6. Plata contra amarillo

Los cuatro miembros del equipo integrantes de la Operación Rompehielos habían acordado encontrarse para cenar juntos, pero Bond tenía otras ideas en la cabeza. En la corta reunión de trabajo celebrada en la habitación de Kolya, la advertencia de M acerca de una posible -y peligrosa- duplicidad entre el singular cuarteto se puso, por desgracia, claramente de manifiesto.

De no ser por la insinuación que lanzó Brad Tirpitz, el nombre del conde Konrad Von Glöda ni siquiera se habría mencionado, a pesar de que, en opinión de «M», el enigmático personaje era pieza clave en cualquier misión conjunta de vigilancia. Por otro lado, Kolya tampoco se había molestado en dar toda la información referente a las armas sustraídas del arsenal soviético conocido como Liebre Azul.

Así como Brad Tirpitz estaba a todas luces muy al corriente de la situación, todo parecía indicar que Rivke desconocía buena parte de los detalles. La operación en su conjunto, con la inclusión de la invitación a ser testigo de un segundo robo de armas en el lado soviético de la frontera, olía un tanto a chamusquina.

Si bien se había acordado reunirse a la hora de la cena, Kolya había insistido en que los cuatro agentes que participaban en la misión debían partir hacia el teatro de operaciones, en Finlandia, en el plazo máximo de cuarenta y ocho horas. Incluso se había concertado de común acuerdo un punto de encuentro en territorio finés.

Bond era consciente de que antes de reunirse con sus compañeros en las gélidas tierras del Círculo Ártico, tenía que ventilar algunos asuntos. Sin duda no esperarían que Bond actuara con tanta presteza. El domingo por la mañana salían varios vuelos desde Madeira, con lo que sin duda alguna Kolya aprovecharía la circunstancia de la cena para indicar de qué manera debía desbandarse el grupo y viajar por separado. Ni que decir tiene que James Bond no tenía intención de dar a Kolya Mosolov la ocasión de impartir instrucciones.

Al salir de la habitación pidió excusas a Rivke, que deseaba tomar una copa en su compañía en el bar, y se dirigió a la estancia que ocupaba en el hotel. Un cuarto de hora más tarde, James Bond se encontraba en un taxi camino del aeropuerto de Funchal.

Allí tuvo que esperar un buen rato. Era sábado, y se le había escapado el avión de las tres. No pudo hacer otra cosa que esperar al último vuelo de la noche, previsto para las diez, que en esa época del año sale únicamente los miércoles, viernes y sábados.

Sentado en el avión, Bond reflexionó sobre el siguiente paso que se proponía dar, contando con que lo más seguro era que sus colegas llegasen a Lisboa en el primer avión del domingo. Bond prefería estar ya lejos, camino de Helsinki, antes de que ninguno de ellos pisara territorio continental.

Seguía la de buena suerte. Según el calendario de vuelos, no salía ningún avión de Lisboa después de la llegada del último aparato procedente de Funchal. Sin embargo, el avión de la compañía KLM que cubría el trayecto Lisboa-Amsterdam había tenido que retrasar considerablemente la salida debido a las malas condiciones atmosféricas reinantes en Holanda, y el superagente pudo encontrar acomodo en el único asiento libre que quedaba.

Finalmente, Bond llegó al aeropuerto de Schiphol, Amsterdam, a las cuatro de la madrugada. Un taxi le llevó en derechura al Hilton International, donde, pese a lo intempestivo de la hora, le fue posible sacar pasaje para el vuelo de Finnair número 846, cuya salida estaba prevista para las cinco y media de la tarde.

En su habitación, Bond comprobó con rapidez el maletín de noche y el portafolios especialmente concebido para ocultar los dos cuchillos Sykes Fairburn tipo comando y la P-7 automática Heckler & Koch, todo debidamente encubierto de forma que el contenido de la cartera escapase a la detección de los rayos X o al registro obligatorio en los aeropuertos. Se trataba de un artilugio inventado por la ayudante del maestro armero de la sección Q, Ann Reilly (a la que todos llamaban «Cuca») y perfeccionado hasta tal punto que se mostraba reacia a facilitar detalles técnicos incluso a los compañeros de su departamento.

Después de algunas discusiones, es especial por parte de Bond, el encargado de la armería se avino a suministrar la P-7 Heckler & Koch, calibre 9 milímetros, de amartillaje veloz, con preferencia a la más incómoda y engorrosa VP-70, que requería oprimir el gatillo dos veces para un solo disparo. La P-7 era un arma más ligera y se parecía a al entrañable Walter PPK que Bond llevó durante mucho tiempo y que a la sazón los servicios de seguridad del Estado habían desechado.

Antes de ducharse y de irse a la cama, Bond envió un telegrama urgente a Erik Carlsson, en Rovaniemi, dándole instrucciones referentes al Saab. Luego encargó que le llamasen a las once y media y le sirviesen el desayuno.

Concilió bien el sueño, pese a que no podía quitarse de la cabeza las reticencias que le producían Mosolov, Tirpitz y también Ingber, pero sobre todo el primero. Despertó bastante recuperado, pero con la misma preocupación acerca de sus compañeros de misión.

Fiel a la costumbre, despachó unos huevos revueltos con bacon, tostadas, mermelada y café. Terminado el desayuno, llamó al número de Londres donde sabía que podía encontrar a M un domingo por la mañana.

Mantuvieron una charla en lenguaje figurado, como tenían por costumbre siempre que era preciso un cambio de impresiones en el curso de una misión. Establecido el contacto, Bond suministró a su jefe un compendio de la situación:

– Cambié impresiones con los tres clientes, señor. Están interesados, pero no estoy seguro de que formalicen el trato.

– ¿Le han expuesto los detalles del proyecto? -la voz de M sonaba extrañamente joven a través del hilo telefónico.

– No. El señor Este se mostró muy parco respecto al director del que hablamos usted y yo. Debo precisar que Virginia parecía estar muy al corriente de los detalles, en cambio Abraham daba la impresión de no estar bien informado.

– Ah -M permanecía a la espera.

– El señor Este tiene interés en que vaya con él al lugar del último envío. Dice que se prepara otro para fecha próxima.

– Es muy posible.

– Sin embargo, quiero que sepa que no me facilitó todos los datos relativos al primer cargamento.

– Ya le dije que podía hacerse el remolón -Bond casi podía ver la sonrisa que debía iluminar el rostro de M por la satisfacción de que los hechos le hubiesen dado la razón.

– En todo caso, yo me voy al norte hoy a media tarde.

– ¿Dispone ya de algunos números? -preguntó M, dando a Bond oportunidad de proporcionarle las referencias cartográficas del punto fijado como lugar de encuentro.

El superagente ya tenía prevista la contingencia, de modo que recitó los números con presteza, repitiéndolos para que M pudiera anotarlos, ya que cada par de dígitos estaba invertido con respecto al orden real.

– Listo -dijo M-. ¿Viaja en avión?

– Por tierra y aire. Lo he dispuesto todo para me tengan el coche a punto -Bond titubeó un instante-. Una cosa más, señor.

– Diga.

– ¿Se acuerda de la señorita? Aquella que nos planteó la cuestión…, hiriente como un cuchillo.

– Sí.

– Bien, se trata de su amiga, la chica que tenía un padre con ideas raras en la cabeza.

Era una clara alusión a Anni Tudeer.

M gruñó en sentido afirmativo.

– Necesitaría una foto a efectos de identificación. Puede serme de utilidad.

– No lo sé. Tal vez sea difícil. Para usted y también para nosotros.

– De veras se lo agradecería, señor. Lo considero de importancia vital.

– Veremos lo que se puede hacer -M no parecía muy convencido.

– Usted envíela si le es posible. Se lo ruego, señor.

– Bueno…

– Si le es posible, digo. Me pondré en contacto con usted cuando haya alguna novedad.

Bond colgó el receptor con brusquedad. Otra vez aquella maldita reticencia por parte de M. Jamás le había sucedido. Ya le ocurrió lo mismo la primera vez que se mencionó el nombre de Rivke Ingber durante las sesiones de trabajo en el despacho de Londres. Y a la sazón volvía a manifestarse ante la mera insinuación de identificar de modo concluyente a Anni Tudeer, que para Bond no era sino un nombre que escuchó en boca de Paula Vacker.


El vuelo 846 de la Finnair, servido por un DC 9-50, estaba tocando a su término. La hora prevista de llegada era diez menos cuarto de la noche. Mientras contemplaba la panorámica de las luces, difusas a causa del frío y de la nieve, se preguntó si sus tres compañeros de misión habrían llegado ya a Finlandia. Desde la última visita a la capital se había acumulado más nieve, y el aparato se posó en un tramo de pista que más parecía un paso abierto entre la nieve, apilada a uno y otro lado hasta formar una masa más alta que el fuselaje del avión.

Tan pronto pisó la terminal del aeropuerto, Bond aguzó los sentidos. Además de vigilar la presencia posible de sus tres compañeros, observaba atento al más pequeño indicio de peligro. Tenía buenas razones para recordar el último encuentro con aquel par de asesinos en la hermosa capital finesa.

Bond tomó un taxi que le condujo al hotel Hesperia, una elección muy intencionada. En efecto, el superagente quería viajar sin compañía hasta el lugar de la cita y era muy posible que Mosolov, Tirpitz y Rivke Ingber hubiesen emprendido ya la marcha, cada uno por separado, y se encontrasen en la capital. En el supuesto de que alguien anduviese en busca de Bond, lo más seguro era que asomara la cabeza por el Intercontinental.

Mientras reflexionaba sobre estos puntos, adoptó una actitud de suma cautela. Cuando el taxi se detuvo, Bond se demoró en el pago con objeto de echar un rápido vistazo al entorno; también esperó unos segundos antes de entrar por la puerta principal del hotel, y en el momento de transponer el umbral paseó rápidamente la vista por el vestíbulo para cerciorarse de que todo estaba en orden.

Incluso cuando se acercó a la chica del mostrador de recepción para inquirir sobre el Saab Turbo. Bond logró situarse de forma tal que dominaba un amplio espacio ante sí.

– Creo que les han entregado un coche; un Saab 900 Turbo, color plateado. Va a nombre de Bond, James Bond.

La muchacha que se hallaba detrás del largo mostrador frunció el ceño con un cierto aire de irritación, como si no tuviera otra cosa que hacer que comprobar si se había entregado un coche al hotel para los clientes extranjeros.

Bond pidió habitación para una noche y pagó por adelantado, aunque lo cierto era que no tenía intención de dormir en Helsinki si el automóvil había llegado. En aquella época del año, el viaje por carretera de Rovaniemi a Helsinki requería veinticuatro horas; eso suponiendo que no se desatase ninguna ventisca que bloquease la carretera. En el caso de Erik Carlsson la cosa resultaba más fácil, puesto que era hombre de gran experiencia y consumada destreza en el manejo de automóviles, dada su condición de ex corredor de rallies.

Y cumplió con su parte. Cubrió el recorrido en un tiempo asombroso. Bond suponía que tendría que esperar, pero la chica de recepción agitaba ante él las llaves del coche, como para remachar la valoración que había hecho de su amigo.

Bond subió a su habitación, descabezó un sueñecito de una hora y a renglón seguido empezó a prepararse para el lance que tenía en perspectiva. Se desvistió y se enfundó en un atuendo adecuado a las temperaturas de la zona polar ártica: camiseta Damart, ropa de montañero encima, pantalones acolchados de esquí, botas Mukluk, un grueso jersey de cuello alto y un anorak azul también acolchado confeccionado por Tol-ma Oy, de Finlandia, para la Saab. Antes de calarse la prenda, Bond se sujetó el correaje de la pistolera, especialmente diseñada por la Sección Q para contener la Hecker & Kock. Era una funda ajustable que admitía gran número de posiciones, desde la cadera hasta el hombro. En esta ocasión, el superagente se colocó el correaje de manera que la funda quedaba situada en mitad del pecho.

Comprobó el funcionamiento de la P-7, cargó el arma y deslizó varios cargadores en los bolsillos, cada uno de ellos con diez cartuchos con bala.

En el portafolios, Bond llevaba todo cuanto pudiera necesitar, aparte de la ropa guardada en la bolsa de mano; el resto de la impedimenta, como otras de posible uso, herramientas, bengalas y diversos artilugios pirotécnicos, se hallaban en el automóvil.

Mientras se vestía, Bond llamó al número de Paula Vacker. Dejó sonar el timbre veinticuatro veces, pero no obtuvo respuesta. Probó entonces con el número de la oficina, aunque en el fondo sabía que nadie atendería la llamada, por lo menos a una hora tan intempestiva del domingo por la noche.

Lanzó una imprecación por lo bajo, pues la ausencia de Paula significaba trabajo de más antes de abandonar Helsinki. Concluyó su atuendo calándose un pasamontañas que remató con un cálido gorro de lana; luego se enfundó las manos en unos guantes de conducir con revestimiento térmico, se enrolló una gruesa bufanda al cuello y se metió en el bolsillo un par de gafas protectoras, consciente de que si debía salir del coche a temperaturas muy por debajo de cero, era esencial que se cubriera por entero el rostro y las manos.

Finalmente, Bond llamó a recepción para notificar su partida y marchó rectamente a la zona de aparcamiento, donde se hallaba el Saab 900 Turbo, fulgurante bajo el destello de las luces.

Colocó la pieza del equipaje más grande en el maletero de atrás y aprovechó para comprobar que estaba todo lo que había solicitado: una pala, dos cajas con raciones de campaña, bengalas luminosas de repuesto, así como un poderoso lanzacabos Schermuly Pains-Wessex Speedline, capaz de lanzar doscientos setenta y cinco metros de cable a una distancia de doscientos treinta metros con rapidez y exactitud.

Enseguida Bond abrió el capó para desconectar los sistemas de alarma antirrobo y para prevenir manipulaciones. Se adelantó un poco más para observar la parte extrema, donde estaban los compartimentos secretos para los mapas, más bengalas luminosas, un enorme revólver Magnum 44 modelo Rutger Super Redhawk, que venía a ser su armamento complementario, una herramienta capaz de frenar en seco el avance de cualquier hombre y, manejado con pericia, de cualquier vehículo que le saliera al paso.

Luego, el superagente pulsó uno de los botones del tablero, aparentemente sin transcendencia, y su cajoncillo salió proyectado hacia atrás, dispuestas en el interior se veían seis granadas oviformes, de las llamadas «para prácticas», y que en realidad eran granadas de impacto como las que utilizan las fuerzas especiales del Arma Aérea. Detrás de la «caja de huevos» se hallaban otras cuatro bombas de mano, éstas más mortíferas: las L2-A2, que son parte del equipo convencional de las fuerzas de combate británicas, una variante de las M-26 del ejército norteamericano.

Abrió acto seguido la guantera y se cercioró de que estaba la brújula, junto a la cual encontró una breve nota de Erik. Decía así: «Te deseo buena suerte sea cual fuere tu trabajo», y luego apostillaba: «¡No olvides lo que te enseñé respecto al pie izquierdo!»; firmaba Erik.

Bond sonrió al evocar las muchas horas que había pasado con Carlsson aprendiendo las técnicas de frenada con el pie izquierdo, para girar y enderezar el coche sobre una gruesa capa de hielo.

Por último contorneó el Saab, con objeto de asegurarse de que los neumáticos no presentaban ninguna anomalía. La distancia hasta Salla era bastante larga, alrededor de los mil kilómetros, lo cual no habría tenido importancia con buen tiempo, pero que se convertía en una aventura si había que conducir a través de la nieve y el hielo invernales.

Bond examinó el tablero de mandos como lo hace un piloto antes del despegue. Encendió la ingeniosa pantalla de control visual, adaptada y ajustada a imitación del avión de caza Saab Viggen. El cuadro se iluminó en el acto y ofreció referencias digitales relativas al combustible y a la velocidad, y también proyectó una escala de líneas convergentes que tenían por objeto hacer que el conductor mantuviera siempre el vehículo en la zona de carretera que le correspondía. El artilugio venía a consistir en unos como pequeños sensores radáricos que detectaban la posible presencia, a derecha e izquierda, de hoyas o acumulaciones de nieve, eliminando así toda posibilidad de sufrir las consecuencias de una colisión o de un atasco definitivo a causa de los elementos invernales adversos.

Antes de partir para Salía, el superagente tenía que hacer una visita personal. Puso en marcha el motor, dio marcha atrás y enfiló la rampa de salida que daba a la vía principal, torció por la Mannerheimintie y tomó la dirección del Esplanade Park.

Las estatuas de nieve seguían ornamentando el lugar; las figuras del hombre y la mujer fundidos en un abrazo se mantenían incólumes. Mientras cerraba la portezuela del coche, Bond creyó escuchar un aullido, como el de un animal herido, proveniente del otro extremo de la ciudad.

La puerta del piso de Paula estaba cerrada, pero Bond intuyó algo anómalo. El superagente lo percibió en el acto en virtud de ese sexto sentido que sólo se adquiere después de una larga experiencia. Con rápido ademán se desabrochó los dos botones centrales del anorak, de modo que pudiese echar mano de la Heckler & Koch. Acto seguido colocó la enorme suela de goma de la bota derecha contra el exterior de la puerta y presionó con ella. La puerta cedió y giró sin dificultad sobre sus goznes.

Cuando Bond vio que el cierre y la cadena de seguridad habían sido arrancados de cuajo, llevó instintivamente la mano a la pistolera automática. Así, a primera vista, resultaba obvio que el intruso había forzado la entrada sin sutilezas, a base de fuerza bruta. Bond se echó a un lado y permaneció con el oído atento, conteniendo la respiración. Ni el más leve rumor, tanto en el piso de Pula como en el resto del inmueble.

Bond avanzó con paso cauteloso. El apartamento estaba todo él patas arriba: muebles y objetos de adorno aparecían rotos y los fragmentos esparcidos por el suelo. Siempre con sumo cuidado y con la pistola fuertemente asida, Bond entró en el dormitorio. Allí reinaba el mismo caos: cajones y armarios abiertos, la ropa en desorden por toda la habitación. Hasta el edredón aparecía rasgada con un cuchillo. Inspeccionó las restantes estancias de la casa y el espectáculo era idéntico por doquier, y ni rastro de Paula.

Todos sus sentidos incitaban a Bond a salir de la casa, de la ciudad; a lo sumo, a lo sumo avisar a la policía cuando ya estuviera lejos de Helsinki. Podía tratarse de una ratería, o de un rapto disfrazado de robo con allanamiento. Pero había una tercera hipótesis, vez la más viable. A pesar del caos que reinaba en el piso de su amiga, se advertía, paradójicamente, un propósito, los indicios de un registro minucioso que sugerían la presencia de alguien que había ido en busca de una cosa concreta.

Bond recorrió de nuevo las habitaciones. Disponía en aquellos momentos de dos pistas, o, mejor, de tres, contando el hecho de que al entrar en el piso había encontrado todas las luces encendidas.

Sobre el tocador de Paula, del que habían sido barridos los productos de belleza, frascos y demás útiles de cosmética, había un pequeño objeto. Bond lo tomó con cuidado, le dio la vuelta y lo sopesó en la palma de la mano. ¿Se trataba de un valioso objeto que se remontaba a los días de la segunda guerra mundial? No, era algo más personal, más sintomático. Lo que Bond tenía en la mano era la Cruz de la Orden Teutónica, suspendida de la clásica cinta tricolor y enmarcada en una guirnalda de hojas de roble y dos espadas cruzadas. Una condecoración muy apreciada, todo sea dicho. En el reverso, grabada con claridad, aparecía la inscripción: SS-OBERFÜHRER AARNE TUDEER. 1944.

Bond guardó la condecoración en uno de los bolsillos del anorak y al volverse oyó un tintineo producido sin duda al golpear un objeto metálico con la bota. Paseó la mirada por la alfombra y advirtió junto a la plata cromada de la mesilla de noche una placa que desprendía un fulgor mate. ¿Otra condecoración? No, se trataba de un emblema de campaña, también alemán, era de bronce oscuro rematado por un águila, y estampado en la plancha figuraba el perfil de un mapa de la zona más septentrional de Finlandia y Rusia, en cuya parte superior se leía una palabra: LAPONIA. Era la insignia de las fuerzas de la Wehrmacht destacadas en aquella región. También, grabada el reverso, aparecía otra fecha: 1943.

El superagente la guardó junto con la condecoración y se dirigió hacia la puerta de entrada. No vio manchas de sangre por parte alguna, por lo que no le quedaba sino confiar en que Paula hubiese salido para hacer uno sus muchos viajes, de negocios o de placer.

Instalado de nuevo en el Saab, dio la calefacción y abandonó el parque, retrocediendo por la Mannerheimintie con objeto de alcanzar el cruce que llevaba a la carretera cinco, que discurría en dirección norte y que bordeaba las poblaciones de Lahti, Mikkeli, Varkaus, para adentrarse luego en Laponia, el Círculo Ártico y Kuusamo, hasta dejarle en el hotel Revontuli, cerca de Salla, donde se reuniría con los restantes componentes de la Operación Rompehielos.

Al salir del inmueble que habitaba Paula hacía un frío atroz. El ambiente presagiaba una inminente nevada y la helada producía como una niebla cristalina en torno a los edificios de la capital.

Ya en las afueras de Helsinki, Bond se concentró por entero en la tarea de conducir y pisó el acelerador al máximo, dentro de lo que permitían el estado de la carretera y la visibilidad. Las carreteras nacionales finesas son excepcionalmente buenas, incluso las del sector norte del país, donde, en pleno invierno, las máquinas quitanieves mantienen abiertas las principales vías de comunicación, si bien el firme se halla recubierto por una dura costra de hielo.

No había luna, y durante las ocho o nueve horas siguientes, Bond sólo captó el blanco fulgor de la nieve iluminada por los faros que el vehículo dejaba atrás y que adquiría un súbito tono opaco cuando a lo lejos emergía un gran bosque de abetos al resguardo del blanco manto que jalonaba ambos lados de la carretera.

Sus compañeros viajaban en avión, de eso no cabía duda alguna, pero Bond quería tener las manos libres, aunque sabía muy bien que esta libertad de acción terminaría al llegar a Salla. Si tenía que cruzar la frontera en compañía de Kolya, habría que avanzar con suma precaución a través de bosques, lagos, colinas y valles que constituían el desolado marco invernal del Círculo Polar Ártico.

La pantalla de control del Saab era una auténtica maravilla, una especie de sistema de guía automática que indicaba a Bond en qué lado de la carretera se encontraban los obstáculos formados por la nieve. Cuanto más se adentraba en la zona septentrional, menos localidades hallaba a su paso. En aquella época del año sólo había dos que pudiera llamarse diurna; el resto del tiempo predominaba la penumbra crepuscular o la negra noche.

Se detuvo un par de veces para repostar y tomar un bocado. A las cuatro de la tarde, pese a que lo mismo hubieran podido ser las doce de la noche, se hallaba a unos cuarenta kilómetros de Suomussalmi. A la sazón se encontraba relativamente cerca de la frontera ruso-finesa, y a unas pocas horas del Círculo Polar Artico. Aún tenía mucha carretera por delante, si bien al menos por el momento, las condiciones climatológicas no habían supuesto graves impedimentos.

En dos ocasiones el Saab tuvo que lidiar con la ventisca que formaba blancos y cegadores torbellinos a impulsos del fuerte vendaval. Pero cada vez apuró Bond a1 limite las posibilidades del vehículo y salió indemne, aunque rogando al cielo que no fueran más que dos núcleos tormentosos aislados, como así resultó. Con todo, el tiempo era tan inestable que pasó por zonas donde la temperatura había subido de forma brusca y levantaba una especie de calina que dificultaba la conducción más que la propia nieve.

Otras veces el Saab rodaba por largos tramos de terreno llano y cubierto de hielo, y Bond encontró pequeñas poblaciones sumidas en el cotidiano quehacer: las tiendas iluminadas, figuras embozadas que caminaban presurosas por las aceras, mujeres que tiraban de unos pequeños trineos de plástico atestados de productos alimenticios adquiridos en pequeños supermercados. Pero una vez fuera de la población, parecía no existir otra cosa más que el paisaje interminable de nieve y árboles, el paso ocasional de un gran camión, de un automóvil que se dirigía al pueblo que Bond había dejado atrás o de los mastodónticos transportes cargados de troncos que circulaban en una y otra dirección.

La fatiga hacía mella en Bond de una manera intermitente. De vez en cuando detenía el coche a un lado de la carretera, dejaba que el aire gélido penetrase unos instantes en el interior y relajaba el cuerpo durante un breve lapso. También tomaba ocasionalmente una tableta de glucosa, a la par que bendecía la comodidad del asiento ajustable del Saab.

Cuando llevaba alrededor de diecisiete horas en la carretera Bond se halló a unos treinta kilómetros del cruce que formaban la carretera nacional cinco y el ramal que habría de conducirle hasta la ruta directa este-oeste que enlaza Rovaniemi con la zona fronteriza de Salla. Dicho ramal se encuentra ciento cincuenta kilómetros al este de Rovaniemi y a algo más de cuarenta kilómetros de Salla.

El paisaje que enfocaban los faros del coche permanecía inalterable: nieve y un horizonte sin fin de bosques casi petrificados por el hielo y, de repente, una masa arbórea que iba del tono castaño al verde oscuro, como una especie de camuflaje, una franja de territorio que no había recibido de lleno el impacto de las tormentas de nieve y a la que la fuerte helada no parecía afectar. De vez en cuando, en algún claro del bosque, divisaba una forma que daba el perfil de la kota, es decir, la tienda hecha con palos y pieles de reno típica de los lapones, parecida a la del indio norteamericano; otras veces era una cabaña de troncos que se había desplomado bajo el peso de la nieve.

Bond distendió los músculos, aferró con fuerza el volante sorteando obstáculos, atento a cualquier cambio súbito en la pantalla de control, mientras el Saab hendía el aire a toda la velocidad que permitían el hielo y la nieve acumulada en el firme. Casi presentía el éxito de su maniobra, es decir, llegar al hotel sin haber recurrido al avión. Incluso podía resultar que se hubiese anticipado a sus compañeros, lo que siempre suponía una ventaja.

En aquellos momentos pasaba por un paraje de lo más solitario, sin más particularidad que la bifurcación aludida, a unos diez kilómetros. Tampoco había gran cosa entre este punto y Salla, a excepción de alguno de los singulares campamentos lapones o chalets de verano, construidos en madera, desiertos durante los rigores de la estación.

Disminuyó la velocidad al entrar en una curva y mientras se ceñía al borde, atisbó de soslayo un recodo a su derecha unas luces en sentido contrario al suyo.

Bond hizo señales con los faros, primero con los de cruce y enseguida los largos, para ver qué tenía delante. El destello de las luces le permitió vislumbrar una enorme máquina quitanieves de color amarillo que se estaba aproximando; llevaba todas las luces encendidas, y la doble reja, dispuesta en forma de cuña, le daba la apariencia de un buque de guerra.

No se trataba de una moderna aventadora de nieve, sino que era una máquina cortahielos mastodóntica. El vistazo a las luces y la formidable silueta llevó a Bond a pensar lo peor. Las quitanieves que se usaban en aquella parte del planeta estaban constituidas por una estructura alta, enorme, rematada por una maciza cabina de cristal que facilitaba la visibilidad en todas direcciones. Estas moles avanzan montadas sobre orugas, como la artillería de campaña motorizada, en tanto que la cuchilla o arado se halla en la parte delantera y se manipula mediante una serie de pistones hidráulicos capaces de cambiar el ángulo o la altura en pocos segundos.

Las rejas propiamente dichas son de acero, en forma de cuña, de filo cortante y unos cuatro metros de altura; las enormes cuchillas tienen ambos bordes redondeados hacia adelante, con lo cual la nieve y el hielo se van depositando a uno y otro lado, expulsados por la pura fuerza del impacto.

Pese al mastodóntico aspecto que ofrecen, dichas máquinas pueden dar marcha atrás, moverse de través y dar un giro completo con la misma facilidad que un tanque pesado. Más aún: están especialmente proyectadas para conservar esa movilidad en las más adversas condiciones climatológicas.

Hacía ya bastante tiempo que los finlandeses habían solventado los problemas de la nieve y el hielo en sus vías de comunicación más importantes, y a esos gigantes solían seguir las formidables aventadoras de nieve, que limpiaban lo que quedaba en el firme después del ataque demoledor de las máquinas cortahielos.

Bond lanzó una imprecación por lo bajo, pues se dijo que allí donde hay quitanieves lo más probable es que queden los vestigios de una tormenta invernal. Maldijo de nuevo el silencio, pensando que sería el colmo haber sorteado dos ventiscas para toparse con las consecuencias de una tercera.

Bond bajó la vista y miró por el retrovisor, Detrás de él avanzaba otra quitanieves, oculta seguramente en el recodo que había dejado a su derecha hacía unos segundos. Dejó que el coche avanzara por la inercia, luego puso de nuevo una marcha y avanzó a poca velocidad acercándose lo más posible a la cuneta. En el supuesto de que tuviera que enfrentarse con una fuerte nevada y con lo que todavía le quedaba de camino, prefería arrimarse al borde de la carretera lo más posible para dejar paso libre a la monstruosa máquina.

Mientras se disponía a echarse a un lado, Bond observó que la quitanieves que tenía delante avanzaba por el centro de la carretera. Una rápida mirada por el retrovisor le confirmó que el segundo mastodonte había hecho otro tanto. El superagente sintió un cosquilleo en la nuca, presintiendo el peligro. Pasó un cruce y un vistazo a la derecha le bastó para darse cuenta de que la carretera se encontraba en relativo buen estado, lo cual significaba que las quitanieves no estaban allí cumpliendo su normal tarea, sino que perseguían un fin más siniestro.

Tres segundos después de haber dejado atrás el cruce, Bond pasó a la acción. Dio un golpe de volante a la derecha y a la vez pisó con fuerza el freno valiéndose del pie izquierdo, notando que el coche derrapaba por detrás, como cabía esperar, y en el acto aceleró el motor, con lo que el vehículo giró en redondo sobre las ruedas en un viraje perfectamente controlado. La maniobra situó a Bond en dirección contraria a la que seguía hasta el momento. Aumentó gradualmente las revoluciones, controlando los bandazos del coche, ya que de otro modo resbalaría sobre la capa de hielo y daría una nueva vuelta en redondo.

La máquina que antes tenía detrás estaba mucho más cerca de lo que había calculado, y conforme aumentaba la velocidad, atento a las ruedas del automóvil por si se veía obligado a rectificar un derrapaje, la mole metálica se agrandaba a ojos vistas, dispuesta a embestirle a medida que se reducían las distancias.

Tendría suerte si lograba enfilar el cruce antes de que la quitanieves se le echase encima, y aunque no tenía tiempo para comprobarlo estaba seguro de que también la otra mole había aumentado la velocidad. De no alcanzar a tiempo el cruce quedaría atrapado, sin posibilidad de escapatoria: o bien chocaría con el muro de nieve apilada al borde de la carretera -y la fuerza del impacto empotraría el Saab en la blanca masa, sin opción alguna-, o se vería atrapado entre las dos cuchillas de las quitanieves, capaces de machacar incluso a un coche de maciza carrocería como el Saab.

Con una mano sujetó el volante y con la otra pulsó dos botones del cuadro de instrumentos. Se oyó un sonido silbante en el instante en que el sistema hidráulico abría dos de los compartimentos ocultos. Bond tenía ahora a mano las granadas y la Ruger Super Redhawk. También la encrucijada quedaba cerca, recto delante de él.

La quitanieves que venía de cara, de color amarillo intenso y armazón de hierro, realzados por la luz de los faros del Saab, se hallaba a poco más de diez metros del cruce. Bond, fintando como podría hacerlo un boxeador, inició el giro hacia la derecha mientras el mastodonte de hierro se arrimaba con marcha trepidante a la izquierda en un intento de embestir al Saab en el momento de realizar el viraje en ángulo recto.

Fue entonces cuando Bond, casi en el último instante, cuando ya había iniciado el giro, forzó aún más el volante a la derecha, frenó con el pie izquierdo una vez más y aumentó de nuevo las revoluciones del motor pisando con fuerza el acelerador.

El Saab volteó como si de un avión se tratara y en el mismo instante Bond liberó ambos pedales interrumpiendo el impulso giratorio del vehículo, que se desplazó de costado, en paralelo con la carretera que acababa de abandonar.

Rectificó con el volante y disminuyó poco a poco las revoluciones. El superagente tuvo la sensación de que el Saab respondía como un animal domesticado, resbalando ligeramente las ruedas traseras. Rectificar. Resbalar. Rectificar. Pisar el acelerador. Pudo enderezar el vehículo, que rodó sin dificultad. A la derecha y a la izquierda se erguían amenazadores las dos gigantescas máquinas.

Al evitar la embestida de la quitanieves más peligrosa -ahora a su derecha-, Bond hizo lo único que tenía a su alcance. Echó mano de las granadas L2-A2, arrancó la cinta del seguro con los dientes y abriendo un poco la portezuela para maniobrar mejor, arrojó una de ellas tras de sí. Una ráfaga de aire gélido se coló por el espacio abierto mientras Bond forcejeaba para cerrar de golpe la portezuela. Luego notó la trepidación producida por el roce de la parte trasera del Saab con la cuchilla de la quitanieves que tenía a la derecha.

Por unos instantes creyó que la embestida le enviaría fuera de la carretera contra cualquiera de los claros bancales de nieve helada que jalonaban el firme, pero el coche se estabilizó y Bond pudo hacerse con el control al tiempo que se levantaba una nube de espuma por el lado del guardabarros que dio contra el níveo muro. El ancho de la carretera secundaria no era excesivo, pero sí suficiente para que Bond pudiera continuar la marcha. Enseguida oyó a sus espaldas el estallido de la granada.

Lanzó una mirada rápida por el retrovisor -pues la carretera era tan angosta que no se atrevía casi a desviar los ojos de la pantalla visual- y vio unas lenguas de fuego rojizo debajo mismo de uno de los gigantes de hierro. Con un poco de suerte la explosión atascaría por lo menos a la quitanieves durante unos diez minutos, el tiempo necesario para que la otra la apartase del camino.

En cualquier caso, se dijo Bond, aun hallándose en aquella peligrosa y angosta vía, flanqueada por una barrera de nieve, podía librarse de cualquier máquina quitanieves, siempre que viniera por detrás, claro está. El superagente no contaba con la presencia de una tercera, que apareció de repente ante sus ojos, avanzando recta hacia él, con los proyectores hendiendo la oscuridad y deslumbrándole con el chorro de luces. En esta ocasión no había medio de escapar, ningún lugar donde ocultarse.

A sus espaldas, contando con la suerte, quedaría un mastodonte inutilizado, pero la segunda quitanieves entraría en acción tan pronto hubiese apartado el obstáculo del camino. Enfrente tenía que vérselas con otro de los monstruos amarillos, que arrojaba un chorro de nieve por sus entrañas. Bond pensó para sus adentros que debía de haber un cuarto enemigo dispuesto a intervenir, oculto en algún lugar de la ruta principal.

Al igual que en una operación militar motorizada, alguien había preparado una emboscada exclusivamente para Bond y el Saab, y este anónimo personaje había sabido escoger el punto y la hora más convenientes.

Pero el superagente no se detuvo a pensar en la lógica y en los motivos que indujeron a ese alguien a prepararle aquella trampa. Las luces de la quitanieves que tenía delante se fundieron con los potentes faros del Saab, y a pesar del cegador destello Bond pudo ver cómo el monstruo bajaba el arado en cuña hasta morder el hielo del centro de la carretera, mientras sus vísceras deglutían la nieve a su paso con la facilidad de una lancha motora que surca las aguas a gran velocidad.

Bond pensó y actuó con la rapidez del rayo. Se acercó cuanto pudo al borde de la carretera y detuvo el coche. Permanecer dentro del Saab en las presentes circunstancias habría sido una auténtica locura. Había que plantearse la situación como si se tratara de una operación de combate. Le habían arrinconado en un callejón sin salida y no tenía más que una alternativa: frenar el avance de la quitanieves que venia de cara.

El arma que a la sazón necesitaba era la Magnum Redhawk calibre 44, con rápido gatillo de doble tiempo. Bond echó mano de ella y a la vez se metió dos granadas en los bolsillos del anorak acolchado. Abrió la portezuela con suavidad y salió acuclillado; luego extendió la mano y aferró una de las granadas de impacto, que los comandos del Arma Aérea denominan «chupinazos».

El terreno estaba duro y el frío era tan intenso que Bond tuvo la sensación de darse un remojón en agua helada. Sin pérdida de tiempo avanzó en cuclillas hasta la trasera del coche, para guarecerse, y luego saltó ágilmente a lo alto del bancal de nieve que tenía a su izquierda.

El blanco manto algodonoso, pulvurento y blando, englutió a Bond, que tuvo que avanzar con la nieve hasta la cintura, pugnando por no hundirse todavía más. El superagente pateó con fuerza hacia atrás hasta que tuvo suficiente libertad de movimiento para ponerse rodilla en tierra. La nieve seguía tragándolo y casi le llegaba ya a los hombros.

Pero aún así, su posición resultaba ventajosa. Ya no le cegaba el resplandor de los focos de la quitanieves ni le amenazaba la inexpugnable torrecilla que remataba la plataforma superior del monstruo mecánico. A través de las gafas protectoras pudo atisbar a dos hombres sentados en la cabina de mando y la implacable marcha de la máquina sobre el Saab.

No cabía duda. Aquellos sujetos iban a por todas, dispuestos a partir en dos a la «Fiera de Plata». Color plata contra amarillo, se dijo Bond, y elevó el brazo derecho mientras la mano izquierda, con la izquierda, con la granada en ella, servía de apoyatura, a la altura de la muñeca, para poder precisar mejor la puntería.

El primer tiro hizo añicos el proyector; el segundo astilló los cristales de la cabina de conducción. Apuntó alto; no quería matar a nadie si era posible evitarlo.

Se abrió una de las puertas y una figura hizo ademán de saltar al suelo, momento en el que Bond bajó el arma, la sujetó con la mano izquierda y tomó una de las granadas de impacto. Tiró del seguro y arrojó aquella especie de huevo verdusco hacia la cabina de cristales rotos, poniendo en el empeño toda la fuerza de que era capaz.

La bomba de mano debió de explotar en el interior mismo de la cabina. Bond oyó el clásico estampido, pero se protegió los ojos del fogonazo. Ni éste ni la explosión acabarían con la vida de los ocupantes; a lo sumo producirían roturas de tímpano y, con toda seguridad, ceguera temporal.

Esgrimiendo el revólver en alto, Bond se dejó rodar por e1 bancal, casi como si nadara por un denso y pulverulento mar de nieve, hasta que le fue posible enderezarse y caminar, con gran cautela, en dirección a la mole de hierro.

Uno de los hombres yacía, inconsciente, al pie de la máquina; era el individuo que se aprestaba a saltar cuando Bond lanzó la granada. El otro, que ocupaba el asiento del conductor, se movía de acá para allá, medio enloquecido, cubriéndose el rostro con las manos y lanzando gemidos en siniestra armonía con el viento que aullaba por el embudo que formaba la carretera secundaria.

Bond buscó un agarradero, se izó hasta la cabina y abrió de golpe la puerta. Una especie de instinto advirtió al conductor del peligro que se avecinaba, ya que encogió el cuerpo. Bond no tardó en liberarle del miedo y le asestó un golpe seco en la nuca con el cañón de la Ruger. El sujeto se desplomó como para descabezar un sueñecito.

Olvidándose del frío, Bond cargó con el conductor, se descolgó del mastodonte y arrojó el fardo junto al hombre que yacía tumbado en el suelo. Luego subió de nuevo a la cabina. La quitanieves tenía el motor en marcha. Desde lo alto, Bond creía hallarse a un kilómetro del complicado sistema hidráulico y del arado en forma de cuña. El número de palancas era para aturdir a cualquiera, pero el motor aún resoplaba. Lo único que pretendía era sacar al monstruo de la carretera o bien desplazarlo más allá del Saab para obstaculizar el paso de la máquina que estaba en la bifurcación.

A la postre la cosa no resultó muy complicada. El trasto aquel funcionaba mediante un volante, embrague y acelerador, como cualquier vehículo de motor. Bond necesitó tres minutos poco más o menos para rebasar el Saab y dejar la máquina en una posición que obstruyera el paso de la otra. Paró el motor, quitó la llave de contacto y la arrojó más allá de los suaves montículos de nieve. Los dos individuos que manejaban la máquina permanecían inconscientes y probablemente sufrirían congelación de algún miembro y lesiones auditivas. Bien poca a cambio de lo que pretendían hacer con él, se dijo Bond, trincharle en pedazos y dejar que se pudriera hasta el verano.

Se introdujo en el coche, puso la calefacción a tope con objeto de secarse las ropas empapadas, recargó la Redhawk y volvió a colocarla, junto con las granadas, en los respectivos compartimentos, ajusto de nuevo los botones de mando y echó un vistazo al mapa.

Suponiendo que la quitanieves hubiese recorrido todo el trayecto, la carretera estaría limpia hasta el empalme con la general que conducía a Salla. Otras dos horas de volante y se habría salido con la suya. Luego resultó que fueron tres horas y pico, por la gran cantidad de vueltas y revueltas que presentaba el trazado.

A las doce y diez de la noche el superagente columbró el gran rótulo iluminado que anunciaba el hotel Revontuli. A los pocos minutos llegó al desvío y al gran edificio semicircular, detrás del cual se hallaban el trampolín de saltos, las instalaciones del telesquí y la pista, profusamente iluminada.

Bond aparcó el coche y no pudo ocultar su sorpresa al ver que a los pocos momentos de haber parado el motor, el parabrisas y el capó empezaban a cubrirse de hielo. A pesar del detalle, resultaba difícil hacerse cargo del frío que hacía en el exterior. Bond se caló las gafas protectoras, se cercioró de que la bufanda le cubría el rostro y a continuación, después de sacar la cartera de mano y la bolsa con la ropa, conectó los sensores y el sistema de alarma y finalmente, manipuló el mecanismo de cierre general.

El hotel era un edificio moderno de mármol y madera tallados. Junto al vestíbulo había un bar muy espacioso lleno de gente que reía y bebía acodada en la barra, sin pensar en el frío exterior. Mientras se dirigía al mostrador de recepción, una voz conocida saludó su presencia.

– Hola, James -era Brad Tirpitz-. ¿Cómo te has retrasado tanto? ¿Has venido esquiando todo el camino?

Bond asintió, quitándose las gafas y desenrollando la bufanda.

– Me pareció que hacía una buena noche para dar un paseo -respondió con rostro inexpresivo.

En recepción tenían la reserva, de forma que los trámites le llevaron sólo un par de minutos. Tirpitz había vuelto al bar, donde, según observó Bond, bebía sin compañía. En cuanto a los demás, ni rastro de ellos. El superagente necesitaba dormir. Según lo acordado, se reunirían todas las mañanas a la hora del desayuno hasta que el grupo estuviese completo.

Un conserje se hizo cargo del equipaje y cuando se disponía a subir al ascensor, la chica que estaba en recepción le comunicó que había un envío postal urgente a su nombre. Era un sobre de liviano papel manila con soporte de cartón.

Una vez el mozo hubo salido de la habitación, Bond cerró la puerta y rasgó el sobre. En el interior encontró una nota escrita en una cuartilla y una fotografía. M había escrito de su puño y letra: «Ésta es la única foto que se ha podido conseguir. Ruego destruyas el contenido del sobre.» Bueno, se dijo Bond, al fin sabría qué aspecto tenía Anni Tudeer. Se dejó caer en la cama y alzó la foto entre las manos.

El estómago le dio un vuelco y 1uego sus músculos se tensaron. El rostro que parecía mirarle desde la copia mate era el de Rivke Ingber, su colega del Mossad. Así pues, Anni Tudeer, la amiga de Paula e hija del oficial finlandés de las SS alemanas todavía buscado por crímenes de guerra, era Rivke Ingber.

Con dolorida lentitud, James Bond tomó del cenicero que estaba junto a la cabecera de la cama un librillo de cerillas, encendió una y quemó la fotografía y la nota que la acompañaba.

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