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CARLOS MISSIARIAN llegó al Aeropuerto Internacional de Bangkok ocho horas después de que Valborg Svensson le diera la orden de venir. El jet de la compañía le sirvió bien. Su mente recordó la conversación con el suizo.

– Nuestro hombre en los CDC recibió hoy un visitante nervioso que afirmó que las mutaciones de la vacuna Raison se conservaban unidas bajo calor prolongado y específico -había informado Svensson-. El visitante dijo que el resultado sería un virus letal de transmisión por vía aérea, con una incubación de tres semanas. Uno que podría infectar la población del mundo entero en menos de tres semanas.

– ¿Y cómo este visitante se topó con esta información?

– Un sueño -había contestado Svensson después de titubear por un momento-. Un sueño muy extraño.

Los zapatos de Carlos taconeaban en el piso de concreto. Quizá se habían topado con el virus, aunque era difícil imaginar que hubiera sido por este medio. Aspiró profundamente. Pronto llegaría el momento en que una profunda aspiración de aire traería muerte en vez de vida. Un virus inodoro transmitido vía aérea, en busca de anfitriones humanos. No una simple enfermedad como el ébola que necesitaba semanas para extenderse ¿e manera adecuada, sino un virus creado genéticamente que viajaría por la5 corrientes de aire del mundo e infectaría a toda la población del planeta-Una epidemia que podría envenenar este mismo aeropuerto en cuestión ¿e minutos, incubar en dos semanas, y luego matar dentro de veinticuatro horas de su primer síntoma.

No había defensa para tal virus. Excepto un antivirus.

Alquiló un Mercedes y se adentró en la ciudad. Monique de Raison debía dar un discurso en el Sheraton dentro de veinticuatro horas. El esperaría hasta entonces. Esto le daba bastante tiempo para prepararse. Para planear cualquier contingencia que pudiera crearle problemas a su principal curso de acción. Para estrechar todas las posibles vías de escape u obstáculos ¿ secuestro.

Habían ido tras cientos de pistas en los últimos cinco años. Una docena ¿e veces fueron muy optimistas de descubrir un virus con las precisas características escurridizas que exigían. En cierta ocasión estuvieron muy seguros de tenerlo realmente. Pero nunca habían actuado en base a un informe tan irregular. Sin duda no un sueño. Carlos no podía imaginarse qué fue lo que convenció a Svensson de confiar en ese informe. Pero mientras más pensaba al respecto, más le gustaba la idea.

¿Por qué no? ¿Por qué la respuesta a sus oraciones no podría venir a través de un sueño? ¿Estaba esto más allá de Alá? Carlos nunca había sido místico, pero eso no quería decir que Dios no le hubiera hablado a Mahoma por medio de visiones en la cueva. Si esta simple arma podía asestar tal golpe a sus enemigos, ¿no era imaginable que Alá abriera la mente de un hombre por medio de algo tan místico como un sueño? El hecho de que este Thomas Hunter no sólo hubiera tenido ese sueño sino que hubiera acudido a los CDC parecía sugerir la providencia.

Además, si alguna empresa de investigación farmacéutica tenía los recursos para desarrollar tal virus, esta era Farmacéutica Raison. Él no conocía a Monique de Raison, pero las meticulosas investigaciones de ella en el campo llevaron a un nivel totalmente nuevo lo que los rusos habían logrado. Carlos servía a la muerte a través de la fuerza, no de las venas, pero eso no quería decir que fuera un ignorante con relación a las complejidades de las armas biológicas.

Aún podía oír la voz baja y rechinante de Svensson a altas horas de esa noche siete años atrás mientras divisaban El Cairo.

– Cuando tenías seis años, en Chipre, tu padre era un científico en informática que trabajaba además como asesor estratégico para la OLP -le comentó Svensson-. Fue secuestrado por agentes del Mossad. Nunca a casa.

– ¡Vaya! Así que usted sabe su historia -exclamó Carlos, sorprendido de alguna forma que este hombre conociera algunas cosas que tal vez pocos sabían.

– Yo esperaría que la mayoría de jóvenes se volvieran amargados. Que tal vez un día actuaran por resentimiento profundamente arraigado. Pero estas son palabras blandas para describirte, ¿verdad?

– Quizá -contestó Carlos mientras observaba al alto suizo aspirar profundo su puro.

– Saliste de tu casa a los doce años y pasaste los quince siguientes entrenándote con una larga lista de terroristas, incluso el período de dos años en un campamento de instrucción de Al Qaeda. Finalmente saliste de esta tontería de terrorismo menor. Te interesa la pesca mayor.

A Carlos no le gustó este tipo.

– Pero tus años de entrenamiento te han venido bien. Hay quienes afirman que no hay un ser viviente que sobreviva cinco minutos de combate mano a mano contigo. ¿Es verdad eso? -preguntó el suizo, y aspiró otra bocanada de humo.

– Dejaré a otros el asunto de juzgarme -contestó Carlos.

– ¿Sabes qué se necesitaría para someter al mundo? -quiso saber el hombre, sonriendo.

– El arma adecuada.

– Un virus.

– Como dije, el arma adecuada.

– Un virus y un antivirus.

Carlos desestimó la repentina urgencia de cortarle la garganta al hombre allí mismo en la terraza del Hilton, no porque Svensson representara alguna amenaza inmediata, sino porque el hombre le pareció malvado con sus ojos negros y su sonrisa grotesca. No le gustaba este tipo.

– Un virus, una vacuna, y un hombre con la voluntad para usar lo uno y lo otro -notificó Svensson, y luego se volvió poco a poco hacia Carlos. Yo soy ese hombre.

– Francamente, me importa un comino quién sea usted -se sinceró Carlos-. Me importa mi pueblo.

– Tu pueblo. Por supuesto. La pregunta es: ¿Qué estás dispuesto a hacer por tu pueblo?

– No -cuestionó Carlos sin alterar la voz-, la pregunta es: ¿Qué haré Y a respuesta es: Acabaré con sus enemigos.

A menos, desde luego, que los israelíes te acaben primero.

Tres meses después habían llegado a un primer acuerdo. Svensson y su grupo ofrecerían una base de operaciones en los Alpes, un nivel de inteligencia sin precedentes, y los medios para llevar a cabo un ataque biológico. A cambio, Carlos proveería toda la fuerza bruta que Svensson requiriera en sus operaciones personales.

El plan más general involucraba naciones y líderes de naciones, y lo planeaba y organizaba el hombre ante quien Valborg Svensson respondía: Armand Fortier. Carlos se había reunido con Fortier sólo en dos ocasiones, pero después de cada una se habían disipado todas las dudas que albergaba. Cada detalle imaginable se había planeado y vuelto a planear con mucha delicadeza. Eventualidades para cien reacciones posibles a la liberación de cualquier virus que cumpliera con las exigencias que tenían. Los principales poderes militares eran el premio más fabuloso… cada uno se había ablandado y juzgado en maneras que ni siquiera podían empezar a imaginar. Pero no. Un día los historiadores mirarían hacia atrás y lamentarían las señales pasadas por alto, muchas señales sutiles del día por venir. Nadie pagaría tal precio como Estados Unidos. El resultado final cambiaría la historia para siempre en cuestión de unas pocas semanas. Era casi demasiado para esperar.

Y sin embargo había una posibilidad muy real. Si cien millones de estadounidenses despertaran una mañana y se enteraran que fueron infectados con un virus que podría matarlos en cuestión de semanas, y que sólo un hombre tenía la cura y les exigía su cooperación a cambio de esa cura…

Esto era verdadero poder.

Lo único que necesitaban era el arma adecuada. El único virus con su Única cura.

Carlos aspiró profundamente y exhaló el aire a través de sus labios fruncidos. El estadounidense iba hacia él. Thomas Hunter. Según sus fuentes, Hunter estaría llegando a Bangkok en pocas horas. Para esta hora mañana, Carlos sabría la verdad.

Hizo una oración a Alá y dirigió con el Mercedes hacia la rampa de salida.

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