró convencerlas.

– ¿No me digas? -Grenfors parecía sorprendido-. Dile que lo ha hecho asombrosamente bien. ¿Cómo vais a continuar mañana?

Johan se imaginó a su jefe columpiándose en su silla frente a la mesa de la redacción de Noticias Regionales en el edificio de la televisión, en el barrio de Gärdet en Estocolmo. Un cincuentón alto, asiduo al gimnasio, con el cabello teñido y obsesionado con dar la talla.

Algo que, en opinión de Johan, últimamente se le había exacerbado. Grenfors se había vuelto cada vez más quisquilloso. Su preocupación por que las crónicas no llegaran a tiempo se manifestaba de varias formas: continuas llamadas para preguntar cómo iba el trabajo, largas discusiones sobre cómo había que hacer el reportaje y, cada dos por tres, el redactor jefe llamaba directamente a las personas con las que ya habían quedado para hacerles una entrevista con el fin de asegurarse de que no se iban a echar atrás.

La verdad es que Grenfors siempre había sido algo entrometido, pero nunca como ahora. Johan se preguntaba si obedecería a la creciente presión y los márgenes cada vez más estrechos de la redacción. Los recortes afectaban a los informativos a intervalos regulares, reducían cada vez más la plantilla, menos empleados tenían que hacer cada vez más reportajes a costa de presionar a sus colaboradores y empeorar la calidad.

Esa era una de las ventajas de trabajar en Gotland: no tener que soportar el continuo desasosiego del redactor jefe. Ahora, al menos, lo mantenía a distancia.

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