Al día siguiente Staffan Mellgren se quedó bastante tiempo en la zona de excavaciones. La noche anterior se le había hecho tarde. Estaba cansado y con resaca, pero prefería trabajar antes que tener que explicarle a Susanna por qué se había quedado a dormir en la ciudad. Aunque sospechaba que su esposa sabía lo que hacía y que no le preocupaba lo más mínimo si veía a otras mujeres, era como si disfrutara fingiendo lo contrario. Interpretaba el papel de esposa crédula, injustamente tratada, sólo por el placer de verlo sufrir.
En el coche, de camino a casa, llamó a Susanna, quien tras la discusión de rigor aceptó el pretexto de que tenía mucho trabajo extra y, ofendida, le echó en cara que era la tercera vez que no cenaba en casa aquella semana. Él le siguió el juego y le explicó que tenía mucho que hacer durante las excavaciones propiamente dichas del curso. Cosa que por otra parte era totalmente cierta. Y más en esta ocasión, ya que las excavaciones se habían retrasado como consecuencia de la muerte de Martina Flochten y de la conmoción y el ambiente que se había creado entre los estudiantes que participaban en ese curso. Algunos decidieron dejarlo, pero la mayoría seguía, algo por lo cual les estaba muy agradecido. Habían pasado tres semanas desde el asesinato y aún recordaban constantemente lo sucedido. El hecho de que no hubieran detenido a ningún culpable no contribuía precisamente a mejorar la situación. Eso era lo que Mellgren trataba de explicarle a su esposa, pero ella no se tragaba la píldora y lo acusaba de descuidar a su familia. Staffan había perdido ya la cuenta de las veces que se lo había dicho. Se arrepentía más que nada de haberla llamado y trató de ablandarla ofreciéndose a echar de comer a las gallinas cuando llegara a casa.
Vivían en Lärbro, unos treinta kilómetros al norte de Visby, así que aún tenía que conducir un trecho. Puso el volumen del estéreo a tope y disfrutó de la música. Le ayudaba a relajarse.
Se preguntó cuándo desapareció el amor entre ellos. No recordaba cuándo fue la última vez que vio algo de calor en su mirada. Vivía en un frío matrimonio ficticio en el que hacía mucho tiempo que se les atragantó la risa. Quizá fuera inevitable el divorcio, pero él era demasiado cobarde para dar el primer paso.
Lo retenían los niños. Eran tan pequeños todavía, el mayor sólo tenía diez años. No tenía fuerzas ni ganas de romper su matrimonio justo ahora. Eso tendría que esperar. Entre tanto tendría que hacer lo que pudiera para soportarlo. Y eso era lo que hacía.
Cuando giró y entró en el patio todo estaba en silencio. A esas horas los niños estarían acostados. Lo mejor sería ir directamente al gallinero.
Su granja tenía vistas sobre los prados y los campos de cultivo. Contempló la casa de piedra revocada en blanco, las ventanas pintadas de azul con sus cortinas y macetas, y el porche con sus filigranas de madera. A un lado estaba el taller donde su mujer moldeaba sus cacharros de barro, tenía hasta su propio horno. ¡Cuánto la había admirado antes por ello! ¿Cuándo fue la última vez que hablaron de sus tiestos?
El ruinoso establo que habían proyectado pintar durante el verano seguía como estaba. De momento los planes se habían quedado en eso. ¿Para qué iban a pintar? ¿Qué sentido tenía hacerlo? Ninguno.
De pronto lo invadió la melancolía y se sentó en el banco que había fuera del taller de alfarería y apoyó la cabeza entre las manos. Enseguida iría a echar de comer a las gallinas, sólo tenía que sacar fuerzas primero. Habían convertido la mitad del establo en gallinero. Aunque ahora ya diera igual. Al principio, cuando estaban enamorados y dejaron Visby para vivir en el campo, la idea de tener un gallinero les pareció muy romántica a los dos. Después fueron pasando los años, el romanticismo desapareció y las gallinas se quedaron allí.
Sentía cómo se le escapaba la vida mientras él permanecía en el borde mirando. Los días llegaban y se iban sin que ocurriera nada. Su mujer y él continuaban con sus pequeñas discusiones habituales, no tenían ninguna vida sexual y las cosas cotidianas se sucedían unas a otras en una corriente sin fin.
Ahora hacía bastante tiempo que no tenían una bronca de verdad, no les quedaban ganas ni para discutir. Sólo aquella acritud y un creciente distanciamiento. Y no es que él necesitara su cariño. Ya no lo necesitaba.
Se levantó y cruzó lentamente el patio en dirección al gallinero. La noche era hermosa y apacible. El perfume a jazmín procedente de los arbustos que había delante de la casa se mezclaba con el olor a gallinaza.
Las gallinas daban vueltas por el patio picoteando acá y allá con suaves cloqueos. Esta noche estaban más calladas que de costumbre.
De repente advirtió que había algo que asomaba por encima de la puerta abierta del establo. Estaba demasiado lejos para poder ver lo que era, pero allí había algo, eso estaba claro. De vez en cuando se vislumbraba tras el balanceo de las ramas del arce que daba sombra al edificio por ese lado.
Sin saber por qué vaciló y se detuvo. Miró inseguro a su alrededor pero no pudo descubrir a nadie. De golpe se extendió por el patio una atmósfera ominosa.
Cuando se acercó lo suficiente lo invadió el miedo. A primera vista le costó comprender lo que veía. Poco a poco lo vio con claridad y su cerebro captó el sentido.
La presencia de la sanguinolenta cabeza de caballo le produjo un choque al principio, pero no tardó mucho en comprender exactamente qué significaba todo eso.