SU MENTE salió lentamente a rastras de la oscuridad, rechazando imágenes de negros murciélagos con ojos rojos. Respiraba entrecortadamente, en rápidos y cortos jadeos, seguro de que en cualquier momento uno de los brotes caería de su rama y lo agarraría del cuello.
Algo olía pútrido. Carne podrida. No podía respirar adecuadamente con esto en el rostro, este excremento o esta carne podrida o…
Tom abrió los ojos. Algo se le asentó en la cara. Le atascó las fosas nasales y se le metió en la boca.
Se levantó bruscamente, escupiendo. No había murciélagos. Sólo enormes bolsas negras y cajas repletas, y algunas se habían abierto. Lechuga, tomates y carne en descomposición. Basura.
En lo alto los techos de los edificios trazaban una línea en el cielo nocturno. Correcto, se había golpeado la cabeza y cayó en el callejón, dentro de un enorme contenedor de basura.
Tom se sentó sobre viscosas legumbres; un intenso alivio lo inundó por un instante. Los murciélagos sólo habían sido un sueño. ¿Y los hombres de Nueva York?
Asomó la cabeza, miró por el callejón vacío. Sintió dolor sobre la sien e hizo un gesto de dolor. Tenía el cabello enmarañado con sangre, pero la bala sólo debió rozarlo.
Aquí había dos posibilidades, dependiendo del tiempo que hubiera transcurrido desde que se cayera. O el pistolero aun iba en dirección a Tom, o ya se había largado sin escarbar en el contenedor de basura.
Sea como sea, debía moverse ahora, mientras el callejón estuviera vacío. Su apartamento estaba sólo a unas cuadras de distancia. Tenía que llegar allá.
Pero ¿no estarían sencillamente esperándolo si sabían dónde vivía?
Arrastrándose salió del basurero y corrió por el callejón, mirando en ambas direcciones. Si estuvieran enterados de dónde vivía, en primer lugar lo habrían esperado allí en vez de arriesgarse a enfrentársele al descubierto como hicieron.
Tenía que llegar al apartamento y advertirle a Kara. El turno de su hermana terminaba a la una de la mañana. Ahora era como medianoche, a menos que él hubiera estado sin conocimiento por mucho tiempo. ¿Y si hubieran pasado varias horas? ¿O todo un día?
Le dolía la cabeza, y su nueva camiseta blanca Banana Republic estaba empapada de sangre. El tráfico aún rugía en la calle Novena. Tendría que cruzarla para llegar a su apartamento, pero no le gustaba la idea de salir corriendo por la acera hasta la próxima intersección a la vista de todo el mundo.
Aún no había indicios de sus atacantes. Se agachó en el callejón y esperó que se despejara el tráfico. Podía saltar el seto, cruzar el parque, y llegar al complejo sobre el muro de concreto en la parte trasera.
Tom entrecerró los ojos, aspiró profundamente, y expiró poco a poco. ¿En cuántos problemas se podría meter una persona en veinticinco años? No importaba que hubiera nacido como un mocoso del ejército en Filipinas, hijo del capellán Hunter, quien había predicado amor por veinte años y que luego abandonó a su esposa por una mujer filipina a quien duplicaba la edad. No importaba que se hubiera criado en un barrio que hacía parecer al Bronx un jardín de infantes. No importaba que para cuando tuvo diez años hubiera estado más expuesto al mundo que la mayoría de estadounidenses durante todas sus vidas.
Si papá no se hubiera ido, mamá no habría montado en cólera y luego entrado en una profunda depresión. Por eso es que estos hombres estaban ahora aquí. Porque papá había dejado a mamá, mamá había montado en cólera, y Tom, el buen viejo Thomas, se había visto obligado a sacar a mamá de apuros.
Hay que reconocer que lo que hizo para sacarla de apuros fue un poco extremo, pero lo había hecho, ¿no es así?
En el tráfico se abrió una brecha de cincuenta metros, y Tom salió disparado por la calle. Sonó una bocina de algún ciudadano serio, cuya idea de una situación desesperada quizá era que Tom se atravesara ante su Mercedes sucio. Saltó el seto y cruzó corriendo el parque a las sombras de los álamos iluminados por faroles.
Asombra lo real que le había parecido el sueño del murciélago.
Tres minutos después Tom rodeaba las escaleras exteriores hacia su apartamento del tercer piso. Subió los peldaños de dos en dos, con la mirada aún atenta por si veía alguna señal de los neoyorquinos. Ninguna. Pero sólo sería cuestión de tiempo.
Entró a su apartamento, cerró la puerta, puso la cadena y descansó la cabeza en la puerta, respirando con dificultad. Esto era bueno. En realidad lo había logrado.
Miró el reloj en la pared. Once de la noche. Media hora desde que la primera bala chocara contra la pared de ladrillo. Había tardado en total media hora en conseguirlo. ¿Cuántas medias horas más tendría para lograrlo?
Tom giró y se dirigió al baúl debajo de la ventana. Era un apartamento sencillo de dos habitaciones, pero de una sola mirada el menos de los observadores sabría que sus habitantes no eran personas comunes ni corrientes.
El costado norte del cuarto parecía como si fuera una colección de extravagantes obras del Cirque du Soleil. Un círculo de máscaras para bailes de disfraces formaba un enorme globo, de un metro ochenta de diámetro, cortado a la mitad y colgando de tal modo que parecía salir de la pared. Abajo había un canapé entre al menos veinte almohadones de seda de varios diseños y colores. Trofeos de viajes y de episódicas temporadas célebres de Tom. En la pared sur, dos docenas de lanzas y cerbatanas del sudeste asiático rodeadas por enormes escudos ceremoniales. Debajo de esto había no menos de veinte figuras grandes, entre ellas la talla en olivo de un león de tamaño natural. Estos eran vestigios de un intento fallido de importar artículos exóticos de Asia para venderlos en casas de arte y en reuniones de intercambios. Si Kara supiera que el verdadero propósito de la aventura había sido contrabandear pieles de cocodrilo y aves de plumas paradisíacas en los torsos cuidadosamente ahuecados de las figuras, sin duda le habría halado las orejas. Las calles de Manila también le habían enseñado algunas lecciones a su hermana mayor, quien reaccionaba sorprendentemente bien. Tal vez demasiado bien. Por suerte, él había entrado en razón sin necesidad de tal persuasión.
Tom se puso de rodillas y abrió la tapa de un arcón antiguo. Giró alrededor, vio que la puerta estaba firmemente cerrada, y comenzó a hurgar en el anticuado cajón de madera.
Agarró un puñado de papeles y los tiró en el suelo. El recibo era amarillo, él estaba seguro de eso. Lo había escondido aquí cuatro años atrás cuando vino a vivir a Denver con su hermana.
Extrajo una gruesa resma de papel. Resopló ante el manuscrito, asombrado por lo grueso. Pesado. Como una piedra. Llegó muerto. Este no era el recibo, pero de todos modos le captó la atención. Su último esfuerzo fallido. Una novela importante titulada Muerte con razón. En realidad era su segunda novela. Volvió a meter la mano al cajón y sacó la primera obra. Súper héroes en estado de confusión. Es necesario reconocer que el título era impreciso, pero ese no era motivo para que los autoproclamados genios literarios registraran la tierra buscando al próximo Stephen King con el fin de acabarlo. Las dos novelas eran brillantes o basura total, y él no estaba seguro si lo uno o lo otro. A Kara le gustaron ambas.
Kara era un amor.
Ahora él tenía dos novelas en las manos. Bastante peso muerto para halarlo hasta el fondo de cualquier lago. Observó el primer título: Superhéroes en estado de confusión, y consideró de nuevo el asunto. Había dedicado tres años de su vida a esos montones de papel antes de meterlos en esta urna con mil materiales rechazados que les hacían compañía.
Todo el asunto le hizo revolver el estómago. Como resultó, pagaban más por servir cafés en Java Hut que por escribir novelas brillantes. O, en realidad, importar figuras exóticas del sudeste asiático.
Dejó caer bruscamente los manuscritos y rebuscó en el arcón. Amarillo. Debía encontrar un papel amarillo, una copia al carbón de un recibo de venta. De los escritos a mano, no impresos a máquina. El recibo tenía el nombre de un contacto. Tom ni siquiera recordaba quién le había prestado el dinero. Algún usurero. Sin ese recibo, ni siquiera sabía dónde empezar.
De pronto allí estaba, en su mano.
Tom miró el papel. Real, definitivamente real. La cantidad, el nombre, la fecha. Como una sentencia de muerte. La cabeza le daba vueltas. Muy, muy, muy real. Por supuesto, él ya sabía que era real, pero ahora, con esta evidencia tangible en su mano, lo sintió doblemente real.
Bajó la mano y tragó saliva. En el fondo del cajón había un ennegrecido machete antiguo que comprara en uno de los callejones de Manila. Impulsivamente lo agarró, se puso de pie, y corrió al interruptor de la luz en la puerta. El lugar se iluminó como una hoguera. Esta clase de equivocaciones estúpidas era lo que hacía que las personas murieran. Así dice el aspirante a escritor de ficción.
Apagó de golpe la luz, abrió las cortinas, y observó. Despejado. Bajó la tapa y dio media vuelta. Rostros lo observaban. Las máscaras para bailes de disfraces que pertenecían a Kara, riendo y frunciendo el ceño.
Sintió débiles las rodillas. Por la pérdida de sangre, por el trauma de un balazo en la cabeza, por una creciente seguridad de que este infortunio apenas acababa de empezar y de que necesitaría más que mucha suerte y unas cuantas patadas de karate para evitar que esto terminara mal.
Tom se dirigió a la cocina, colocó el machete sobre el mesón, y llamó a su madre en Nueva York. Ella contestó al décimo timbrazo.
– ¿Aló?
– ¿Mamá?
– Tommy.
– Sí, te habla Tommy – contestó, soltando un silencioso suspiro de alivio-. Este… ¿te encuentras bien, eh?
– ¿Qué hora es? Es más de la una de la mañana.
– Lo siento. Bueno. Sólo quería comprobar que estás bien.
Su madre no contestó.
– ¿Seguro que estás bien?
– Sí, Tommy. Estoy bien -respondió ella, después hizo una pausa-% Aunque gracias por comprobarlo.
– Seguro.
– ¿La están pasando bien, muchachos?
– Sí. Seguro, desde luego.
– Hablé con Kara el sábado. Parece que le va bien.
– Así es. Tú pareces estar bien.
Él no siempre se daba cuenta cuándo ella estaba luchando. La depresión era difícil de ocultar. El último ataque grave había ocurrido más de dos años atrás. Con un poco de suerte la bestia se había ido para siempre.
Lo que es más, no parecía como si hubiera algún pistolero en el apartamento de ella, tomándola como rehén.
– Tengo prisa -expresó él-. Si necesitas algo, llama, ¿está bien?
– Seguro, Tommy. Gracias por llamar.
Puso el auricular en su horquilla, y se recostó en el mesón. Esta vez estaba metido en un verdadero lío, ¿de acuerdo? Y sin soluciones rápidas que le llegaran a la mente.
Debía asearse.
Tom agarró el machete y se dirigió al baño, con la cabeza dándole vueltas. Se paró frente al espejo y se volvió a pasar los dedos por la herida en la cabeza. Ya no sangraba, eso era bueno. Pero le dolía toda la cabeza. Creía tener conmoción cerebral.
Tardó menos de cinco minutos en asearse, cambiarse de ropa, y ponerse una gorra de béisbol. Regresó a la sala y se dejó caer en el sofá. Kara le vendaría adecuadamente la cortada cuando llegara a casa.
Él se recostó y pensó en llamarla al trabajo, pero decidió que le sería difícil explicarle por teléfono. La sala empezó a girar, así que cerró los ojos.
Tenía una hora para pensar en algo. Cualquier cosa.
Pero no le vino nada.
Excepto el sueño.