Cada dos por tres James Bond tenía que aminorar la velocidad para quitarse el hielo que empañaba los cristales de las gafas protectoras. No habían podido escoger una noche más desapacible. Incluso una ventisca era preferible a un viaje en aquellas condiciones. Kolya había dicho: «un safari por la nieve», y luego se había echado a reír.
La oscuridad parecía envolver al grupo. De vez en cuando desaparecía de golpe, dejaba atisbar un poco el paisaje y se cernía nuevamente sobre ellos, como si unas misteriosas celosías hubieran caído ante sus ojos. Era preciso permanecer concentrado al máximo para no perder de vista al hombre que marchaba delante. Lo único tranquilizador era que Kolya, que encabezaba la caravana, alumbraba un poco el camino con el pequeño faro del escúter enfocado muy bajo. Tras él seguían las dos rugientes máquinas Yamaha de Bond y Tirpitz, que trepidaban en la noche. Bond se dijo que aquellos artefactos hacían ruido más que suficiente para atraer a todas las patrullas en un radio de quince kilómetros.
Después de mantener una larga conversación con Brad Tirpitz, Bond dispuso su impedimenta con más cuidado de lo que tenía por costumbre. Ante todo debía poner un poco de orden en sus cosas, apartar las que no necesitaba y guardarlas en el Saab, de donde a su vez tenía que retirar algún material que tal vez le fuera de utilidad. Abandonó el hotel y depositó la cartera de mano y la bolsa de viaje en el maletero, hecho lo cual se deslizó en el asiento del conductor. Una vez aposentado en él, tuvo motivos para estar agradecido al anónimo ángel custodio que velaba por los agentes secretos comprometidos en una misión.
Apenas había vuelto a colocar la unidad piloto en su escondrijo detrás de la guantera, la lucecita roja empezó a destellar con rápidas intermitencias junto al teléfono del coche.
Bond se apresuró a pulsar el grueso botón de mando, carente de toda indicación, para conectar el desmodulador de la minicomputadora y la pantalla. El rápido parpadeo de la lucecita, no mayor que la cabeza de un alfiler, señalaba que la unidad de almacenamiento contenía un mensaje de Londres.
El superagente activó con presteza los dispositivos pertinentes y pulsó las teclas que daban entrada al mensaje cifrado. A los pocos segundos, la pequeña pantalla, del tamaño de un libro de bolsillo, se llenó de grupos de letras. Bond tocó suavemente unas cuantas teclas más y las letras formaron un revoltijo aún más intrincado, hasta que desaparecieron de la imagen. Mientras el ordenador empezaba a procesar los datos, el artilugio zumbó y emitió leves chasquidos. De repente surcó la pantalla una línea móvil integrada por nítidos caracteres de imprenta. El texto del mensaje decía así:
DEL JEFE DEL SERVICIO A 007 MENSAJE RECIBIDO NECESARIO ABORDE ASUNTO VON GLÖDA CON GRAN PRECAUCION REPETIMOS CON LA MAYOR PRECAUCIÓN IDENTIFICACION POSITIVA REPITO IDENTIFICACION POSITIVA VON GLÖDA ES CRIMINAL GUERRA NAZI AARNE TUDEER MUY POSIBLE SU HIPÓTESIS SEA CORRECTA CUANDO TOME CONTACTO ADVERTIRME SIN DEMORA Y ABANDONAR CAMPO OPERACIONES ES UNA ORDEN SUERTE «M»
De modo que M estaba lo bastante preocupado como para ordenarle que cesara en su línea de actuación cuando estuviese demasiado cerca del personaje, se dijo Bond para sus adentros. Por su mente cruzaron otras expresiones más o menos sombrías relacionadas con la palabra línea, tales como «llegar al extremo de la línea», «línea de fuego», o «estar vencido en toda la línea», como sinónimo de traición, expresiones todas ellas muy adecuadas a las presentes circunstancias.
Tras haberse asegurado de que el coche quedaba bien cerrado, Bond volvió a su habitación y pidió que le sirvieran algo de comida y más vodka. Los tres expedicionarios habían convenido que permanecerían en sus respectivos cubículos hasta el momento de la cita, en el lugar donde estaban aparcados los vehículos.
Un camarero de avanzada edad se presentó con un carrito en el que iba la cena encargada por Bond, consistente en una simple crema de guisantes con trocitos de carne magra y unas deliciosas salchichas de reno.
Mientras ingería los alimentos, el superagente constató de forma paulatina que la desazón que le producía la Operación Rompehielos no se debía por entero a las justificaciones que se habían dado acerca de su forma de trabajar, sino que existía además un elemento que tenía que ver con el nombre de Aarne Tudeer y su relación con el conde Von Glöda.
Bond evocó los nombres de otros peligrosos delincuentes con los que había librado feroces batallas, las más de las veces en solitario. Casi todos eran hombres o mujeres en los que dominaba odio casi visceral hacia él. Al azar acudieron a su memoria personajes como sir Hugo Drax, un embustero y timador al que Bond desenmascaró primero como un tahúr, y con el que luego sostuvo una lucha de muy distinto signo [3]. Auric Goldfinger era un sujeto de la misma laya, un rey Midas al que el superagente retó tanto en el plano deportivo como en el más despiadado y peligroso de la escaramuza abierta [4]. Estaba también Blofeld. Había muchas cosas sobre él que aún le helaban la sangre en las venas [5]; imagen de Blofeld y de su deudo, con el que 007 había tenido que encararse hacía muy poco [6].
Pero el conde Von Glöda -o mejor, Aarne Tudeer- parecía haber tendido un manto de tinieblas, sombrío y amenazador, sobre todo aquel asunto. Un descomunal interrogante. «Glöda igual a resplandor», dijo Bond en voz alta, mientras daba buena cuenta de un exquisito bocado de salchicha.
Se preguntó si el personaje poseía un extraño sentido del humor y si el seudónimo contenía un mensaje, la clave de su personalidad. Para él Glöda era un nombre cifrado, un espectro al que atisbó una vez en el comedor del hotel Revontuli; un hombre vigoroso, entrado en años, tostado por el sol, de pelo gris oscuro y porte militar. De seguro que si se hubiera tropezado con él en un club londinense, Bond no le habría concedido mayor atención. Todo en él delataba al militar retirado. No envolvía al personaje un aura de perversidad y resultaba imposible concretar el menor detalle respecto a su proceder.
Durante un brevísimo instante Bond sintió como si una mano fría y viscosa le recorriese la espalda. El hecho de no haber hablado con él cara a cara y de no haber tenido siquiera la oportunidad de consultar un expediente completo sobre Von Glöda, antiguo oficial de las SS, le producía una desazón que muy pocas veces experimentaba. En aquel brevísimo lapso el superagente llegó al extremo de preguntarse si había encontrado la horma de su zapato.
Bond respiró hondo y se sacudió la idea de la cabeza. No, no permitiría que Von Glöda le amilanase. Más aún, en el caso de que llegara a enfrentarse cara a cara con el falso aristócrata, Bond pensaba hacer caso omiso de las órdenes de M. Si su enemigo era en verdad el responsable de las actividades terroristas de las Tropas de Acción, no podía desertar del campo y emprender la retirada. Por el contrario, si se le presentaba la oportunidad de asestar un golpe mortal a la organización, Bond no dejaría que se le escapara de las manos.
Sintió que la confianza le invadía de nuevo. Volvía a ser el solitario de siempre, el francotirador que en las gélidas tierras del Círculo Ártico no podía confiar en nadie. Rivke había desaparecido y maldijo el hecho de no haber encontrado el medio ni tenido tiempo suficiente para ir en su busca. Kolya Mosolov era tan de fiar como un tigre herido. En cuanto a Brad Tirpitz, si bien en teoría eran aliados, Bond no acababa de convencerse de la buena voluntad del americano. Era verdad que, ante la eventualidad de un posible asesinato, habían urdido un plan para evitarlo, pero eso era todo. Los eslabones de la mutua confianza aún no estaban soldados.
En aquel preciso instante, cuando la noche aún no había cerrado, James Bond formuló un juramento. Haría las cosas solo y a su modo, sin plegarse a voluntades ajenas.
Así las cosas, los tres hombres iniciaron la marcha, a una velocidad que oscilaba entre los sesenta y los setenta kilómetros por hora, virando bruscamente y avanzando a sacudidas por un mal dibujado sendero que discurría entre los árboles paralelo a la frontera rusa, situada a un kilómetro de distancia poco más o menos.
Los escúters para la nieve -que los turistas denominan skidoos- son capaces de abrirse camino a través de la nieve y el hielo a velocidades de vértigo. Son máquinas que deben manejarse con todo cuidado. De un diseño característico, con las capotas panzudas que les confieren cierto aire amenazador y unos largos esquís salientes, los escúters se desplazaron sobre su terreno natural mediante unas orugas provistas de grandes escarpias que impulsan la máquina hacia adelante, proporcionándole un impulso de arranque que enseguida se traduce en un aumento de la velocidad, a medida que los esquís se deslizan sobre la superficie.
El conductor apenas va protegido, y tampoco los posibles pasajeros. El único elemento de defensa es un corto parabrisas o guardavientos. El que sube a un escúter por primera vez tiende a conducirlo como si fuera una motocicleta, lo cual es un craso error. Una moto puede girar en bruscos ángulos, pero la motoneta describe círculos mucho más amplios. Otra particularidad es que los novatos acostumbrados a ir en moto sueltan la pierna al tomar un viraje. Probablemente no tienen ocasión de repetirlo porque van a parar directos al hospital, con el miembro fracturado, ya que lo único que se consigue es que la pierna quede enterrada en la nieve y sufra un brusco tirón a causa de la velocidad de la máquina.
Los ecólogos maldijeron la llegada de esos artefactos, ya que, según ellos, los puntiagudos refuerzos metálicos de la oruga o cadena de arrastre escarbaban el suelo y destruían la textura del terreno bajo la capa de nieve. Sin embargo, han transformado por completo la forma de vida en la zona ártica, sobre todo en el caso de la población nómada de Laponia.
Bond mantenía la cabeza agachada y sus reflejos respondían con prontitud. Tomar un viraje suponía un esfuerzo considerable, en especial cuando la capa de nieve era profunda y dura, ya que el conductor tiene que mantener la inclinación lateral de los esquís con el manillar, sujetarlo con fuerza, aguantar las trepidaciones y resistir la tendencia normal de los deslizadores a recuperar la orientación hacia delante. Pero, además, seguir a un experto como Kolya presentaba dificultades suplementarias. Uno podía quedar aprisionado en los surcos del escúter que marchaba delante, lo que planteaba problemas en el manejo de la máquina, ya que era como andar metido en los carriles de un tranvía. Luego, si el conductor que encabezaba la marcha cometía un error, lo más probable era que el inmediato seguidor acabase maldiciendo a toda su parentela y fuese a embestir contra él.
El agente británico trató de seguir a Kolya en sus continuos virajes, deslizándose en bruscos giros de un lado a otro, levantando la vista cada momento en la esperanza de poder vislumbrar el camino con la tenue luz que proyectaba el escúter de Kolya. En ocasiones se dejaba ir más de la cuenta y la máquina se empinaba como un tiovivo, bamboleándose primero a la derecha y luego a la izquierda, escurriéndose hacia arriba hasta casi perder el control y resbalando de nuevo hacia atrás para encabritarse acto seguido del otro lado y finalmente, tras forcejear con el manillar, recobrar la posición normal.
Incluso con la cara y la cabeza cubiertas por completo, el frío y el viento herían el semblante de Bond como cuchillas de afeitar, y para evitar el entumecimiento de las manos tenía que doblar los dedos a cada instante.
Lo cierto era que el agente O07 había hecho cuanto estaba en su mano para prevenir las contingencias del viaje. La automática estaba en la funda afianzada en el pecho, protegida por la chaqueta acolchada. No le era posible echar mano del arma con rapidez, pero por lo menos la llevaba encima, con abundante munición de reserva. La brújula colgaba de un cordel o bramante sujeto al cuello e iba resguardada en el anorak; bastaría un leve tirón del cordel para hacerse con el instrumento. Algunos de los artilugios electrónicos más pequeños los llevaba distribuidos en los bolsillos de las diversas prendas de abrigo, en tanto que los mapas estaban guardados en un bolsillo de los pantalones de esquí, también acolchados, a la altura del muslo. Uno de los largos cuchillos de comando Sykes-Fairburn lo había fijado en el interior de la bota izquierda, y sujeto en el cinto colgaba un cuchillo más corto del tipo que utilizaban los lapones.
Bond llevaba a la espalda una mochila pequeña que contenía diversos objetos, entre ellos un mono blanco con su capuchón por si había necesidad de camuflarse en la nieve, tres granadas detonadoras y dos bombas de fragmentación L2-A2.
El bosque parecía espesarse cada vez más, pero Kolya giraba a derecha e izquierda sin titubeos, lo que denotaba claramente que conocía el camino como la palma de su mano. Eso al menos era lo que pensaba Bond, que seguía el ritmo del soviético, quien marchaba unos dos metros por delante, consciente de que Brad Tirpitz también iba a la zaga.
En aquel momento Kolya había empezado a torcer el rumbo. Bond se daba cuenta de ello a pesar de que el giro era muy lento. El soviético les guió por entre las aberturas de los árboles, efectuando virajes a uno y otro lado, pero Bond advirtió que se iban decantando hacia la derecha, en dirección este. No tardarían en salir del bosque. Seguirían luego un kilómetro de terreno descubierto y a continuación otra zona boscosa hasta llegar al largo declive que conducía al fondo del valle, donde una franja de árboles talados indicaba los límites fronterizos y pretendía disuadir a todo aquel que intentara pasar al lado soviético.
Súbitamente salieron veloces como flechas de la masa arbórea y a pesar de la oscuridad reinante el cambió resultó intimidante. Durante el trayecto por el bosque uno se sentía en cierto modo protegido, pero a medida que entraban en terreno abierto, la negrura era cada vez menos densa, hasta que el entorno cobró una tonalidad grisácea.
Aumentaron la velocidad, puesto que se trataba de un tramo recto libre de obstáculos en el que no era preciso efectuar virajes ni bruscos cambios de dirección. Kolya parecía haber fijado el rumbo y forzando el motor del escúter dio rienda suelta a la máquina. Bond siguió tras él, inclinándose un poco a la derecha y dejándose caer ligeramente de espaldas, aprovechando la marcha a través del descampado.
El frío se hizo más intenso, bien fuera por la falta de abrigo o por el mero hecho de haber aumentado la velocidad. Quizá, también, porque llevaban casi una hora de marcha y el frío había empezado a penetrar en sus huesos pese a las gruesas prendas de abrigo que llevaban encima.
Bond avizoró ante él la siguiente masa de arbolado. Si Kolya no aminoraba la velocidad para cruzar la escasa superficie de la franja boscosa, llegarían al largo declive en terreno descampado en cuestión de diez minutos.
«El valle de la muerte», pensó Bond, ya que el lugar previsto para tender la trampa mortal a Tirpitz era precisamente el fondo del valle, también exento de árboles. Ambos habían estudiado la contingencia en la habitación de Bond y a la sazón, con los escúters lanzados a gran velocidad, se estaban acercando a la zona de peligro. Cuando se produjera la explosión, Bond no tendría oportunidad de frenar la marcha o de retroceder hasta el lugar del suceso para comprobar si el plan urdido con Tirpitz había resultado. Lo único que podía hacer era confiar en el sentido de la oportunidad de Tirpitz y en su capacidad para superar los inconvenientes de aquel medio hostil.
Se adentraron de nuevo en el bosque, una sensación parecida al tránsito de la luz diurna al oscuro interior de una catedral arbórea. Las ramas de los abetos flagelaban el cuerpo de Bond y las agujas pinchaban su rostro, mientras tiraba con fuerza del manillar para girar a la izquierda, luego a la derecha, luego derecho y nuevamente a la izquierda. Hubo un momento incluso en que calculó mal la toma de un amplio viraje y notó que la parte delantera de un esquí daba contra la base de un árbol oculto por la nieve; otro momento difícil, en que le pareció iba a salir despedido de la pista, fue cuando el escúter topó con un nudo de gruesas raíces cubiertas de hielo y volteó a la máquina hasta casi hacerla derrapar. Pero Bond aguantó la embestida, sujetó con gran esfuerzo el manillar y consiguió enderezar el artefacto.
En esta ocasión, al salir a campo abierto, parecía que el paisaje que tenía ante los ojos se vislumbraba con mayor claridad, pese a la escarcha que empañaba las gafas protectoras. Divisó el valle con sendos declives a uno y otro lado que formaban una suave pendiente hasta allanarse en el fondo. Desde allí el terreno se empinaba para desembocar, en la otra ladera, en una masa de árboles que parecía dispuesta en formación militar.
Al entrar de nuevo en el descampado el grupo aumentó la velocidad. Bond notó que la panza del escúter restregaba contra el suelo conforme la máquina salía proyectada al acelerar el motor. Ello le obligó a sujetar con más fuerza el manillar para evitar un derrapaje.
A medida que avanzaban pendiente abajo crecía la sensación de vulnerabilidad. Kolya les había dicho que este sector era utilizado constantemente por los que cruzaban la frontera de forma clandestina, dado que el puesto más cercano de la policía de fronteras se hallaba, por ambos lados, a unos quince kilómetros de distancia, y muy pocas veces emprendían patrullas nocturnas. Bond confiaba en que no se equivocara. Dentro de poco entrarían en la base del valle, una superficie lisa y helada de medio kilómetro, y enseguida treparían por la cuesta que les llevaría a la franja de árboles y a la madre Rusia.
Pero antes Tirpitz estaría muerto, por lo menos en teoría.
Sin pretenderlo, le vino a la memoria un viaje que realizó en invierno, hacía ya bastante tiempo, al Berlín oriental. La nieve y el hielo no alcanzaba las proporciones de inclemencia, dureza y destemplanza del sector donde ahora se encontraban, pero recordaba haber pasado por el puesto fronterizo del sector oeste en Helmstedt, donde le advirtieron que siguiera la amplia carretera que cruzaba la zona oriental sin desviarse del camino. Durante los primeros kilómetros la ruta estaba flanqueada por bosques, entre los cuales atisbó con claridad las altas torres de madera provistas de proyectores y los soldados rusos con uniformes de invierno, agazapados entre los arbustos al borde mismo de la carretera. ¿Era acaso la misma perspectiva la que les aguardaba en los árboles que se divisaban en lo alto de la colina?
Llegaron al fondo llano del valle y enfilaron en línea recta. Si Brad Tirpitz estaba en lo cierto, el atentado contra su vida tenía que producirse en cuestión de dos o tres minutos.
Kolya aumentó la velocidad como si se dispusiera a tomar impulso para afrontar la cuesta. Bond partió tras el ruso y se reclinó un poco hacia atrás, rogando por que Tirpitz reaccionara a tiempo. Volviéndose en el duro asiento, giró la cabeza y comprobó con satisfacción que, de acuerdo con el plan establecido, el americano se había quedado bastante rezagado. Vio el bulto difuso y negro del escúter, pero no pudo distinguir si Tirpitz montaba todavía en él.
En el mismo instante en que Bond volvía la cabeza hacia atrás se produjo el suceso fatal. Era como si hubiera estado contando los segundos que faltaban para llegar al punto fatídico. ¿Se trataba acaso de una intuición?
Enseguida vino la explosión. Todo cuanto pudo ver fue el fogonazo que surgió en el lugar donde la masa negra y difusa del escúter saltó por los aires; una llamarada, rojiza en el centro, y un contorno gigantesco de luz fosforescente iluminaron la columna de nieve, que se elevó a sus espaldas, en la oscuridad de la noche.
Luego el ruido, el doble retumbar que ensordeció los oídos. La onda expansiva de la explosión llegó hasta el escúter de Bond, golpeándole por detrás y lanzándolo fuera de su ruta.