AL PIE DEL puente que formaba un arco, sobre espesa hierba verde, el – hombre ensangrentado yace boca abajo como si hubiera estado muerto por días. Las negras bestias en la orilla opuesta han abandonado los carbonizados árboles. Dos criaturas blancas están inclinadas sobre el cuerpo boca abajo, sus alas plegadas alrededor de sus peludos torsos, sus cortas y débiles piernas se mueven de tal modo que sus cuerpos se balancean como pingüinos.
– Rápido, dentro del bosque -instó Michal.
– ¿Podemos arrastrarlo? -preguntó Gabil.
– Desde luego que podemos. Agárralo de la otra mano.
Se inclinaron, aunque no mucho (erguidos sólo medían como un metro) y transportaron al hombre desde la orilla. Michal los guió sobre el pasto, por los árboles, dentro de un pequeño claro rodeado por árboles frutales. En el terreno no había desechos ni piedras, pero no podían darle ninguna prelación a la barriga del hombre. Pronto eso no importaría.
– Aquí -anunció Michal soltando la mano del hombre-. Supongo que no puede oírnos.
– Por supuesto que ni puede entendernos. No señor -respondió Gabil, arrodillándose al lado del hombre-. ¿Cómo nos puede entender estando inconsciente?
– ¿Dices que lo guiaste para que saliera del bosque negro? -preguntó Michal tanteando ligeramente el hombro del individuo con un débil pie parecido a la pata de un ave.
No que debería dudar de su amigo, pero Gabil tenía una manera de sacar provecho de cualquier historia. Ese fue más un comentario que una pregunta.
Gabil asintió y arrugó su frente ligeramente peluda. La expresión parecía fuera de lugar en su rostro redondeado y suave.
Tiene suerte de haber salido con vida -manifestó Gabil estirando un ala en la dirección en que habían venido-. Con las justas logró atravesar los árboles negros. Deberías haber visto a los shataikis que lo atacaban. Al menos diez.
Gabil brincaba alrededor del cuerpo caído.
Debiste haberlo visto, Michal. De veras que debiste verlo. Él debe ser del lado lejano… no lo reconozco.
– ¿Cómo pudiste haberlo reconocido? Le destrozaron la piel.
– Lo vi antes de que le quitaran la piel. Te lo aseguro, este nunca antes había estado en estas partes -contestó Gabil, meneándose y vigilando de nuevo el postrado cuerpo.
– Bueno, él no bebió el agua; es lo que en realidad importa -expresó Michal.
– Pero pudo haberlo hecho si yo no hubiera entrado volando -discutió Gabil con entusiasmo.
– ¿Y por qué entraste volando…?
Ellos ya casi nunca enfrentaban a los murciélagos negros. Hubo un tiempo, hace mucho, en que se habían lidiado heroicas batallas, pero de eso ya había pasado un milenio.
– Porque vi el cielo negro con shataikis como desde kilómetro y medio, por eso. Entré volando alto, pero cuando vi al hombre, ya no pude dejarlo. Había mil de esas bestias volando como locas en círculos alrededor de mí, te lo digo. En cierto modo, algo espectacular.
– ¿Y cómo te las arreglaste para escapar de mil shataikis?
– ¡Michal, por favor! ¡Se trata de mí! El conquistador de shataikis – exclamó Gabil al tiempo que levantaba un ala imitando burlonamente un saludo-. Moscas o alimañas, negras o rojas, espoléalas. Las enviaré a las tinieblas.
El esperó una reacción de Michal, y al no recibirla, continuó.
– En realidad, los tomé por sorpresa. En la sombra. ¿Y te conté lo de las moscas? Embestí en medio de una multitud de insectos como si fuera el mismísimo aire.
– Por supuesto que lo hiciste -contestó Michal, e hizo una pausa pensando-. Bien hecho.
Michal inclinó la cabeza y analizó la espalda del hombre, que se inflaba al respirar. Aún salía sangre de los tres hoyos abiertos en el cuello, las posaderas y el muslo derecho, donde los shataikis lo habían comido hasta el hueso. Su carne temblaba bajo el ardiente sol. Había algo raro respecto del hombre. Era bastante extraño que alguien de una de las aldeas distantes hubiera entrado al bosque negro. Sólo había ocurrido una vez antes. Pero lo más extraño era que se podía oler la fetidez que salía de la respiración del harapiento tipo… como el aliento de los murciélagos shataikis.
– Bueno, démonos prisa entonces. ¿Tienes el agua?
– ¿Hola?
Los dos giraron a la vez. Una joven mujer estaba parada al borde del claro, con los ojos bien abiertos. Rachelle.
RACHELLE MIRO el ensangrentado cuerpo, asombrada ante la horripilante escena. ¿Había visto alguna vez algo tan terrible? ¡Nunca! Se acercó corriendo, la túnica roja se le agitaba debajo de las rodillas.
– ¿Qué… qué es?
Un hombre, por supuesto. Rachelle pudo ver eso por los músculos en la espalda y las piernas. Se hallaba sobre el vientre, la cabeza vuelta hacia ella, todo ensangrentado.
– ¿Quién es?
Los roushes, Michal y Gabil intercambiaron una mirada.
– No lo sabemos -contestó Michal.
– No es alguien conocido -terció Gabil-. No señor, este es alguien de una de las otras aldeas.
Rachelle se detuvo, boquiabierta. Un brazo del hombre mostraba un ángulo extraño, hábilmente roto debajo del codo. El pecho de ella se llenó de empatía.
– ¡Pobre! ¡Pobre ángel, pobrecito! -exclamó arrodillándose al pie del hombro masculino-. ¿Cómo le pudo haber sucedido algo como esto?
– Los murciélagos. Lo guié desde el bosque negro -expresó Gabil.
– ¿Los murciélagos? -preguntó ella con un destello de inquietud-.
– ¿Estaba él en el bosque negro?
– Sí, pero no bebió del agua -informó Michal.
Se hizo silencio entre ellos. ¡Esta era la obra de los shataikis! En realidad ella nunca había visto uno, mucho menos se había topado con sus colmillos, pero aquí en la hierba había suficiente evidencia de la terrible brutalidad de esas bestias. Mucha sangre. ¿Por qué los roushes no lo habían sanado de inmediato? Ellos sabían tanto como ella cómo la sangre corrompía a un hombre. Corrompía al hombre, la mujer, el niño, la hierba, el agua, todo lo que tocaba. No debía derramarse. Y en las raras ocasiones en que sucedía, había acuerdos.
La ira desplazó la inquietud de Rachelle. ¿Qué clase de pensamiento podría influir en alguna criatura para hacerle esto a un hombre?
– ¡Por esto es que Tanis ha hablado de hacer una expedición para destruir a los murciélagos! -exclamó ella-. ¡Es horrible!
– ¡Y cualquier expedición pondría a Tanis en la misma condición! – enunció Michal de manera impaciente-. No seas ridícula.
Rachelle retornó la mirada hacia el cuerpo sangriento. El respiraba a un ritmo constante, inconsciente a este mundo. Pobre e inocente alma.
Pero un aire de misterio e intriga parecía manar del hombre. Había entrado al bosque negro sin sucumbir al agua. ¿Qué clase de varón podría hacer algo así? Sólo uno muy fuerte.
– El agua, Gabil -dijo Michal.
El roush más pequeño sacó de debajo del ala una bolsa de cuero con agua.
Rachelle deseó estirar la mano; tocar la piel del hombre. El pensamiento la sorprendió.
¿Podría él ser el hombre? Este pensamiento la sorprendió aún más. ¿Cómo podía ella atreverse a pensar en elegir para casarse a un hombre que no conocía?
Michal había agarrado el botellón de cuero de Gabil y sacado el corcho del cuello.
Cuan absurdo que ella pensara en este hombre maltratado como algo más que alguien que necesitara con desesperación el agua y el amor de Elyon. Pero el pensamiento se le fortaleció en la mente. Ella se sintió irrevocablemente atraída, como la sangre al corazón. ¿Desde cuándo hombres y mujeres calificaban a quienes escogían? Todos los hombres eran buenos, todas las mujeres eran buenas, todos los matrimonios perfectos. ¿Por qué entonces no este hombre si tan de repente ella se sintió atraída por compasión hacia él? Él era el primero que había visto en tan desesperada necesidad del agua de Elyon.
Michal caminó hacia adelante bamboleándose. Inclinó el botellón.
– Espera -ordenó Rachelle levantando la mano.
– ¿Esperar?
Ella no estaba segura qué le había pasado, pero la emoción le haló fuertemente el corazón en una forma que nunca antes había sentido. Miró a Michal.
– ¿Está… crees que él esté marcado?
Los dos roushes intercambiaron otra mirada.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Michal.
La frente del hombre, la cual llevaría la marca de unión, se hallaba cubierta de sangre. De pronto Rachelle se desesperó por limpiar la sangre y ver si él llevaba el revelador círculo de dos centímetros y medio que señalaba su unión con otra mujer. O el medio círculo que significaba que estaba prometido. Pero ella vaciló; sangre derramada era la ruina de la creación de Elyon, y se debía evitar o restaurar de inmediato.
– Por favor, no puedes estar pensando seriamente… -objetó Michal mientras bajaba la bolsa de agua.
– ¡Es una idea maravillosa! -exclamó Gabil, brincando de arriba abajo-. Maravillosamente romántica.
– ¿Por qué no? -le preguntó Rachelle a Michal.
– ¡Ni siquiera lo conoces!
– ¿Desde cuándo eso ha sido concluyente para alguna mujer? ¿Ejerce Elyon tal discriminación? Además, yo lo encontré.
– Lo que estás sintiendo es empatía, con seguridad no…
– No seas tan rápido para decidir lo que estoy sintiendo -le interrumpió Rachelle-. Te estoy afirmando que tengo un fuerte sentimiento por este hombre. La pobre alma ha estado pasando la más horrible prueba imaginable.
– Pero no es la peor imaginable -cuestionó Michal-. Créeme.
– Pero eso no es lo importante. Lo importante es que siento una atracción muy fuerte por este hombre, y creo que tengo la intención de escogerlo. ¿Es eso tan irrazonable?
– No, no creo que sea irrazonable del todo -anunció el roush más pequeño-. ¡Es muy, muy, pero muy romántico! No seas tan cauteloso, Michal, ¡es una idea extraordinaria!
– No tengo idea si está marcado -advirtió Michal, no obstante parecía haberse suavizado.
Rachelle tenía veintiún años, y nunca antes había sentido un deseo tan fuerte de escoger un hombre. La mayoría de mujeres de su edad ya habían elegido y sido escogidas. Ella sin duda era elegible. Y en realidad no importaba a quién eligiera sino que eligiera. Esa era la costumbre.
Ella arrancó un puñado de hierba y lo llevó hasta la frente del hombre. Limpió la sangre, cuidando de no tener ningún contacto con la sangre.
¡Ninguna marca!
El corazón le palpitó con fuerza. La costumbre era rara pero clara. Cualquier mujer elegible que trajera sanidad a un hombre elegible le mostraba su invitación. Ella lo estaba escogiendo. El hombre entonces le aceptaría la invitación y la elegiría persiguiéndola.
– No hay marca -anunció Rachelle, parándose lentamente.
– Es perfecto, ¡perfecto! -exclamó Gabil, dando brincos.
– Parece muy insólito, sin siquiera saber de qué aldea viene -comentó Michal, mirando primero a Rachelle y luego al hombre-. Pero supongo que tienes razón. Es tu decisión. ¿Te gustaría traerle sanidad?
Los huesos de ella temblaron. Parecía muy osado. Muy audaz. Pero al mirar al hombre, ella supo que hasta hoy no había tomado su decisión porque era más audaz que la mayoría. ¿Era él un hombre bueno? Por supuesto. Todos los hombres eran buenos. ¿La perseguiría él? ¿Qué hombre no tendría amores con una mujer que lo hubiera invitado? ¿Y qué mujer no tendría amores con un hombre que la hubiera escogido? Esa era la naturaleza del Gran Romance. Todos lo sabían. Estupendamente.
En esta situación de lo más extraordinaria y atrevida, Rachelle estaba lista para escoger a este hombre. De repente ella estaba más lista para elegir a este hombre y ser elegida por él de lo que podría expresar cualquier roush, incluso los más sabios, como Michal. ¿Cómo podrían ellos entender? No eran humanos.
– Me gustaría -contestó Rachelle-. Sí, lo haría.
Ella alargó una mano temblorosa hacia la bolsa.
– Dame el agua -pidió.
– ¿Estás segura? -preguntó Michal con una sonrisa en los labios y una ceja arqueada.
– Dame la bolsa. ¡Estoy muy segura!
– Aquí la tienes -contestó él pasándole el agua.
Rachelle agarró la alforja. Impulsivamente se llevó la bolsa a los labios y sorbió la dulce agua verde. Una oleada de poder le recorrió el vientre y la hizo estremecer.
– Bien, vamos, Gabil -expresó Michal-. Gíralo.
Gabil dejó de brincar de un lado a otro, agarró el brazo del hombre, y lo hizo rodar sobre su espalda.
– Oh querido -pronunció-. Sí señor. Él está mal, ¿no es así? Sí señor. Oh, que Elyon tenga misericordia de este pobre ser.
El brazo roto del hombre yacía ahora doblado sobre sí mismo.
La emoción que la había forzado envolvió a Rachelle. Le costaba esperar otro segundo para traerle sanidad a este hombre. Cayó de rodillas, inclinó la bolsa sobre el rostro de él, y dejó que la clara agua verde le corriera por los labios. El agua pareció brillar un poco y luego se extendió sobre el rostro del hombre, como buscando la clase correcta de sanidad para esta carne. Al instante las inflamaciones rojas en la carne empezaron a desvanecerse y a armonizar con la piel rosada. La piel se le tensó. Del rostro surgieron formas de una nariz, labios y párpados.
Rachelle vertió ahora el agua sobre el resto del cuerpo del hombre, y tan rápidamente como el agua se extendía sobre su piel, la sangre se desvanecía, la rojez desaparecía, y los cortes se rellenaban de carne nueva. Los moretones debajo de la piel perdieron su color morado. De pronto el antebrazo fracturado del hombre se zarandeó de donde se hallaba y comenzó a enderezarse. Gabil lanzó un aullido y dio un paso atrás por el apéndice que se agitaba. El brazo se restableció de súbito con un fuerte estallido.
Rachelle miró al hombre transformado frente a ella, asombrada de la belleza de él. Piel dorada, rostro firme, músculos tensos, venas brotadas en sus brazos. El agua de Elyon lo había sanado por completo.
Ella acababa de escoger a este hombre como su compañero, ¿no es así? El pensamiento casi era más de lo que podía comprender. ¡Acababa de escoger realmente a un hombre! Aún faltaba que él la escogiera, naturalmente, pero…
El hombre aspiró una tremenda bocanada. Gabil profirió un corto grito, que inquietó a Rachelle aún más que el repentino movimiento del hombre. Ella se echó hacia atrás y se paró de un salto.
Los ojos del hombre parpadearon hasta abrirse.
LA BRILLANTE LUZ se filtró dentro de los ojos de Tom, y lentamente volvió en sí. Su mente luchó por orientarse. Por encima un cielo azul. Brillante follaje verde titilaba en la brisa. Este no era Denver.
Después de todo, no se hallaba tendido en el sofá luego de consumir Demerol. Todo en Denver había sido un sueño. Gracias a Dios. Lo cual significaba…
Los murciélagos negros.
Tom se irguió hasta quedar sentado frente a un bosque de árboles que brillaban con troncos de color marrón, ámbar y rojo. Giró a su izquierda. Dos criaturas blancas lo miraban con sus ojos verde esmeralda. Como primos blancos de los murciélagos negros, con rasgos redondeados.
El más pequeño de los dos miraba detrás de él. Tom siguió su mirada. Una mujer con largo cabello café, que usaba un vestido rojo de satén, se hallaba a tres metros de él, con los ojos bien abiertos por el asombro.
Se puso de pie, inmediatamente consciente de que su cuerpo no estaba maltratado. Ni siquiera sangraba.
La mujer lo miraba sin moverse. Las pequeñas criaturas peludas lo miraban burlonamente. Él oyó el sonido del agua que corría cerca. ¿Dónde estaba? ¿Conocía a la mujer? ¿A estas criaturas?
¿Hay algún problema? -preguntó el más grande de los dos peludos blancos.
Tom miró. Acababa de oír palabras que venían de los labios de un animal.
Pero eso no era nada extraño, ¿o sí? No del todo. Sacudió la cabeza para aclarar los pensamientos, pero estos permanecieron confusos. La criatura volvió a hablar.
– Viniste del bosque negro. No te preocupes, no bebiste el agua. Soy Michal, este es Gabil, y esta… Es Rachelle -señaló con su ala a la mujer, y le pronunció el nombre como si debiera significar algo para Tom. Por último preguntó-. ¿Cómo te sientes?
– Si, ¿cómo te sientes? -repitió la otra criatura, Gabil.
Por su mente pasaron detalles de su carrera a través del bosque negro. Sintió todo vagamente conocido, pero su recuerdo no se extendía más allá de la última noche, cuando había despertado después de golpearse la cabeza sobre la roca. Se palpó la herida en el cráneo. Ya no estaba.
Bajó la mirada hacia su cuerpo y lentamente recorrió con una mano su pecho desnudo. No tenía heridas, moretones, ni siquiera una señal de la carnicería que recordaba de la persecución.
– Me siento bien -contestó Tom mirando a la mujer.
Ella arqueó una ceja y sonrió.
– ¿Bien? -averiguó, yendo hacia delante con pies descalzos y deteniéndose a un brazo de distancia-. ¿Cómo te llamas?
– ¿Thomas Hunter? -expresó él titubeando.
– Pues me alegro de conocerte, Thomas Hunter.
Ella alargó la mano y él intentó agarrarla, pero en vez de eso ella deslizó los dedos sobre la palma de él. Ese era el saludo. Él hasta había olvidado eso.
– Eres un hombre hermoso, Thomas Hunter -expresó ella-. Te he elegido.
La mujer lo dijo suavemente, y sus ojos le brillaron como estrellas. Era claro que esta información implicaba algo importante, pero Tom no tenía la más mínima idea de qué podría ser. No dijo nada.
Ella agachó la cabeza, retrocedió, y lo traspasó con una mirada contagiosa, como si acabara de revelar un secreto profundo y encantador.
Sin pronunciar otra palabra, ella se volvió y entró corriendo al bosque.