7. Rivke

Por espacio de años Bond había cultivado el hábito de descabezar cortos sueñecitos y en la actualidad era capaz de regular sus necesidades en lo que al sueño se refería, incluso cuando se encontraba sometido a grandes tensiones. También había adquirido la costumbre de «introducir» los problemas en la computadora de su mente y, mientras dormía, el subconsciente «procesaba» la información. Por regla general se levantaba con la cabeza despejada, y a veces con una nueva visión de las dificultades que le acechaban, las cuales, como era lógico, emergían otra vez después del sueño.

A consecuencia de la dura y larga peripecia que supuso el viaje en coche desde Helsinki, Bond sentía un cansancio natural muy explicable, pero su cabeza bullía con un amasijo de pensamientos e incógnitas contradictorios.

Por el momento nada podía hacer respecto al allanamiento del piso de Paula y el caótico estado en que los asaltantes lo habían dejado. Lo que interesaba era saber si la propia Paula se encontraba sana y salva. Por la mañana, cuando se despertara, bastaría con un par de llamadas para cerciorarse de ese extremo.

Mucho más preocupante era el obvio ataque de que había sido objeto horas antes por parte de las quitanieves que le salieron al paso. Después de salir a toda prisa de Madeira y de torcer hacia Helsinki a través de Amsterdam, el intento de quitarle de medio sólo podía significar que le habían detectado en el aeropuerto y, con posterioridad, averiguado sus intenciones de partir con el Saab en dirección a Salla.

Era evidente que alguien, no sabía quien, deseaba apartarle del juego, de la misma forma que lo intentaron antes de recibir instrucciones de Londres, con la agresión que sufriera en el apartamento de Paula, cuando todavía ignoraba y estaba al margen de toda operación secreta dirigida contra las Tropas de Acción Nacionalsocialista.

Dudley, el agente que había ocupado su puesto mientras M aguardaba el regreso de Bond, le manifestó sin ambages el recelo que sentía hacia Kolya Mosolov. El propio Bond tenía sus teorías, y lo que acababa de descubrir -el hecho de que Rivke Ingber, agente del Mossad, resultara ser la hija de un oficial de las SS buscado por doquier- se le antojaba un detalle de lo más alarmante.

Mientras se duchaba con ánimo de acostarse, dejó que estos problemas impregnasen su mente. Por unos instantes pensó en comer un bocado, pero luego decidió lo contrario. Sería mejor que permaneciese en ayunas hasta el día siguiente, en que desayunaría con sus compañeros de misión, en el supuesto de que estuviesen todos en el hotel.


Bond tenía la sensación de que sólo llevaba unos minutos durmiendo cuando le pareció oír unos leves golpecitos en la puerta. Recuperó el nivel de conciencia y abrió de golpe los ojos. Sí, alguien llamaba con golpes intermitentes; dos palmaditas cortas y secas contra la puerta.

Sin hacer el menor ruido, Bond sacó la automática que guardaba bajo la almohada y cruzó la habitación. Las llamadas eran continuadas; primero un doble golpe, luego una larga pausa, y vuelta a empezar. Se acercó a la puerta por el lado izquierdo, la espalda contra la pared, y susurró:

– ¿Quién es?

Soy Rivke Ingber, James. Tengo que hablar contigo. Por favor, abre la puerta.

A Bond se le aclaró la mente. Al meterse en cama quedaban pendientes de respuesta diversas incógnitas. Una de ellas era tan palmaria y evidente que se impuso en el acto por su propio peso. En el supuesto de que Rivke fuese la hija de Aarne Tudeer, era lógico que existiese un vínculo natural entre la chica y las Tropas de Acción. Rivke debía de tener tan sólo treinta años poco más o menos, treinta y uno a los sumo, cual significaba que sus años de juventud y de formación transcurrieron en algún recóndito escondrijo en compañía de su padre. Si eso era verdad, nada tendría de extraño que Anni Tudeer fuese un superagente de ideas pro nazis, infiltrado en el seno del Mossad.

A partir de dicha premisa, cabía en lo posible que acabase de recibir información en el sentido de que los británicos estaban al cabo de su verdadera identidad. También entraba en el terreno de lo especulativo que la chica sospechase que los colegas de Bond no tendrían reparos en ocultar la información recibida de la CIA y de la KGB. Ya se había dado el caso. Por lo demás, la Operación Rompehielos empezaba a resultar una alianza bastante incómoda.

Bond consultó la esfera luminosa de su Rolex Oyster Perpetual. Eran las cuatro de la madrugada. En el plano psicológico, Rivke no podía haber escogido mejor momento.

– Espera un segundo -susurró Bond, que volvió a cruzar la estancia para ponerse un albornoz y depositar nuevamente la pistola bajo la almohada.

Al abrir la puerta, Bond vio con claridad que la muchacha no ocultaba ninguna arma. Teniendo en cuenta cómo iba vestida, difícilmente quedaba lugar para camuflarla. En efecto, Rivke lucía una bata ligera, de tonos opalinos, que apenas escondía un camisón casi transparente, ceñido al cuerpo, que hacía juego con aquélla. La imagen de la muchacha habría bastado para que cualquier hombre bajara la guardia: el bronceado de la tez bajo la sutil gasa del camisón, el contraste de tonos, subrayado por el áureo brillo del cabello y unos ojos implorantes que traslucían una sombra de temor.

Bond la hizo entrar en la habitación, cerró la puerta y retrocedió unos pasos. Pensó que la mujer era una auténtica profesional o una rubia de lo más natural y espontáneo carente de inhibiciones.

– Ni siquiera sabía que estabas en el hotel; era obvio que sí estabas. Bien venida.

– Gracias -hablaba con voz apagada-. ¿Permites que me siente, James? Lo siento muchísimo, pero…

– No te preocupes; es un placer. Por favor -indicó una silla-. ¿Quieres que pida algo o prefieres tomar una bebida de las que hay en la nevera?

Rivke negó con la cabeza.

– Es todo tan tonto, tan absurdo -miró a uno y otro lado, como si estuviese desconcertada.

– ¿No quieres contármelo?

Asintió con rápido movimiento de cabeza.

– No vayas a pensar que soy una idiota sin remedio, James, te lo ruego. Soy de las que saben desenvolverse con los hombres, pero Tirpitz… Bueno…

– Me dijiste en una ocasión que podías entendértelas con él sin ayuda, cuando mi sustituto salió en tu defensa y le dio un puñetazo.

La joven guardó silencio unos instantes, y luego habló con voz entrecortada:

– Sí, ya lo sé, pero estaba en un error, ¿qué quieres que le haga? -una pausa-. Oh, James, perdona. Ya sé que se me tiene por una profesional perfectamente entrenada y segura de lo que hace, pero…

– Pero no puedes con Brad Tirpitz, ¿verdad?

Sonrió al advertir el tono irónico en las palabras de Bond, y respondió con la misma moneda:

– No sabe tratar a las mujeres -el rostro se tensó y desapareció la sonrisa que fulguraba en sus ojos-. Se ha portado de una manera indecente. Pretendió entrar por la fuerza en mi habitación, completamente ebrio. Daba la sensación de que no iba a renunciar a sus propósitos.

– O sea que ni siquiera le atizaste con el bolso.

– James, te aseguro que daba miedo verle.

Bond se dirigió a la mesilla de noche, tomó la pitillera y el encendedor y le ofreció un cigarrillo a Rivke, que lo desechó con un ademán de la cabeza. Bond encendió el suyo y lanzó una bocanada de humo hacia lo alto.

– Lo que me cuentas no casa contigo, Rivke.

Bond había tomado asiento en el extremo de la cama, enfrente de la chica, y escrutó aquel rostro busca de un destello de verdad.

– Si, ya sé, ya sé -hablaba de forma atropellada-; pero no quería estar sola en la habitación. No tienes idea de cómo estaba…

– Mira, Rivke, no eres una flor marchita. Tú no eres de las que se agarran al primer hombre que les sale al paso en busca de protección. Esos tipos que portan como trogloditas son un compendio de lo las personas de tus cualidades detestan y aborrecen.

– Perdona -hizo gesto de levantarse; por un instante pareció que la cólera se adueñaba de ella-. Voy a dejarte en paz. Sólo necesitaba compañía. Los sujetos que integran el resto de ese llamado equipo no sirven para eso.

Bond avanzó el brazo y depositó una mano en el hombro de la joven, obligándola con suavidad a sentarse en la silla.

– Por favor, Rivke, tranquilízate y no te vayas, pero no me tomes por un estúpido. Puedes despachar a Tirpitz, sobrio o borracho, sólo con pestañear…

– No es como tú lo dices.

La táctica se remontaba a los días de nuestros primeros padres, pensó Bond para sus adentros, pero ¿iba él a enmendarle la plana a lo que se cuenta en la Biblia? Cuando una hermosa mujer llama a la habitación de un hombre en plena noche en solicitud de protección -incluso cuando ella se basta y se sobra para salir del trance-, señal de que algo lleva entre manos. Por lo menos así sucede en la vida real, aunque no en ese contexto de secretos y doble juego en el que tanto Rivke como Bond vivían y trabajaban.

Después de dar otra fuerte chupada al cigarrillo adoptó la decisión crucial. Rivke Ingber se hallaba sola, en su habitación y él conocía la verdadera identidad de la muchacha. Quizá fuese conveniente poner ya las cartas boca arriba y anticiparse a una posible nueva maniobra de la joven.

– Oye, Rivke, hará cosa de un par de semanas (ni que hubiese perdido la noción del tiempo), ¿hiciste o dijiste algo cuando Paula Vacker te confió que yo estaba en Helsinki?

– ¿Paula? -la chica parecía realmente desconcertada-. James, no sé…

– Mira, Rivke -se inclinó un poco hacia delante y tomó la mano de su compañera entre las suyas-, en nuestro trabajo uno traba extrañas amistades y se granjea curiosos enemigos. Lo que necesitas en estos momentos son amigos. No quiero convertirme en tu adversario, e insisto en que te hace falta un amigo. Mira, Rivke, sé quien eres.

La muchacha enarcó una ceja y en sus ojos fulguró un destello de prevención.

– Pues claro. Soy Rivke Ingber, ciudadana israelí, y trabajo para el Mossad.

– ¿Conoces a Paula Vacker?

La respuesta surgió espontánea y rotunda.

– La conocía; pero de eso hace ya algunos años.

– ¿Tampoco has estado en contacto con ella últimamente? -Bond oyó el eco de su voz, que resonaba con cierto dejo de arrogancia-. ¿No trabajas con ella en la misma empresa, en Helsinki? ¿No tenías concertada una cena, que Paula canceló, pocas horas antes de salir para Madeira?

– No -era una negación categórica y franca.

– ¿Ni siquiera bajo tu nombre real, Anni Tudeer?

La joven aspiró con fuerza y luego expulsó el aire con un resoplido, como si tratara de vaciar por entero los pulmones.

– Es un nombre del que prefiero no acordarme.

– No lo dudo.

Retiró con presteza la mano.

– Está bien, James, te acepto el cigarrillo que me ofrecías.

Bond tomó un cigarrillo, lo encendió y se lo pasó a la chica. Rivke aspiró con delectación y luego expulsó el humo con lentitud.

– Creo que estás muy bien documentado, pero, por favor, deja que sea yo quien te cuente la historia -ahora la voz de Rivke era cortante, desprovista de aquel matiz meloso, casi seductor, de hacía unos instantes.

Bond se encogió ligeramente de hombros.

– Lo único que sé es tu nombre. También puedo decirte que soy amigo de Paula Vacker. Ella me dijo que te había confiado que íbamos a salir juntos, en Helsinki. Cuando llegué al apartamento de Paula me esperaban un par de facinerosos que esgrimían navajas y que la vigilaban a ella. Querían hacerme picadillo.

– Ya te he dicho que hace años que no veo a Paula. Pero, dime, aparte de conocer mi nombre de antes y de saber, probablemente, que soy hija de un antiguo oficial de la Gestapo, ¿qué otras cosas sabes de mí?

Bond esbozó una sonrisa.

– Tan sólo que eres muy hermosa. Únicamente tu nombre de antes, como tú dices.

La joven asintió con la cabeza. Su rostro aparecía desprovisto de expresión, como una máscara.

– Lo suponía. Muy bien, señor James Bond, permíteme que te ponga en antecedentes para que puedas ordenar el expediente como es debido. Cuando lo haya hecho, creo que sería conveniente que tratásemos de averiguar qué está sucediendo. Me refiero a lo ocurrido en casa de Paula… Siento curiosidad por ver qué pinta ella en todo este asunto.

– El piso de Paula había sido objeto de un registro; estaba patas arriba. Pude comprobarlo ayer antes de salir de Helsinki. Además, por el camino tuve que deshacerme de tres o cuatro máquinas quitanieves que pretendían «remodelar» mi Saab conmigo dentro. Mira, Anni Tudeer, o Rivke Ingber, o como quiera te llames, hay alguien que está empeñado en quitarme de en medio.

La chica arrugó el ceño.

– Mi padre era, sigue siendo, Aarne Tudeer, es cierto. ¿Conoces su historial?

– Sólo que formaba parte del Estado Mayor de Mannerheim y que aceptó la propuesta que le hicieron los nazis de ocupar un alto cargo en la Gestapo. Me consta que es un hombre valeroso, implacable, un criminal de guerra que aún está en la lista negra.

Rivke asintió con un movimiento afirmativo de la cabeza.

– Esa parte de su vida no descubrí hasta que la cumplí los doce poco más o menos -hablaba con voz sorda, pero con una resolución que a Bond se le antojó auténtica-. Cuando mi padre abandonó Finlandia lo hizo acompañado de otros oficiales y de un grupo de soldados bajo su mando. Como sabrás, por aquellos días había un numeroso contingente de mujeres que seguían a las tropas. El mismo día que salió de Laponia, mi padre se declaró a una joven viuda, hija de buena familia, gente que poseía extensas propiedades en la región, bosques en su mayoría. Mi madre era medio lapona. Aceptó su proposición de matrimonio y se avino a seguirle en sus desplazamientos, con lo que se convirtió en cierto modo en una de las mujeres que marchaban a la zaga del ejército. Vivió atrocidades difíciles de creer.

La joven meneó la cabeza, como si no acabara de dar crédito a las peripecias por las que había atravesado su madre. Tudeer se casó con la madre de Rivke al día siguiente de abandonar Finlandia y ella permaneció a su lado hasta la caída del Tercer Reich. Luego ambos escaparon.

– Mi primer hogar fue Paraguay -continuó Rivke-. Claro que en aquel entonces nada sabía del asunto. Más tarde reparé en que casi desde mi infancia hablaba cuatro idiomas: finlandés, español, alemán e inglés. Vivíamos en una hacienda, en la selva, bastante cómodamente por cierto; pero guardo un mal recuerdo de mi padre.

– Cuéntame -poco a poco Bond iba sacándole a la chica la historia de su vida. En realidad no constituía ninguna novedad. Tudeer se comportaba como un autócrata; era un borracho cruel y sádico.

– Cuando mi madre y yo escapamos de su lado, tenía diez años. Entonces aquella huida me pareció una especie de juego. Iba vestida como las niñas indias. Salimos en una canoa y luego, con la ayuda de unos guaraníes según creo, llegamos hasta Asunción. Mi madre había sido una mujer muy desgraciada. No sé cómo lo consiguió, pero obtuvo pasaportes para las dos, y también una especie de subvención. Los pasaportes eran suecos. Volamos en avión a Estocolmo, donde permanecimos seis meses. Mi madre acudía todos los días a la embajada de Finlandia, hasta que un buen día nos concedieron pasaportes finlandeses. Mi madre pasó el primer año en Helsinki tramitando el divorcio y los papeles para obtener una compensación por las tierras que había perdido, situadas en donde estamos ahora, en la zona ártica. Vivíamos en la capital y allí supe por vez primera lo que era una escuela. En el colegió conocí a Paula y nos hicimos amigas. Eso es todo.

– ¿Todo? -repitió Bond, enarcando las cejas.

– Bueno, el resto es fácil de adivinar.

Durante la etapa de estudiante Rivke empezó a conocer detalles sobre la vida de su padre.

– A los catorce ya lo sabía todo. Me pareció espantoso. Me asqueaba pensar que mi padre había abandonado su patria para unirse a los nazis. Imagino que eso me creó un complejo, una fijación. Al cumplir los quince ya sabía el rumbo que iba a tomar mi vida.

Bond había tenido ocasión de asistir a muchas confesiones en el curso de incontables interrogatorios y la experiencia adquirida 1e había dotado de una gran intuición a la hora de dilucidar si una persona contaba la verdad. Éste era el caso de Rivke, aunque sólo fuera por la precipitación con que narraba los hechos y por los pocos detalles que proporcionaba. Con frecuencia, los agentes tienen algo que ocultar se muestran demasiado prolijos en sus explicaciones.

– ¿Querías tomarte el desquite? -le preguntó Bond.

– Una especie de venganza, aunque no me parece la palabra justa. Mi padre no participó en lo que Himmler denominaba la «solución final», el problema de los judíos, ya sabes, pero de todos modos colaboró con los nazis, y desde entonces se le busca como criminal de guerra. En lo que a mi concierne empecé a identificarme con un pueblo que había perdido seis millones de almas en las cámaras de gas y en los campos de concentración. Muchos amigos me han dicho que mi reacción fue desproporcionada. Sentía el impulso de hacer algo positivo.

– ¿Te hiciste judía?

– Al cumplir los veinte me fui a Israel. Mi madre murió al cabo de dos años. La vi por última vez el día que partí de Helsinki. Seis meses después di los primeros pasos hacia mi conversión. Hoy soy tan judía como pueda serlo una persona de ascendencia no semita. En Israel lo intentaron todo para disuadirme, pero pasé por cuantas pruebas me salieron al paso, incluso el servicio militar, gracias al cual precisamente se consolidaron mis aspiraciones -la joven no podía disimular el orgullo que aquella gesta le producía-. El mismo Zamir en persona me mandó llamar y mantuvo una entrevista conmigo. Me costó creerlo cuando me descubrió su identidad: coronel Zwicka Zamir, jefe del Mossad. Él lo arregló todo y me concedieron la ciudadanía israelí. Luego ingresé en el Servicio, donde recibí entrenamiento especial. Tenía otro nombre.

– ¿Y qué me dices de la venganza, Rivke? Habías expiado, pero quedaba el desquite.

– ¿El desquite? -sus ojos se abrieron, frunció el ceño y una sombra de angustia nubló su rostro-. James, ¿me crees?

Durante la breve pausa que antecedió a su respuesta, Bond pasó un rápido examen a los hechos que conocía. 0 Rivke era la mejor actriz que había conocido o, como pensara al principio, decía toda la verdad.

Estos sentimientos debían contraponerse a la íntima y larga amistad que la unía a Paula Vacker. Desde que la conoció, Bond siempre penso que era una chica encantadora, inteligente y muy entregada a su trabajo, pero nada más. Pero si Rivke decía la verdad, resultaría que Paula era, además de mentirosa, posible cómplice de una tentativa de asesinato.

Bond recordó que después de haber dado cuenta de los dos sujetos que le acorralaron en el piso de Paula, esta había cuidado de él y luego le acompañó al aeropuerto. Por otro lado, era evidente que alguien le había señalado con el dedo para que le diesen el pasaporte camino de Salla. La orden sólo pudo partir de Helsinki. ¿Sería Paula?

Bond retomó de nuevo el argumento de su amistad con Paula.

– Tengo buenas razones para dudar de tus palabras, Rivke -empezó diciendo-. Conozco a Paula desde hace mucho tiempo. La última vez que la vi, es decir, el día en que me dijo que de te había hablado de mí, Anni Tudeer, se mostró muy precisa. Dijo que Anni trabajaba con ella en la misma empresa de Helsinki.

Rivke sacudió lentamente la cabeza.

– A menos que otra persona se haya apropiado de mi nombre…

– ¿Nunca has trabajado en su campo, en asuntos de publicidad?

– ¿Bromeas? Ya te he dicho que no. Te he contado lo que ha sido mi vida. Conocía a Paula en la escuela.

– ¿Y sabía quién eras? ¿Sabia quién era tu padre?

– Sí -hablaba con voz apagada- Mira, James, ésta es una cuestión que puedes aclarar con facilidad. Llama a su oficina e infórmate. Pregunta si trabaja en la empresa una tal Anni Tudeer. Si es así, existen dos personas que responden a ese nombre… o bien Paula te ha mentido -se inclinó un poco más hacia Bond. Luego habló con voz dura y precisa-: Te aseguro, James, que no hay dos Anni Tudeer. Paula miente y, yo por lo menos, quisiera saber por qué.

– Sí -asintió Bond-. Lo mismo digo.

– Entonces ¿me crees?

– No tiene sentido que me mientas sabiendo que puedo comprobar lo que dices en un corto espacio de tiempo. Estaba convencido de que conocía bien a Paula, pero ahora…, bueno, mi intuición me dice que debo dar crédito a tus palabras. Desde el hotel se pueden realizar las investigaciones pertinentes en Helsinki, y, por supuesto, con la gente de Londres. Allí ya me dijeron que eras Anni Tudeer -Bond sonrió a la joven. Su mente empezaba a sintonizar con la parte física de su ser. Rivke, una deliciosa mujer, se hallaba muy cerca de él-. Sí, te creo, Rivke Ingber. Eres sin duda agente del Mossad, y solo queda por aclarar la cuestión de la venganza a que antes aludía. No me hago a la idea de que sólo pretendías expiar por lo que hizo tu padre. Estoy seguro de que quieres verlo en chirona o muerto. ¿Qué me dices?

– La verdad es que no importa demasiado -se encogió levemente de hombros con gesto incitante-. Ocurra lo que ocurra, Aarne Tudeer ha de morir -el tono cantarín de su voz desapareció por unos momentos y dio paso a un matiz acerado y duro. Luego volvió a recobrar la dulzura de siempre y dejó escapar una leve carcajada-. Perdona, James Bond, no debería haber intentado embaucarte. Brad Tirpitz estaba inaguantable esta noche, pero, tienes razón, me lo habría sacudido de encima sin dificultad. Tal vez mi grado de profesionalidad no sea tan bueno como yo creía. Fui una ingenua al pensar que podía engatusarte.

– ¿Y atraerme a qué trampa?

Bond, que ya estaba casi del todo convencido acerca de los móviles y las explicaciones de la chica, conservaba una punta de cautela, el mínimo indispensable en un hombre de sus características.

– No se trata de una trampa, a decir verdad -extendió la mano y sus dedos se posaron en la palma de Bond-. Si he de serte sincera no me siento segura al lado de Tirpitz y Kolya. Quería convencerme de que podía contar contigo.

Bond dejó caer la mano de Rivke y pasó suavemente el brazo por la espalda de la muchacha.

– Estamos metidos en el mundo del recelo y la desconfianza, Rivke, y ambos necesitamos creer en alguien. Te aseguro que tampoco a mí me agrada todo este tinglado. Pero lo primero es lo primero, por eso tengo que hacerte una pregunta, porque sospecho la respuesta, nada más. ¿Estás segura de que tu padre tiene que ver con las Tropas de Acción Nacionalsocialista?

Rivke no se detuvo a pensar.

– Completamente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Esa es la razón de mi presencia aquí y el motivo de que me asignaran este cometido. A raíz del primer asesinato perpetrado por las Tropas de Acción, los servicios secretos israelíes, con la ayuda de computadoras y demás, se pusieron a investigar sin demora. Es lógico que empezaran con los antiguos altos mandos, miembros del Partido Nazi, de la Gestapo y de los que habían conseguido huir de Alemania. Figuraban varios nombres en la lista de sospechosos, entre ellos el de mi padre. En cuanto al resto tendrás que creer en mi palabra, pero puedo decirte que el Mossad tiene pruebas de que el papel que juega en las acciones de este grupo es muy destacado. No es pura coincidencia que las armas salgan de Rusia por la frontera finlandesa. Él está aquí, James, con nombre supuesto y con un rostro casi irreconocible; en fin, lo necesario para conferir a su persona una nueva identidad. También va acompañado de otra mujer. A pesar de su edad, conserva su energía y capacidad para la acción. Sé que ronda por aquí.

– Como un ave de presa -y Bond sonrió con ironía.

– Estamos en plena temporada de caza, James. Mi querido progenitor está preparado. Mi madre solía contarme que él se veía a sí mismo como un Führer redivivo, un mesías del nazismo venido a este mundo para conducir a sus hijos a la tierra de promisión. Bien, la prole ha a ganado en número y fuerza y es tal la confusión que reina en el mundo que los jóvenes o los débiles de espíritu pueden muy bien respaldar cualquier ideología descabellada so pretexto de falsos ideales. No tienes más que ver lo que pasa en tu propia patria…

Bond la atajó.

– Una patria que todavía no ha tolerado que asuma el mando un loco o dictador. Hay por aquellos pagos un buen garrote en danza que, si bien a veces actúa con retraso, lo reconozco, acaba por enderezar las cosas.

Ella fingió un puchero de contrición.

– Conforme, lo siento. Todas las naciones tienen sus pecadillos -Rivke se mordió los labios, perdida por breves segundos en divagaciones marginales-. James, por favor, cuento con una ventaja, información privilegiada, si así lo prefieres. Te necesito a mi lado.

«Adelante con los faroles -se dijo Bond-. Aunque no estés completamente seguro, muerde toda la carnaza, pero conserva un mínimo de alerta, lo mínimo imprescindible.» Luego habló en voz alta.

– De acuerdo. Pero ¿y los otros? Brad y Kolya.

– Los dos se las prometen muy felices. No sé con certeza si trabajan de acuerdo o van el uno contra el otro. Unas veces parecen sinceros y otras dan la impresión contraria. ¿Es eso una estupidez? ¿Una paradoja contradictoria? Tal vez, pero es la realidad. No tienes más que verles -Rivke le miró con franqueza a los ojos, como si tratara de hipnotizarle, confiriendo a su voz el tono que se adopta al hablar de temas trascendentes-. Mira, tengo la sensación… es sólo intuición si tú quieres, de que o la CIA o la KGB saben cosas que tratan de ocultar. Cosas relacionadas con las Tropas de Acción.

– Apostaría a que se trata de Kolya -respondió Bond con presteza-. A fin de cuentas fue la KGB la que reclamó nuestra intervención, la de Estados Unidos, Israel y Gran Bretaña. Imagino que en relación con las Tropas de Acción Nacionalsocialista hay algo más que una simple fuga de armas. Sin duda éste es uno de los factores de la cuestión. Pero tal vez haya algo más espantoso ya atroz detrás de todo eso.

Rivke acercó la silla un poco más al extremo de la cama, donde Bond estaba sentado.

– ¿Te refieres a que, además de armas, ha surgido un feo asunto que presenta mal cariz? ¿Algo que se ven en dificultades para refrenar?

– Es una teoría, pero bastante probable -la chica estaba tan cerca que Bond podía aspirar la fragancia de su perfume y el olor natural de una mujer atractiva-. Sólo una teoría -repitió- pero perfectamente posible. La forma de actuar de la KGB se aparta de lo corriente. Por lo general trabajan en solitario y no dejan trascender ninguna información, y ahora, de repente, van y requieren nuestra ayuda. ¿No querrán tendernos una trampa? Quizá nos han tomado por unos incautos bobalicones, y cuando salga a relucir el asunto, sea lo que fuere, estaremos ya demasiado comprometidos. Israel, Estados Unidos y Gran Bretaña cargarían entonces con las culpas. La idea es lo bastante ruin para pensar que los rusos hayan decidido ponerla en práctica.

– Son muy mala gente -la voz de Rivke adquirió de nuevo un matiz apagado.

– Sí, mala gente -Bond se preguntó que reacción habría tenido el viejo y ultraconservador M al oír esa definición.

Rivke manifestó que, ante la expectativa de tener que hacer frente a una mala pasada de la KGB destinada a poner en entredicho a sus respectivos gobiernos, lo más prudente era concertar un pacto de ayuda mutua.

– Creo que, aun en el caso de que nuestras suposiciones no se confirmen, es mejor que nos guardemos mutuamente las espaldas.

Bond la obsequió con la más encantadora de sus sonrisas y se inclinó hacia ella, de forma que sus labios casi rozaban los de la muchacha.

– Tienes toda l razón, Rivke, aunque más que la espalda me gustaría vigilarte de frente.

A su vez, los labios de ella parecían estar examinando los de Bond. Tras una breve pausa, susurró:

– Mira, James, no me asusto con facilidad, pero todo esto me ha puesto un poco nerviosa…

Rivke tendió los brazos y rodeó el cuello de su interlocutor. Los labios de uno y otro se rozaron, primero en una suave caricia. En lo más intimo de su voz recomendaba a Bond con insistencia que anduviera con cautela, pero la advertencia se consumió en el ardor de aquel roce, y luego, cuando se abrieron sus bocas y las lenguas se entrelazaron en el juego amoroso, los rescoldos de prudencia se esfumaron en el aire.

Cuando al fin sus labios se despegaron parecía que hubiese transcurrido una eternidad. Rivke, jadeante, permanecía abrazada a Bond; el cálido aliento de su boca acariciaba la oreja del hombre y de sus labios fluían sonidos y palabras excitantes.

Con ademanes pausados Bond la levantó de la silla y la condujo hasta la cama, donde se tendieron, los dos cuerpos muy pegados. Volvieron a darse la lengua hasta que, obedeciendo a una señal inaudible, las manos empezaron a tantear los cuerpos.

Lo que empezó siendo apetencia sexual, una necesidad dictada por la soledad de dos personas que anhelaban compartir consuelo y confianza, acabó convirtiéndose en una manifestación de amor tierno y afectuoso.

Bond, aún vagamente consciente de la sombra de duda que anidaba en su mente, no tardó en consumirse con el calor de aquella preciosa criatura, cuyos miembros y el cuerpo todo respondían a las caricias de una forma casi telepática. Actuaban como dos danzarines perfectamente acoplados, capaces de predecir y adivinar los movimientos respectivos.

Sólo más tarde, mientras Rivke, sepultada bajo las mantas, permanecía acurrucada como una niña entre los brazos de Bond, volvieron a comentar las vicisitudes de la misión que les había traído allí. Para ellos dos, las pocas horas que habían pasado juntos fueron un fugaz escape de las ásperas realidades de su profesión. A la sazón eran las ocho y pico de la mañana. Otra jornada, otra dura briega con los riesgos que conlleva la actividad de los agentes del servicio secreto.

– Lo dicho. Para el buen fin de esta operación trabajaremos los dos en equipo -Bond tenía la boca más seca de lo normal-. Eso nos protegerá mejor…

– Sí, y…

– Y yo te ayudaré a mandar al infierno al dichoso Oberführer de la Gestapo Aarne Tudeer.

– Oh, James, querido, te lo agradezco. De verdad que sí -ella alzó la vista y le dirigió una mirada al rostro iluminado por una sonrisa hecha de puro placer, sin la menor sombra de malicia u horror, como si implorase la muerte súbita de aquel padre al que tanto aborrecía. Luego, su talante cambió de nuevo, la faz sosegada y una risa que apuntaba en el fulgor de los ojos y en las comisuras de los labios-. ¿Sabes? Nunca pensé que esto pudiera ocurrir, James.

– Vamos, Rivke, no querrás hacernos creer que una mujer que se presenta en la habitación de un hombre a las cuatro de la madrugada, apenas vestida, no lleva oculta la idea de seducirle.

Ella se echó a reír con ganas.

– Oh, claro que lo había pensado; lo que pasa es que no acababa de creerme que pudiera suceder. Imaginaba que sólo estabas pendiente de tu trabajo y, por otra parte, yo me consideraba suficientemente fuerte y bien entrenada para resistir la tentación -bajó un poco la voz-. Me gustaste desde el primer día, pero que no se te suba a la cabeza, ¿eh?

– Pierde cuidado -Bond rompió a reír.

El eco de la risa apenas se había extinguido cuando el brazo de Bond alcanzó el receptor telefónico.

– Ya es hora de averiguar qué novedades nos depara nuestra buena amiga Paula.

Mientras marcaba el número del apartamento de su amiga en Helsinki contempló admirativamente a Rivke, que se estaba cubriendo con la bata de transparente seda.

Lejos, al otro extremo del hilo, sonó el timbre del teléfono. Nadie se puso al habla.

– ¿Qué piensas de esto, Rivke? -Bond colgó el auricular-. No está en casa.

Rivke meneó la cabeza.

– Creo que debes probar en la oficina, pero no sé que decirte, la verdad. Antes éramos muy amigas; no veo motivo para que mienta en lo concerniente a mí. Es una tontería. Además, dices que era muy buena amiga tuya…

– Durante mucho tiempo, y te aseguro que jamás me dio pie para sospechar de ella. No hay quien entienda este galimatías -Bond se puso en pie y se dirigió hacia el armario de puertas correderas. Estiró el brazo hacia el anorak acolchado, suspendido en el colgador, extrajo del bolsillo dos insignias metálicas y las arrojó sobre la cama. Se oyó el chasquido discordante producido al caer la una sobre la otra. Era la ultima prueba en cuanto a la joven-. ¿Qué me dices de este par de recuerdos, querida?

Rivke alargó la mano, sostuvo los dos emblemas unos segundos y luego los dejó caer repentinamente en el lecho, como si estuvieran al rojo vivo.

– ¿Dónde? -bastó con una palabra, que fluyó restallante, como un tiro.

– Las encontré en el piso de Paula; estaban en el tocador.

El color había huido del rostro de la chica.

– No veía estas insignias desde que era niña -tendió el brazo hacia la Cruz de la Orden Teutónica y volvió a tomarla en la mano, pero en esta ocasión le dio la vuelta-. ¿Te das cuenta? Lleva su nombre grabado en el reverso. Es la Cruz con hojas de roble y espadas de mi padre. ¿En el piso de Paula has dicho? -sus últimas denotaban un sincero asombro y la más absoluta confusión.

– Como lo oyes. En el tocador, a la vista de cualquiera.

Rivke arrojó de nuevo las insignias sobre la cama, se acercó a Bond y le echó los brazos al cuello.

– Creía que lo sabía todo, James, pero hay cosas que no me caben en la cabeza. ¿Por qué Paula? ¿A qué vienen esas mentiras? ¿Cómo han aparecido la Cruz Teutónica y el emblema de la Campaña del Norte? Por cierto, que él tenía en mucho aprecio esta insignia… ¿Cuál es la razón de todo esto?

Bond la estrechó contra su pecho.

– No te preocupes, Rivke, lo averiguaremos. Yo tengo tanto interés como puedas tenerlo tú. Paula me pareció siempre tan…, no sé como decirte…, tan juiciosa, tan franca.

Rivke se despidió al poco rato.

– Debo poner en claro mis ideas, James. ¿Quieres venir a la pista de esquí conmigo?

Bond negó con la cabeza.

– Tengo que charlar con Brad y Kolya. Además creía que nos protegíamos mutuamente…

– Necesito salir y estar sola un rato. No te preocupes, James -añadió-; no voy a correr ningún riesgo. Estaré de vuelta para el desayuno. Si me retraso, discúlpame con los demás.

– Por lo que más quieras, ten cuidado.

Rivke asintió con un breve movimiento de cabeza. Luego dijo con cierto aire de timidez:

– Lo he pasado estupendamente, señor Bond. A lo mejor se convierte en una costumbre.

– Por mí no hay inconveniente -Bond la atrajo hacia sí, ya en la puerta, y se despidieron con un beso.

Cuando la chica hubo salido de la habitación, él se dirigió a la cama y recogió las dos condecoraciones de Aarne Tudeer. El ambiente estaba impregnado del aroma de la muchacha. Parecía como si Rivke estuviera aún muy cerca de él.

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