TOM NO ESTABA seguro si fue el calor o el zumbido lo que lo sacudió, pero despertó asustado, abrió bruscamente los ojos, y al instante los entrecerró.
Impresiones registradas en su mente caían como fichas de dominó. El cielo azul. El sol. Los árboles negros. Un murciélago solitario colgado encima de él, como un buitre deforme. Thomas se quedó totalmente quieto y miró a través de ojos entrecerrados, decidido a entender lo que ocurría.
Acababa de tener otro sueño increíblemente verosímil de un lugar llamado Denver.
Por un fugaz momento se sintió aliviado de que su sueño fuera sólo eso: un sueño. Que en realidad no le habían disparado en la cabeza y que su vida no corría verdadero peligro.
Pero entonces recordó que sí estaba en peligro. Se había golpeado la cabeza en una roca, se había cortado el pie en la roca afilada como una navaja, y había perdido el conocimiento bajo la roja mirada de un murciélago hambriento. No estaba seguro que debía temer más: a los horrores en su sueño o a los horrores actuales.
Bill.
Tom abrió los ojos de par en par y los movió de lado a lado para ver tanto como pudiera sin tener que moverse. No logró ver de dónde venía el zumbido. Ramas toscas y angulares sobresalían de los árboles desprovistos de hojas. Arboles sin vida, carbonizados.
Tom se concentró, tratando de recordar. No le llegó a la mente ningún recuerdo anterior a su caída. La amnesia le había aislado la memoria. Los alrededores le parecían extrañamente conocidos, como si hubiera estado aquí antes, pero se sentía desconectado de la escena.
Le dolía la cabeza.
Sentía un dolor punzante en el pie derecho.
El murciélago no parecía tan amenazante como se veía anoche.
Tom se irguió lentamente sobre el codo y miró alrededor del bosque negro. A su izquierda había un gran campo negro de ceniza, entre él y una pequeña laguna. De los árboles colgaban frutos que no había visto la noche anterior, en una variedad asombrosa de colores. Rojos, azules y amarillos, todos colgando en contraste increíble con los escuetos árboles negros. Algo parecía muy mal aquí; más que los extraños alrededores, más que el hecho de que Bill hubiera desaparecido. Tom no sabía concretamente de qué se trataba.
A excepción del que colgaba sobre él, no había más murciélagos. Tom sabía de murciélagos, ¿verdad? En alguna parte en sus recuerdos idos, los murciélagos le eran totalmente conocidos. Sabía que eran peligrosos y malignos, y que tenían dientes afilados, pero no recordaba otros detalles; cómo evitarlos, por ejemplo. O cómo retorcerles el pescuezo.
Un manto negro se levantó en el campo. El zumbido aumentó.
Tom se puso de pie con dificultad. Lo que creyó que era ceniza negra sobre el campo en realidad era un manto de moscas. Estas zumbaban a pocos decímetros de la tierra, y luego se calmaban otra vez. Hasta donde se extendía el claro, los inquietos insectos de alas negras avanzaban lentamente unos tras otros, formando una gruesa y viva alfombra.
El retrocedió, luchando con un súbito pánico. Tenía que salir de aquí. Debía hallar alguien a quién contarle lo que sucedía. Ni siquiera sabía de qué escapaba.
Pero estaba escapando, ¿no es así?
Por eso tuvo esos locos sueños de Denver. Soñó que huía en Denver porque en realidad estaba huyendo. Aquí, en este bosque negro.
Volteó a mirar en la dirección por la que supuso que había llegado, entonces comprendió rápidamente que no tenía idea por dónde vino. Detrás de él estaban las rocas afiladas como navajas que le habían tajado los pies y los brazos. Más allá de ellas continuaba el bosque negro. Por delante, el campo de moscas y luego más bosque negro. Por todas partes, los árboles negros y angulares.
Una risotada carraspeó en el aire a su derecha. Tom se volvió lentamente.
Un segundo murciélago a un paso de ahí lo miraba colgado en una rama. Parecía como si alguien hubiera metido dos cerezas en las cuencas de los ojos del animal volador y luego le hubiera vuelto a fijar los párpados.
Movimiento en el cielo. Tom levantó la mirada. Más murciélagos. Montones de ellos, llenando las desnudas ramas en lo alto. El murciélago cercano no se movía. Ni siquiera parpadeaba. Las copas de los árboles se ennegrecieron con murciélagos.
Con la mirada fija en la criatura solitaria, Tom se empujó hacia atrás en una roca, estirando la mano para apoyarse. La mano se le humedeció.
Un frío le recorrió por los dedos, y le subió por el brazo. Un placer helado. Sí, desde luego, el agua. Algo pasaba con el agua; ese era otro asunto que recordaba. Estaba consciente de que debía retirar bruscamente la mano, pero estaba fuera de balance y tenía la mirada fija en el murciélago que lo miraba con esos ojos rojos saltones, y dejó allí la mano por un momento.
Se apoyó en el codo y sacó la mano del agua, volviéndose a mirarla mientras lo hacía.
El pequeño charco de agua vibraba con tonos esmeralda; de inmediato se sintió atraído hacia ella. Su rostro estaba a cuarenta y cinco centímetros de este líquido brillante, y deseó desesperadamente meter la cabeza en el charco, pero sabía, simplemente sabía…
En realidad no estaba seguro de qué sabía.
Sabía que no podía quitar la mirada y enfocarla en otra parte, como en el zumbido de la pradera o en las ramas más altas aún llenas de murciélagos negros.
Los murciélagos le chillaban alegres en alguna parte trasera de su mente.
Tom metió lentamente un dedo en el charco. Otra oleada de placer le recorrió las venas, una sensación de hormigueo que le agradó. Más que agradarle, fue como novocaína. Y luego otra sensación se sumó a la primera. Dolor. Pero el placer era mayor. Con razón Bill había…
Un chillido surcó el cielo.
Los ojos de Tom se abrieron repentinamente de par en par y se miró insensiblemente la mano. Jugo rojo goteaba de los dedos. Jugo rojo o sangre. ¿Sangre? Retrocedió.
Otro chillido por encima de él. Miró el cielo y vio que un murciélago blanco solitario traspasaba las filas de bestias negras, haciendo que se dispersaran de sus perchas.
Las criaturas negras salieron en persecución, oponiéndose obviamente a la presencia del volador blanco. Con un grito desgarrador el intruso blanco serpenteó por encima y se volvió a zambullir entre el tropel de chillidos. Si los murciélagos negros son mis enemigos, el blanco podría ser mi aliado. ¿Pero eran enemigos los murciélagos negros?
Tom volvió a mirar el agua. Palpitante, sorprendente. Se le ocurrió que no estaba pensando con claridad.
Un agudo llamado como de trompeta vino desde donde estaba el murciélago blanco. Tom se volvió de nuevo y vio que la criatura blanca daba vueltas y surcaba la pradera, moviéndose con mucha rapidez entre el enjambre de moscas negras. Entonces Tom logró ver brevemente los ojos verdes del murciélago blanco al descender en picada.
¡Él conocía esos ojos!
Si el anhelo de Tom era permanecer hoy con vida debía seguir al volador blanco. Estaba seguro de eso. Se puso en camino, y se dirigió tambaleándose al prado. La carne le dolía por las cortadas de la caída de ayer, y sentía ardor en los huesos, pero de repente vio todo muy claro. Debía seguir a la criatura blanca o moriría.
Obligó a sus pies a seguir adelante y a correr hacia la pradera a pesar del dolor. Había logrado llegar corriendo hasta el bosque negro, ¿de acuerdo? Era hora de volver a correr.
Al principio las moscas lo dejaron pasar. Un indómito enjambre se levantó de la laguna y zumbó en confusos círculos, como confundidas por el repentino giro de los acontecimientos. Tom se hallaba en mitad del campo, corriendo hacia los árboles negros en el extremo lejano, cuando ellas comenzaron a atacar. Le llegaron por la izquierda, en enjambres, atacándole violentamente el cuerpo y el rostro como bombarderos en picada, en lanzamientos suicidas.
Gritó lleno de pánico, levantó los brazos para cubrirse los ojos, y estuvo a punto de retroceder velozmente. Pero ya había llegado demasiado lejos.
De pronto sintió como si se le incendiaran los hombros, y con un sólo vistazo aterrado se dio cuenta de que las moscas ya le habían atravesado la camisa, y le consumían la carne. Lanzó manotadas como loco contra su piel y corrió hacia los árboles. Las moscas le cubrían el cuerpo, picándolo. Cincuenta metros.
Agitó violentamente las manos frente al rostro para aclarar la visión, pero los pequeños insectos se negaban a irse. Se le metían por los oídos y la nariz. Furiosamente le atacaron los ojos. Quiso gritar, pero las moscas le picaron la lengua, y debió cerrar la boca. No iba a lograrlo.
Un coro de chillidos inundó el aire detrás de él. Los murciélagos negros.
Colmillos se hundieron en su pantorrilla izquierda. El dolor le subió vertiginosamente por la columna vertebral, y las últimas fibras de razón se le fueron de la mente. El tiempo y el espacio dejaron de existir. Sólo quedó la reacción instintiva. Los únicos mensajes que lograron pasar a través del zumbido en su cerebro eran para sus músculos, y estos decidieron correr o morir, matar o caer muerto.
Se aplastó la pantorrilla. El murciélago negro cayó a tierra, pero se llevó con él un pedazo de carne.
Veinte metros.
Otro murciélago se le sujetó del muslo. Tom se presionó los labios para no gritar, y agitó los brazos con cada onza de fortaleza que le quedaba en sus tensos músculos.
Se metió en el bosque, e inmediatamente se fueron las moscas.
Pero no los murciélagos.
Tom tenía la camisa destrozada y la piel roja. Cubierta de sangre. Tropezó con los árboles, asqueado, con las piernas entumecidas por la pérdida de sangre.
Un murciélago negro se le posó en el hombro, pero todos los nervios cortados por los agudos colmillos de las bestias ya estaban inflamados por el dolor, y Tom ahora apenas notó el bulto negro sobre el hombro. Otra alimaña se le adhirió de las posaderas. Haciendo caso omiso a los murciélagos, se movió como un borracho entre los árboles.
¿Dónde estaba el murciélago blanco? Allí. A la izquierda. Tom viró bruscamente, se golpeó en el árbol del frente, y cayó a tierra. Intentó evitar la caída con el brazo derecho, pero el antebrazo se le fracturó con un tremendo chasquido. Un candente dolor le subió hasta el cuello.
Se desprendieron los murciélagos adheridos a su cuerpo, y chillaron en protesta batiendo furiosamente las alas. Tom luchó por ponerse de pie y caminó tambaleándose, el brazo derecho le colgaba inútilmente al costado. Los murciélagos se le volvieron a posar en el cuerpo estremecido, esforzándose por afirmarse, y comenzaron a morder de nuevo.
Él siguió a tropezones, vagamente consciente de que habían desaparecido sus mocasines y la mayor parte de su ropa, quedándole sólo un taparrabos. Podía sentir cómo los colmillos le desgarraban el muslo.
Una voz, impredecible y ronca, resonó suavemente entre los árboles.
– Encontrarás tu destino conmigo, Tom Hunter.
Podía jurar que la voz había venido de uno de los murciélagos detrás de él. Pero entonces él salió del bosque hacia la orilla de un río, y no pensó más en la voz.
Un puente blanco cruzaba la torrentosa agua. Un bosque altísimo y multicolor bordeaba la orilla lejana, deslumbrando como una caja de crayones con una capa brillante de ramas verdes. Se detuvo ante la vista.
Verde. Un espejismo celestial.
Tom renqueó hacia el puente, apenas consciente de los murciélagos que le chillaban en la espalda. Respiraba entrecortadamente. La carne le temblaba. Los murciélagos negros se le soltaron de la espalda. El murciélago blanco solitario batía ansiosamente las alas sobre una rama baja al otro lado del río. El aliado de Tom era grande, quizá tan alto como las rodillas de él con una envergadura tres veces mayor. Sus amables ojos verdes fijos en él.
El conocía muy bien a este murciélago, ¿o no? Al menos sabía que ahora su esperanza reposaba en esta criatura.
Tom vio en su visión periférica que miles de las negras criaturas se alinearon en los desnudos árboles detrás de él. Trepó tambaleándose al puente y se agarró fuertemente de las barandas para apoyarse. Su mente empezó a vagar con el agua que corría por debajo. Lenta pero firmemente atravesó el puente, sobre las precipitadas aguas, todo el camino hasta el otro lado. Cayó en un espeso lecho de pasto verde esmeralda.
Estaba agonizando. Eso fue lo último que pensó antes de que el dolor lo metiera a empujones al mundo de la inconsciencia.