Viernes 30 de julio

Era viernes por la noche y Johan y Pia habían finalizado el reportaje de la noche. Johan estaba ansioso por salir de la redacción. Había quedado en casa de Emma y ella le había preguntado si quería quedarse a dormir. ¡Qué pregunta!

La cena la prepararía ella, puesto que él no podía salir de la redacción antes de las siete. Sara y Filip estaban en casa de su padre, lo cual a Johan le pareció bien. No tenían por qué hacer todo a la vez.

Mientras se dirigía en el coche a Roma iba imaginándose cómo sería vivir en el chalé y volver a casa cada día después del trabajo.

A casa con Emma y los niños. Se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que le gustaba la idea. Formar parte de una familia. Siempre había vivido solo y era una sensación nueva. Es verdad que había tenido algunas relaciones más duraderas en las que él y su novia habían vivido prácticamente juntos alguna temporada, pero no era lo mismo. Nunca había tenido un hogar con alguien. Y con el bebé parecía que todo se intensificaba. Algo totalmente distinto.

La idea de compartir el día a día con Emma en serio lo atraía más de lo que hubiera podido imaginarse. Oyó cómo sonaban las botellas de vino rodando en el maletero dentro de las bolsas del Systembolaget. Le sonaban las tripas. Se le hacía la boca agua al imaginarse la comida que estaría esperándolo en la mesa cuando llegara. ¡Había echado tanto de menos pasar más tiempo con Emma! Sólo poder dormirse a su lado y despertar juntos…

Inconscientemente pisó el acelerador. Esperaba que Elin estuviera aún despierta y pudiera jugar con ella un rato antes de que se durmiera. Llamó a la puerta con gran expectación y escondió en la espalda las flores que había comprado.

Cuando se abrió la puerta fue como si le dieran una bofetada. No fue Emma quien abrió sino su ex marido con Filip en brazos. El niño lloraba y tosía y tenía la cara amoratada por el esfuerzo.

– Hola, pasa.

– Hola.

Johan entró en el vestíbulo y se sintió como un idiota.

– Por cierto, ¡enhorabuena! ¡Qué guapa es! -Olle hizo un gesto hacia el interior de la casa.

Por un momento Johan no supo a quién se refería, si a Emma o a Elin.

– Gracias.

Apareció Emma en el hueco de la puerta. Le dio un rápido abrazo y le dio a la niña. Johan se sentía como un pez con la boca abierta tratando de atrapar un poco de aire. No entendía nada.

– Oye, todo se ha complicado. Filip tiene un fuerte ataque de difteria y tenemos que ir con él al hospital. No puedo llevarme a Elin. Uno de nosotros tiene que conducir y el otro ayudar a Filip cuando le da uno de esos ataques de tos. Tendrás que quedarte con ella y con Sara. Me he sacado leche, así que hay leche congelada, sólo tienes que descongelarla y calentarla en el microondas. Sara tampoco ha cenado. Te llamaré desde el hospital. Adiós.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Emma, Olle y Filip habían desaparecido ya por el sendero de gravilla. Y allí estaba él de pie mirando atónito cómo desaparecían en el coche tras una brusca arrancada.

En consecuencia, la noche resultó muy diferente de lo que él se había imaginado. En lugar de disfrutar de una cena romántica con Emma y una botella de vino, le habían dejado por primera vez solo con las niñas. Con Elin no había ningún problema, pero de qué demonios hablaba uno con una niña de ocho años, pensó un poco desesperado mientras el estómago le rugía de hambre. Dejó a Elin en el cochecito que había en la entrada, lo cual hizo que la niña empezara inmediatamente a llorar.

– Es sólo un momento, cariño -la consoló al tiempo que notó cómo le empezaba a doler la cabeza.

En el frigorífico encontró una bolsa de plástico con lo que supuso eran pechugas de pollo en adobo con las que no sabía qué hacer. Tampoco había mucho más. Lo mismo en el congelador. ¿Qué iban a cenar? Tenían que comer algo. Sacó un pequeño envase del frigorífico con la leche materna y lo puso a descongelar en el microondas. Llamó a Sara pero ésta no contestó, así que sacó a Elin del cochecito y empezaron a buscarla por la casa. Johan había estado algunas veces con Sara y con Filip, pero siempre ratos cortos y con la presencia de Emma. Esta situación lo había pillado desprevenido y se sentía torpe, y el hecho de que Elin no callara ni un minuto no contribuía a mejorar la situación ni su dolor de cabeza. Para colmo de males el cachorro no paraba de saltar a sus pies y Johan tenía un miedo terrible a tropezar con él y que Elin se le cayera al suelo. En aquel momento tenía el cerebro paralizado, era incapaz de recordar cómo se llamaba el perro.

Finalmente encontró a Sara debajo de la mesa del cuarto de estar.

La niña no había visto que él la había descubierto y durante unos segundos estuvo allí sin saber qué hacer. Luego se agachó de manera que quedó casi tumbado debajo de la mesa con Elin en brazos. El perro se puso tan contento que no cabía en sí de gozo, y entusiasmado los llenó a Elin y a él de lametones. Elin empezó a gritar de nuevo.

– Hola -le dijo a Sara, que se tapaba ostensiblemente los oídos.

¡Menudo comienzo! En realidad, después de un largo día de trabajo, no le quedaban fuerzas para ocuparse de un bebé que no paraba de llorar, de un cachorro histérico y de una niña de ocho años que se cerraba en banda. Además, muerto de hambre. Era una persona que no podía estar mucho tiempo sin comer, porque entonces el nivel de azúcar en sangre le bajaba a los pies y se ponía de muy mal humor.

Sin embargo, ahora era consciente de que él y sus necesidades debían pasar a un segundo plano. Intentó preguntarle a Sara si había alguna pizzeria en Roma. La chiquilla aún tenía las manos apretadas con fuerza contra los oídos. Entonces Johan le colocó al bebé llorando encima de las rodillas y lo soltó. Instintivamente Sara bajó las manos y lo cogió.

– Hola. Tengo hambre -dijo Johan-. Estaba pensando llamar y pedir una pizza. ¿Quieres tú otra?

La chica no contestó.

– ¡Qué bien coges a Elin! -la felicitó-. ¿Estás contenta de haber tenido una hermanita?

La niña lo miró con desconfianza, pero sin decir nada. Johan se puso en pie.

– Bueno, ahora voy a llamar para hacer el pedido. Yo quiero uno de esos deliciosos calzone y una coca-cola grande. ¿Qué te gusta a ti? ¿Una capricciosa?

– No -contestó Sara-. Hawai.

– Entonces pido una para ti. ¿Puedes sostener en brazos a Elin mientras yo llamo?

– De acuerdo.

Sara parecía algo más contenta.

– Bien, pues podemos coger el cochecito e ir a buscar las pizzas -le propuso Johan-. ¿Sabes llevar el cochecito?

– Sí, claro.

– Bien, pues nos llevamos al perro para que él también pueda dar un paseo.

– Ella. Es una perra. Se llama Ester.

– Qué nombre tan bonito -mintió Johan-. Ahora voy a coger yo a Elin, solamente le voy a cambiar el pañal y le voy a dar un poco de biberón antes de salir. Mientras tanto tú puedes poner la mesa, porque yo no sé dónde guardáis los platos y esas cosas. Sólo vengo aquí de visita. ¿Comemos delante de la tele?

– Sí. -A Sara se le iluminó la cara-. Mamá no nos suele dejar nunca -explicó-. Ni papá tampoco.

– Pero por un día podemos hacer una excepción -dijo Johan-. Ahora que sólo estamos tú y yo y Elin.

– Y Ester.

– Sí, claro, Ester también. ¿Sabes si ha comido?

– Sí, mamá le puso comida antes.

– Qué bien. Entonces por lo menos hay alguien con el estómago lleno.


Aparte del leve murmullo del televisor, la casa estaba en silencio cuando Emma entró sigilosamente dos horas más tarde. Al principio se asustó, pero cuando miró hacia el sofá del cuarto de estar se tranquilizó. En el amplio sofá de esquina estaba Johan echado hacia atrás y roncando con la boca abierta. A su lado estaban Sara y Ester, atravesadas de cualquier manera, profundamente dormidas. Y en la cuna, que Johan había colocado a su lado, dormía Elin.

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