LA MENTE de Tom se llenó de imágenes de un muchacho parado inocentemente en el centro de un espacio colorido, la barbilla levantada hacia el cielorraso, los ojos desorbitados, la boca bien abierta.
Johan. Y su piel era tan tersa como un charco de leche chocolatada. Su profunda melodía gutural retumbó de repente en el espacio, sobresaltando a Tom.
Se volteó de lado en su dormitar.
Por un momento la noche se quedó en silencio. Luego el muchacho comenzó a cantar otra vez. Discretamente ahora, con ojos cerrados y manos alzadas. Melodiosos estribillos flotaron hacia los cielos como trinos de pájaros. Subieron la escala y empezaron a distorsionar.
¿Distorsionar? No. Johan siempre entonaba una canción impecable hasta la última nota. Pero el sonido subía la escala y se elevaba más como un lamento que como un cántico. Johan estaba sollozando.
Los ojos de Tom se abrieron. La suave luz de la mañana le inundó la visión. Los oídos se le llenaron con el sonido de un niño cantando en tonos entrecortados.
Se incorporó sobre un codo, miró alrededor, y posó la mirada en la roca lisa a veinte pasos de donde se hallaban él y Rachelle. Allí, en dirección al bosque que habían dejado atrás, sentado con las piernas cruzadas sobre la roca lisa, y de espaldas a ellos, Johan entonaba un cántico. Sin duda una débil y entrecortada melodía. Pero de todos modos un cántico.
Rachelle se irguió hasta quedar sentada al lado de él y miró a su hermano. Tenía la piel reseca y despellejada. Igual que la de Tom. Este tragó saliva y miró a Johan, quien gemía con los brazos extendidos totalmente.
– Elyon, ayúdanos -cantó-. Elyon, ayúdanos.
Tom se puso de pie. Todo el cuerpo de Johan temblaba mientras luchaba con las notas. El muchacho parecía estar llorando. Llorando bajo el poder menguante de sus propias notas, o quizá porque no podía cantar como antes.
Junto a Tom, Rachelle se puso lentamente de pie sin quitar la mirada de la escena. Lágrimas le humedecieron las manchadas mejillas. Tom sintió que el pecho se le oprimía. Johan levantó su pequeño puño y gimió con mayor intensidad… una desgarradora interpretación de tristeza, ansias, ira y súplica de amor.
Por largos minutos siguieron mirando a Johan, quien se lamentaba por todos los que oían. Un lloro por todos los que sacarían tiempo para escuchar los lamentos de un niño abandonado y torturado que agonizaba lentamente lejos del hogar. Sin embargo, ¿quién supuestamente podría oír tal canto en este desierto?
Si tan sólo Michal o Gabil vinieran y le dijeran qué hacer. Si tan sólo él pudiera hablar una vez más, sólo una última vez, al niño del lago en lo alto.
Si tan sólo pudiera cerrar los ojos y volverlos a abrir ante la vista de un niño parado en la elevación de arena a la izquierda de ellos. Como el niño parado allí ahora. Como…
Tom se quedó paralizado.
El niño estaba parado allí, en la elevación al lado de los peñascos, mirando directamente a Johan. ¡El niño del lago en lo alto!
Como conducidos por una mano invisible, Johan y Rachelle dejaron de sollozar. El niño dio tres pasos hacia la roca lisa y se detuvo. Los brazos le colgaban a los costados. Los ojos eran grandes y verdes. Brillantes e imponentemente verdes.
Los delicados labios del niño se abrieron levemente, como si fueran a hablar, pero sólo se quedó mirando. Un rizo suelto de cabello le colgaba entre los ojos, levantándose delicadamente en la brisa matutina.
Los dos niños se miraron directamente a los ojos, como sujetados por un vínculo invisible. Los ojos de Johan estaban bien abiertos por el asombro, y el rostro húmedo por las lágrimas. A la derecha de Tom, Rachelle dio un paso hacia Johan y se detuvo.
Entonces el niño abrió la boca.
Un tono puro, dulce y nítido en la calma de la mañana atravesó los oídos de Tom y le apuñaló el corazón como una flecha, como una navaja. Contuvo el aliento a la primera nota. Imágenes de un mundo muy lejano le coparon la mente. Recuerdos de un piso de resina color esmeralda, de una cascada atronadora, de un lago. Las notas entraron en una melodía. Tom cayó de rodillas y comenzó a llorar otra vez.
El niño dio un paso hacia Johan, cerró los ojos, y levantó el mentón. Su canto flotó por el aire, danzándoles en las cabezas como un ángel bromeando. Rachelle se sentó pesadamente.
El niño abrió los brazos, extendió el pecho, y dejó salir un tono profundo y resonante que hizo temblar la tierra. Luego formó sus primeras letras, recubiertas en notas que resonaban dulcemente sobre las dunas.
Te amo. Te amo, te amo, te amo.
Tom cerró los ojos y dejó que el cuerpo se le estremeciera bajo el poder de las palabras. El tono subió la octava, atravesando el apacible aire con intensos acordes.
Te formé, y me encanta la manera en que te formé.
La melodía llegó al corazón de Tom y amplificó mil veces la resonancia de cada acorde de tal modo que creyó que le podía explotar el corazón.
Y entonces, con un tono estridente, como un concierto de mil órganos de tubos soplando el mismo acorde, el aire se extinguió con una nota final y cayó el silencio.
Tom levantó lentamente la cabeza. El niño aún miraba a Johan, quien se había deslizado de la piedra lisa y estaba de pie con los brazos extendidos hacia el niño.
Los primeros pasos de ambos parecieron cautos, dados casi simultáneamente uno hacia el otro. De pronto los dos niños se despegaron del suelo y corrieron cada uno hacia el otro con los brazos extendidos.
Chocaron allí en el suelo del desierto, dos pequeños como de la misma talla, como dos gemelos reunidos después de mucho tiempo de separación.
Todos oyeron el golpe del desnudo pecho contra la carne desnuda seguido de gemidos mientras los dos niños caían a la arena, riendo histéricamente.
Rachelle comenzó a reír con fuerza. Aplaudió con emoción, y aunque Tom supuso que ella nunca se había encontrado con el niño, conocía su nombre.
– ¡Elyon! -pronunció ella el nombre como una niña extasiada-. ¡Elyon!
Ella lloraba y reía mientras aplaudía.
Los niños se pusieron de pie y corretearon alrededor de la roca, jugando a tocarse y perseguirse, aun riendo como escolares transmitiéndose un secreto.
Y luego el niño se volvió hacia Tom.
Todavía arrodillado, Tom vio al niño correr directamente hacia él. Sus ojos le centelleaban como esmeraldas, y una sonrisa esbozada en los labios le levantaba las mejillas. El niño subió corriendo hasta donde Tom, se paró en seco, le colocó un brazo alrededor del cuello, y puso su mejilla suave y cálida contra la de Tom. Su cálido aliento le rozó el oído.
– Te amo -susurró el niño.
Un rugiente tornado recorrió la mente de Tom. Fuertes vientos le golpearon el pecho con amor puro, crudo y salvaje. Oyó que de la boca le salía un débil resoplido.
Luego el niño fue hasta donde Rachelle. Repitió el abrazo y ella se estremeció con sollozos. El niño se volvió y salió corriendo por el campo. Se detuvo a una docena de pasos hacia el oriente y revoloteó, con los ojos centelleando de manera juguetona.
– Sígueme -expresó, luego giró hacia la duna y subió la cuesta a toda velocidad.
Johan pasó corriendo al lado de Tom y Rachelle, jadeando.
Tom se levantó con gran dificultad, con la mirada fija en el niño que ahora llegaba a lo alto de la duna. De un halón puso de pie a Rachelle y siguieron tras el niño… Johan adelante, y Tom y Rachelle corriendo detrás.
Ninguno habló mientras corrían por el estéril desierto. La mente de Thomas aún estaba aturdida por el toque del niño. La ropa de Tom estaba empapada de sudor. Se le entrecortó la respiración mientras trepaba las dunas arenosas, tras este niño pequeño que corría como si fuera el dueño de esta caja de arena. Pero lo seguiría a cualquier parte. Lo seguiría por sobre un acantilado, creyendo que después de saltar podría volar. Lo seguiría al interior del mar, sabiendo que podría respirar bajo el agua. Era el cántico del niño. Era su melodía, sus ojos, sus tiernos pies, el modo en que su aliento había entrado a toda prisa por los oídos de Tom.
Siguieron corriendo en silencio, manteniendo la mirada fija en la espalda desnuda del niño que brillaba con el sudor. Él trotaba firmemente dentro del desierto… aminorando la marcha al subir las arenosas cuestas y luego bajando a saltos el otro lado. Ni tan lejos para no perderlos, ni tan cerca para permitirles descansar.
El sol estaba en lo alto cuando Tom se tambaleó sobre una cima marcada por las pisadas del niño. Se detuvo como a tres metros de donde Johan se había detenido. El niño estaba justo delante de Johan. Tom les siguió la mirada.
Lo que vio lo dejó atónito.
Debajo de ellos, en medio de este desolado desierto blanco, había un enorme valle. Y en este valle crecía un enorme bosque verde.
Tom miró, boquiabierto como un bobo. Debía tener varios kilómetros de ancho, quizá más. Tal vez más de treinta kilómetros. Pero en la lejanía donde terminaban los árboles, el suelo del valle se levantaba en una montaña de arena. El desierto continuaba. El bosque no era colorido. Verde. Sólo verde. Como los bosques en sus sueños de Bangkok.
– ¡Miren! -exclamó Rachelle extendiendo la mano.
El dedo con que señalaba le temblaba. Entonces Tom lo vio.
Un lago.
Hacia el oriente, a varios kilómetros bosque adentro, el sol hacía brillar un pequeño lago.
El niño lanzó una exclamación de júbilo, extendió el puño al aire y bajó corriendo la ladera. Tropezó una vez y se puso de pie, a toda velocidad.
Johan corrió tras él, gritando del mismo modo; luego Tom y Rachelle juntos. Gritando.
Tardaron veinte minutos en llegar a la orilla del bosque, donde se pararon en seco. Los árboles se erguían altos, como centinelas que pretendían impedir la invasión de la arena. Corteza café. Ramas largas y frondosas. Una bandada de papagayos levantó vuelo y graznó en lo alto.
– ¡Aves! -gritó Johan.
El niño los volteó a mirar desde la orilla del bosque. Luego, sin decir nada, pasó entre dos árboles y se metió corriendo.
– ¡Vamos! -exclamó Tom yendo tras él. Los otros venían corriendo detrás.
El follaje se extendía en lo alto, protegiendo del sol. Pasaron entre los dos árboles que había atravesado el niño.
– Vamos, ¡rápido!
El sonido de sus pies al rozar la arena se convirtió en un suave chasquido cuando llegaron a los primeros matorrales.
Tom forzó la vista para ver la espalda del niño entre los árboles. Allí, y allá. Siguió corriendo, apenas consciente ahora del bosque. Detrás de él, Rachelle y Johan tenían la tarea más sencilla de seguirlo.
Tom levantó la mirada hacia la espesura en lo alto. Le pareció vagamente conocida. Por un momento creyó estar adentrándose en las selvas de Tailandia. Para rescatar a Monique.
El niño nunca se perdió de vista por más de unos segundos. Cada vez se adentraban más en la selva. Directo hacia el lago. Parecía haber aves casi en cada árbol. Monos y marsupiales. Pasaron por un prado con un bosque-cilio de árboles más pequeños cargados con frutas rojas. No de la misma clase de fruta que habían comido en el bosque colorido, pero muy parecida.
Tom agarró del suelo una manzana y la saboreó a la carrera. Dulce. Deliciosa. Pero sin poder. Agarró otra y la tiró atrás hacia Rachelle.
– ¡Está rica!
Una manada de perros ladró en el otro lado del prado. ¿Lobos? Tom aminoró la marcha.
– ¡Rápido!
Se apuraron. Atravesaron elevados árboles en que graznaban aves, pasaron grandes arbustos repletos de cerezas, franquearon un pequeño arroyo con aguas resplandecientes, cruzaron otra pradera florecida brillantemente y pasaron caballos que salieron asustados en estampida.
Rachelle y Johan estaban tan asustados como los caballos. Tom no.
Y entonces, tan repentinamente como habían entrado al bosque, estuvieron fuera. En la orilla de un pequeño valle.
Una suave colina descendía hasta las riberas de un centelleante lago verde. Un delgado manto de neblina se elevaba perezosamente sobre secciones de la apacible superficie. Árboles, cargados con frutas, se alineaban en la orilla. Colores de todos los visos imaginables salpicaban los árboles.
Caballos salvajes pastaban sobre la alta hierba verde del suelo del valle. Un arroyo transparente serpenteaba dentro del lago desde la base del acantilado hacia la derecha de ellos, y luego retrocedía y bajaba por el valle.
El niño se volvió hacia ellos, sonriendo. No respiraba con dificultad como ellos. Solamente un ligero sudor le salía en la frente.
– ¿Les gusta? -preguntó.
Ellos estaban demasiado asombrados para responder. -Creí que les gustaría -expresó-. Quiero que cuiden de este bosque para mí.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Tom-. ¿Te vas?
– No te preocupes, Thomas -contestó el niño inclinando la cabeza ligeramente-. Volveré. Sólo que no se olviden de mí.
– ¡Nunca te podría olvidar!
– La mayoría ya lo hizo. El mundo se podría volver muy malo demasiado rápidamente. Será más fácil derramar sangre que agua. Sin embargo… Él señaló hacia el agua.
– Si se bañan en el agua una vez al día mantendrán alejada la enfermedad. No permitan que la sangre contamine el agua.
Luego el niño les dio una lista de seis reglas sencillas que debían seguir.
– ¿Sobrevivieron los demás? -averiguó Rachelle-. ¿Dónde… dónde están?
El niño la miró con ternura.
– Casi todos están perdidos, pero hay otros como tú que encontrarán uno de siete bosques como este -declaró, y luego sonrió con picardía-. No te preocupes, tengo una idea. Mis ideas generalmente son muy buenas, ¿no crees?
– Sí. Sí, definitivamente buenas.
– Cuando crees que algo no puede empeorar más, siempre habrá una salida. Con un soplo increíble destruiremos la esencia del mal. Él fue hasta Rachelle, le agarró la mano y se la besó.
– Simplemente recuérdame.
Caminó hasta donde Johan y lo miró a los ojos. Por un momento Tom creyó haber visto una mirada sombría que cruzó por los ojos de Elyon; este se inclinó hacia delante y besó a Johan en la frente. Luego se acercó a Tom y le besó la mano.
– ¿Me puedes decir algo? -preguntó Tom en voz baja-. Anoche volví a soñar con Bangkok. ¿Es real? ¿Se supone que rescate a Monique?
– ¿Soy un león o un cordero? ¿O soy un niño? Tú decides, Thomas. Eres muy especial para mí. Por favor… no me olvides, por favor. Nunca, nunca me olvides. Me juego demasiado en ti -confesó, y le guiñó un ojo.
Entonces dio media vuelta, corrió a la ribera, plantó el pie en una roca, y se lanzó en una zambullida. Su cuerpo se sostuvo un momento en el aire por encima del lago, y luego rompió la superficie con apenas una onda de agua antes de desaparecer.
Él se juega demasiado en mí. La idea lo aterró.
Johan fue el primero en moverse. Salió corriendo hacia la orilla y se lanzó al agua con Tom y Rachelle pisándole los talones. Se zambulleron juntos, uno, dos, tres chapuzones que casi sonaron como uno solo.
El agua no era fría. Tampoco estaba caliente. Tan limpia, pura y cristalina que al instante Tom logró ver las piedras en el fondo.
Este lago tenía fondo.
Y aparte de la maravillosa sensación de limpieza que les dio, el agua no les produjo estremecimiento en el cuerpo ni ningún cosquilleo en la piel como en el otro lago. Al instante supo que no podía respirarlo.
Pero lo bebió. Y rió, lloró y chapuceó como un chiquillo en una piscina en el patio. Y el agua sí los cambió.
Casi al instante sus pieles volvieron a ser normales, y los ojos de ellos…
Un tenue verde reemplazó el gris en sus ojos.
Por un rato.
– CONSTRUIREMOS AQUÍ nuestra casa -anunció Tom, mirando alrededor del claro-. Está sólo a un tiro de piedra del lago, y hay mucho sol. Nuestra prioridad será construir un refugio.
– No, no creo eso -objetó Rachelle.
Él la miró, desconcertado por el tono de ella.
– Nuestra prioridad será tratar con Monique -explicó ella.
– Vamos, Rachelle.
– Quiero que me digas todo. Todo lo de tus sueños.
– Pero no tienen importancia -contestó él con los brazos abiertos-. ¡Sólo son sueños!
– ¿Es por eso que le preguntaste al niño acerca de ellos hace sólo una hora? ¿Es por eso que susurras dormido el nombre de ella? ¡Incluso anoche después de prometerme que no lo harías, susurraste su nombre como si ella fuera la fruta más dulce en la tierra! Quiero saberlo todo.
– Quizá deberíamos volver a bañarnos.
– Después de que me cuentes. Por si no lo habías notado, ahora estamos tú y yo en la tierra. Un hombre y una mujer. ¿O es un hombre y dos mujeres? Tú me elegiste, ¿o no?
– Te elegí. Por eso es que estás aquí. ¿Halé a otra mujer dentro del Thrall para protegerla? No, te halé a ti porque te elegí, y nos casaremos de inmediato. De todos modos quiero hablarte de Monique.
Él fue hasta las rocas y se sentó. Estos sueños serían su ruina.
– ¿Dónde está Johan?
– Se ha ido a explorar. Háblame de tus sueños.
– ¿Lo dejaste ir? -preguntó Tom mirando al interior del bosque-. ¿Y si se pierde? Estoy preocupado por él. Tenemos que cuidarlo.
– No cambies el tema. Quiero oírlo todo.
Así que Tom le contó. Ella se sentó a su lado en la roca en el centro del claro, y él le dijo casi todo lo que podía recordar, reservándose sólo unas pequeñas partes muy superficiales.
Le habló de cómo le dispararon en Denver, del vuelo a Bangkok, del secuestro de Monique y de la variedad Raison. Luego le habló de todo el mundo construido en sus sueños, o al menos tanto como lograba recordar, porque parecía lejano y vago cuando no se hallaba soñando.
– ¿Sabes a qué se me parece esto? -inquirió Rachelle cuando él terminó.
– No, ¿a qué?
– Me parece que estás imaginando algo similar a lo que nos sucedió aquí. Te dije dónde me gustaría ser rescatada, y por tanto soñaste en un lugar exacto para rescatar a otra mujer. Aquí el bosque negro ha amenazado destruirnos y ahora lo hace, y por tanto sueñas con una tenebrosidad que destruirá otro mundo. Una plaga. Bangkok es un producto de tus sueños que refleja lo que está sucediendo en nuestra vida real.
– Quizá logre detener el virus donde no logré detener a Tanis.
– No, no vas a detenerlo.
– ¿Por qué no?
– En primer lugar, ¡se trata de un sueño! Escúchame. ¡Hasta ahora hablas de influir en un mundo que no existe! No asombra que Michal se negara a alimentar tus sueños con más información de las historias.
Rachelle se puso de pie y cruzó los brazos.
– Segundo, si tienes razón, la única manera de detener eso es encontrar a esta mujer Monique con la que pareces estar vinculado de algún modo. No lo permitiré.
– Por favor, apenas la conozco. No es nada romántico. Ella es producto de mi imaginación. Lo dijiste tú misma.
– No te tendré soñando con una hermosa mujer llamada Monique mientras yo esté amamantando a tu hijo -objetó Rachelle.
Eso lo dejó helado.
– ¿Quieres de veras darme hijos?
– ¿Tienes una idea mejor? -cuestionó ella, e hizo una pausa-. No veo otro hombre alrededor. Y te amo, Thomas, aunque sueñes con otra mujer.
– Y yo te amo, Rachelle -confesó él agarrándole la mano y besándola-. Nunca soñaría con otra mujer. Nunca.
– Por desgracia parece como si esto estuviera fuera de tu control. Si sólo tuviéramos la fruta del rambután, te la daría todas las noches para que nunca más vuelvas a soñar.
Tom se puso de pie.
– ¿Qué pasa?
– El niño…
– ¿Sí? ¿Qué pasa con el niño?
– Él me dijo en el lago de lo alto que siempre tendría la alternativa de no soñar.
– Y sin embargo soñaste anoche -lo acusó ella investigándole el rostro-. ¿Fue esa tu elección?
– No, ¿pero y si existiera el rambután?
– Las frutas ya no son iguales.
– Pero tal vez él dejó esta. ¿Cómo más yo no soñaría? Él me hizo una promesa.
Los ojos de ella se iluminaron. Examinó la orilla del bosque.
– Está bien, bañémonos.
PASARON VARIAS horas buscando el rambután y, mientras lo hacían, buscaron también material para construir un refugio en el claro. Para el mediodía habían perdido la esperanza de encontrar algún rambután en este bosque, así como había desaparecido la urgencia de Tom en encontrarlo, aunque no le dijo esto a Rachelle. Los sueños parecían lejanos y abstractos en medio del nuevo entorno en que se hallaban. Le parecía absurda la idea de estar soñando con otra mujer de la cual Rachelle estaría celosa.
La observó caminar delante de él por el bosque, y supo sin la menor sombra de duda que nunca amaría a alguna mujer como la amaba a ella. Ella tenía el espíritu de un águila y el corazón de una madre. Hasta le gustaba la manera en que discutía con él, llena de entereza.
Le encantaba la forma en que ella caminaba. El modo en que el cabello le caía sobre los hombros. La manera en que se le movían los labios al hablar. Ella era hermosa, incluso con piel reseca y ojos grises, aunque estaba impresionante la primera vez que salió de la laguna con la piel tersa y los ojos verdes, riendo a la luz del sol.
La idea de que Rachelle tuviera algún temor de un sueño era absurda. Él insinuó que ella siguiera buscando mientras él volvía su atención al refugio que debían construir. Tenía algunas ideas de cómo levantar uno. Podría incluso saber cómo fabricar metal.
Y ella quería saber qué ideas eran esas.
Algo de mis sueños, él había cometido la equivocación de decir.
Tal vez el rambután era después de todo una buena idea.
Johan finalmente había vuelto de su viaje explorador y le ayudó a Tom con el primer cobertizo, construido de arbustos y hojas. Tom sabía cómo debía verse, y sabía cómo hacerlo.
– ¿Cómo sabías la forma de amarrar esas enredaderas? -quiso saber Johan cuando terminaron el techo-. Nunca había visto algo así.
– Esta -explicó Tom, frotando cariñosamente los nudos-, es la forma en que lo hacen en las selvas de Filipinas. Se sujetan palmas a estos…
– ¿Dónde están las Filipinas? -preguntó Johan.
– ¿Las Filipinas? En ninguna parte, en realidad. Sólo algo que inventé.
Y era verdad, pensó. Pero ahora con menos convicción.
Rachelle entró a zancadas al campamento en el mismo momento en que Tom pensaba que deberían ir a buscarla.
– ¿Cómo están mis hombres? Vaya, esto que ustedes tienen aquí parece algo habilidoso -elogió ella analizando el cobertizo-. ¿Qué es?
– Esta es nuestra primera casa -respondió Tom sonriendo.
– ¿De veras? Más parece una tapia -opinó ella rodeándola-. O un techo caído.
– No, no, esto es más que una tapia -expuso Tom-. Es la estructura completa. ¡Es perfecta! ¿No te gusta?
– Bastante funcional, supongo. Para una o dos noches, hasta que puedas construirme habitaciones y una cocina con agua corriente.
Tom no supo qué responder. Más bien le gustaba la sensación abierta del lugar. Ella tenía razón, desde luego. Finalmente tendrían que construir una casa, y él también tenía algunas ideas de cómo hacerla. Pero creía que el cobertizo era muy elegante.
– Creo que es muy ingenioso -reconoció ella mirándolo y guiñándole un ojo-. Algo que edificaría un gran guerrero.
Luego ella sacó la mano de atrás de la espalda y le lanzó algo.
– Atrápalo.
Él lo agarró con una mano. Era un rambután.
– ¿Lo encontraste?
– Cómetelo -le ordenó ella sonriendo.
– ¿Ahora?
– Sí, por supuesto, ahora.
Él mordió la pulpa. El néctar sabía cómo a una combinación entre banano y naranja pero ácido. Como banano-naranja-limón. -Todo -afirmó ella.
– ¿Lo debo comer todo para que funcione? -investigó él aún atragantado con el primer mordisco.
– No, pero quiero que te lo comas todo. Él se lo comió todo.
RACHELLE OBSERVÓ dormir a Thomas. El pecho se le henchía y le bajaba firmemente al sonido de la profunda respiración. Una leve palidez le cubría el cuerpo, y ella supo que si pudiera verle los ojos estarían sin brillo, como los de ella. Pero nada de esto la preocupaba. El lago los limpiaría tan pronto como se bañaran. Lo que le preocupaba eran estos sueños de Tom. Sueños con las historias y con una mujer llamada Monique. Rachelle se dijo que había más acerca de las historias. Después de todo, existen probadas razones para suponer que una preocupación con las historias había metido a Tanis en problemas. Pero 'lo que más le preocupaba a ella era la mujer.
Los celos habían sido un elemento del Gran Romance, y la intención de Rachelle no era atenuarlos ahora. Thomas era su hombre, y ella no estaba dispuesta a compartirlo con nadie, mujer de sueños o no.
Si Thomas tenía razón, comer la fruta de Teeleh en el bosque negro antes de haber perdido la memoria fue lo que dio inicio a sus sueños en primer lugar. Ahora ella oró con desesperación porque lo que quedaba de la fruta de Elyon le limpiara de la mente esos sueños a Tom.
– Thomas -lo llamó inclinándose sobre él y besándole los labios-. Despierta, cariño.
Él gimió y cambió de posición. Una sonrisa agradable le cruzaba el rostro. ¿Sueño profundo? ¿O Monique? Pero él había dormido como un bebé y ninguna vez le susurró el nombre de la mujer.
Rachelle no podía prolongar más su paciencia. Ya había estado despierta por una hora, esperando que él despertara.
– ¡Despierta! -exclamó después de darle una palmadita en el costado y levantarse-. Hora de bañarse.
– ¿Qué pasa? -quiso saber él sentándose de un salto.
– Hora del baño.
– Es tarde. ¿He estado durmiendo todo este tiempo?
– Como una piedra -respondió ella.
Tom se frotó los ojos, se levantó y se dirigió al fuego.
– Hoy empiezo a construir tu casa -anunció.
– Fantástico -opinó ella mirándolo fijamente-. ¿Soñaste?
– ¿Soñé? -exclamó él como si hurgara en la memoria.
– Sí, ¿soñaste?
– No sé. ¿Soñé?
– Sólo tú lo sabes.
– No. La fruta que me diste funcionó. Por eso dormí tan bien.
– ¿No logras recordar algo? ¿Ningún viaje fantasmal a Bangkok? ¿No rescataste a la hermosa Monique?
– Lo último que soñé al respecto fue que me quedé dormido después de la reunión. Eso fue hace dos noches -confesó él extendiendo las manos y sonriendo deliberadamente-. No más sueños.
Ella sabía que él le estaba diciendo la verdad. La fruta obró como el niño había prometido.
– Qué bueno -comentó Rachelle-. Entonces funciona. Te comerás esta fruta todos los días.
– ¿Para siempre?
– Es también muy saludable para hacer fértil a un hombre -explicó ella-. Sí, para siempre.
Por consiguiente, Thomas comió rambután todos los días y ninguna vez soñó con Bangkok. Ni con nada.
Pasaron semanas, después meses, luego años, quince años, y Thomas no soñó ni una vez con Bangkok. Ni con nada.
Se convirtió en un poderoso guerrero que defendía los siete bosques contra el desierto que intentaba invadirlo. Pero no soñó una sola vez. Ni con Bangkok, ni con nada.
Quizá Rachelle tenía razón. Tal vez él no volvería a soñar. Posiblemente iba a comer rambután todos los días y no volvería a soñar con Bangkok.
Ni con nada.