Camino de Helsinki en el Saab, pasaron charlando casi todo el trayecto.
– Quedan todavía muchas cosas que me gustaría averiguar.
Bond había empezado a pronunciar estas palabras apenas dejaron atrás la población de Salla. A la sazón se sentía revigorizado, tranquilo y en plena forma. Se había afeitado, duchado y cambiado de atuendo.
– ¿Por ejemplo?
Paula se hallaba en una de aquellas fases en que las mujeres satisfechas se abandonan con gusto a las apetencias de su hombre. También se había cambiado de ropa y lucía una indumentaria con abundancia de pieles. Ahora parecía una mujer de verdad y no, como antes se llamara a sí misma «un manojo de ropa interior provista de revestimiento térmico». Sacudió con gracia su hermosa cabellera rubia y reclinó la cabeza en el hombro de Bond.
– ¿Cuándo sospechó tu departamento, el SUPO, de Aarne Tudeer, del conde Von Glöda o como quiera que guste llamarse?
Paula sonrió, como si se sintiera muy orgullosa de ella misma.
– Fue idea mía. Mira James, no comprendo cómo no llegaste a descubrir mi verdadera actividad profesional hace años. Yo daba por supuesto que tenía una buena tapadera, pero no hasta el extremo de que no recelases de mí.
– Fui lo bastante idiota para aceptarte sin más -dijo Bond, aspirando con fuerza-. En una ocasión hice que comprobaran tu identidad, pero el resultado fue negativo. Ya sé que ahora, dadas las circunstancias, es fácil decirlo, pero más de una vez me pregunté cómo era posible que coincidiéramos en lugares tan distantes.
– Ah.
Además, no has contestado a mi pregunta -insistió Bond.
– Bien, nosotros sabíamos que algo llevaba entre manos. Lo que quiero decir es que todas esas explicaciones de que fui condiscípula de Anni Tudeer son la pura verdad. Su madre se la trajo de nuevo a Finlandia y aquí la conocí. Tiempo después, cuando ya trabajaba para el SUPO, supe oficialmente que Anni pertenecía al Mossad, y esto no pude creerlo.
– ¿Por qué razón?
Durante unos instantes la mente de Bond se evadió hacia otros derroteros. Cualquier mención de Anni Tudeer bastaba para despertar en él dolorosos recuerdos.
– ¿Preguntas por qué no creí que fuese una auténtica agente del Mossad? -Paula habló en un tono convincente-. La conocía demasiado bien. Era la niña de los ojos de Aarne Tudeer y, a su vez, ella le profesaba un cariño entrañable. Sabía y comprendía lo que pasaba por su mente como sólo una mujer puede hacerlo. En parte por las cosas que decía y en parte por intuición. Por supuesto que todo el mundo sabía lo de su padre; no era ningún secreto. Lo que nadie imaginaba era que Anni hubiese sufrido en sus manos un auténtico lavado de cerebro. Creo que, ya desde niña, planeó el camino que iba a seguir en la vida y la parte que le correspondía de sus sueños. Es casi seguro que estuvo casi constantemente en contacto con ella, aconsejándola y marcándole directrices. Era el único capaz de enseñar a Anni cómo debía actuar en el Mossad.
– Lo que hizo la mar de bien -Bond contempló el bonito rostro de su acompañante-. ¿Por qué me hablaste de ella la primera vez que te interrogué después de la agresión de aquellos cuchilleros en tu apartamento?
La chica lanzó un suspiro.
– ¿Y tú qué crees, James? Me encontraba en una situación muy delicada. Era la única forma que tenía de facilitar algunos indicios.
– Está bien. Ahora cuéntame toda la historia -exclamó Bond con interés.
Paula Vacker había estado comprometida en el caso de las Tropas de Acción desde el principio, antes incluso de que tuviera lugar el incidente de Trípoli. El SUPO, a través de informadores y de sus propios servicios de contraespionaje, supo del retorno de Tudeer a Finlandia, de su nuevo apellido aristocrático y de que estaba preparando algún tinglado en la misma frontera rusa.
– Después de haber cambiado impresiones con todos los servicios secretos habidos y por haber torno a las Tropas de Acción Nacionalsocialista, insinué que podían ser obra de Tudeer -explicó Paula a Bond-. Entonces tuve la mala fortuna de que mis jefes me ordenaran infiltrarme en la organización, de modo que empecé a frecuentar los lugares adecuados y a expresarme en consonancia con ellos. La cosa funcionó y de la noche a la mañana me convertí en una fiel y activa militante nazi, aria de pura cepa.
Von Glöda terminó por entrevistarse con ella.
– Finalmente entré a formar parte de su círculo de allegados como su agente en Helsinki. En otras palabras, actué como agente doble con la anuencia de mis superiores.
– Los cuales se abstuvieron de informar a mi departamento, ¿no es eso? -había muchos puntos que Bond todavía no acababa de entender.
– No. Lo cierto es que estaban completando un expediente. Luego se cernieron nubarrones de tormenta sobre el Palacio de Hielo, a propósito de Liebre Azul, y no hubo necesidad de preparar informe alguno. Los jefes de Kolya pusieron en marcha la Operación Rompehielos y a mí se me encomendó la tarea de cubrirte las espaldas. Imagino que tu departamento recibiría la información completa y entraría en escena más tarde, cuando ya habías partido hacia el Palacio de Hielo.
Bond estuvo dándole vueltas al asunto durante unos kilómetros. Por fin, manifestó:
– No llego a digerirlo… Ni el asunto de esta maldita Operación Rompehielos ni el trato con Kolya.
– Es casi imposible entenderlo a menos que uno haya sido testigo presencial de lo que allí ocurría y del increíble maquiavelismo de Von Glöda, así como de la pérfida astucia de Kolya Mosolov -se rió con aquella risa tan particular y seductora-. Los dos eran unos megalómanos locos por el poder, cada cual a su manera, como puedes suponer. Hice el viaje desde Helsinki hasta el búnker, por la zona ártica al menos una docena de veces, ¿sabes? Me encontraba allí, en un puesto de confianza, cuándo estalló la bomba.
– ¿Te refieres a Liebre Azul?
– Sí. Todo ocurrió como te lo contaron. Es preciso descubrirse ante el amigo Tudeer, o Von Glöda. Dio pruebas de su temple. El hombre tenía una fibra moral y un aplomo increíbles. No hace falta decir que los soviéticos le vigilaban muy de cerca, más de lo que imaginaba.
– No sé. Tengo mis dudas -Bond tomó una curva demasiado deprisa, juró por lo bajo, pisó el freno con el pie izquierdo, salió del derrape tras el acelerón y en pocos segundos había recuperado el control del vehículo-. No sé si lo habrás oído decir, pero un general británico comentó en una ocasión que los rusos merecerían el premio a la ineptitud. Son capaces de incurrir en las mayores estupideces. Cuéntame lo que sucedió en Liebre Azul.
– Se me acogió muy bien en los círculos próximos al pretendido Führer. Pocas veces dejaba de recordarnos lo listo que había sido al sobornar a los necios suboficiales del depósito de armas. La verdad es que les pagó una miseria por el material de guerra y ellos ni siquiera pensaron en que sus jefes pudieran darse cuenta.
– Pero les descubrieron.
– Pues claro. Yo estaba en el búnker cuando sucedió el hecho. El suboficial gordinflón aquel se presentó como un rayo en el Palacio de Hielo. Como el resto de sus compinches, no era más que un campesino vestido de uniforme. Olía que apestaba, pero Von Glöda estuvo formidable con él. Debo reconocer que en los momentos difíciles el hombre tenía una sangre fría admirable. Claro que, por otra parte, estaba convencido de su destino como el nuevo Führer. Nada podía fallar y todo el mundo tenía un precio. Le oí aconsejar al jefe de la guarnición de Liebre Azul que sugiriese a los inspectores militares que recabasen la ayuda del GRU, o sea, del servicio de inteligencia militar. El conde sabía que éstos les pasarían la información a la KBB. Lo extraño es que la treta surtió efecto y en menos que canta un gallo Kolya Mosolov se presentó allí.
– Pidiendo que le sirvieran mi cabeza en una bandeja.
Paula sonrió con cierto aire enigmático.
– No fue exactamente como dices. Kolya no tenía la menor intención de dejar que Von Glöda se saliera con la suya. Se limitó a darle largas. Ya conoces a los rusos. El único punto débil de Kolya era que deseaba liquidar el asunto de Liebre Azul. Por otro lado, pienso que el propio Von Glöda se veía a sí mismo como el demonio tentando a Cristo. La verdad es que ofreció a Kolya lo que él más podía apetecer.
– Y Kolya dijo: «La cabeza del señor Bond».
– Lo que llenaba la mente de Von Glöda era su megalomanía, su delirio por convertirse en dueño del y señor del orbe. Kolya no tenía en principio tantas pretensiones. No pretendía más que liquidar el problema de Liebre Azul, lo que significaba acabar también con todo el tinglado del conde. Pero, dadas las especiales cualidades de Von Glöda, empezó a dar cuerda a sus propias quimeras de grandeza y consiguió estimular la imaginación de Kolya.
Bond asintió con la cabeza.
– «Kolya, ¿qué es lo que más deseas en el mundo?». Y Kolya pensó: «Que me trilles el camino, camarada Von Glöda, y me soluciones el asunto de Liebre Azul. Fama y ascensos en mi carrera». Y luego, voz alta, contesta: «Quiero a Bond, a James Bond».
– En una palabra, el antiguo SMERSH, el actual Departamento Quinto, te quería vivo, de modo que él pidió, como dices, tu cabeza -se echó a reír de nuevo, como si todo aquello le pareciese la mar de divertido-. Entonces Von Glöda tuvo la osadía de llegar a un pacto con Kolya que exigía de éste un duro esfuerzo. En definitiva, la conjunción de la CIA, del Mossad y de tu departamento se hizo a través de Kolya, y también a través de él se solicitó tu mediación en el caso. Fue Kolya el cerebro que urdió todo el tinglado.
– ¿Ateniéndose a las órdenes de Von Glöda? Aquí hay algo que no encaja.
– No encaja, James, hasta que te hagas cargo de las dos personalidades involucradas y sus motivaciones. Ya te dije que Kolya no tenía intención de permitir que Von Glöda se saliera con la suya. Pero sus propias apetencias de poder y deseos de ascender en el escalafón le indujeron a valerse de la organización del conde para poder salirse con la suya y atraerte a territorio soviético. Claro que el empeño requirió una dura labor: los mapas especialmente impresos, la supresión de Tirpitz…
– ¿También la inclusión de Rivke en el grupo? -inquirió Bond.
– Von Glöda insinuó a Kolya que reclamara su participación, de la misma forma que le recomendó que hiciera lo propio con Tirpitz por el lado norteamericano. Kolya quería ponerte la mano encima a toda costa. Pasó horas y más horas utilizando el teléfono de Von Glöda y comunicando con los servicios centrales de inteligencia de Moscú. Primero se mostraron reticentes, pero Kolya se las arregló para urdir un cuento que tuviera cierta consistencia. Sus jefes se mostraron de acuerdo y cursaron la petición de ayuda oficial a los gobiernos de Estados Unidos, Israel y Gran Bretaña. Cuando vieron que al principio no te incorporabas al grupo hubo un fuerte pataleo de rabia. El amigo Buchtman fue el primero en llegar. Al parecer era un antiguo enlace del conde y le encargaron que saliera al encuentro de Tirpitz, el verdadero Tirpitz, y lo eliminara. Luego Rivke llegó a Finlandia. Era algo preocupante. Tenía que mantenerme alejada todo el tiempo que pudiera. Von Glöda me nombró oficial de enlace con Kolya, lo que me vino bien, y, además, por entonces los servicios centrales le habían dado ya carta blanca. Creyeron simplemente que Kolya se proponía acabar con un grupo de disidentes que se habían hecho fuertes en la frontera finlandesa y liquidar el asunto de Liebre Azul, valiéndose de británicos e israelíes como cabezas de turco si algo salía mal. Supongo que debían imaginar que las Tropas de Acción no eran más que un grupito de fanáticos.
Hizo una pausa, sacó uno de los cigarrillos de Bond y prosiguió con sus explicaciones.
– En lo que a mí respecta, Rivke constituía la principal preocupación. No me atrevía a encararme con ella y, por otra parte, Kolya quería que se le pasaran determinados mensajes aquí en Helsinki, de modo que tuve que hacerlo a través de terceros. Era una fase en la que todo el mundo aguardaba con impaciencia la oportunidad de verte en escena. Rivke intervino en el momento en que Von Glöda fraguó aquel avieso plan, como medida complementaria…
– ¿A qué plan te refieres?
Paula suspiró.
– Un plan que me puso muy celosa, la verdad. Rivke tenía que conquistar tu corazón y luego esfumarse en el caso de que Von Glöda necesitara de ella para atraparte. El famoso accidente en la pista de esquí requirió muchos preparativos y no poca sangre fría por parte de Anni. Pero siempre había sobresalido en gimnasia… como no dudo pudiste averiguar -y pronunció estas últimas palabras con mal indisimulada malicia.
– ¿Crees que Von Glöda pensaba que le dejarían salir adelante con su plan? -gruñó Bond.
– Oh, sospechaba de Kolya, claro está. No confiaba en él. Este fue el motivo de que yo sirviera de enlace con los rusos. Von Glöda quería estar al corriente de todo. Más tarde, por supuesto, llegó el día en que nuestro ilustre Führer exigió saber qué había pasado con el hombre que los suyos apresaron en Londres. Tú ya estabas sentenciado a muerte, y Kolya también. El plan de Von Glöda era trasladarse con los suyos a Noruega.
– ¿Noruega? ¿Era allí donde se había construido el nuevo cuartel general?
– Eso me dijeron mis jefes. Pero también les constaba que tenía otro escondite en Finlandia. Imagino que era el lugar al que pensaban dirigirse antes del ataque aéreo preparado por Kolya.
Bond condujo en silencio durante un buen trecho, dándoles vueltas a las palabras de su compañera. Finalmente, dijo:
– Mira, lo que más me fastidia de todo esto es que Von Glöda ha sido el primer adversario de mi vida con el que he tenido que lidiar sin llegar a conocerle bien. En el curso de otras misiones, siempre pude meterme en la piel del contrario. En una palabra, sabía con quién tenía que enfrentarme. Pero en el caso de Von Glöda no puedo afirmar que llegara a conocerle.
– Ahí radicaba su fuerza. No daba a nadie completa confianza; ni siquiera a la amiga con la que le gustaba exhibirse. Yo diría que Anni… que Rivke era la única que le conocía de verdad.
– ¿Y tú? -preguntó Bond con un leve tono de recelo.
– ¿A qué te refieres? -Paula hablaba con frialdad, como herida en sus sentimientos.
– Mira, Paula, es que algunas veces no acabo de estar muy seguro de ti.
Ella aspiró con fuerza.
– ¿Después de todo lo que he hecho?
– Aun así. Por ejemplo, ¿qué me dices de aquel par de rufianes que me esperaban en tu apartamento, navaja en mano?
Ella meneó la cabeza en silencio, con cierto aire de fatalismo.
– Ya me extrañaba que no me lo recordaras -se ladeó un poco volviendo el cuerpo hacia él-. ¿Crees de verdad que te tendí una trampa?
– Confieso que me ha pasado por la cabeza.
Paula se mordió el labio.
– No, James, querido -lanzó un suspiro-. No, no fui yo quien urdió la añagaza. Tuve que dejarte en la estacada. ¿Cómo explicártelo? Como te he dicho, ni Von Glöda ni Kolya jugaban limpio. Todo el mundo estaba en una situación desventajosa, por decirlo de algún modo. Trabajé siguiendo instrucciones del SUPO, y también de Von Glöda. La situación se hizo insostenible una vez me asignaron la tarea de enlace con Kolya. A cada momento iba y venía de Helsinki. Entonces apareciste como llovido del cielo y no pude ocultárselo a mis jefes. Te dejé en la estacada por la fuerza, James. Me prohibieron decirte una sola palabra.
– Lo que tratas de decir es que los del SUPO te ordenaron que informases a Kolya, ¿es cierto?
Ella asintió con la cabeza:
– Kolya vio la posibilidad de apresarte en Helsinki y cargar contigo por la zona ártica hasta la Unión Soviética él solito. Perdona.
– ¿Y las máquinas quitanieves?
– ¿Qué máquinas quitanieves?
Paula cambió de talante. Momentos antes se había puesto a la defensiva y luego adoptó un aire contrito. Ahora su expresión era de genuina sorpresa. Bond la puso al corriente de lo sucedido en el trayecto entre Helsinki y Salla.
La muchacha se quedó pensativa unos momentos.
– En mi opinión, también fue cosa de Kolya. Me consta que sus hombres vigilaban el aeropuerto y los hoteles…, me refiero a Helsinki, claro está. Sin duda sabían a dónde te dirigías. Pienso que Kolya se ha tomado muchas molestias para capturarte y llevarte empaquetado bajo el brazo a la Unión Soviética sin recurrir a las fórmulas propuestas por Von Glöda.
Casi al término del viaje Bond estaba prácticamente convencido de las explicaciones de Paula. Tal y como había dicho, nunca tuvo tiempo de conocer a fondo lo que pasaba por la cabeza del autocrático Von Glöda, el hombre de cabellos grises y delirios de grandeza. Por otra parte, y a la luz de experiencias anteriores, no le costaba entender el singular enfrentamiento entre dos personajes tan resueltos como eran el conde y Mosolov.
– ¿Vamos a tu casa o a mi hotel? -preguntó Bond al llegar a las cercanías de Helsinki. Estaba casi del todo convencido, aunque subsistía en lo más recóndito de su mente la sombra de una duda, puesto que en la Operación Rompehielos nada resultó ser lo que en principio parecía. Era el momento idóneo para jugar su mejor carta.
– Es mejor que no vayamos al apartamento -Paula carraspeó suavemente-. Está todo revuelto y patas arriba. De veras, James, fueron unos simples ladrones. Ni siquiera me dio tiempo a llamar a la policía.
Bond se acercó al bordillo y detuvo el automóvil.
– Lo sé, Paula -al tiempo que decía estas palabras sacó de la guantera las condecoraciones de Von Glöda y las arrojó a la falda de su compañera-. Las encontré en el tocador cuando me presenté en tu apartamento antes de partir para la zona ártica. Estaba, en efecto, todo revuelto.
Por unos segundos la muchacha pareció muy irritada.
– En tal caso, ¿por qué no hiciste uso de ellas? Habrías podido mostrárselas a Anni.
Bond le dio unas palmaditas en la mano.
– Lo hice y las reconoció, cosa que me produjo sospechas y recelos en lo concerniente a ti. ¿Dónde las conseguiste?
– Me las dio Von Glöda, por supuesto. Quería que las mandara limpiar y bruñir. Tenía como una obsesión por ellas, al igual que por su glorioso destino -hizo chasquear la lengua, como recriminándose por el hecho-. Demonios, debiera haber supuesto que aquel hijo de perra las utilizaría contra mí.
Bond tomó las medallas y las metió otra vez en la guantera.
– Está bien -dijo, aliviado-, quedas absuelta. Vamos a solazarnos un poco, Paula. ¿Qué tal si tomamos la suite nupcial del Intercontinental?
– ¿A ti qué te parece? -Paula apretó la mano de Bond entre las suyas y luego le rozó la palma con un dedo a todo lo largo.
Se inscribieron sin dificultad en el registro del hotel y el servicio ininterrumpido de restaurante les procuró alimento y bebida en corto tiempo. El viaje en coche, las explicaciones mutuas y la larga amistad que les unía consiguieron dar al traste con todas las barreras que se interponían entre ellos.
– Voy a darme una ducha -indicó Paula- y luego podremos disfrutar a gusto. No sé en tu caso, pero yo diría que ninguno de nuestros departamentos tiene por qué saber que hemos llegado a Helsinki hasta dentro de veinticuatro horas.
– ¿No crees que sería mejor ponernos en contacto con ellos? Siempre nos cabe el recurso de decir que estamos en camino -sugirió Bond.
Paula reflexionó unos instantes.
– Bien, quizá me decida a llamar a mi enlace un poco más tarde. Cuando hay algo urgente, mi jefe siempre me deja un número al que poder llamar. ¿Y tú?
– Dúchate tú primero y luego lo haré yo. No creo que mis superiores necesiten nada de mí hasta mañana por la mañana.
Paula le dedicó una encantadora sonrisa y se dirigió al baño con la bolsa de viaje en la mano.