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TODO EMPEZÓ un día antes con una simple bala silenciada y salida de la nada.

Thomas Hunter caminaba por el mismo callejón débilmente iluminado que tomaba siempre en su camino a casa después de cerrar el pequeño Java Hut en Colfax y la Novena, cuando un ¡tas! interrumpió el zumbido del lejano tráfico. Salpicaduras de ladrillo rojo salieron de un hoyo como de dos centímetros y medio a medio metro de su rostro. Thomas detuvo a mitad de un paso.

¡Tas!

Esta vez vio la bala estrellándose contra el ladrillo. Esta vez sintió una picadura en la mejilla mientras diminutos fragmentos de ladrillo destrozado salían disparados por el impacto. Esta vez se le paralizó cada músculo del cuerpo.

¡Alguien le acababa de disparar! Le estaban disparando.

Tom retrocedió hasta agacharse, y por instinto extendió los brazos. No parecía poder quitar los ojos de esos dos hoyos en el ladrillo exactamente adelante. Se debió tratar de alguna equivocación. Un producto de su febril imaginación. Sus aspiraciones de novelista finalmente habían traspasado la línea entre la fantasía y la realidad con esos dos hoyos vacíos que lo observaban desde el ladrillo rojo.

– ¡Thomas Hunter!

Esa no fue su imaginación, ¿o sí? No, ese era su nombre, y aún resonaba en el callejón. Una tercera bala se estrelló en la pared de ladrillo.

El giró hacia la izquierda, aún agachado. Dio un largo paso, se dejó caer sobre el hombro derecho, rodó. El aire se dividió otra vez por encima de su cabeza. Esta bala repiqueteó en una escalera de acero y resonó en el callejón.

Tom se enderezó y salió persiguiendo el sonido a toda prisa, empujado tanto por el instinto como por el terror. Ya antes había vivido esto, en las callejuelas de Manila. Entonces era adolescente, y las pandillas filipinas estaban armadas con navajas y machetes en vez de pistolas, pero en ese momento, en que hacían trizas el callejón detrás de la Novena y Colfax, la mente de Tom no percibía ninguna diferencia.

– ¡Eres hombre muerto! -gritó la voz.

Ahora supo quiénes eran. Eran de Nueva York.

Este callejón conducía a otro a veinticinco metros adelante, a su izquierda. Una simple sombra en la débil luz, pero él conocía el diagrama.

Dos balas más fustigaron, una tan cerca que sintió su ráfaga sobre la oreja izquierda. Detrás de él retumbaron pisadas en el concreto. Dos pares, quizá tres.

Tom se metió a las sombras.

– Córtenle la retirada. Radio.

Se impulsó en la parte anterior de los pies, y salió a toda velocidad, con la mente dándole vueltas. ¿Radio?

El problema con la adrenalina -le susurró la débil voz de Makatsu-, es que te debilita la mente. Su instructor de karate se señalaría la cabeza y guiñaría el ojo. Tienes mucha fuerza bruta con qué pelear, pero no fuerza bruta con qué pensar.

Si ellos tenían radios y le podían cortar la retirada más adelante, se le presentaba un problema muy grave.

Buscó frenéticamente dónde esconderse. Un acceso al techo en mitad del callejón. Un inmenso contenedor de basura demasiado lejos. Cajas tiradas a su izquierda. Ningún verdadero lugar en qué ocultarse. Tenía que hacer su jugada antes de que ellos ingresaran al callejón.

Brotes de pánico se le clavaron en la mente. La adrenalina entorpece la razón; el pánico la mata. Otra vez Makatsu. A Tom ya lo había apaleado una vez una pandilla de filipinos que había prometido matar a todo mocoso estadounidense que entrara en su territorio. Hicieron su territorio de las calles aledañas a la base del ejército. Su instructor lo había regañado, insistiendo en que él era suficientemente bueno para haberse librado esa tarde del ataque de ellos. El pánico le había costado caro. El cerebro se le había convertido en arroz con leche, y él merecía los moretones que le hinchaban los ojos.

Esta vez eran balas, no patadas y palos, y las balas le dejarían más que moretones. Se le acababa el tiempo.

Con pocas ideas y mucha desesperación, Tom se arrojó al drenaje de la calle. Áspero concreto le desgarró la piel. Rodó rápidamente a su izquierda, tropezó contra la pared de ladrillo, y se tendió bocabajo en la oscura sombra.

Retumbaron pisadas en la esquina que corrían hacia él. Un hombre. Él no tenía idea de cómo lo habían encontrado en Denver, cuatro años después del hecho. Pero si se habían tomado todas estas molestias, no se alejarían tan fácilmente.

El hombre corría con pasos veloces, casi sin aliento. La nariz de Tom estaba enterrada en el húmedo rincón. Ruidosas ráfagas de aire de los orificios nasales le sacudían el rostro. Contuvo la respiración; al instante le comenzaron a arder los pulmones.

Las resueltas pisadas se acercaron, pasaron corriendo.

Se detuvieron.

Un leve temblor le recorrió los huesos a Tom. Luchó contra otra ola de pánico. Habían pasado seis años desde su última pelea. No tendría ninguna posibilidad contra un hombre con una pistola. Desesperadamente deseó que las pisadas siguieran adelante. Caminen. ¡Simplemente caminen!

Pero las pisadas no caminaron.

Chirriaron silenciosamente.

Tom casi gritó en su desesperación. Debía moverse ahora, mientras aún tuviera la ventaja de la sorpresa.

Se lanzó a su izquierda, rodó una vez para ganar impulso. Luego dos veces, poniéndose primero de rodillas y después de pie. Su atacante estaba frente a él, con la pistola apuntándole, inmóvil.

El impulso de Tom lo lanzó de lado, directamente hacia la pared opuesta. El destello del cañón de la pistola iluminó por un instante el oscuro callejón y escupió una bala que le pasó de largo. Pero ahora el instinto había reemplazado al pánico.

¿Qué zapatos estoy usando?

La pregunta destelló por la mente de Tom mientras saltaba hacia la pared de ladrillo, el pie izquierdo por delante. Una pregunta crítica.

Su respuesta llegó cuando el pie se posó en la pared. Suelas de goma. Un paso más sobre la pared con agarre de sobra. Echó la cabeza hacia atrás, se arqueó, se empujó en el ladrillo, luego hizo un medio giro a su derecha sobre sí mismo. El movimiento fue sencillamente una patada invertida de bicicleta, pero no lo había ejecutado en media docena de años, y esta vez no tenía la mirada puesta en un balón de fútbol lanzado por uno de sus amigos filipinos en Manila.

Esta vez era una pistola.

El hombre logró disparar antes de que el pie izquierdo de Tom le golpeara la mano, y lanzara la pistola ruidosamente por el callejón. La bala le hizo encoger el cuello.

Tom no aterrizó suavemente sobre los pies como esperaba. Cayó de pies y manos, rodó una vez, y se colocó en la séptima posición de pelea frente a un hombre musculoso con cabello negro muy corto. Una maniobra no exactamente ejecutada a la perfección. Ni muy mala para alguien que no había peleado en seis años.

Los ojos del hombre se desorbitaron por la sorpresa. Era obvio que su experiencia en artes marciales no iba más allá de La matriz. Tom estuvo brevemente tentado a gritar de alegría, pero en todo caso tenía que silenciar a este tipo antes de que él fuera quien gritara.

El asombro del individuo se transformó de pronto en un gruñido, y Tom vio el cuchillo que esgrimía en la mano derecha. Muy bien, quizá el hombre sabía más de peleas callejeras de lo que parecía a primera vista.

Atacó a Tom.

Tom recibió de buen grado toda la furia que le inundó las venas. ¡Cómo se atrevía este tipo a dispararle! ¡Cómo osaba no caer de rodillas después de tan brillante patada!

Thomas eludió el primer lance del cuchillo. Le propinó un manotazo a la barbilla del hombre. Le fracturó el hueso.

No fue suficiente. Este tipo pesaba el doble de Tom, con el doble de fuerza bruta, y sentimientos diez veces más malvados.

Tom se lanzó verticalmente y movió las piernas en una voltereta completa, gritando a pesar de su mejor juicio. Su pie debía llevar una buena velocidad de ciento veinte kilómetros por hora al chocar contra la mandíbula del hombre.

Los dos golpearon el concreto al mismo tiempo: Tom sobre sus pies, listo para lanzar otro golpe; su asaltante sobre la espalda, respirando con dificultad, listo para la tumba. Metafóricamente hablando.

La pistola plateada del tipo yacía cerca de la pared. Tom dio un paso hacia ella, y luego rechazó la idea. ¿Qué iba a hacer? ¿Devolver el disparo? ¿Matar al tipo? ¿Incriminarse? No era lo acertado. Dio media vuelta y se volvió corriendo en la dirección en que habían venido.

El callejón principal estaba vacío. Se ocultó rápidamente en él, se arrimó a la pared, agarró las barandas de acero de una escalera de incendios, y subió rápidamente. El techo del edificio era plano, y daba a otro edificio más alto hacia el sur. Se columpió hacia lo alto del segundo edificio, corrió agachado, y se detuvo ante un enorme conducto de ventilación, casi a una cuadra del callejón donde había noqueado al neoyorquino.

Cayó de rodillas, se metió de nuevo en las sombras, y oyó cómo el corazón le latía con fuerza.

El zumbido de un millón de llantas rodando sobre asfalto. El lejano rugido de un jet en lo alto, el débil sonido de una conversación vana, el chisporroteo de alimentos friéndose en una sartén, o de agua lanzada desde una ventana. Lo primero, considerando que estaban en Denver, no en Filipinas. Tampoco eran sonidos de Nueva York.

Se reclinó y cerró los ojos, conteniendo el aliento.

¡Absurdo! Una cosa eran las peleas de adolescentes en Manila, ¿pero aquí en los Estados a punto de cumplir veinticinco años? La secuencia total le pareció surrealista. Le costaba creer que le hubiera ocurrido esto.

O, más exactamente, que le estuviera ocurriendo. Aún debía encontrar una salida a este caos. ¿Estaban enterados de dónde vivía? Nadie lo había seguido hasta el techo.

Tom se arrastró hasta la cornisa. Directamente abajo había otro callejón, colindando con atestadas calles a lado y lado. El brillante horizonte de Den-ver resplandecía directamente al frente. Un extraño olor le llegó a la nariz, dulce como algodón de azúcar pero mezclado con caucho o con algo que se quemaba.

Paramnesia. Él había estado aquí antes, ¿o no? No, desde luego que no.

En el aire veraniego centelleaban luces rojas, amarillas y azules, como joyas esparcidas del cielo. Podía jurar que había estado…

La cabeza de Tom se movió de repente a la izquierda. Extendió los brazos, pero su mundo giró de forma imposible y supo que estaba en problemas.

Algo lo había golpeado. Algo como un mazo. Algo como una bala.

Se sintió derribado, pero en realidad no estaba seguro si caía o si perdía el conocimiento. Algo estaba terriblemente mal con su cabeza.

Aterrizó de lleno sobre la espalda, en una almohada de sombras que le tragaron toda la mente.

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