Cuando Johan se despertó, al principio no sabía dónde se encontraba. Entonces sintió un cuerpecillo al lado del suyo y comprendió que estaba en casa de Emma y de Elin. Su pequeña dormía pegada a él respirando acompasadamente. Emma también dormía. Las dos yacían de costado con la cara vuelta hacia él y le sorprendió lo mucho que se parecían. El seguimiento informativo a lo largo de los últimos días en relación con el asesinato de Gunnar Ambjörnsson había sido intenso y lo había dejado agotado. Le fastidiaba no haber conseguido antes información sobre las cabezas de caballo cortadas, pero los demás periodistas estaban en la misma situación. Ahí la policía se había mostrado muy hábil. Lo habían hecho bien, la verdad.
Por suerte habían llegado a Gotland varios reporteros de la Televisión Sueca para ayudar en el seguimiento de la noticia. Johan había pedido poder dedicar el fin de semana a su reportaje relacionado con los robos de los tesoros arqueológicos, aunque lo consideraban un tema aparte. Grenfors se había mostrado razonable. Tal vez tuviera algo que ver con los asesinatos.
La cita con el perista se había fijado el día antes de que Ambjörnsson apareciera muerto y Johan no quería perder la oportunidad de encontrarse cara a cara con él.
Puso la cafetera, se duchó y salió a buscar el periódico antes de despertar a Emma con un beso.
– Buenos días. Yo puedo cambiar a Elin. -Se ofreció voluntariamente.
– Gracias -susurró ella, se dio la vuelta y se hundió aún más profundamente bajo el edredón.
De camino al cuarto de baño besó a su hija en las mejillas todavía calientes tras el sueño y le sopló en la nuca. A Johan le parecía muy agradable el momento del cambio de pañales. Entonces hablaba y le hacía carantoñas a Elin mientras dejaba que se le airease un poco el culito.
Cuando terminó de cambiarle el pañal, la levantó y colocó su cuerpecillo bien pegado a él mientras le canturreaba bajito al oído.
Antes de tener a su hija jamás habría podido imaginarse lo divertido que era. La mayoría de las veces de lo que hablaban los padres con hijos pequeños era de lo complicado y estresante que era; noches en vela, cambios de pañales, gritos y cólicos. Claro que comprendía que era diferente cuando uno se hacía cargo de un bebé todo el tiempo, pero Emma decía lo mismo, que Elin era una niña increíblemente buena.
Tomaron el desayuno y leyeron el periódico tranquilamente. No se sabía nada nuevo del asesinato de Ambjörnsson. Según el portavoz de la policía, trabajaban en un frente amplio y estaban realizando indagaciones tanto internas como externas, pero de momento no tenían ningún sospechoso de los crímenes. No obstante, la policía reconocía que partían de la hipótesis de que era el mismo asesino el que estaba detrás de las tres muertes. No quiso confirmar aún si las cabezas de caballo habían aparecido en las casas de las víctimas poco antes de su muerte, ya que la investigación se encontraba en una fase muy delicada.
«En una fase delicada -pensó Johan-. Me pregunto qué significará eso exactamente.»
Después de desayunar acostó a Elin, que se había quedado dormida después de mamar por segunda vez. La niña tenía una cuna al lado de la cama y solía quedarse dormida sin problemas. Johan atrapó a Emma, que sólo llevaba puesta la bata, y la atrajo hacia sí. Miró dentro de sus cálidos ojos, había en ellos algo vulnerable que lo atrajo ardientemente. Así era desde la primera vez que la vio.
Ahora la abrazaba con fuerza y ella se apretaba contra su cuerpo. Sin necesidad de que ella hiciera nada más, supo lo que quería. Su respuesta fue apasionada cuando él la besó. A Johan le daba vueltas la cabeza y se sintió de inmediato enormemente excitado. Cayeron en la cama y se besaron con más pasión que nunca, quizá tuviera que ver con lo mucho que la había echado de menos.
Emma lo buscaba y se agarró a él, apretándose como si estuviera salvándole la vida. Aquella intensidad lo sorprendió y perdió la noción del espacio. Se oyó inmediatamente a sí mismo gimoteando en voz alta y le quitó la bata. Su suave cuerpo, todavía caliente tras el sueño, estaba más redondeado que de costumbre y tenía los pechos llenos de leche. Johan se enterró dentro de ella, hundió los dedos en su carne y le acarició los pechos con los labios. La buscó y entró en ella como si fuera la primera vez y casi perdió el conocimiento cuando los dos alcanzaron el clímax a la vez.
Se había imaginado que ella lo sentiría de una manera distinta, pero en realidad su cuerpo no era tan diferente. Se trataba de otra cosa.
Knutas nunca había visto tantas carreras en los pasillos un sábado. La investigación se había ampliado y todo el mundo estaba trabajando.
Aquel verano era el más deplorable que había pasado en muchos años. No había tenido apenas tiempo de disfrutarlo, sólo se había bañado un par de veces en el mar y se podían contar con los dedos de una mano las veces que la familia había hecho una barbacoa en el jardín, a pesar de que el verano había sido el más hermoso en muchos años.
De todos modos ahora parecía que la investigación empezaba por fin a moverse e indudablemente flotaba en el aire una energía nueva.
Cuando Knutas regresó a su despacho, después del almuerzo, alguien le había dejado encima del escritorio, como él había pedido, las listas de pasajeros de la compañía naviera Destination Gotland. Los agentes ya habían comprobado el viernes esas listas, sin que apareciera en ellas Ambjörnsson ni nadie relacionado con él, pero, para mayor seguridad, Knutas quería revisarlas personalmente. Allí estaban los nombres de los pasajeros de todas las líneas, desde el domingo uno de agosto, fecha en la que se esperaba el regreso de Ambjörnsson de su viaje al extranjero.
Sacó un café de la máquina y se sentó delante de su escritorio para leer las listas.
Pasó la mirada por las líneas con los nombres de las personas que habían viajado desde Nynäshamn a Visby el mismo día en que Ambjörnsson tenía que haber vuelto. No descubrió ningún nombre que le dijera nada.
Por supuesto, Ambjörnsson podía haber viajado con otra identidad, pero ¿por qué? ¿Lo habrían obligado? ¿O lo habría amenazado alguien? Una de las razones que excluía la posibilidad de que hubiera vuelto con vida era el riesgo al que se exponía el agresor. Podía haber llamado la atención y alguien podría haber reconocido a Ambjörnsson. No, eso no era lo que había sucedido. Knutas suspiró y dejó a un lado los papeles.
Habían trasladado el cuerpo a la Unidad de Medicina Forense del Hospital de Solna y el lunes llegaría el resultado preliminar de la autopsia.
Knutas decidió salir a dar un paseo para despejarse las ideas. Hacía una tarde preciosa, había llegado otro anticiclón del este y auguraba una Semana Medieval calurosa. Los actos ya habían empezado abajo, en el centro; se podía oír la voz del presentador desde Strandgärdet y los aplausos del torneo, un combate con caballos al más puro estilo caballeresco. En la Puerta Este actuaba un grupo de juglares y en la calle Hästgatan varias personas que recorrían las callejuelas ataviadas con trajes medievales estuvieron a punto de arrollar a Knutas.
El comisario cruzó Stora Torget y decidió bajar a dar una vuelta a la playa. Por el camino pasó por Skogränd, donde vivía Aron Bjarke. Al llegar junto a la casa del profesor aminoró la marcha y se le ocurrió de pronto la idea de visitarlo. Llamó varias veces a la puerta sin que abriera nadie. Al parecer Bjarke no estaba en casa. Mientras estaba allí delante de la puerta se fijó en un objeto que había en la repisa de la ventana. Entre las macetas y los botes había una figura de madera de un palmo de altura. Se acercó a la ventana para mirarla y se dio cuenta de lo atrevida que era, se trataba de una figura de hombre con un pene en erección exageradamente grande. Knutas estaba seguro de que la había visto antes y trataba febrilmente de recordar dónde, tenía la impresión de que podía ser algo importante. Algo se movía en algún rincón de su cerebro pero se desvanecía igual de rápido.
Volvió a llamar otra vez y esperó un momento, pero dentro parecía todo apagado y en silencio. Volvió a mirar la figura que había en la ventana. La había visto antes en algún sitio.
Johan había concertado la cita con el vendedor desconocido a las cuatro de la tarde. Estuvo inquieto todo el día y habló varias veces con Pia para comprobar que lo tenían todo bajo control. Le había dejado claro al vendedor que no llevaría dinero a este primer encuentro. Por simple precaución. Primero quería ver una muestra de las piezas arqueológicas de Gotland que ofrecía.
La cámara estaba en la redacción. Pia pasaría a buscarla y luego se la llevaría a Johan a Roma para que éste pudiese practicar un poco. Johan no había filmado casi nada antes y necesitaba toda la ayuda posible para que aquello pudiera funcionar. El acuerdo consistía en que si Johan quedaba satisfecho con las piezas, el lunes pagaría al contado.
Contaba con que comprobaran su identidad y había dado un nombre y una dirección falsos. Por suerte, tenía un amigo acaudalado que además pertenecía a la nobleza y era del sur de Suecia; no era la primera vez que utilizaba en el trabajo la identidad de su amigo. Pertenecer a la nobleza y a una de las familias más ricas de Suecia tenía sus ventajas. Ahora se trataba sencillamente de representar bien su papel cuando se encontrara con el perista.
Knutas repasó las listas de pasajeros otra vez antes de irse de la oficina por ese día. A pesar de todo, cabía la posibilidad de que se le hubiera pasado Ambjörnsson. Antes sólo se había fijado en cómo empezaban los apellidos, pero ahora leyó toda la lista siguiendo los nombres con el índice para no pasar nada por alto.
De repente descubrió un nombre conocido. Aron Bjarke. El profesor de arqueología había viajado de Nynäshamn a Visby el lunes dos de agosto. Por lo tanto, Bjarke había estado en Estocolmo justo cuando esperaban que Ambjörnsson regresara de Marruecos.
Knutas buscó con el pulso acelerado los viajeros de Visby a Nynäshamn. Tenía las listas de pasajeros desde el domingo uno de agosto, pero no pudo encontrar en ellas a Bjarke. Llamó a su persona de contacto en la empresa naviera Destination Gotland, la que le había mandado la información, y le pidió que le enviara también las listas de pasajeros del sábado treinta y uno de julio. Era precisamente el día que él había estado tomando café con Bjarke en su jardín, lo cual significaba que éste no podía haber viajado antes.
Las listas llegarían media hora más tarde.
Knutas se retrepó en la silla y esperó mientras los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Aron Bjarke era arqueólogo y profesor de universidad. Por lo tanto, conocía tanto a Martina como a Staffan. Quedaba por saber qué relación había entre él y Ambjörnsson. El correo electrónico de Destination Gotland llegó unos minutos después y enseguida encontró el nombre que buscaba. Bjarke había salido de la isla con el coche el sábado treinta y uno de julio por la tarde. Knutas alzó la vista del ordenador y miró a través de la ventana. Tuvo otra vez la ligera impresión de que se le escapaba algo. Eso lo cabreó.
Pensó qué podría tener en común Aron Bjarke con Gunnar Ambjörnsson. Con Staffan Mellgren existía una relación evidente, ambos enseñaban arqueología y habían sido profesores de Martina Flochten.
Ese pensamiento acababa apenas de atravesar su mente cuando cayó en la cuenta de qué era lo que había pasado por alto, la figura que había en la repisa de la ventana de Aron Bjarke. Recordó ahora lo que representaba: Frey, dios de la fecundidad en la mitología nórdica. De ahí el pene. Knutas había observado que había una figura igual en casa de los Mellgren. Levantó el auricular y ordenó que fueran inmediatamente a buscar aquella figura.
Él no tenía tiempo. Era de suma importancia que localizara a Aron Bjarke.
Johan salió con tiempo antes de su encuentro con el vendedor. Había practicado con la cámara toda la tarde y la llevaba en la cintura, sujeta al cinturón. El problema era que corría el riesgo de que lo reconociera. Se hacía pasar por un noble de Escania, pero a lo mejor el perista lo había visto en la televisión. El rostro de Johan aparecía de vez en cuando en la pantalla cuando hacía reportajes en directo o daba algunas noticias breves.
Decidió disfrazarse con unas grandes gafas de sol y una gorra que ocultaba sus rizos morenos. En el espejo parecía otra persona.
El tráfico en dirección a Visby era denso, iba mucha gente a la ciudad para participar o presenciar alguno de los muchos espectáculos que se organizaban durante el primer día de la Semana Medieval. Había tomado prestado el coche de Emma y llegó a la pista de hockey veinte minutos antes de la hora acordada. Se sentía como un auténtico criminal, cómplice en una transacción delictiva. Sólo de pensarlo se sentía culpable.
Johan se puso nervioso de verdad mientras esperaba y se estremeció cuando poco después pasó a su lado una furgoneta roja. Hizo un movimiento discreto con la mano y puso en marcha la cámara. El hombre que conducía la furgoneta también llevaba gafas oscuras. Tenía barba gris y era ligeramente obeso. Rondaría los cincuenta.
Sin decir nada, abrió la puerta del asiento del acompañante. Con cierta indecisión se sentó en el vehículo.
Se saludaron escuetamente.
– Si lo hacemos con discreción podemos mirar aquí las piezas, pero tenemos que darnos prisa -dijo el hombre con marcado acento de Gotland mientras miraba de reojo a través de la ventanilla y del espejo retrovisor. Parecía agobiado. No parecía el típico delincuente agresivo precisamente. Quizá fuera nuevo en el negocio.
El estafador sacó una caja de herramientas metida entre los asientos. Abrió la caja y extrajo un paño de fieltro enrollado del cual sacó una serie de objetos: un cincel, algunas hojas de hacha, varias monedas de plata, puntas de lanza y una fíbula.
Johan trató de poner cara de entendido y levantó despacio todas y cada una de las piezas.
Niklas le había dado algunos consejos sobre el tipo de comentarios apropiados. El perista lo observaba atentamente.
– Esto es, como ya le dije por teléfono, una muestra. Tengo mucho más, pero no sé lo interesado que estará.
– Ahora que he visto lo que tiene y que se trata de cosas auténticas, puede que le haga un pedido importante -dijo Johan.
– ¿De cuánto estamos hablando?
– Eso no quiero concretarlo ahora. Cada cosa a su tiempo. ¿Cuánto pide por esto?
– ¿Todo?
– Sí.
– Cien mil.
– Eso es demasiado. Le doy cincuenta.
Niklas le había advertido de que el tipo con toda seguridad le pediría un precio exorbitante, aunque sólo fuera para ponerlo a prueba.
– Noventa.
– Puedo estirarme como mucho hasta setenta y cinco mil, sólo para demostrar mis buenas intenciones esta primera vez. En adelante le agradeceré que me ofrezca precios aceptables desde el principio.
– ¿Cuándo me puede dar el dinero?
– El lunes.
– ¿Al contado?
– En eso quedamos, ¿no?
Aron Bjarke no contestaba al teléfono fijo ni al móvil.
Knutas conectó el ordenador y buscó sus datos personales. Nació en el hospital de Visby en 1961, había hecho el bachillerato en el Instituto Säveskolan de Visby y después había estudiado arqueología en la Universidad de Estocolmo. Vivió durante mucho tiempo en Hägersten, una de las barriadas al sur de Estocolmo. Knutas pudo confirmar que Aron no había estado nunca casado ni había vivido con nadie, y que no tenía hijos. Había vuelto a Gotland hacía algunos años y residía desde entonces en Skogränd.
Aron Bjarke tenía un hermano, un hermano mayor que él que se llamaba Eskil Rondahl. Sus padres habían fallecido en un incendio hacía sólo un año. Knutas recordaba bien aquel incendio en Hall. Pudieron apagarlo pronto, pero murieron dos personas. Así pues, se trataba de los padres de Aron. Arrugó la frente sorprendido ante semejante coincidencia. La policía había realizado una minuciosa inspección técnica, pero la causa del incendio nunca logró esclarecerse.
De la información se desprendía que el hermano seguía viviendo en la granja de los padres, en Hall.
Quizá podría encontrar allí a Aron.
La tensión que Johan había experimentado antes de encontrarse con el vendedor desapareció nada más sentarse en el coche. Le temblaban las piernas y se sentía mal. No porque el hombre ofreciera un aspecto especialmente intimidatorio, más bien al contrario.
Por el momento no quería pensar en las posibles consecuencias. Apagó la cámara con la esperanza de que todo hubiera quedado grabado, y se quitó las gafas y la gorra.
Recogió en Gråbo a Niklas, que llevaba dos botellas de buen vino y un ramo de flores para Emma. Johan quedó impresionado, eso no se lo esperaba de su amigo.
Cuando llegaron a casa se encontraron la música bastante alta. Pia y Emma estaban sentadas en el sofá con una copa de vino escuchando a Ebba Grön. Hacía mucho tiempo que no veía a Emma tan animada. Necesitaba distraerse. Quizá su inseguridad con respecto a su relación tuviera que ver con el cansancio.
Johan decidió en aquel momento invitarla a hacer un viaje, tanto si quería como si no. Iba a ser una sorpresa, con el viaje ya reservado. Elin tenía que ir con ellos, por supuesto, pero él se encargaría de ella la mayor parte del tiempo. Emma sólo tendría que darle el pecho.
Cuando vio aparecer a Johan se acercó bailando hasta él con una sonrisa pícara y le dio un beso. Johan pensó que le había leído el pensamiento.
Tras la cena se sentaron en el sofá del cuarto de estar para ver lo que Johan había grabado. La calidad visual dejaba mucho que desear, las imágenes se movían, pero pudieron escuchar con claridad lo que se decía en la cinta.
Johan respiró aliviado cuando constató que el material era lo suficientemente bueno para hacer un reportaje para la televisión. De pronto apareció en la pantalla la cara del vendedor, al principio borrosa y luego con nitidez. Niklas lanzó un gritó.
– ¡Joder! Pero si es el del almacén, Eskil, Eskil algo.
Todos miraron a Niklas sorprendidos.
– Ya me acuerdo, se llama Eskil Rondahl. Trabaja en el almacén de la Sala de Arte Antiguo, lleva allí mucho tiempo. No es tan raro que pueda coger las cosas.
– ¡Anda, claro! -exclamó Johan excitado-. Si incluso lo he entrevistado por teléfono sobre el tema de los robos. ¡Dios mío!, ese viejo tan seco y tan triste. ¿Estás seguro de que es él?
– Claro que lo estoy. Todos los estudiantes de arqueología tienen algunas clases con él. Enseña cómo se conservan y archivan los hallazgos arqueológicos.
– Así que se trata de un trabajo realizado desde dentro. Si él está vendiendo cosas, igual hay allí más gente que lo hace.
– ¡Joder! Esto es totalmente absurdo -exclamó Niklas meneando la cabeza-. Me pregunto cuánto tiempo llevará haciéndolo.
– ¿Qué sabes de él?
– No mucho. Parece una persona anónima, muy reservada. Apenas habla. Un bicho raro, sencillamente.
– ¿Sabes si tiene familia o dónde vive?
– Ni puñetera idea, pero me cuesta mucho creer que tenga una familia.
– Tengo que comprobarlo.
Johan se levantó y se conectó al ordenador que Emma tenía en su estudio. Buscó Eskil Rondahl en el Registro Civil y consiguió su dirección.
– Vive en Hall, eso está al norte, ¿no?
– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Niklas, que lo había seguido y estaba detrás de él mirando la pantalla.
– Sólo pone Sigvards, Hall.
– ¿Dónde será? La mayor parte de Hall es una zona protegida junto a «la costa de piedra». Allí no hay apenas nada, es una zona desolada y yerma.
Johan miró el reloj. Eran las nueve y cuarto
– Voy a ir allí.
– ¿Ahora?
Johan anotó los datos de Eskil Rondahl.
– Te acompaño -dijo Niklas con decisión.
– No, es mejor que me acompañe Pia, así podrá filmar en caso de que sea necesario -repuso Johan-. Tú mientras tanto puedes hacer compañía a Emma.
Pia conducía exaltada y superaba con mucho el límite de velocidad. Había bebido poco vino en la cena porque tenía que madrugar al día siguiente y ahora se alegraba de ello. Cruzaron Visby y Lickershamn en dirección norte. Todavía era de día y cuando pasaron Ireviken el paisaje empezó a cambiar. La naturaleza se volvió más árida y, la vegetación, más baja. Por todas partes se veían árboles secos que extendían sus ramas desnudas hacia el cielo. Buscaron un buen rato y preguntando encontraron por fin la granja al final del camino. Había empezado a anochecer y no se atrevieron a conducir hasta la casa. Tan pronto como apareció la granja detrás de un recodo, Pia frenó y dio marcha atrás. Aparcó un poco más arriba, en el bosque.
La granja era inmensa, pero con signos evidentes de que necesitaba una reparación. Para su sorpresa vieron que había cinco o seis coches aparcados en el patio. Al parecer Eskil Rondahl tenía visita. Al fondo se veía una furgoneta roja y un viejo remolque oxidado para transportar caballos. Pia llevaba consigo la cámara pequeña por si tenía ocasión de usarla. En todo caso tendría que ser dentro, fuera estaba ya demasiado oscuro. Se acercaron con cuidado a la casa y la tenían a la vista cuando de repente oyeron el ruido de un motor a sus espaldas. Johan se estremeció, ¿sería otra visita?
Se quedó pasmado cuando vio quién se bajaba del coche. Era Anders Knutas. Venía solo en su propio coche. ¿Estaría también siguiendo la pista de los robos? Johan echó una ojeada rápida al reloj. Eran casi las diez de la noche.
Parecía que Knutas no había descubierto la presencia de Johan y de Pia, que estaban detrás de unos arbustos, y cuando el periodista se acercó a él, se sobresaltó.
– ¿Qué demonios haces aquí?
La pregunta sonó como un bufido. Qué situación tan absurda. Allí estaban, en medio de una reserva protegida, junto a una granja solitaria, de noche y mirándose fijamente como dos tontos.
– ¿Qué haces tú? -le preguntó Johan.
– Eso es cosa mía -cortó Knutas-. ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los coches aparcados.
– Ni idea, acabamos de llegar.
Pia salió también y saludó a Knutas.
– Ahora tendréis que explicarme qué es lo que hacéis aquí.
Johan le contó de manera sucinta cómo había encontrado la página web americana y su encuentro con el vendedor. Cuando le contó que éste era Eskil Rondahl, Knutas puso los ojos en blanco.
– No está mal.
Por cómo lo dijo parecía impresionado.
– Pero tú has venido aquí por otra cosa, ¿no?
Knutas dudó un momento. Quizá fuera la intimidad de estar ahí en mitad de la oscuridad, quizá fuera porque estaba tan cansado, tan vacío tras los últimos sucesos…; algo hizo que decidiera desvelar el motivo de su presencia.
– Aron Bjarke, que es profesor de la universidad, se encontraba en Estocolmo cuando esperábamos el regreso de Gunnar Ambjörnsson de su viaje al extranjero. No lo habíamos descubierto antes, pero Aron Bjarke y Eskil Rondahl son hermanos. Aron Bjarke se cambió el apellido hace diez años cuando estaba estudiando en Estocolmo. Antes se llamaba Aron Rondahl.
– ¿Sospecháis que Aron es el asesino?
– Sí, y ahora tú has añadido otro aspecto que no conocíamos, lo de los robos. No se puede pedir más, quizá hayamos resuelto también el robo del museo.
Pia le dio un codazo a Johan en el costado.
– Mirad -exclamó-. Parece que van a hacer algo.
En la casa se veía gente dando vueltas. Johan oyó que alguien cerraba la puerta por dentro. «Qué raro -pensó-. Aquí fuera, en el campo, nadie cierra la puerta con llave.»
Con sigilo se deslizaron hacia delante y miraron a través de una ventana. Era la de la cocina, que parecía vieja y mal equipada. Una cocina eléctrica desgastada y un frigorífico pequeño eran los únicos electrodomésticos que había. Se veía una considerable cantidad de cacharros sin fregar, así como vasos y botellas. Johan avanzó sigilosamente pegado a la pared y se agachó para no ser visto. Dobló la esquina de la casa, hizo acopio de valor y se levantó de manera que pudiera ver el interior sin obstáculos.
Era una habitación grande, casi como una sala pero con pocos muebles. Dentro había una decena de personas, hombres y mujeres de distintas edades. Todos iban vestidos con unos ropajes que parecían mantos largos. Lo primero que pensó es que estaban celebrando alguna ceremonia relacionada con la Semana Medieval, pero enseguida comprendió que se trataba de algo distinto. Apareció un hombre, vestido sólo con pantalones cortos. Llevaba un tambor plano revestido de piel, que parecía un pandero, en el cual golpeaba con un palo de madera forrado de cuero en un extremo. Mientras tanto iba cantando una canción monótona que no tenía melodía, consistía sólo en un sonido uniforme. Johan no consiguió entender ninguna palabra, pero tuvo la impresión de que el percusionista estaba pronunciando conjuros o invocando a algún poder superior.
Otro hombre, cuya cara quedaba oculta, se colocó en el centro de la reunión. Los demás formaron un círculo a su alrededor. Este empezó a hablar mientras daba vueltas, y el resto del grupo parecía que respondía. Knutas se situó al lado de Johan.
– ¿Quién es el del tambor? -preguntó Johan en voz baja-. Parece un chamán.
– Sí, pero no sé quién es. Pero fíjate en el del centro, parece el líder. Es Aron Bjarke.
En ese momento, Aron Bjarke miró hacia donde estaban ellos, Johan creyó por un instante que los había descubierto, pero Bjarke siguió, impasible.
Entonces Johan vio a Eskil Rondahl. Estaba en uno de los extremos del grupo, con los ojos cerrados y murmurando igual que los demás. Parecía totalmente cambiado, no se parecía a la persona con la que Johan se había entrevistado aquel mismo día. Como si fuera otra persona. Parecía que estaba en trance y Johan tuvo la sensación de que el percusionista le hacía caer a él y a los demás en una especie de éxtasis.
De pronto entró bailando en la sala una mujer ligera de ropa. Tenía una melena rizada y pelirroja que le llegaba hasta la cintura y, al igual que el chamán, iba casi desnuda. Llevaba alrededor de las caderas un escueto trozo de tela y en la parte superior un top. Bailó alrededor del hombre del tambor moviendo el cabello. En las manos llevaba algo que parecía un cuerno y que se lo ofreció a los que estaban en el círculo para que bebieran.
Cuando todos hubieron bebido trajeron un cuenco. La mujer lo llevaba con cuidado en las manos y Johan y Knutas se echaron instintivamente hacia delante para ver mejor. Se movía con el cuenco hacia delante y hacia atrás, y los participantes miraban como extasiados. Todos miraban hacia el recipiente. En ese momento ella alzó el cuenco ante sí mientras el hombre del tambor lo golpeaba con mayor intensidad y alzaba la voz. El sonido se oía desde fuera, pero seguían sin poder entender lo que decía. Jamás habían visto algo parecido. Entonces la mujer bebió del contenido del cuenco mientras el chamán gritaba. Un líquido de color rojo oscuro se derramó por los lados.
Knutas y Johan cruzaron una mirada de asco.
– Me pregunto qué estarán bebiendo -susurró Johan-. Te apuesto algo a que es sangre.
– No me sorprendería -contestó Knutas y sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta-. Esta gente parece capaz de cualquier cosa.
Avisó al policía de guardia de la comisaría de Visby sin apartar los ojos del espectáculo.
Johan se dio cuenta enseguida de que Pia había desaparecido. Dio un paso hacia atrás y miró alrededor. No se la veía por ningún sitio. Se preocupó y se cabreó, las dos cosas. Aquellas personas no estaban bien de la cabeza. ¿Qué harían si encontraban a Pia fisgando por la ventana con una cámara?
Knutas llamó también a Karin, que se encontraba en Tingstäde en casa de sus padres, no muy lejos de allí. Martin Kihlgård estaba con ella y saldrían inmediatamente hacia allá.
Johan se preguntaba cuál sería el plan de Knutas. ¿Iba a detener a Aron Bjarke? Y en ese caso, ¿con qué cargos? El hecho de que estuviera en Estocolmo al mismo tiempo que Ambjörnsson, no era un motivo suficiente.
En el interior de la casa los demás habían empezado a beber del contenido del cuenco. Después de beber empezaron a dar patadas en el suelo siguiendo un ritmo acompasado.
Uno de los miembros de la secta se apartó del grupo e introdujo algo que parecía una figura pequeña de un dios en el cuenco, para luego levantarla delante de los demás. A Johan le pareció que la figura recordaba a un dios nórdico, quizá Odín o Thor. La figura de la divinidad pasaba de mano en mano y los participantes se pasaban los dedos por el rostro, embadurnándose con el líquido rojo. Aquello parecía macabro.
Johan se inclinó hacia Knutas.
– Parece que tienen para rato. Voy a ver dónde se ha metido Pia. Silba si pasa algo.
Johan dio una vuelta a la casa. Había luz en todas las ventanas de la planta baja, pero el piso de arriba estaba a oscuras. Cruzó el patio y abrió la puerta del establo. Allí dentro estaba oscuro como boca de lobo y olía a humedad y a cerrado. El interruptor de la luz estaba por dentro, después de buscarlo un rato a tientas, lo encontró. Tras un tembloroso parpadeo se encendió un tubo fluorescente en el techo que dio una luz tenue. En un rincón había un montón de escombros y un par de sacos con material aislante.
A lo largo de una de las paredes había un arcón congelador. Observó que estaba en funcionamiento y la curiosidad le llevó a abrirlo. La tapa era grande y costaba levantarla, la palanca estaba algo oxidada. El aire frío le golpeó la cara cuando miró dentro del congelador y todo lo que vio fue unos cuantos envases de plástico cuadrados, totalmente congelados. Levantó uno de los recipientes y quitó el hielo de la tapa. Tenía una etiqueta pegada. Le costó entender lo que ponía, parte del texto escrito con tinta negra se había borrado. Enseguida logró leer las letras suficientes como para poder descifrar lo que decía. Era un nombre conocido: «Mellgren». Instintivamente levantó la vista para comprobar si había alguien cerca viendo lo que hacía. Miró una y otra vez el contenedor de plástico. Parecía que contenía un líquido marrón congelado. Se le revolvió el estómago cuando comprendió que probablemente lo que tenía entre sus manos era la sangre de Mellgren. Levantó otra caja y rascó el hielo, pero lo interrumpió un ruido procedente del exterior.
Miró hacia la puerta del establo y vio que el pomo de la puerta se movía hacia abajo.
Karin y Kihlgård se dirigieron hacia Hall en plena noche de agosto. La carretera se iba estrechando a medida que iban subiendo y sólo se cruzaron con algún coche. Dejaron atrás las salidas hacia Lickershamn y Ireviken, y estuvieron a punto de pasarse la salida que conducía hasta la granja. Karin dio un frenazo y entró por la angosta carretera. Ahora estaba todo oscuro a su alrededor, aquí no se veían farolas ni casas. El monte bajo se volvía cada vez más denso y por todas partes se divisaban árboles muertos con las ramas desnudas, retorcidas.
– ¿Estás segura de que vamos bien? -preguntó Kihlgård inquieto.
– Completamente. He mirado el mapa antes, sólo puede ser esta carretera. Pero he de reconocer que, aunque soy de Gotland, nunca había estado aquí arriba antes.
– Está muy desolado, parece un paisaje fantasmal.
– Sí -aseguró Karin-. Parece totalmente alejado de la civilización.
El coche avanzaba dando tumbos por un terreno cada vez más accidentado y Karin empezaba a preguntarse si llegarían o se quedarían parados en algún sitio. Justo cuando ya empezaba a buscar un lugar donde dar la vuelta, descubrió un automóvil aparcado arriba, en el bosque, y más adelante había otro. Reconoció el viejo Mercedes de Knutas.
Karin aparcó al lado y se deslizaron hacia la granja con el máximo sigilo.
La expresión del rostro de Eskil Rondahl apenas cambió cuando descubrió a Johan con la caja en la mano. Sólo los ojos revelaron un atisbo de sorpresa. Era la segunda vez que se encontraban ese día.
– ¿Qué cojones haces aquí?
– Eso mismo iba a decir yo.
Johan le acercó las cajas.
Rondahl no contestó. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo, con torpeza, como si no supiera qué hacer. Se quedaron así un rato, mirándose el uno al otro.
– ¿Quién eres?
– Me llamo Johan Berg y soy periodista.
– ¿En un periódico?
– En la televisión, en Noticias Regionales de la Televisión Sueca.
– ¿Me has estado siguiendo?
Se iba acercando despacio mientras hablaba. Johan dio un paso atrás mirando disimuladamente a los lados. ¿Dónde cojones estaba Knutas? ¿Y Pia?
Rondahl daba vueltas a su alrededor como un animal carnívoro a punto de atacar a su presa.
Johan no sabía qué hacer. La puerta estaba cerrada y no había visto ninguna otra salida. Fuera todo parecía en silencio. Se encontró de pronto en una situación que no controlaba en absoluto. No había contado con acabar poniéndose él mismo en peligro. La imagen de su hija cruzó su mente. Maldijo su propia estupidez. ¿Cómo había podido meterse en aquello sin pensar en las consecuencias? Se trataba de tres asesinatos. Pensó en Emma.
Vio las paredes blancas con el revoque desconchado, los viejos compartimentos donde en su día estuvieron las vacas atadas en hilera, encadenadas sin posibilidad de huir, como él mismo. Observó cómo se le habían nublado los ojos a Rondahl y se dio cuenta de que aquel hombre, que parecía tan discreto, en realidad era peligrosísimo. Estaba cara a cara con el asesino.
Las ventanas estaban oscuras, la negrura de fuera se le metió en el cuerpo, oprimiéndole el corazón y paralizándole el cerebro. Entonces descubrió el resplandor de un cuchillo en la mano de aquel hombre. Al principio creyó que lo había visto mal, pero entonces volvió a brillar. Un terror frío le comprimió el cuello como una cinta. Se quedó petrificado. No conseguía pensar claro. No sabía cuántos segundos o minutos pasó allí inmovilizado. Entonces despertó de su letargo e intentó sin éxito huir hacia la puerta. Al instante tenía al hombre encima de él y sintió un dolor ardiente en el vientre.
Johan se desplomó en el suelo.
Karin y Kihlgård se dirigieron corriendo a la granja y vieron a Knutas pegado a una de las paredes alargadas.
– ¿Qué pasa aquí? -susurró Karin mientras miraba con curiosidad a través de la ventana.
– Están practicando algún rito. Tanto Eskil Rondahl como Aron Bjarke están ahí dentro y Bjarke parece el líder, como veréis. No sé lo que significa, pero parece que están bebiendo sangre.
– ¿Hablas en serio?
Kihlgård se encogió lo mejor que pudo teniendo en cuenta su enorme corpachón.
Knutas empezaba a estar preocupado de verdad. Los refuerzos que había pedido tardaban en llegar y se preguntaba dónde se habían metido Johan y Pia.
– ¿Quién es Rondahl? -preguntó Karin.
Knutas se agachó y buscó con la mirada entre las misteriosas figuras de la sala. No podía ver a Rondahl en ningún sitio. Sin duda había abandonado la sala sin que Knutas se diera cuenta.
– Johan y Pia también han desaparecido -dijo Knutas entre dientes-. Y de eso hace ya un buen rato.
Pia estaba en la postura más incómoda que uno pueda imaginarse. Había encontrado una escalera en el exterior de la casa, había subido al piso de arriba y había localizado una trampilla que logró abrir de manera que podía ver todo el cuarto de estar.
Allí podía tumbarse y filmar sin que nadie la molestara mientras a ninguno de los participantes le diera por alzar la vista y mirar detrás de la araña de cristal que colgaba del techo.
Nunca habría podido imaginarse que las cosas que ocurrían en aquella sala sucedían en la realidad.
Algunos participantes tenían figuras en la mano y las mojaban en cuencos cuyo contenido realmente parecía sangre. Intentó enfocar las esculturas con el zoom para poder distinguir lo que representaban. Una mujer estaba besando su escultura y, para horror de Pia, luego empezó a lamer la sangre con aplicación.
Reconoció a Aron Bjarke, que también actuaba de una manera muy extraña. Tenía el rostro contraído y la mirada fija mientras agitaba las manos en el aire y pronunciaba conjuros que ella no podía entender.
Puso en marcha la cámara con la esperanza de que las imágenes se grabaran con nitidez.
De repente ocurrió algo. Se abrió la puerta y entró el hombre que había abandonado la sala hacía un rato. Parecía alterado. Entonces lo reconoció: era el de la grabación, Eskil Rondahl. Pia observó que tenía sangre en la ropa y en las manos, pero no recordaba si la tenía ya antes de salir de la sala. Podía ser de los cuencos que se habían pasado.
Eskil se acercó a Aron y le susurró algo al oído. La cara de Aron cambió inmediatamente. Se dio media vuelta hacia Eskil y hablaron sin que nadie los oyera. Pia maldijo para sus adentros. Ahora sólo se le veía la espalda.
De pronto vio a través del objetivo de la cámara cómo Aron le decía algo al hombre del tambor y los golpes acompasados cesaron al instante. Uno tras otro los participantes fueron advirtiendo que los sonidos habían cesado y detuvieron sus movimientos mirando sorprendidos a su alrededor. Aron levantó la mano y empezó a hablar. Pia oyó cómo ordenaba a los presentes que se fueran a casa y volvieran al día siguiente por la tarde, cuando se esperaba luna llena, para completar el rito. Si volvían todos entonces podrían experimentar algo extraordinario.
Algunos intentaron preguntar pero Aron alzó la mano y sonrió levemente.
Justo en el momento en que notaron que Eskil Rondahl había desaparecido, éste volvió. Vieron cómo se acercaba a su hermano, cómo Aron se dirigía a los reunidos y cómo entre ellos se produjo cierto desconcierto cuando interrumpieron el rito. Los participantes fueron saliendo uno tras otro de la casa. La luz de la luna obligó a los tres policías a retroceder hasta la esquina de la granja y desde allí les costaba oír lo que decían y ver a los que salían. Ni Knutas ni Karin habían reconocido a nadie de la mística secta, aparte de Aron y Eskil. Como llevaban la cara pintada era difícil distinguir los rasgos.
Knutas volvió a pensar con preocupación en Johan y en Pia. ¿Dónde se habrían metido? Tenía miedo de que les hubiera ocurrido algo.
¿Dónde demonios estaban los coches de la policía?
Decidieron esperar a que se marcharan los invitados para asaltar la granja. Al mismo tiempo que desaparecía el último coche detrás del recodo se abrió la puerta de la casa y salieron los dos hermanos. Cruzaron el patio a toda prisa en dirección al establo, que estaba a oscuras. Con expresión tensa entraron y cerraron bien la puerta. Se encendió la luz.
Knutas sintió una punzada en el estómago y pidió a sus colegas que se dieran prisa. Los tres corrieron hacia el establo. Cuando el comisario miró a través de la ventana, se confirmaron sus temores. Los dos hermanos estaban inclinados sobre alguien tendido en el suelo y Aron tenía un cuchillo en la mano.
El hombre tendido en el suelo era Johan. No pasaron más de unos segundos antes de que Knutas, seguido de sus colegas, irrumpieran en el establo con el arma en la mano.
– ¡Policía! -gritó Knutas-. ¡Manos arriba y suelta el arma!
Aron y Eskil estaban inclinados de espaldas a la puerta y se quedaron congelados en aquella postura.
– ¡Suelta el cuchillo! -repitió Knutas.
Intentó ver si Johan seguía con vida, pero su cuerpo permanecía oculto. Los dos hombres se levantaron lentamente y se dieron la vuelta. Pese a que Knutas había visto a Aron varias veces, casi no pudo reconocerlo. Tenía la cara cambiada, pero Knutas no acababa de comprender de qué manera. Su expresión era diferente, la máscara había caído y a Knutas le sorprendió lo parecidos que eran los dos hermanos.
Aron no hizo aún ningún ademán de soltar el cuchillo. Miró a Knutas con una mirada distraída, como si no estuviera del todo presente en la estancia.
– ¡Suelta el arma! -gritó Knutas por tercera vez.
Sintió la presencia de Karin y de Kihlgård, uno a cada lado, justo detrás de él. Apuntaban con las armas a los hermanos.
Knutas tuvo que hacer un gran esfuerzo por permanecer quieto. Estaban perdiendo un tiempo precioso mientras la vida de Johan, que permanecía inmóvil en el suelo, quizá pendiera de un hilo. «Tenemos que pedir una ambulancia -pensó-, no se vaya a morir aquí».
Poco a poco Aron soltó el cuchillo y éste cayó al suelo con un sonido hueco. Inmediatamente avanzaron los policías y cogieron a los hermanos.
Johan yacía en el suelo, con la cara blanca y los ojos cerrados. Bajo su cuerpo había un gran charco de sangre, que había empapado su ropa.
– Tiene pulso, pero es débil -dijo Karin.
Se abrió la puerta y entró Pia con la cámara en la mano. Cuando vio a Johan, gritó y corrió hacia él.
– Está vivo -dijo Karin-. Pero está gravemente herido.