Lunes 26 de Julio

El domingo por la tarde Knutas intentó varias veces ponerse en contacto con Mellgren pero no consiguió dar con él. No contestaba al móvil y cuando habló con Susanna Mellgren a última hora de la tarde, seguía sin noticias de su marido.

Todo el asunto era, cuando menos, desconcertante. Mellgren había sufrido la misma experiencia terrorífica que Gunnar Ambjörnsson. Sin embargo, según su mujer, no parecía particularmente preocupado.

Knutas había salido de casa sin desayunar. Tenía prisa por llegar a la comisaría. Ya en el trabajo se sacó una taza de café y un bocadillo de las máquinas expendedoras. Un panecillo de centeno con queso y unos trozos secos de pimiento eran lo único que quedaba. Y había estado allí todo el fin de semana, claro.

Sonó el teléfono de su despacho justo cuando estaba tratando de sacar el bocadillo del estrecho compartimento. Mientras iba por el pasillo para coger el teléfono se le cayó la mitad del café al suelo, soltó una maldición y sólo pidió que no le hubiera salpicado nada en los pantalones.

Era Staffan Mellgren.

– Siento no haber podido llamar antes, pero he estado muy ocupado y se me olvidó el móvil en casa -se disculpó.

– ¿Por qué demonios no dijo nada de la cabeza de caballo?

– Me sentí aterrado, no sabía qué hacer.

– ¿Sabe si hay alguien que quiera hacerle daño?

– No lo creo.

– ¿Ha estado involucrado en alguna pelea o ha discutido con alguien últimamente?

– No.

Así que Mellgren aseguraba ahora que se sintió aterrado. Eso encajaba mal con la versión de su mujer. Sin duda, estaba ocultando algo.

– ¿Es decir, que no tiene ni idea de por qué esa cabeza de caballo acabó en su casa?

– Cierto.

– ¿Me quiere contar la verdadera razón por la que no llamó a la policía cuando descubrió la cabeza del caballo?

– ¡Por Dios! ¿Es que no oye lo que le digo? -bramó Mellgren indignado-. Quedé conmocionado y no supe qué hacer. Entonces recordé que una de mis alumnas había sido asesinada y me pregunté si podía existir alguna relación entre ambas cosas.

– ¿Qué relación podría haber, según usted?

– ¿Cómo cojones quiere que lo sepa?

– Este asunto de la cabeza del caballo no puede, bajo ningún pretexto, salir a la luz pública. ¿Se lo han contado a alguien?

– No, claro que no.

– No se lo digan a nadie, por el amor de Dios, de lo contrario tendrán un periodista detrás de cada arbusto.

– Susanna y yo ya hemos hablado de ello, y los niños no saben nada. Los únicos que lo saben son sus padres y no dirán nada.

– Está bien. Ahora voy a hacerle otra pregunta, y quiero que sea sincero de una vez por todas. ¿Qué relación había realmente entre Martina y usted?

Mellgren suspiró de modo ostensible.

– Ya se lo he dicho, no había nada entre nosotros.

– Ya me ha mentido anteriormente a la cara cuando afirmaba que todo estaba bien entre su mujer y usted -le soltó Knutas irritado-. Su mujer ha confesado sus infidelidades, que continuamente tiene nuevas aventuras. Perdone la franqueza, pero me parece que tiene, por decirlo suavemente, un matrimonio bastante mediocre. ¿Por qué iba a creerlo ahora?

Knutas no obtuvo ninguna respuesta. Mellgren ya había colgado el teléfono.


Knutas abrió la reunión de la Brigada de Homicidios contando lo de la cabeza del caballo en casa de Mellgren.

– ¿Qué es lo que está pasando aquí en realidad? -gritó Kihlgård tan indignado que las migas de pan formaron remolinos. Tenía la boca llena de pan de centeno de Gotland recién salido del horno.

– Sí, parece que esto no hace más que complicarse -suspiró Knutas-. Mellgren encontró la cabeza de caballo clavada en la punta de una estaca al lado del gallinero el sábado por la noche. Nosotros no tuvimos conocimiento de ello hasta ayer por la tarde, cuando llamó su mujer. Al parecer él quería que lo mantuvieran en secreto.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Kihlgård.

– Él me ha dicho que se sintió presa del pánico y no sabía qué hacer. Al mismo tiempo Susanna Mellgren asegura que parecía de lo más tranquilo cuando encontraron la cabeza. Las versiones de ambos son diametralmente opuestas. Hay algo que no encaja, es evidente. Pero ese asunto en concreto de momento lo dejaremos a un lado. Lo que quiero discutir antes de nada es qué significado tiene el hecho de que Mellgren haya sufrido el mismo incidente esperpéntico que Gunnar Ambjörnsson.

– Se trata de una amenaza, igual que la cabeza aparecida en casa de Ambjörnsson -constató Norrby sin más.

– Aunque él, que sepamos, no ha recibido ninguna otra advertencia después -terció Wittberg.

– ¡Qué raro! -exclamó Karin poniendo los ojos en blanco-. Pero si ha estado en el extranjero desde entonces.

– Volverá dentro de una semana -cortó Knutas-. Y la seguridad de estas personas puede estar amenazada. Deberíamos sopesar la conveniencia de ponerles vigilancia.

– ¿Disponemos de recursos para hacerlo? -preguntó Karin arqueando las cejas.

– En realidad, no.

– Pero ¿realmente hay motivos para considerar que Mellgren está amenazado? -objetó Wittberg-. Quizá esté él mismo implicado en esto. ¿Por qué no denunció inmediatamente el incidente? ¿Y por qué se mostró tan frío? Eso, al menos a mí, me resulta sospechoso.

– Absolutamente -afirmó Karin-. Mellgren tiene que tener un muerto en el armario. Disculpa la metáfora.

– Además ha tenido un montón de aventuras. ¿No podría tratarse de alguna amante vengativa?

Kihlgård parecía entusiasmado con su hipótesis conspiratoria.

– ¿Y que también tenía una relación con Ambjörnsson? -replicó Karin-. ¿Estás hablando de una mujer enamorada que en un momento de pasión mata caballos y los degüella para colocar luego las cabezas empaladas en las casas de sus antiguos amantes? No suena muy creíble, la verdad.

Le dio un codazo cariñoso en el costado a su colega.

– No infravalores nunca la fuerza del amor -la pinchó Kihlgård con voz solemne amenazándola con el índice como un predicador mormón.

– Dejaos ahora de tonterías -interrumpió Knutas enojado-. Esto no es el patio de recreo. Tenemos que recabar más información acerca de Mellgren. ¿Quién es en realidad? ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Está metido en política? ¿Qué relación puede haber entre él y Ambjörnsson?

– Sí, merece la pena investigarlo. Quizá se enfrentaron a propósito en alguno de los proyectos urbanísticos. En los proyectos inmobiliarios se suele consultar a los arqueólogos -sugirió Kihlgård.

– Aquí, en Gotland, tienen que hacerlo en casi todas las construcciones -explicó Karin-. La isla está literalmente plagada de tesoros arqueológicos.

– Otra cosa que merece la pena indagar, como bien dice Wittberg, es por qué permaneció indiferente después de descubrir la cabeza de caballo, eso es al menos lo que afirma su mujer -dijo Knutas-. Pero a mí me ha dicho que se sintió presa del pánico, y que por eso no se puso inmediatamente en contacto con la policía.

– Muy extraño -Kihlgård se rascó la cabeza-. Ese tipo miente, está claro.

– Debe de ser un tipo duro de verdad -terció Karin-. Primero su mujer se ve expuesta al espanto de que le coloquen en su casa una cabeza de caballo clavada en una estaca y ¿qué hace su marido? Se larga y la deja sola, aterrada y conmocionada, con los cuatro niños. Y por si no fuera suficiente, ¡se niega a decir adonde va!

– Pasa totalmente de ella, eso es evidente -constató Wittberg.

– Ya habíamos sido capaces de llegar a esa conclusión -dijo Knutas-. Pero ¿adonde fue con tanta prisa?


Elevaba un espejo invisible en la mano en el que veía a sus padres. A veces sus caras desaparecían; hiciera lo que hiciese, no conseguía que volvieran a aparecer. Había sufrido una interferencia.

A primera hora de la tarde, cuando estaba pintando la áspera superficie de la fachada con pasadas rítmicas, y en el aire se respiraba paz y tranquilidad, apareció el hombre por detrás de la fachada lateral de la casa.

No es que aquello fuera ninguna sorpresa para él, esperaba al visitante. El encuentro habría podido acabar en desastre, pero había logrado contener su ira. Habían conversado y estaba enojado porque el intruso había conseguido su propósito de alterarlo.

Cuando se marchó, se sintió destrozado y le llevó un buen rato volver a encontrar un cierto equilibrio. Entonces su convicción se fortaleció y en su imaginación pudo saborear por adelantado la dulzura de la venganza.

Se sentó en el montículo que había formado hacía sólo unas semanas, otro lugar sagrado que le transmitía paz interior.

La tierra ocultaba sus secretos, la verdad palpitaba bajo su superficie pugnando por salir al exterior. Pronto llegaría el momento. El laberinto por el que había peregrinado a lo largo de toda su vida estaba a punto de abrirse. Las esquinas y los recovecos, los desvíos y callejones sin salida, los oscuros escondrijos, todo salía a la luz, se volvía claro y sencillo y le infundía esperanzas en una vida mucho mejor.

Pensó en un poema que había leído en la escuela y que tenía guardado desde entonces. Lo había escrito Carl Jonas Love Almqvist, «No estás solo»: «Si entre mil estrellas sólo una te mira, confia en lo que te dice esa estrella, cree en el brillo de sus ojos…».

A él lo miraron, no sólo una, sino varias.


Justo cuando Knutas estaba empezando a pensar en dejarlo por ese día e irse a casa, llamaron a la puerta. Era Agneta Larsvik. La mujer, habitualmente tan prudente, tenía una expresión de excitación en la mirada y se movía con gestos agitados al sentarse en la silla de las visitas de Knutas.

– Acabo de llegar de la casa de los Mellgren -explicó-. Como ya sabes he pasado el fin de semana en Estocolmo y no he llegado aquí hasta las tres de la tarde. En cualquier caso, he ido hasta la granja que tienen en Lärbro, aunque no había nadie. No conseguía ponerme en contacto ni con Staffan Mellgren ni con su mujer, así que me la jugué, quería ir allí cuanto antes.

Se acercó hacia Knutas.

– Lo de la cabeza de caballo clavada en una estaca es grave, muy grave. Creo que Mellgren necesita protección inmediatamente.

– ¿Por qué?

– La lectura que yo hago de ello es que el autor de los hechos se ha crecido después del primer asesinato y por eso en esta ocasión quiere anunciar su llegada. Ha enviado un aviso. Al mismo tiempo, está tan convencido de que va a cometer el crimen que no importa que la persona esté advertida. Al contrario, eso le hace sentirse más seguro de su éxito. Me atrevería a afirmar que la cabeza de caballo podría significar una amenaza de muerte.

– Pero Martina no recibió ninguna cabeza de caballo antes de que la asesinaran.

– No, así es. Por dos razones. Por una parte, él se ha vuelto más duro y, por otra, porque Martina vivía con otras muchas personas, era más difícil enviarle una a ella personalmente.

– En ese caso, tu análisis significa que Ambjörnsson también está amenazado de muerte.

– Claro. Probablemente la única razón de que no le haya sucedido nada hasta ahora es que está en el extranjero.

– Por suerte no ha salido a la luz pública nada acerca de las cabezas de caballo, al menos no le vamos a conceder esa satisfacción al agresor. Y la que apareció en casa de los Mellgren no lo sabe nadie fuera de aquí.

– Bien. Seguid así. Es importante que no salga en los medios de comunicación, eso sólo lo volvería aún más exaltado.

– ¿Pero me estás diciendo completamente en serio que este hombre va a volver a matar a más gente?

– Eso me temo. Otra cuestión es cuánto tiempo tardará, pero el riesgo de que pronto vuelva a cometer otro asesinato es evidente. Ahora que ha probado esa experiencia querrá repetirla de nuevo.


Al terminar la jornada laboral Mellgren se fue a casa en coche. Su mujer le había dejado un mensaje en el móvil diciéndole que se iba con los niños a Ljugarn, a casa de sus padres. No quería permanecer en la granja después del incidente con la cabeza del caballo.

Pasó por la universidad para buscar algunos papeles en su despacho. El parque de Almedalen, situado al borde del agua, estaba lleno de gente tomando el sol, perros, cochecitos de niños y jóvenes con sus aparatos estereofónicos. Montones de jóvenes se encaminaban a la After Beach que había en la piscina natural de Kallbadhuset. Habían transportado hasta allí arena desde diferentes playas de Gotland y habían construido una playa de arena fina en medio de la ciudad sobre la orilla antes pedregosa. La After Beach de Kallbadhuset era muy popular. Después de escuchar la actuación tomando una cerveza, uno podía continuar de marcha por los bares que había por los alrededores. Casi le entraron ganas de acercarse hasta allí.

La universidad estaba vacía y la recepción cerrada. Recogió sus papeles y cuando se dirigía al coche, pasó a su lado un grupo de jóvenes. Hablaban y se reían, y le pareció que una de las chicas, una guapa rubia, le dirigió una amplia sonrisa. Se detuvo, los siguió con la mirada y vio que entraban en Kallbadhuset. Oyó que en ese momento empezaba la actuación musical. Eso bastó para que se decidiera. Volvió a subir a toda prisa a su despacho. Agarró una toalla y jabón, que guardaba en su armario del despacho, bajó a los vestuarios y se dio una ducha rápida. Se puso un poco de loción para después del afeitado y ropa limpia. Siempre tenía al menos una muda en el trabajo. No era la primera vez que decidía no volver directamente a casa.

De nuevo en la calle, se sintió animado y caminó hasta Kallbadhuset. Es verdad que pasaba de los cuarenta, pero parecía joven para su edad. Era alto, delgado y estaba en buena forma física, y su cabello era tan fuerte y abundante como cuando tenía veinte. Staffan Mellgren aguardaba la noche con expectación.


Knutas había escuchado la opinión de la psiquiatra sobre el peligro que corrían Gunnar Ambjörnsson y Staffan Mellgren con creciente inquietud. Esperaban el regreso de Ambjörnsson a Gotland dentro de una semana. Mientras estuviera en Marruecos no corría ningún peligro. Sin embargo, Mellgren necesitaba protección inmediatamente. Knutas había llamado un par de veces al móvil del responsable de las excavaciones sin obtener respuesta.

Según su esposa, Susanna, que se encontraba en Ljugarn en casa de sus padres, Mellgren habría trabajado como de costumbre en Fröjel y después volvería a casa. Nadie contestaba en el teléfono de la granja, pese a que la jornada laboral debía de haber terminado hacía ya un buen rato.

– ¿Puede ser él el asesino?

La voz de Karin parecía escéptica cuando se subieron al coche para dirigirse a la zona de las excavaciones.

– Me cuesta creerlo, pero ya hemos visto tantas cosas que no me sorprendería -dijo Knutas impasible mientras avanzaba entre los coches de la carretera. En julio el tráfico era denso en la carretera costera entre Klintehamn y Visby.

Martin Kihlgård, que iba en el asiento de atrás, se inclinó hacia delante entre sus dos colegas y les alargó una bolsa de patatas fritas. El coche apestaba a patatas fritas con cebolla. Knutas rechazó ostensiblemente el ofrecimiento y bajó el cristal de la ventanilla, mientras que Karin las aceptó encantada.

– Me cuesta mucho creer que Mellgren sea el asesino, la verdad -masculló entre dos bocados-. Sería bastante torpe quitarle la vida a una de sus alumnas, en especial si resulta que tenía una aventura con ella. Y parece inconcebible que además utilizara su propia estaca para clavar en ella la cabeza del caballo. ¿Y de dónde demonios sacó la primera cabeza de caballo? Sabemos que no se trataba del mismo caballo. ¿No hemos recibido aún ninguna denuncia por la desaparición de algún caballo?

– Ni una siquiera -respondió Knutas secamente-. Y tampoco ha dicho nadie que Mellgren sea el asesino.

– Entonces me apostaría algo a que es su mujer -continuó Kihlgård imperturbable-. Ella ha tenido tanto la oportunidad como motivos. El tipo le era manifiestamente infiel, y podría haber tenido una aventura con Martina Flochten. Sabemos que ella se veía con alguien a escondidas y quizá fue la gota que colmó el vaso. Dios mío, la pobre chica sólo tenía veintiún años. Luego Susanna Mellgren intenta poner en escena lo de la cabeza del caballo para advertir a su marido, para amenazarlo. Si hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. Esto es mucho más refinado. Quiere que él entienda que va en serio. Que si no acaba con sus aventuras amorosas, correrá la misma suerte.

Visiblemente satisfecho de su razonamiento, Kihlgård volvió a echarse hacia atrás y a hundir la mano dentro de la bolsa de patatas.

– ¿Así que crees que Susanna Mellgren piensa volver loco de miedo a su marido si a partir de ahora no se conforma con estar sólo con ella?

Karin parecía escéptica.

– En todo caso, no sería la primera en la historia. A mí me parece que es la única que tiene un motivo evidente.

– Debo reconocer que me cuesta comprender que alguien quisiera quitarle la vida a Martina Flochten. Un drama por celos podría explicar las cosas -convino Knutas-. Pero ¿por qué iba a emplear su mujer un método tan complicado?

– Quizá lo haya hecho para despistar -aventuró Kihlgård-. Hacerlo todo místico, ritual, aunque no tenga nada que ver con ese asunto.

Tomaron el desvío al llegar a la iglesia de Fröjel y condujeron todo el camino cuesta abajo hasta llegar a la zona de las excavaciones. En el último tramo fueron dando tumbos. Aquello se veía demasiado silencioso y vacío. Los carros estaban bien cerrados y todo parecía recogido tras la jornada de trabajo. Algunas cuadrículas estaban cubiertas con plásticos.

– Ajá -soltó Kihlgård-. Pues aquí parece que no está.

Knutas sintió cómo crecía su irritación. «Tenemos que dar con él», pensó. «Enseguida.»

– Vamos a la universidad, puede que esté allí.

Tenía el triste presentimiento de que no había tiempo que perder.


Eran las siete de la tarde cuando Staffan Mellgren abandonó Kallbadhuset para volver a casa. La banda había dejado de tocar y los jóvenes se dirigían hacia los bares de la ciudad. Había optado conscientemente por ser discreto, ya que se encontró con algunos estudiantes de la universidad y éstos, al verlo, lo saludaron. Eso era algo que detestaba de Gotland, que uno no podía ir de incógnito a ningún sitio.

Cogió el coche pese a que había tomado dos cervezas. Condujo hacia las afueras de la ciudad, donde la gente iba paseando hacia los restaurantes y las zonas de ocio nocturnas. La temporada turística estaba en su culmen, Visby era un hervidero de gente y le daba un poco de pena tener que dejar todo aquello y regresar a su casa en el pequeño Lärbro.

El móvil seguía en el asiento del acompañante y vio que había recibido un montón de mensajes, pero no se preocupó de comprobar de quién eran, seguro que eran de Susanna y en aquel momento no podía soportar su preocupación y sus continuas críticas.

Las gallinas cacareaban ruidosamente en el patio de la granja cuando llegó. Sí, claro, tenía que echarles de comer, se le había olvidado hacerlo por la mañana.

En el frigorífico encontró unos tomates que parecían cualquier cosa menos frescos. Servirían para las gallinas. Susanna había dejado en una de las bandejas una caja de helado de plástico con cascaras de huevos, restos de comida y pan duro.

Cogió la caja y se dirigió al viejo establo, que usaba sólo como trastero y en invierno como garaje. Al fondo, en el extremo transversal del edificio, estaba el gallinero. Cuando abrió la puerta fue con cuidado para no pisar a ninguno de los pequeños pollitos amarillos que piaban alrededor de sus piernas. Allí había un alboroto tremendo. Dejó la caja con la comida y llenó el comedero con pienso para las gallinas ponedoras.

De pronto oyó cerrarse la puerta del establo. Estaba en cuclillas, se levantó con cuidado y dejó el saco de pienso a un lado. Las gallinas seguían cacareando y resultaba imposible oír cualquier otra cosa. Se deslizó hasta el hueco de la puerta y miró dentro del propio establo.

Pasó la vista por las paredes desnudas, llenas de cagadas de moscas y de telarañas. Las ventanas estaban tan sucias que la luz de la tarde apenas penetraba. Los viejos pesebres de la cuadra, en desuso desde hacía mucho tiempo, estaban dispuestos en hilera separados por paredes. La puerta debe de haberse cerrado sola -pensó-, pero cuando iba a darse la vuelta descubrió que algo había cambiado. Habían movido de sitio y dado la vuelta a la vieja bañera, que llevaba años boca abajo junto a otros trastos viejos.

Se acercó desconcertado y comprobó, para su asombro, que estaba llena de agua hasta los bordes. No tuvo tiempo de pensar quién habría estado allí o con qué fin se había usado la bañera.


La universidad estaba cerrada y tuvieron que llamar al guardia de seguridad para que les abriera. Aquello estaba muerto, en una calurosa tarde de julio no quedaba allí dentro ni un alma. Subieron por las escaleras hasta el pasillo donde se encontraba el despacho de Mellgren. La puerta estaba cerrada con llave. El vigilante rebuscó en un enorme llavero y abrió la puerta.

El despacho de Mellgren estaba tan vacío como el resto de las salas que habían recorrido. Flotaba en el cuarto un ligero aroma a after shave.

– Es el mismo que suele usar Mellgren -aclaró Karin-. Reconozco el perfume.

Knutas registró enseguida el escritorio pero no pudo encontrar nada de interés. Sobre la silla colgaba una toalla húmeda.

– Eso significa que ha estado aquí -dijo Knutas-. Y se ha duchado. ¿Por qué no fue a casa y se duchó allí?

– Porque iba a dar una vuelta por la ciudad, evidentemente -bromeó Kihlgård-. Querría aprovechar ahora que su mujer está fuera.

– Eso en el caso de que no tuviera otra cosa en mente -respondió Knutas. Marcó el número de teléfono de su casa. Seguían sin responder. Llamó también a Susanna Mellgren, pero su marido todavía no se había puesto en contacto con ella.

– Será mejor que vayamos a comer algo -propuso Kihlgård-. Estoy muerto de hambre.

– ¿Es que no puedes pensar más que en comer? -soltó Knutas-. Voy a Lärbro, ¿me acompañáis o llamo a Wittberg?


Cuando llegaron a la granja había empezado a oscurecer. Se veía luz en todas las ventanas y había un coche aparcado en el patio. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave y entraron. La casa tenía las luces encendidas, pero estaba en silencio. Miraron en todas las habitaciones y no les llevó mucho rato comprobar que estaba vacía.

Salieron otra vez al patio y vieron la puerta del establo abierta. Lo único que se oía era el ruido de las gallinas que cloqueaban de vez en cuando.

La cuadra parecía llevar bastante tiempo en desuso. Al fondo había una puerta entreabierta. Dentro había luz. Los tres policías cruzaron una mirada. Se acercaron con sigilo a la puerta. Les golpeó la nariz un virulento olor a orina y amoniaco procedente de lo que debía de ser el gallinero. Cuando cruzaron el umbral se encontraron con un escenario tan inesperado como aterrador.

De un gancho del techo, por encima de las gallinas que dormían perfectamente alineadas en sus palos, colgaba Staffan Mellgren. Estaba desnudo y alguien le había hecho un corte en el vientre del que había manado sangre, pero en el suelo, debajo de él, sólo había un pequeño charco. Knutas se quedó sin aliento. En su mente relampagueó un escenario similar. Martina colgada en medio del verdor estival. Juventud y maldad, muerte repentina. Aquí era la sangre roja contra las plumas blancas.

Todo era una cuestión de contrastes.

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