Sábado 3 de Julio

La luz de la mañana se filtraba a través de las ligeras cortinas. Todo estaba en silencio. Johan estaba sentado en un sillón al lado de la ventana con su hija recién nacida en brazos. La niña descansaba como un rollito en la suave mantita de algodón en la que la habían envuelto. Tenía la carita sonrosada, los ojos cerrados y la boca entreabierta.

Le parecía que la niña respiraba muy deprisa, el corazón latía en su pecho como el de un pajarillo. La sostenía sin moverla, sintiendo el calor y el peso de su cuerpo, no se cansaba de mirarla.

No sabía cuánto tiempo llevaba sentado en la misma postura sin dejar de contemplarla. Hacía un buen rato que se le habían dormido las piernas. Era incomprensible que aquella personita que tenía en brazos fuera su hija. Que fuera a llamarlo papá.

Emma estaba acostada de lado en la cama y dormía, tenía el rostro relajado y sereno. Tantos dolores como había soportado hacía sólo unas horas… Trató de ayudarla lo mejor que pudo. Nunca habría podido imaginarse lo portentoso que podía ser dar a luz. En mitad del parto, cuando le cogía la mano a Emma, mientras la comadrona le decía lo que tenía que hacer y controlaba el alumbramiento, se emocionó por la grandeza del momento. Emma daba vida con su cuerpo, de él iba a salir otra persona que continuaría el ciclo. Eran las leyes de la naturaleza. Nunca se había sentido tan cerca de la vida. Y, sin embargo, aquello era verdaderamente una lucha a vida o muerte.

Hubo un momento en que se le pusieron los pelos de punta. Tuvo miedo de que Emma fuera a morir, pareció que perdía el conocimiento y el gesto preocupado de la comadrona no auguraba nada bueno. El problema era que un pliegue de la vagina se había inflamado y dificultaba la salida del bebé. Por eso no podía empujar, aunque ya había dilatado del todo, porque entonces el pliegue se hinchaba y cerraba aún más el paso. Eso había complicado el parto, hasta que apareció Line, la mujer de Knutas, y consiguió apartar el pliegue.

Después todo fue bien y la niña no tardó ni un minuto en nacer. En el momento en que el bebé rompió a llorar, Emma se relajó. Lo primero que hizo Johan fue darle un beso. La admiración que sentía por ella en aquellos momentos nunca iba a sentirla por ninguna otra persona.

Johan volvió a mirar a su hija. A la niña le tembló la barbilla y extendió la manita con aquellos dedos pequeñitos como si fueran rayos del sol y luego la volvió a cerrar. Él sabía ya que la iba a querer toda la vida, pasara lo que pasase.


El sábado por la mañana, cuando cogió el desvío que conducía hasta Lickershamn, Knutas soltó un suspiro de alivio. Un fin de semana en la casa de veraneo era justo lo que necesitaba después de haberse pasado la semana dando vueltas y sudando en un Visby abarrotado de gente.

Su casa de veraneo sólo estaba a veinticinco kilómetros de la ciudad pero, cuando estaba allí, se sentía lejos de la rutina diaria. De camino hacia Lickershamn había una zona de rocas erosionadas, llamadas raukar, donde solía detenerse. El conjunto estaba formado por una decena de raukar grandes y varios más pequeños, algunos tenían seis o siete metros de altura y buena parte de ellos estaban cubiertos por la flor simbólica de Gotland, la hiedra. Un cartel informativo de la diputación provincial explicaba que los raukar fueron esculpidos por el mar de Litorina, hace siete mil años. A Knutas le impresionaban esas concreciones rocosas, parecían una especie de esculturas de piedra torpemente talladas, y su proceso de formación era igual de impresionante.

La roca madre de Gotland estaba compuesta en su mayor parte por arrecifes de coral que se formaron en un mar tropical hace cuatrocientos millones de años. Entre los arrecifes había estratos de rocas calizas y cuando se retiraron los hielos que cubrieron Gotland durante la última glaciación, hace diez mil años, comenzó el levantamiento isostático. En el litoral las olas erosionaron el suelo rocoso. Las rocas calizas resistieron mejor el empuje de las olas que los sedimentos circundantes y permanecieron en pie como pilares aislados.

Al rauk más impresionante lo llamaban «Jungfrun», la Virgen, y sobresalía en un promontorio a veintiséis metros sobre el nivel del mar, justo en la entrada al puerto. Con sus doce metros de altura «Jungfrun» era el rauk más alto de Gotland y, con ello, una seña de identidad para Lickershamn. El lugar era un remanso de paz con unas cuantas casas alrededor de la pequeña cala y dos espigones donde estaban amarrados los barcos de pesca y los de recreo.

La casa de veraneo de la familia se encontraba a un kilómetro de allí. Era una casa de piedra caliza revocada, de dos plantas, con los marcos de las ventanas, los de las puertas y las esquinas en color vino. El paisaje de alrededor era árido, con pinos y enebros bajos y retorcidos. El terreno estaba rodeado por una cerca de piedra. Piedras había en abundancia en esta parte de Gotland. A la franja costera desde Lummelunda hasta Fårösund, ya en el norte de la isla, se la conoce como la Costa de Piedra.

Petra y Nils los habían acompañado de mala gana. Knutas tuvo que convencerlos con la promesa de que por la tarde saldrían con la barca a pescar. Line bajó del coche y lanzó una exclamación de satisfacción.

– ¡Oh! ¡Qué maravilla! -exclamó y respiró profundamente-. Aspirad el aire. Mirad el mar.

Todos ayudaron a meter en casa las bolsas con la comida. Line y los niños estaban ansiosos por bajar a darse un baño, mientras que Knutas decidió quedarse en casa y cortar el césped, aunque el verano había sido tan seco que casi no hacía falta.

En casa, en la ciudad, era sobre todo Line quien se ocupaba del jardín. La diferencia aquí en el campo era que él podía hacerlo en paz. Todo estaba en silencio y no venía ningún vecino a molestar. Al abrir la puerta de la caseta de las herramientas, lo golpeó el aire húmedo. Sacó con dificultad el pesado cortacésped y le puso gasolina. Arrancó obediente al segundo intento.

Le gustaba dar una vuelta tras otra, escuchando el ruido del motor, sin pensar en nada en especial. Todos oían el estrépito del motor y evitaban molestarlo mientras hacía su tarea. Por eso no se daba prisa, al contrario, siempre lo cortaba escrupulosamente.

La casa estaba apartada, fuera del alcance de la vista de los vecinos. En la parte de atrás, al otro lado de la cerca había una pequeña cala resguardada que sólo utilizaban ellos, algunos vecinos y algún que otro turista extraviado. La playa grande de Lickershamn estaba lo suficientemente lejos como para que no los molestaran los bañistas, y lo suficientemente cerca como para que los chicos, si querían, pudieran ir solos hasta allí. A Knutas le parecía que la situación era perfecta. Cuando terminó estaba empapado de sudor, aunque en realidad no había supuesto un gran esfuerzo físico, pues el cortacésped prácticamente iba solo.

Se puso rápidamente el bañador, agarró una toalla y bajó a la playa, donde el resto de las toallas y los albornoces de la familia estaban tirados en un montón de cualquier manera. Se rio para sus adentros observándolos mientras entraba en el agua chapoteando.

Line tenía su cabello pelirrojo y rizado recogido encima de la cabeza con un pasador. Llevaba puesto un bañador muy vistoso, de color azul claro con pequeños y grandes lunares rojos en distintas tonalidades. Tenía la piel clara y cubierta de pecas. A menudo se quejaba de que estaba demasiado gorda, y una vez él se había tomado en serio su monserga de que quería adelgazar; un error que no volvería a cometer jamás. Por su cumpleaños le compró un equipo para entrenar en casa, una tarjeta para acudir a un gimnasio y un bono de sesiones en una clínica de adelgazamiento. Decir que su mujer no agradeció el regalo sería quedarse corto.

Después de quince años juntos Knutas aún podía quedarse maravillado al mirarla y pensar que era su mujer. La amaba y amaba su entusiasmo. Limpiaba la casa y preparaba la comida con la misma pasión; con Line todo era mucho y a lo grande. Fuentes grandes, gestos amplios, mucho jaleo. Se la veía y se la oía, se hacía notar. Como ahora, mientras chapoteaba dando vueltas en el agua.

Tras el baño tomaron café en la terraza.

Cuando Knutas vio a su mujer quitarse los zuecos y empezar a mover los pies con coquetería, observó que le habían salido pecas hasta en los empeines, habitualmente blancos. Line entornó los ojos hacia el sol y él tomó la decisión de no hablar del trabajo durante todo el fin de semana.


El olor a carne picada condimentada con especias picantes que salía de la cocina se esparcía por todos los rincones. Ese día los estudiantes de arqueología preparaban juntos la cena. En la cocina el chili con carne hervía a fuego lento en una olla enorme y todos colaboraban.

El menú era sencillo para que les diera tiempo a llegar al concierto de Eldkvarn, que se iba a celebrar a las nueve en el escenario al aire libre que tenía el hotel.

A Martina, que estaba junto a la encimera pelando cebollas con Steven y Eva, le lloraban los ojos, y no era sólo por la cebolla. Tras tomarse unos chupitos de tequila, todos estaban animados y se reían a carcajadas de los chistes malos de los demás.

Los veinte estudiantes que se alojaban en el albergue ocupaban toda la cocina. El resto de los huéspedes que asomaban la nariz por la escalera de caracol advertían inmediatamente que era mejor esperar. Estaban poniendo las tres mesas y la mesilla, que había en uno de los rincones, estaba llena de vasos y botellas. Alguien había traído un radiocasete. Se notaba que el volumen estaba puesto demasiado alto para la potencia de aquel viejo aparato y el sonido empezaba a distorsionarse. El calor había hecho que alguien abriera todas las ventanas y el jolgorio se oía desde lejos.

Martina vestía pantalones vaqueros de talle bajo y camiseta negra. Llevaba la melena rubia suelta. Se maquillaba poco, sabía perfectamente que no lo necesitaba. Un poco de rímel y brillo de labios, nada más. Estaba deseando verlo, no creía que ninguno de los compañeros del grupo sospechara lo que había entre ellos. A veces coqueteaba con otros sólo por el placer de hacerlo rabiar y ver su frustración. En el yacimiento los dos disimulaban y se lanzaban miradas a escondidas. Alguna que otra vez él le rozaba el brazo o la pierna.

– ¿Me puedes ayudar a probarlo? -Eva le dio un codazo en un costado y le acercó una cuchara-. ¿Tiene suficiente picante?

– Un poco más -contestó Martina y le puso más guindilla-. La comida tiene que estar picante.


La tarde del concierto no pudo ser más maravillosa. El globo del sol al rojo vivo se mecía en la línea del horizonte y cubría el mar con una alfombra de destellos. En el sitio donde se iba a celebrar el concierto flotaba en el aire un olor a cordero recién asado procedente del restaurante, y el público se fue concentrando delante del escenario. Los niños correteaban y jugaban entre las mantas, algunos se daban un baño en el agua resplandeciente. Un grupo de motoristas ya maduritos se habían sentado con una cerveza en la mano para disfrutar de la música. Los acordes suaves de Eldkvarn, su mezcla de pop-rock, enganchó al público e hizo que la mayoría, poco a poco, se pusiera a bailar.

Martina disfrutó de los vapores de la embriaguez y del baile, después de haberse pasado todo el día trabajando en la excavación. Se sentía más que satisfecha. Cuando estaban a punto de recoger las cosas al final de la jornada, había encontrado una moneda árabe de plata, fechada en el año 1012. Todos la felicitaron y ella se sintió tentada de dejar caer la moneda dentro de su bolsillo y guardársela para enseñársela a su padre. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplar un rato en la mano su moneda de la época vikinga.

La suave y áspera voz del cantante pronunciaba letras de canciones que ella no entendía, aunque se esforzó e intentó captar algo más que simples palabras sueltas. Pero enseguida desistió y se dedicó a escuchar la música y a bailar con los demás.

A lo largo de la noche miró de vez en cuando a ver si aparecía. Creyó distinguir su cara varias veces, pero al instante se daba cuenta, abatida, de que se había equivocado. Se preguntaba por qué no venía. Jonas la sacó de sus cavilaciones invitándola a una cerveza bien fría que aceptó agradecida.

Unas horas más tarde se encontraba sentada entre Mark y Jonas y se dio cuenta de que había bebido demasiado. Unos cuantos amigos del grupo se habían reunido en la terraza del hotel para continuar la fiesta con los moteros. La noche era cálida aunque ya era casi la una. Martina había perdido la esperanza de que apareciera. Al menos podría haber llamado. Buscó el móvil en el bolso, sólo para descubrir que no estaba allí. Pero la borrachera hizo que no le diera mayor importancia. Se le habría caído en la hierba en algún sitio, después lo buscaría. Apuró su vaso y se levantó para ir al servicio, que estaba al doblar la esquina, junto a la puerta principal.

Tenía ganas de fumar, pero se les había acabado el tabaco y en el bar no vendían. En la habitación tenía un cartón entero y decidió ir a buscar un paquete.

Al salir del servicio continuó hacia el albergue y oyó cómo se divertían despreocupados en la terraza, alguien punteaba una guitarra.

Cuando entró en el camino que discurría paralelo al mar, se dio cuenta de lo solitario que estaba todo a su alrededor. Antes no se había fijado en que no había ninguna casa por allí. La soledad se volvió ahora palpable. Arboles y arbustos bordeaban el camino y en la oscuridad se oía una orquesta invisible de grillos.

Al otro lado del agua chirriaban las máquinas que trabajaban por la noche en el puerto. Un camión cargado de troncos abandonó el muelle y pasó junto al generador blanco, cuyas aspas se movían indecisas con la suave brisa. Una grúa gigantesca con unas garras enormes se alzaba en el aire como un monstruo. Al parecer, la actividad en el puerto no paraba nunca.

La vegetación se espesaba más adelante. Los sauces que crecían a ambos lados no habían sido podados, sus ramas curvadas caían sobre el sendero extendiéndose las unas hacia las otras como en un efusivo abrazo amoroso. Formaban un túnel natural que en la soledad de la noche daba miedo. Martina se había despejado con el paseo y ahora se arrepentía de haber ido sola.

Se giró pero vio que la distancia para volver con los demás era mayor que la que había hasta su habitación. Era mejor continuar. Y además, tenía muchas ganas de fumar. Aceleró el paso e intentó lo mejor que pudo quitarse de encima esa sensación de desasosiego.

Cuando había avanzado un trecho bajo el túnel formado por los árboles, descubrió, unos treinta metros más adelante, una sombra que se recortaba contra la luz de la salida. El miedo se apoderó de ella y sus pensamientos de repente se volvieron claros y fríos. La figura avanzaba hacia ella y estaba cada vez más cerca.

Martina dominó su primer impulso de volverse. Entornó los ojos para ver mejor. Al principio no estaba segura de si se trataba de un hombre o de una mujer. Todo lo que pudo apreciar fue una silueta oscura, que llevaba cazadora y pantalón negro y una gorra en la cabeza.

No se oían los pasos, aquí el suelo estaba más húmedo.

En cuanto se dio cuenta de que quien venía hacia ella era un hombre, se sintió aterrorizada.

El tipo caminaba con la cabeza agachada y la visera le ocultaba la cara.

Martina siguió caminando inconscientemente, como si no hubiera marcha atrás, nada que hacer. Los pensamientos revoloteaban por su cabeza como gorriones asustados. ¿Qué hacía él allí, en mitad de la noche? Hacía ya un rato que el concierto había terminado. La invadió el pánico y fue incapaz de reaccionar. Siguió hacia delante como un robot dirigido inexorablemente hacia su destrucción.

No se atrevía a levantar la vista para verle la cara ahora que estaban tan cerca. El instante en el que se cruzaron, a ella se le paró la respiración. El hombre pasó a unos centímetros de su brazo, casi rozándola. Martina percibió un olor acre, algo enmohecido, que no pudo identificar.

Se quedó casi sorprendida cuando él pasó a su lado sin que sucediera nada.La distancia iba aumentando entre ellos metro a metro, el desconocido proseguía su camino al mismo paso, alejándose cada vez más. Tímidamente se atrevió a respirar.

Al momento se sintió avergonzada, era absurdo cómo podía llegar a asustarse ella sola. Por favor, un pobre hombre inocente que tal vez trabajaba en el hotel y regresaba a su casa. A veces los hombres le daban pena porque sólo por el hecho de ser hombres sobre ellos caían todo tipo de sospechas.

El sendero se ensanchó y vio la luz de la puerta de entrada del albergue. El alivio la hizo sentirse algo aturdida. Aquel tipo no era peligroso, eran figuraciones suyas. «De todas formas, hoy ya no voy a salir», pensó. Ahora lo único que estaba deseando era llegar a la seguridad de su cama.

No advirtió que el hombre con el que se acababa de cruzar se había dado la vuelta hasta que fue demasiado tarde.

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