James Bond soñaba. Era un sueño que había tenido antes muchas veces: el sol y una playa que identificaba sin lugar a dudas como la de Royale-les-Eaux. Era el mismo paseo marítimo de antaño por supuesto. No el nido de turistas en que se había convertido. En el sueño de Bond la vida y el tiempo se habían detenido, y aquel marco era el de su infancia y adolescencia. Sonaba una banda de música. Los macizos de salvias, alhelíes y lobelias formaban una orgía de color. Hacía calor y él se sentía contento.
Era un sueño que se le presentaba normalmente cuando se sentía a gusto, y, ciertamente, aquella noche le había deparado muchas alegrías. Junto con Paula había conseguido escapar de las garras de Kolya Mosolov, había llegado hasta Helsinki y allí… bueno, las cosas se sucedieron mejor incluso de lo que ambos esperaban.
Paula volvió del baño vestida tan sólo con una vaporosa bata, el cuerpo lozano y fresco, con un aroma que a Bond se le antojaba más incitante que nunca.
Antes de ducharse, el superagente hizo una llamada a Londres. Más en concreto, a un número reservado para los mensajes grabados de M. En el supuesto de que hubiese alguna novedad, ahora se enteraría de ello, como respuesta al mensaje cifrado que había mandado desde el Saab cuando se encontraba todavía en Salla.
Tal como esperaba, se dejó oír la voz de su jefe. Era un comunicado escueto en un lenguaje ambiguo que casi equivalía a una felicitación por la forma en que Bond había llevado las cosas. También confirmaba que se sabía que Paula trabajaba para el SUPO. Bond se dijo entonces que ya no podían surgir más sorpresas.
Paula fue la primera en tomar la iniciativa y le hizo el amor como una especie de anticipo de lo que iba a venir. Luego, tras un breve reposo durante el cual Paula conversó y bromeó acerca de las difíciles situaciones que casi les llevaron a la catástrofe, Bond continuó allí donde la chica se había detenido.
Eran aquéllos unos instantes llenos de paz, ternura y calor. Un calor sólo atenuado por el frío tacto de un no sé qué en el cuello. Medio adormilado, Bond trató de sacudirse con la mano lo que parecía una intromisión anormal en la cálida sensación que su cuerpo experimentaba, y al hacerlo topó con un objeto duro y que adivinaba desagradable, aunque de manera muy vaga. Abrió repentinamente los ojos y sintió la presión del objeto frío en la garganta. ¡Se acabó Royale-les-Eaux! Una vez más se imponía la cruel realidad.
– Limítese a enderezarse y estése quieto, señor Bond.
El superespía volvió la cabeza y vio a Kolya Mosolov que retrocedía unos pasos. En su mano, apuntando al cuello de Bond, esgrimía una aparatosa Stetchkin que aún parecía mayor debido a que llevaba un silenciador acoplado al cañón.
– ¿Cómo…? -farfulló Bond. Luego pensó en Paula y vio que estaba profundamente dormida a su lado.
Mosolov soltó una risita, un detalle inusitado en él, pero nada extraño tratándose de un hombre de múltiples registros.
– No te preocupes por Paula -dijo con voz sosegada, seguro de sí mismo-. Debíais de estar muy cansados, supongo, porque pude forzar la cerradura, ponerle una pequeña inyección y echar un vistazo por la habitación sin despertaros.
Bond juró por lo bajo. Aquello era impropio de un agente de su experiencia. ¿Cómo pudo haber sido tan necio para descuidar la guardia y dejar que el sueño le venciera por completo? Por lo demás, había tomado todas las precauciones que era menester. Incluso recordaba haber inspeccionado la estancia en busca de artefactos de escucha como primera medida.
– ¿Qué clase de inyección? -trató de no aparentar inquietud.
– Dormirá como una bendita por espacio de seis o siete horas. Suficiente para que nosotros hagamos lo que cumple hacer.
– ¿De qué se trata?
Mosolov hizo un ademán con la mano que sostenía la Stetchkin.
– Vístete. Queda un trabajito que quiero terminar. Luego emprenderemos un viaje de placer. Incluso te he conseguido un pasaporte nuevo; sólo para estar seguro. Saldremos de Helsinki en coche, después subiremos a un helicóptero y, por último, transbordaremos a un avión que nos estará esperando. Para cuando Paula esté en condiciones de dar la alarma, nosotros ya estaremos muy lejos.
Bond se encogió de hombros. No tenía muchas alternativas, si bien deslizó la mano hasta la almohada, debajo de la cual había colocado su automática. Kolya Mosolov rebuscó en su anorak, que llevaba desabrochado, y finalmente dejó ver la P-7 de Bond metida en su cinturón.
– Me pareció más seguro. Para mí, claro está.
Bond puso los pies en el suelo y alzó la vista hasta el ruso.
– ¿No abandonas fácilmente, verdad Mosolov?
– Mi carrera depende de que te lleve conmigo a Moscú.
– Al parecer da lo mismo vivo que muerto -Bond se puso en pie.
– A ser posible con vida. Lo que sucedió en la frontera resultó de lo más preocupante, pero al fin tengo ocasión de terminar lo que había empezado -exclamó Kolya con satisfacción.
– No lo entiendo -Bond empezó a caminar hacia el sillón donde estaba su ropa doblada-. Tu gente hubiese podido acabar conmigo los últimos años si les hubiera venido en gana. ¿Por qué precisamente ahora?
– Limítate a ponerte esa ropa.
Bond obedeció, pero sin dejar de conversar.
– Dímelo, Kolya; dime por qué ahora.
– Porque el momento es oportuno. Moscú lleva años persiguiéndote. Hubo una época en que se contentaban con verte muerto. Pero las cosas han cambiado, y me alegro de que hayas salvado el pellejo. Confieso que me equivoqué dejando que nuestros soldados dispararan contra ti… El agobio del momento, ya sabes.
Bond lanzó un gruñido.
– Bien, como te decía, las cosas no son lo que eran -prosiguió el soviético-. Tan sólo queremos comprobar determinada información que obra en nuestro poder. Primero procederemos a un interrogatorio con productos químicos y te sacaremos todo lo que sabes. Luego dispondremos de un precioso lote para efectuar un canje. Tenéis detenidos a un par de nuestros hombres que han hecho un buen trabajo en la Central de Comunicaciones de Cheltenham. No me cabe duda de que a su debido tiempo podremos concertar un intercambio.
– ¿Es ésa la razón principal de que Moscú decidiera iniciar todo el fregado? Me refiero a las maniobras de Von Glöda y sus muchachos.
– En parte, sí -Kolya Mosolov blandió la pistola-. Bueno, termina de una vez. Antes abandonar Helsinki queda otra cosa que hacer.
Bond se enfundó los pantalones de esquí.
– ¿En parte, Kolya? ¿En parte, dices? Una maniobra un poco cara, ¿no crees? Pensabas apresarme y luego por poco me matas.
– Hacerle el juego a Von Glöda contribuyó a solucionar otros asuntillos pendientes.
– ¿Cómo Liebre Azul?
– Liebre Azul y otras cosas. La muerte de Von Glöda era una conclusión inevitable.
– Dices que era… -Bond miró con fijamente a su interlocutor.
Kolya Mosolov asintió con la cabeza.
– Realmente asombroso, ya lo sé, sobre todo después de la hermosa exhibición aérea de los nuestros. Diríase que era imposible que escapara alguien con vida. Pero el amigo Von Glöda lo consiguió.
A Bond le costaba creer lo que decía Kolya. Ni que decir tiene que M no estaba al corriente. Preguntó a Kolya dónde se escondía a la sazón aquel Führer de opereta.
– Está aquí -Mosolov habló con la naturalidad de quien menciona la evidencia-, en Helsinki. Reagrupando sus fuerzas, como diría él. Preparado para empezar de nuevo, salvo que se le paren los pies, y debo ser yo quien lo haga. Sería molesto, por decirlo con un eufemismo, que Von Glöda contase con otra oportunidad de poner en marcha sus planes.
Bond casi había terminado de vestirse.
– Pretendes sacarme de esta ciudad y llevarme a Rusia, y también quieres acabar con Von Glöda ¿Las dos cosas a la vez? -se ajustó el cuello alto del grueso jersey de lana.
– Oh, sí. Tú formas parte de mi proyecto, señor Bond. Tengo que librarme del amigo Glöda, o Aarne Tudeer o como quiera que desee que figure en su lápida. Es el momento propicio…
– ¿Qué hora es? -preguntó Bond.
Como buen profesional, el soviético no se tomó siquiera la molestia de consultar el reloj.
– Las ocho menos cuarto de la mañana poco más o menos. Como decía, la ocasión es idónea. Mira, Von Glöda está en Helsinki con algunos de sus hombres. Esta mañana sale hacia Londres vía París. Imagino que el muy loco pretende organizar alguna asamblea política en tu ciudad. También está el asunto del prisionero de las Tropas de Acción que guardáis en vuestro poder, según creo. Como es lógico, el conde está deseoso de vengarse de ti, Bond, de forma que he pensado en ofrecerte como blanco. No resistirá la tentación.
– Lo imagino -respondió Bond con voz crispada.
El solo pensamiento de que Von Glöda siguiera con vida le sumió en un mar de depresiones. Una vez más desde el inicio de aquella maldita operación, pretendían usarlo como cebo. El superagente se revolvió contra la expectativa. Tenía que haber una salida. Si alguien iba a acabar con Von Glöda, ese alguien sería Bond.
Mosolov siguió con su perorata.
– El avión del conde sale a las nueve. Sería buena cosa que James Bond estuviera sentado en su propio coche en el aparcamiento del aeropuerto Vantaa. Sería una circunstancia más que suficiente para que el camarada Von Glöda abandonara el edificio de salidas internacionales. Por supuesto, nada sabrá de que yo dispongo de recursos particulares para asegurarme de que tú te estés quietecito en el coche: un par de esposas, otra inyección algo distinta de la de Paula -señaló hacia la cama, donde la chica seguía durmiendo a pierna suelta.
– Estás loco -a pesar de sus palabras, Bond sabía muy bien que él era la única carnaza que el conde estaría dispuesto a morder-. ¿Cómo piensas hacerlo?
Mosolov esbozó una sonrisa furtiva.
– Señor Bond, tengo entendido que tu coche va equipado con un teléfono algo peculiar, ¿me equivoco?
– Pocos son los que conocen ese dato -Bond se sentía realmente preocupado. Mosolov sabía lo del artilugio telefónico. Se preguntó si habría algo que el soviético ignorara.
– El caso es que estoy al cabo del asunto y conozco los detalles técnicos. Según creo, la unidad base o central de tu teléfono ha de operar a través de un aparato común, de modo que el dispositivo quede conectado a la red del país en que está actuando. Por ejemplo, la unidad base puede acoplarse al teléfono que hay en esta habitación. Así pues lo que haremos será conectar aquí el dispositivo central y conducir en dirección al aeropuerto. Cuando lleguemos allí te esposaré y quedarás inmovilizado en el asiento. Sin embargo, poco antes de llegar utilizaré el teléfono del coche, llamaré al mostrador de información del aeropuerto y les pediré que llamen por los altavoces a Von Glöda, el cual recibirá el mensaje de que el señor Bond está en el aparcamiento, solo e incapacitado para moverse. Creo que incluso puedo dejarle el mensaje a nombre de Paula; estoy seguro de que a e11a no le importará. Cuando nuestro amigo salga del edificio yo estaré cerca -palmeó la Stetchkin-. Con un arma de este calibre la gente ni se enterará y todos creerán que el conde ha sufrido un ataque al corazón, por lo menos al principio. Para cuando sepan la verdad de lo ocurrido tú y yo estaremos muy lejos. Tengo ya un coche esperando. Será cosa de un momento.
– No puede funcionar. No conseguirás salirte con la tuya -dijo Bond con voz resuelta, pese a que le constaba que Mosolov tenía todas las probabilidades del mundo. Era la clásica jugada temeraria y audaz que muchas veces daba resultado. Pero Bond se agarró a un asomo de esperanza. Mosolov había cometido el error de pensar que el teléfono del Saab necesitaba el acoplamiento de la unidad base a la red central; o sea, que su llamada sería una simple llamada urbana y el alcance del dispositivo electrónico incorporado al coche tenía una operatividad de treinta kilómetros poco más o menos. Un error así era todo lo que Bond necesitaba.
Kolya hizo un movimiento con la Stetchkin.
– Anda, dame las llaves del coche. Saldremos los dos juntos. Luego me indicarás la forma de sacar la unidad piloto.
Bond simuló estar reflexionando.
– No tienes elección -repitió Mosolov.
– Sí, tienes razón -declaró por fin el superagente-. No me queda otro remedio. Lamento tener que acompañarte a Moscú, Mosolov, pero también ansío ver a Von Glöda borrado del mapa. Pero sacar la unidad piloto del coche lleva un poco de trabajo. Se precisan unas cuantas operaciones previas con los mecanismos de cierre que bloquean el lugar donde está oculta, pero me tendrás a tiro todo el rato. Por mi parte estoy dispuesto. ¿Por qué no empezamos enseguida?
Kolya asintió con la cabeza, echó una mirada a Paula tumbada boca abajo en el lecho y luego introdujo la Stetchkin debajo de la chaqueta acolchada. Hizo indicaciones a Bond de que tomara las llaves del coche y las de la habitación y que pasara delante de él.
Durante el trayecto por el pasillo, Mosolov se mantuvo tres pasos largos detrás de Bond, y en el ascensor se apostó en el rincón más lejano. No cabía duda de que el agente soviético había recibido un buen entrenamiento. Un movimiento sospechoso por parte de Bond, y la pistola dejaría oír un sordo estampido, amortiguado por el silenciador, que originaría un grueso orificio en las entrañas vitales del agente 007.
Se dirigieron al aparcamiento, hacia donde estaba el Saab. Unos metros antes de llegar al vehículo, Bond se volvió.
– Voy a sacar la llave del bolsillo, ¿conforme?
Kolya guardó silencio y se limitó a asentir con un movimiento de cabeza a la vez que removía el cañón del arma oculta debajo del abrigo para refrescarle la memoria. Bond tomó la llave mientras escrutaba de una ojeada los alrededores. El aparcamiento estaba solitario; ni un alma a la vista. El hielo crujía bajo sus pies y sintió el sudor que se concentraba en los sobacos bajo las gruesas prendas de abrigo. Era de día.
Llegaron al coche. Bond abrió la portezuela del lado del conductor y luego volvió la espalda a Kolya.
– Tengo que pulsar el botón de encendido, no poner el motor en marcha, sino el circuito electrónico para desbloquear el cierre -dijo.
Kolya asintió de nuevo mientras Bond se inclinaba sobre el asiento del conductor. Al introducir la llave en el encendido desbloqueó el volante y comunicó al ruso que tenía que tomar asiento para abrir el compartimento donde se hallaba oculto el teléfono. Kolya volvió a dar su asentimiento. Bond sintió casi en propia carne el cañón del arma de Kolya apuntándole desde debajo del anorak, sabedor de que a la sazón la sorpresa y la rapidez eran sus únicos aliados.
Con gesto casi maquinal Bond pulsó el botón cuadrado de color negro en el tablero de mandos, en tanto su mano izquierda se colocaba en el lugar que correspondía. Se oyó un silbido producido por el mecanismo hidráulico que abría el compartimento secreto. Segundos después su mano izquierda empuñaba la enorme Ruger Redhawk.
Entrenado a disparar con ambas manos, y con la confianza que inspiraban sus movimientos pausados y normales, Bond, apremiado como estaba, se volvió ligeramente y disparó el arma apenas salida de su escondite. La explosión del cartucho de la Magnum le chamuscó los pantalones y el anorak.
Kolya Mosolov no tuvo tiempo de enterarse de lo ocurrido. Momentos antes tenía el dedo en el gatillo de la Stetchkin con silenciador y segundos después una explosión cegadora, un dolor que ni siquiera llegó a sentir, y, por último, la oscuridad y las tinieblas eternas.
El impacto de la bala arrancó al ruso del suelo, le perforó el gaznate y casi desgajó la cabeza del cuerpo. Los zapatos arañaron el hielo al resbalar hacia atrás y el cuerpo giró en el instante de desplomarse, yendo a parar a casi dos metros del punto de caída, tal había sido la fuerza del impacto.
Bond ni siquiera vio lo sucedido. Tan pronto hubo disparado, cerró de golpe la portezuela, retornó la Redhawk al compartimento y dio vuelta completa a la lleve del encendido.
El Saab retornó a la vida. La mano de Bond procedió con destreza y confiada calma. Primero pulsó el botón de cierre del escondite, ancló el cinturón flexible de seguridad, soltó el freno de mano y el coche inició el avance, al tiempo que ajustaba las entradas de aire de la calefacción y ponía en funcionamiento la luneta térmica.
En el momento de arrancar el coche atisbó muy rápidamente lo que quedaba del espía soviético: un pequeño montón de ropa sobre el hielo y un charco de sangre que se agrandaba por momentos. Viró Para tomar Mannerheimintie y sumarse al reducido tráfico que en aquella hora se dirigía al aeropuerto Vantaa.
Una vez enfilada la ruta, Bond echó mano del teléfono y activó el dispositivo que había sido causante del error que había costado la vida a Kolya Mosolov. La suya era una simple llamada urbana que no necesitaba de unidad piloto ni de arreglos especiales, ya que el enlace local, bajo cuyo control teórico estaba Bond, disponía de un número situado a menos de quince kilómetros del punto donde a la sazón se encontraba el Saab, camino del aeropuerto.
Marcó el número en cuestión, pulsando los botones al tacto más que con la vista, ya que Bond tenía que estar alerta a todos los detalles dada la situación. A través del microteléfono oyó un zumbido lejano, pero nadie atendió la llamada. De todas maneras, Bond se dio por satisfecho.
Condujo con cuidado, atento a la velocidad, pues la policía finesa era particularmente susceptible en esta materia y no perdonaba al infractor. El reloj del tablier, ajustado ya a la hora de Helsinki indicaba las ocho y cinco de la mañana. Llegaría a Vantaa sobre las ocho y media, sin necesidad de acelerar, seguramente a tiempo de enfrentarse cara a cara con Von Glöda.
El aeropuerto, como sucede en todas las terminales internacionales, estaba muy concurrido. Aparcó el Saab en un lugar de fácil acceso y se metió la aparatosa Ruger Redhawk en el interior del anorak, el largo cañón del arma introducido al sesgo en el cinturón. En las escuelas de tiro enseñan a no utilizar jamás el truco que tantas veces aparece en las películas, consistente en portar la pistola sujeta por el interior del cinto con el cañón en línea recta con la pierna; por el contrario, recomiendan llevarla atravesada, pues en caso de accidente uno podría perder fácilmente un pie, y eso con suerte. Si la desgracia se ceba en el que porta el arma de manera poco ortodoxa, corre el riesgo de perder lo que un instructor denominaba «el aparejo marital», expresión que Bond encontraba de mal gusto. Introduzca el arma de lado, y a lo sumo se chamuscará la piel, aunque puede que el infortunado que esté demasiado cerca encaje el tiro.
El gran reloj de pared de la sala de espera destinada a los vuelos internacionales marcaba las ocho y media menos dos minutos.
Con paso vivo, abriéndose paso entre la multitud, Bond llegó al mostrador de información y se enteró de la hora a que tenía prevista su salida el avión de las nueve con destino a París. La azafata ni siquiera levantó la vista. El número del vuelo era AY 873 vía Bruselas. No avisarían a los pasajeros hasta un cuarto de hora más tarde, pues había un poco de demora por razones de avituallamiento.
Por el momento no era preciso, pues, requerir a Von Glöda a través de los altavoces. Si los acompañantes que integraban su escolta andaban esparcidos por ahí, quizá pudiera arrinconarle en aquel sector de la terminal. Si no resultaba posible, no le quedaría más remedio que salirle al paso en la zona contigua a las pistas.
Cuidando de protegerse las espaldas en la medida de lo posible, Bond traspuso con dificultad la zona de las tiendas, con la idea de apostarse cerca del pasillo que discurría por el extremo izquierdo del edificio, por el que se iba a las cabinas de control de pasaportes y a las salas de espera vecinas al área de estacionamiento de los aviones.
Al fondo de esta sección de la zona de salidas, frente a unos grandes ventanales, había una cafetería separada de la sala principal por un seto de flores artificiales de muy poca consistencia. A la izquierda de esta valla, muy cerca del punto donde se encontraba Bond, estaba la sección de control de pasaportes, con sus estrechas cabinas ocupadas por funcionarios de la policía.
El superespía empezó a escrutar los rostros con la esperanza de descubrir el de Von Glöda. En la sección mencionada había un incesante flujo de pasajeros, en tanto que la cafetería también rebosaba de público, la mayoría sentado en torno a unas mesillas redondas y de baja altura.
De repente, casi sin quererlo, Bond vio por el rabillo del ojo la faz de su presa: el mismísimo Von Glöda que se levantaba de una de las mesas de la cafetería.
El pretendiente al arruinado trono de Hitler daba la impresión de estar tan bien organizado en Helsinki como lo estaba en el Palacio de Hielo. Vestía prendas inmaculadas, e incluso bien arropado con un abrigo gris, como un civil más, emanaba de él un aire militar. El cuerpo erguido y su prestancia física denotaban a un hombre que se salía de lo corriente. Por unos instantes Bond pensó que no era de extrañar que Tudeer se creyera predestinado a dominar el orbe.
Le rodeaban seis guardaespaldas, todos vestidos con elegancia y con aire militar. «Quizá mercenarios», se dijo Bond. Von Glöda se dirigió a ellos en voz baja, recalcando sus palabras con rápidos movimientos de las manos. El superagente tardó un poco en darse cuenta de que los ademanes parecían calcados de los del propio Hitler.
Se oyó el chasquido del sistema de los altavoces y el persistente zumbido del amplificador. Bond creyó que se iba a dar el aviso para la salida del vuelo con destino a París. Von Glöda ladeó la cabeza para escuchar mejor el anuncio, pero al parecer también dedujo que se trataba de su avión y enderezó de nuevo la testa. Con estudiada solemnidad estrechó la mano de todos los hombres que le rodeaban y echó un vistazo en busca del maletín de mano.
Bond se acercó al seto artificial y se dio cuenta de que había demasiada gente en la cafetería para correr el riesgo de apresar a Von Glöda. Sin duda el lugar más propicio para aprehenderle sería el trecho que mediaba entre la cafetería y las cabinas de inspección de pasaportes.
Semioculto todavía por la constante riada de viajeros, Bond se apartó hacia la izquierda. Von Glöda parecía inquieto y miraba a su alrededor, como si presintiera algún peligro.
El zumbido se apagó y se oyó la voz de la locutora a través de los múltiples altavoces, más alta de lo normal, casi insoportable a los oídos, rotunda y clara. Bond sintió que el estómago le daba un vuelco y se detuvo en seco, los ojos clavados en la figura de Von Glöda, cuyo cuerpo adquirió aún mayor rigidez al escuchar estas palabras: «Por favor, el señor James Bond que se presente en el mostrador de información de la segunda planta».
Se encontraba en esa planta. Bond miró rápidamente a su alrededor en busca del citado mostrador, sabedor de que también el conde hacía lo propio. La voz repitió en inglés: «Señor Bond, diríjase por favor al mostrador de información».
Von Glöda giró sobre sus talones. Tanto él como Bond debieron de atisbar al mismo tiempo al hombre que se hallaba de pie junto a la sección de información. Era Hans Buchtman, al que Bond había conocido como Brad Tirpitz. En el momento en que sus miradas se encontraban, Buchtman hizo ademán de dirigirse hacia el superagente, mientras sus labios pronunciaban palabras inaudibles, que se quedaron flotando en el aire, perdidas entre el ruido y la algarabía del entorno. Von Glöda miró perplejo a Buchtman y frunció el ceño, hasta que al fin descubrió a Bond.
Por unos instantes pareció como si la escena quedara inmovilizada en la retina de los adversarios, Pero enseguida Von Glöda dio órdenes a sus acompañantes, que empezaron a desplegarse, al tiempo que el conde agarraba el maletín de viaje y emprendía presurosa marcha.
El superespía salió a descubierto con la idea de cortarle el paso consciente a la vez de que Buchtman se abría paso a codazos. En el preciso instante en que sus manos tocaban la culata de la Redhawk, oyó finalmente a Buchtman que gritaba:
– ¡No! ¡No, Bond! ¡Le queremos con vida!
«Claro que le queréis con vida», pensó Bond para sus adentros. Con la mano aferrada a la culata del arma, se lanzó contra Von Glöda.
– ¡Quieto ahí, Tudeer! -gritó-. ¡Jamás tomará ese avión! ¡No se mueva!
La gente empezó a gritar y Bond, que se encontraba tan sólo a unos pasos de Von Glöda, se dio cuenta de que el jefe de las Tropas de Acción Nacionalsocialista tenía una pistola en la mano derecha, semioculta por el maletín que llevaba en la otra mano.
Bond seguía pugnando por sacar la aparatosa Redhawk, que se resistía a salir del cinto. Volvió a conminar al conde y echó una rápida ojeada a su espalda. Buchtman se le estaba echando casi encima, apartando con violencia a los que se interponían a su paso.
En medio del pánico que cundía a su alrededor, Bond oyó a Von Glöda gritar histéricamente a la vez que se encaraba con él:
– ¡Ayer no pudieron acabar conmigo! ¡Eso es una prueba de mi destino y de la misión que me ha correspondido!
Como respuesta a sus palabras, Bond consiguió liberar el cañón de la Redhawk. Von Glöda levantó el brazo armado y apuntó a Bond con una Luger. El superagente dobló una rodilla a la vez que estiraba también el brazo con la pistola. Mientras toda su atención se concentraba en el rostro de Von Glöda y en la Luger que esgrimía, volvió a gritar:
– ¡Se acabó, Von Glöda! ¡No sea estúpido!
A continuación brotó una llamarada de la Luger y, en el mismo momento, los dedos de Bond apretaron dos veces el gatillo de la Redhawk.
Sonaron dos estampidos simultáneos y Bond tuvo la sensación de que una mano gigante le sacudía por el costado. Las cabinas del control de pasaportes bailaron ante sus ojos y cayó al suelo, mientras Von Glöda, con la cabeza caída a un lado, retrocedía vacilante, como un venado herido, repitiendo con voz entrecortada:
– El destino… El destino… El destino…
Bond no acertaba a explicarse por qué yacía tumbado en el suelo. Sus ojos nublados advirtieron vagamente que un funcionario buscaba protección detrás de una de las cabinas de inspección. Luego, desde aquella misma postura en el suelo, apuntó de nuevo a Von Glöda, que parecía trataba de disparar la Luger por segunda vez. Bond apretó el gatillo y el conde dejó caer el arma. Dio un paso atrás y su cabeza pareció desaparecer en medio de una densa bruma.
Sólo entonces empezó a sentir Bond un vivo dolor. Estaba exhausto. Alguien le sostenía por los hombros. A su alrededor reinaba una gran algarabía. Oyó una voz que le decía:
– No se ha podido evitar, James. Acabaste con ese hijo de perra. Ahora todo ha terminado. Hemos llamado una ambulancia. Te pondrás bien.
Su interlocutor siguió hablando, pero a Bond se le nubló la vista y dejó de reconocer todo sonido, Como si alguien, intencionadamente, hubiese apagado el volumen.