– Así, pues, ¿seguro que se trataba de agentes profesionales? -era la tercera vez que M formulaba la misma pregunta.
– No me cabe la menor duda -respondió James Bond, al igual que hiciera anteriormente-, y le repito, señor, que iban por mí.
M lanzó una especie de gruñido.
Se hallaban en el despacho de su jefe directo, sito en la novena planta del inmueble. La concurrencia estaba integrada por ellos dos más el jefe de Estado Mayor de M, Bill Tanner.
Tan pronto Bond traspuso la puerta del edificio tomó el ascensor que conducía directamente al noveno piso. Allí se introdujo con paso tambaleante en una oficina exterior, aneja a la de su superior, dominio de la eficientísima miss Moneypenny, secretaria personal de M.
Esta alzó la mirada, y al principio sonrío contenta.
– James -balbuceó, viendo que Bond a duras penas se tenía en pie. Levantándose con presteza le ayudó a tomar asiento en un butacón.
– Me alegro mucho de verte, Penny -dijo Bond, aturdido por el dolor y el cansancio-. Hueles pero que muy bien. Eres toda una mujer.
– No, James, soy toda Chanel, mientras que tú eres una mezcla de sudor, antisépticos y me temo que algo más; diría que el perfume es Patou.
M no estaba en su despacho; había sido convocado a una asamblea del Comité Mixto de los Servicios de Inteligencia, de modo que al cabo de diez minutos, con la ayuda de Moneypenny, Bond se halló en la enfermería, atendida durante las veinticuatro horas por turnos de dos enfermeras. El médico de guardia ya había sido avisado.
Paula tenía razón; la herida requería una cura a fondo: antibióticos y unos puntos de sutura. A las tres de la tarde Bond se había repuesto en buena medida; lo suficiente para sostener un careo con M y su ayudante.
Su jefe no era hombre que gustara de utilizar palabras malsonantes, pero el fulgor de sus ojos denotaba que en aquellos momentos se sentía tentado a sucumbir ante la idea.
– Hábleme otra vez de esa joven de esa tal Vacker.
Se inclinó sobre la mesa de despacho, cargó la pipa valiéndose únicamente del tacto y sus ojos grises acribillaron a Bond, como si no acabara de fiarse de él.
El superagente volvió a relatar todo lo que sabía acerca de Paula.
– ¿Y la amiga? La chica de quien nos habló.
– Anni Tudeer. Trabaja para la misma agencia; tiene idéntica titulación que Paula. Según parece, en la actualidad trabajan juntas en una cuenta especial: la promoción de una empresa química que se dedica a la investigación aplicada y está ubicada en Kemi, en el norte del país, pero en este lado del Círculo Polar.
– Sé dónde se halla Kemi -dijo dijo M, casi regañón-. Tenía usted que pasar por allí camino de Rovaniemi y demás puntos de la zona norte -ladeó la cabeza hacia Tanner-. Ayudante, ¿tendrá la bondad de efectuar las comprobaciones pertinentes en computadora? A ver si descubrimos algún dato de interés. Puede también recurrir a «Cinco»; pregúnteles si disponen de alguna información al respecto.
Bill Tanner saludó respetuosamente con una leve inclinación de cabeza y abandonó el despacho.
Una vez hubo cerrado la puerta, M se dejó caer contra el respaldo de la silla.
– Dígame, cero cero siete, ¿cuál es su versión de los hechos?
Los ojos grises lanzaban destellos y Bond se dijo a sí mismo que M tenía probablemente la clave de lo ocurrido en su cabeza, junto con otros muchos secretos.
Bond meditó cuidadosamente sus palabras:
– Creo que me señalaron como sospechoso, que fui detectado, bien durante los días de entrenamiento en el Círculo Ártico, bien cuando me detuve en Helsinki. Por no sé qué medio intervinieron mi teléfono del hotel. Tiene que ser eso o Paula, cosa que me cuesta mucho creer; o tal vez alguna persona con la que ella habló. De lo que no cabe duda es de que fue una operación improvisada, ya que no tomé la decisión de quedarme hasta que el avión aterrizó en Helsinki. Pero actuaron con rapidez, y desde luego estaban decididos a quitarme de en medio.
M retiró la pipa de los labios y la esgrimió señalando con ella a Bond, como si de una estaca se tratase.
– ¿Quiénes son ellos?
El superagente se encogió de hombros y el movimiento volvió a producirle una punzada en la herida.
– Paula dijo que hablaban finés correctamente. Conmigo se expresaron en ruso, pero tenían un acento terrible. Según Paula, podrían ser de algún país escandinavo, pero no finlandeses.
– No ha respondido a mi pregunta, cero cero siete. Repito: ¿quiénes son ellos?
– Gente capaz de contratar matones extranjeros bien entrenados, mercachifles profesionales de camuflaje y el trabajo sucio.
– En tal caso, ¿a cuenta de quién corrió el alquiler de los servicios, y por qué motivo? -M permanecía muy compuesto en su sillón y hablaba con voz sosegada.
– Me cuesta hacer amigos.
– Déjese de ironías, cero cero siete.
– Está bien -Bond lanzó un suspiro-. Imagino que sería un pacto. Un saldo de SPECTRE. Desde luego no fueron los de la KGB ni otros por el estilo. Pudo ser uno de esa docena de grupos que actúan medio respaldados.
– ¿Diría usted que las Tropas de Acción Nacionalsocialista es uno de estos grupos?
– Lo sucedido no corresponde a su estilo. Ellos van a la caza de comunistas…, a bombo y platillos, publicidad incluida.
Los labios de M se distendieron en una leve sonrisa.
– Entonces, quizá quisieran echar mano de una agencia publicitaria, ¿no cree, cero cero siete? Una agencia como esa en la que trabaja la señorita Vacker, por ejemplo.
– Señor… -su voz resonó incisiva, como si M se hubiera vuelto loco de repente.
– No, Bond, no es su estilo; a menos que quisieran acabar rápidamente con alguien que consideraran una amenaza.
– Pero yo no…
– Ellos no tenían por qué estar enterados de eso; no tenían por qué saber que iba usted a detenerse en Helsinki para jugar estúpidamente al plaboy…, un papel que cada vez exige más esfuerzo, cero cero siete. ¿No se le dijo que regresara enseguida a Londres después del período de ejercicios en la zona ártica?
– Sí, pero sin poner mucho énfasis en ello. Yo pensaba…
– Me importa un rábano lo que usted pensara, cero cero siete. Lo que yo quería era tenerle aquí, en Londres, en vez de zascandilear por Helsinki. ¿No comprende que hubiera podido comprometer al departamento y también a usted mismo?
– Yo…
– Usted no tenía por qué saber nada -el tono de voz que empleaba M parecía a la sazón menos cortante-. A fin de cuentas yo no hice más que mandarle a unos entrenamientos en condiciones climatológicas adversas, para que se acostumbrase. Yo asumía toda la responsabilidad. Debiera haber sido más explícito.
– ¿Explícito dice usted?
M permaneció en silencio todo un minuto. Sobre su cabeza pendía la pintura original de Trafalgar, de Robert Taylor. El cuadro venía a ser como un compendio de la personalidad y determinación de su superior jerárquico. Llevaba colgado allí un par de años. Con anterioridad había ocupado su lugar Cape St. Vincent, de Cooper, prestado por el National Maritime Museum, y antes… Bond no se acordaba muy bien, pero los lienzos aludían siempre a victorias navales de Gran Bretaña. M poseía esa arrogancia integral que concede primacía absoluta a la lealtad hacia la patria, acompañada del firme convencimiento de la invencibilidad de las tropas de combate nacionales, por adversas que sean las circunstancias y con independencia de la duración del conflicto.
Por fin, M reanudó el diálogo.
– Mire, cero cero siete. En la actualidad estamos embarcados en una operación de envergadura en la zona del Círculo Ártico. El entrenamiento a que fue usted sometido era, permítame utilizar el término, un ejercicio de precalentamiento. Para decirlo en pocas palabras: se incorporará usted a dicha misión.
– ¿Contra? -Bond intuía cuál iba a ser la respuesta.
– Las Tropas de Acción Nacionalsocialista.
– ¿En Finlandia?
– Cerca de la frontera con la Unión Soviética -M se inclinó todavía un poco más hacia delante, como si quisiera estar seguro de que nadie podía oírles. Luego añadió-: Tenemos destacado allí a uno de nuestros agentes, aunque sería más exacto decir que teníamos. Le estamos esperando. No hace falta que entremos ahora en detalles. Al parecer no se entendía bien con el resto. El equipo en pleno se reagrupará aquí y se lo presentaremos, en fin, para situarle un poco en el contexto de la operación. Antes, sin embargo, le pondré al corriente, por supuesto.
– ¿Ha dicho usted el equipo en pleno? ¿Qué clase de gente lo integra?
– De lo más heterogéneo, cero cero siete, Elementos de lo más discordante. Pero después de sus aventurillas por Helsinki temo que ya no sea posible contar por entero con el factor sorpresa. Confiábamos en que pasaría usted desapercibido y podría incorporarse al grupo sin alertar a esa pandilla de neofascistas.
– ¿El grupo? -repitió Bond.
M carraspeó para ganar un poco de tiempo.
– Se trata de una operación conjunta, cero cero siete; una misión insólita preparada a instancias de la Unión Soviética.
Bond frunció el entrecejo.
– No me diga que el Servicio Central de Moscú también entra en el juego.
M asintió brevemente con un movimiento de cabeza.
– Sí -aunque tampoco parecía gustarle mucho la idea-. Pero es que además vamos a trabajar con Langley y Tel Aviv.
Bond silbó por lo bajo, lo que hizo enarcar las cejas y apretar los labios a M.
– Ya le he dicho que eran elementos de lo más discordante.
Bond, como si repitiera para sí algo imposible de asimilar, murmuró a media voz:
Nosotros, la KGB, la CIA y el Mossad…, los israelíes.
– Tal como suena -aprovechando que ya había sacado el asunto a relucir, M continuó informando a su hombre-. Se trata de la Operación Rompehielos… El nombre se lo pusieron los norteamericanos, claro. Los soviéticos no protestaron porque eran ellos los que solicitaban el favor…
– ¿ La KGB pidió ayuda? -Bond aún no salía de su asombro.
– Sí, por conducto secreto. Cuando nos llegó la noticia, los pocos que estábamos en el ajo no sabíamos que pensar. Poco después recibí una invitación para visitar a nuestros amigos de Grosvenor Square -refiriéndose al lugar donde se hallaba la embajada de los Estados Unidos.
– ¿Y habían recibido la petición de ayuda?
– Sí, y siendo lo que es la CIA, también sabían que el Mossad había sido objeto del mismo requerimiento. Al cabo de un día se acordó celebrar una reunión tripartita.
Bond hizo un ademán solicitando permiso para fumar. M, sin dejar de hablar, movió levemente la mano, asintiendo a la insinuación de aquél. Sólo hacía una pausa para encender una y otra vez la pipa.
– Enfocamos la cuestión desde todos los ángulos. Estudiamos las posibles encerronas (que las hay, sin duda), examinamos también las opciones en caso de que las cosas no salieran bien y, por último, se decidió nombrar a los agentes que desempeñarían la misión. Pensamos en tres por cada parte, pero los soviéticos insistieron en no fueran más de tres; ya puede imaginar: que si demasiada gente, que si era necesario asegurar la discreción de la operación y cosas por el estilo. Finalmente nos entrevistamos con el negociador de la KGB, Anatoli Pavlovich Grinev…
Bond asintió con aire de complicidad.
– Coronel del Primer Directorio. Tercer Departamento. Camuflaje: Agregado comercial de KPG.
– Ese es el hombre -reconoció M. Las iniciales KPG aludían a Kensington Palace Gardens, y más en concreto, al número 13 de la zona, donde se hallaba ubicada la embajada soviética. El Tercer Departamento del Primer Directorio se ocupaba exclusivamente de las operaciones de contraespionaje relativas al Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y Países Escandinavos-. Sí, señor, ha dado usted en el blanco.
Bajito, orejas de pichel. Era una descripción muy acertada del taimado coronel Grinev. Bond había tenido ya tratos con él y el hombre le inspiraba tanta confianza como una mina de tierra sin explotar.
– Pero ¿explicó en qué consistía el asunto? -en realidad Bond no preguntaba-. ¿Por qué la KGB recababa nuestra participación, la de la CIA y la del Mossad para realizar una operación conjunta clandestina en territorio finlandés? Imagino que debe de estar en bastante buenas relaciones con el SUPO, los servicios de información finlandeses.
– No del todo -respondió M-. ¿Ha leído usted todo el material de que disponemos relativo a las Tropas de Acción Nacionalsocialista?
Bond asintió con la cabeza. Luego añadió:
– Vaya monada de expediente. Informes detallados de los treinta y pico asesinatos perpetrados con éxito. Ese es el plato fuerte del caso…
– No olvide el análisis y las conclusiones del Comité Mixto de los Servicios de Inteligencia. Son cincuenta páginas.
Bond indicó que, en efecto, lo había leído.
– Se estima que las Tropas de Acción no son una simple organización de terroristas fanáticos. No me parece una deducción muy consistente.
– No me diga -las palabras de su superior traslucían un deje de ironía-. Pues yo sí estoy seguro, cero cero siete. Por supuesto que los miembros del grupo son unos fanáticos, pero los servicios secretos y de seguridad militar de las principales potencias coinciden en la estimación. El ideario que mueve a las Tropas de Acción se nutre de postulados del nacionalsocialismo más recalcitrante. No hablan por hablar, y da la impresión de que cada día que pasa crece el número de adeptos. Todo parece indicar que los dirigentes del grupo se consideran como los arquitectos del Cuarto Reich. Por el momento su objetivo es el comunismo organizado; pero hace poco han surgido dos nuevos elementos.
– ¿Cuáles son?
– Brotes de antisemitismo por toda Europa y Estados Unidos…
– No se ha demostrado que haya relación…
M le indicó, alzando la mano, que no le interrumpiera.
– En segundo lugar, hemos atrapado a uno de ellos.
– ¿Un miembro de las Tropas de Acción? Pero si nadie…
No se ha informado ni hablado de ello, pero lo tenemos mejor atado que una momia egipcia.
Bond preguntó si al decir «tenemos» se refería al Reino Unido.
– Oh, sí; en este mismo edificio, en el ala destinada a los huéspedes -y al decir estas palabras señaló con un brusco gesto hacia el suelo, una clara alusión al amplio centro de interrogatorios ubicado en los sótanos del edificio. Aquella parte del inmueble se había habilitado después de que los recortes en el presupuesto de defensa impidieran que los servicios de información británicos contaran con «un lugar bajo el sol» en las afueras, donde antes se hallaba el centro de detención e interrogatorios.
M continuó explicando que el sujeto en cuestión había sido detenido «después de la última juerguecita en Londres», refiriéndose al asesinato, a plena luz del día, de tres altos funcionarios británicos en el momento en que abandonaban la embajada soviética, a la que habían acudido para negociar un tratado comercial. De eso hacía seis meses. Por lo visto uno de los asesinos intentó pegarse un tiro, pero los hombres del servicio secreto consiguieron hacerse con él.
– No se salió con la suya -M sonrió sin ganas-. Nos encargamos de mantenerlo con vida. Casi todo lo que sabemos se basa en lo que nos ha contado.
– ¿Ha querido hablar?
– Poca cosa -respondió M encogiéndose de hombros-; pero lo que dijo nos permitió leer entre líneas. Son poquisimas las personas que están enteradas, cero cero siete. Si le cuento todo esto es para que no dude ni un momento que estamos sobre la buena pista. Tenemos casi la absoluta certeza de que las Tropas de Acción constituyen una organización de ámbito universal que cuenta cada día con más gente y a la que es preciso parar los pies sin dilación, de lo contrario saldrá a la luz pública e intentará hacerse con un sector del electorado en muchas democracias. De aquí el enorme interés de los soviéticos en el asunto.
– En tal caso, ¿por qué ir de la mano con ellos?
– Porque ningún otro servicio de inteligencia, desde el Bundesnachrichtendienst hasta el SDECE, dispone de indicios…
– Pero…
– Nadie sa1vo los de la KGB.
Bond permaneció impasible, sin mover un músculo.
– Por supuesto, ellos no están enterados de que tenemos un prisionero -prosiguió M-, pero cuentan con una pista de bastante interés. El suministro de armas.
Bond inclinó la cabeza.
– Puesto que siempre han utilizado material soviético, presumo que…
– No presuma nada, cero cero siete. Es una de las reglas básicas de la estrategia. La KGB cuenta con pruebas sólidas de que las armas que emplean las Tropas de Acción están muy bien escondidas en territorio ruso y que alguien, probablemente un súbdito finlandés, se encarga de transportarlas a diversos puntos. Tal es la razón de que quieran operar en la clandestinidad, sin conocimiento del gobierno finlandés.
– ¿Y por qué nosotros? -Bond empezaba a ver claro.
– Dicen -empezó M-, dicen que es necesario contar con el soporte de otros países que no sean los del bloque oriental. Es lógico que uno de ellos sea Israel, puesto que será el próximo objetivo. En cuanto a los Estados Unidos y Gran Bretaña, ambos constituirían un formidable elemento de disuasión si se sabe que forman parte de la operación de lucha. Además arguyen que ello nos afecta a todos por igual, que se trata de algo de interés común.
– ¿Lo cree usted así, señor?
M esbozó una leve sonrisa y le miró con gravedad.
– No, no del todo. Pero tampoco pienso que nos la quieran jugar urdiendo una complicada añagaza que implique a tres servicios de inteligencia.
– ¿Cuánto tiempo lleva en marcha la Operación Rompehielos?
– Seis semanas. Solicitaron su presencia desde el principio, pero antes quería comprobar el grosor de la capa de hielo. Ya me entiende.
– ¿Y es sólida?
– Aguantará su peso, cero cero siete, o al menos así lo creo yo. Claro que lo ocurrido en Helsinki aumenta el riesgo de la operación.
Hubo una larga pausa. Detrás de la maciza puerta se oyó, lejano, el repiqueteo de un teléfono. Bond rompió por fin el silencio.
– El agente al que usted asignó la misión…
– Para ser exactos le diré que eran dos. Cada grupo tiene un agente coordinador in situ, camuflado en Helsinki. Este es el hombre al vamos a sustituir. Dudley. Clifford Arthur Dudley. Residió en Estocolmo una temporada.
– Buen elemento -Bond encendió otro cigarrillo-. Hemos trabajado juntos. -En efecto, ambos habían llevado a cabo una comprometida misión en París, hacía dos años. Se trataba de vigilar y hacer desaparecer de la escena a un diplomático rumano-. Sí, un tipo listo, y además muy cordial. ¿Dice usted que se llevaba mal…?
M rehuyó la mirada de su interlocutor. Se levantó del sillón y dirigió sus pasos hacia la ventana; allí permaneció unos instantes inmóvil, con los puños cerrados detrás de la espalda y la vista fija en la zona de Regent's Park.
– Sí -dijo con voz calma-. Sí. Le pegó un puñetazo en la boca a nuestro colega norteamericano.
– ¿Cliff Dudley?
M se dio la vuelta. Sonreía con una ironía muy peculiar.
– Por supuesto, lo hizo siguiendo mis instrucciones. Para ganar tiempo o, como dije, para comprobar el hielo; y en espera de que estuviera usted aclimatado, si le interesa seguir el juego.
Nueva pausa, rota también por Bond.
– ¿Y tengo que reunirme con el resto del grupo?
– Sí -M parecía un tanto abstraído en sus pensamientos-. Sí, sí. Tiene que sumarse al grupo lo antes posible. Yo mismo escogí el punto de cita. ¿Qué le parece el hotel Reid's de Funchal, en Madeira?
– Mejor que una kota lapona en el Círculo Polar Ártico, señor.
– Me alegro. En tal caso vamos a facilitarle toda la información de que disponemos, y si puede con ella le mandaremos de viaje mañana por la noche sin dilación. Bueno, ahora hay que poner manos a la obra. Debe meterse en la cabeza que eso no va a ser un pastel, como se solía decir durante la segunda guerra mundial.
– ¿Ni siquiera un pastel de Madeira? -sonrió Bond
Por fin M soltó una breve carcajada.