Los hombres de uniforme se acercaron y después de rodearle empezaron a cachearle. Primero se apoderaron de las granadas y luego del contenido de la mochila. Sin embargo no le quitaron el cuchillo de comando que ocultaba en las botas Mukluk, lo cual no dejaba de ser una pequeña ventaja.
Mientras los hombres sacaban a Bond de su escúter y le obligaban a caminar con leves empujones, Paula seguía riéndose de él.
Bond se encontraba aterido de frío y muy cansado. En tales circunstancias, ¿por qué no simular un desfallecimiento? Podría reportarle alguna utilidad. Y así lo hizo, se dejó caer con flaccidez y los dos soldados que le custodiaban tuvieron que cargar con su peso. Inclinó la cabeza con aparente desmayo y entreabrió los ojos para no perder detalle del entorno.
Salieron del bosque y desembocaron en un claro semicircular que terminaba en una amplia y desarbolada pendiente, semejante a una minipista de esquiar. Por supuesto, se trataba del búnker, o mejor, del Palacio de Hielo, ya que en las paredes laterales, a un costado de la pendiente, se abrieron dos puertas enormes, camufladas con pintura blanca. Del interior parecía llegar una corriente de aire caliente. Puertas adentro, el blocao se hallaba muy bien iluminado.
Bond se apercibió también, vagamente, de una entrada más pequeña situada a la izquierda. Lo que estaba viendo encajaba a la perfección con los primitivos planos que Kolya le había proporcionado. El búnker estaba dividido en dos partes: una destinada a depósito de pertrechos militares y servicios de mantenimiento, y la otra a vivienda.
Oyó que un motor se ponía en marcha y vio cómo uno de los blindados -el que marchaba en última posición- reptaba y se introducía en la abertura y desaparecía por la larga rampa interior que Bond sabía que se adentraba en las entrañas de la tierra.
Cerca de él, Paula se echó a reír de nuevo, al tiempo que se oyó el zumbido de un escúter, el mismo que había conducido Bond, a la sazón ocupado por uno de los hombres vestidos de uniforme.
Kolya hizo un comentario en ruso, y Paula le contestó en el mismo idioma.
– Pronto te sentirás mejor -dijo uno de los soldados que le acarreaban en un inglés con mucho acento-. Dentro podrás echar un trago y calentar tu aterido cuerpo.
Le apoyaron contra la pared, justo en el interior, al lado de las imponentes puertas de acceso, y le tendieron una botella que Bond se llevó a los labios. Tuvo la sensación de que trasegaba fuego líquido que de los labios caía hasta la boca del estómago. Jadeante, Bond farfulló:
– ¿Qué demonios…? ¿Qué me habéis dado?
– Vodka con leche de reno. Está bueno, ¿verdad?
– Sí, sí, muy bueno -escupió más que dijo Bond.
Pugnó por recobrar el aliento. Después de haber probado aquel aguardiente tan peregrino no tenía sentido que simulara desfallecimiento. Sacudió la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Del fondo de la caverna llegaban los olores del humo del motor diesel. La rampa de entrada, bastante inclinada y ancha, torcía casi en ángulo recto y se adentraba muy honda en el suelo.
En el exterior, los soldados procedían a alinearse en columna de a tres. El superagente reparó ahora en todos aquellos que lucían el uniforme de campaña gris: botas de invierno de caña corta y pantalones con rodilleras, chaquetones holgados con forro de piel y bolsillos oblicuos y, debajo, las guerreras reglamentarias, en cuyas solapas lucían los emblemas del cuerpo y el arma. Los oficiales calzaban botas de caña alta y, presumiblemente, vestían pantalones de montar, ocultos por los faldones de los gruesos abrigos.
Kolya se hallaba de pie junto a su escúter, charlando todavía con Paula. A los dos se les veía nerviosos y Paula se había vuelto a poner la bufanda y el gorro para protegerse del frío. En un momento dado Kolya llamó a un oficial; lo hizo en forma imperativa, como si fuera dueño y señor de todo y de todos.
El oficial al que Kolya había llamado asintió con un movimiento de cabeza y profirió una orden que sonó como un trallazo. Dos soldados se adelantaron y se hicieron cargo de los escúters. A juzgar por las trazas había una pequeña casamata contigua, a la derecha de la entrada principal, con capacidad suficiente para albergar varios vehículos.
Acto seguido, el pelotón de soldados se adentró marcando el paso en el búnker, dejando atrás a Bond y a sus dos guardianes, provistos de sendos fusiles ametralladores AKM de fabricación soviética. Bond se dijo que aquellas armas eran el único detalle no casaba con el ambiente teutónico del lugar. Los soldados se perdieron en la rampa, dejando oír el rítmico golpeteo de las botas contra el piso de cemento armado.
Kolya y Paula avanzaron sin prisas hacia la gran puerta de acceso, como si tuviesen todo el tiempo del mundo por delante. En el exterior, en la franja arbolada, Bond divisó un par de kotas laponas, parecidas a las de los pieles rojas. En el centro ardía una fogata y una figura permanecía inclinada sobre una marmita; era una mujer vestida con el típico atuendo: falda negra con profusión de ornamentos, gruesos pantalones semejantes a polainas o sobrecalzas, botas de piel de reno y un tocado y el chal tejidos con vistosos colores, las manos protegidas con mitones. Antes de que Paula y Kolya llegasen a la maciza puerta de entrada, se unió a la mujer lapona un hombre que llevaba también una vistosa indumentaria, con una chaqueta adornada con diseños ornamentales y un manto recamado, de vivos colores, que colgaba de sus hombros. En algún lugar cercano a las kotas se oyó el resoplido de un reno.
De lo alto del techo curvo, abovedado, llegó un chasquido metálico seguido de una serie de penetrantes silbos de aviso. Paula y Kolya apresuraron el paso y enseguida se oyó el clásico ruido de un sistema de cierre hidráulico. Las grandes puertas de metal empezaron a desenrollarse, formando una especie de telón de seguridad que aislaba el recinto subterráneo del mundo exterior.
– Bueno, James, ¡sorpresa! -exclamó Paula, a la vez que se quitaba de nuevo el gorro de lana.
El superagente observó que la chica llevaba una chaqueta de piel sobre lo que parecía ser un uniforme. Kolya, desde atrás, cambió de posición, moviéndose como un boxeador sobre el cuadrilátero. Sin duda alguna Kolya sabía adaptarse como un camaleón, pensó Bond para sus adentros. Un semblante para cada ocasión.
– No tanta sorpresa como crees -Bond consiguió esbozar una sonrisa. Fingir despreocupación se le antojaba el único recurso de que disponía en aquellos momentos-. Los míos están al cabo de todo el asunto. Incluso conocen con exactitud de la ubicación del búnker -los ojos del superagente se clavaron en los de Kolya-. Debiste andar con más cuidado, Kolya. Los mapas no respondían a la realidad. Es improbable encontrar dos zonas idénticas, con los mismos accidentes topográficos, situadas a quince o veinte kilómetros una de otra. Estáis atrapados.
Por una fracción de segundo le pareció detectar una sombra de preocupación en el rostro del ruso.
– Tirarte faroles, James, no te llevará a ninguna parte -dijo Paula.
– ¿Piensa recibirnos ahora? -preguntó Kolya a la chica.
Paula asintió.
– En su momento. Creo que podemos permitirnos mostrarle a James la ruta panorámica para que advierta la amplitud del búnker del Führer.
– Santo Dios -Bond rió sin ganas-; ¿también a ti te han lavado el cerebro, Paula? En tal caso, ¿por qué no dejaste que aquel par de gorilas que estaban en tu apartamento acabasen conmigo de una vez?
Ella esbozó una sonrisa desmayada, agridulce.
– Porque resultaste demasiado duro de roer. En todo caso, el trato era entregarte con vida, no muerto.
– ¿El trato?
– Calla la boca -terció Kolya, tajante.
Ella hizo un gesto con elegante gracia, como quitando importancia a la objeción del ruso.
– De todos modos lo sabrá dentro de muy poco. Kolya, no andamos sobrados de tiempo. El jefe te ha dado lo que pedías, como prometió. El material almacenado tiene que salir de aquí dentro de uno o dos días a lo sumo. No pasa nada por decirle todo esto a nuestro amigo.
Kolya Mosolov hizo chasquear los dedos con impaciencia.
– Supongo que todos están aquí, ¿no?
Ella sonrió, asintió con la cabeza y recalcó el término.
– Todos.
– Conforme.
Paula centró de nuevo la atención en el agente 007.
– ¿Te gustaría echarle un vistazo al lugar? Es un buen paseo. ¿Te ves con ánimos?
Bond lanzó un suspiro.
– Creo que sí, Paula. ¡Qué lástima que una preciosidad como tú ande metida en todo este tinglado!
– Machista -lo dijo sin que pareciera ofendida-. Está bien; saldremos de paseo. Pero antes, que le registren -ordenó, mirando a los guardianes-. Y hacedlo a conciencia, porque este sujeto tiene más escondrijos que un contrabandista griego. Inspeccionadlo todo, y cuando digo todo ya sabéis a qué me refiero. Yo bajaré la rampa con nuestro camarada ruso.
Los soldados, en efecto, buscaron en todas partes, encontraron lo que tenían que encontrar y lo hicieron sin muchos miramientos.
Luego, Paula y Kolya se apostaron a uno y otro lado de Bond, seguidos por la pareja de guardianes con las metralletas a punto.
Unos metros más allá, la rampa formaba una pendiente más inclinada y describía una curva muy cerrada. El grupo se dirigió hacia el muro izquierdo, junto al cual se había construido un paso con barandilla y escalones.
Era obvio que el búnker estaba concebido con gran perfección y la obra respondía a las exigencias del plano. Una corriente de aire caliente les envolvía y, alzando la vista, Bond distinguió diversos conductos -para el agua, el combustible y el aire acondicionado- destinados a facilitar la vida en las entrañas de la tierra. De trecho en trecho se divisaban unas pequeñas cajas metálicas empotradas en los muros, sin duda elementos de un sistema interior de comunicaciones. A lo largo del túnel grandes luces de neón colocadas en las paredes y en la bóveda proporcionaban una excelente iluminación. A medida que descendían se iba ensanchando el pasadizo. Más abajo, Bond observó que desembocaba en un hangar de grandes proporciones.
El superagente no pudo menos de sorprenderse a la vista de las instalaciones. Los cuatro blindados que habían cargado armamento en Liebre Azul estaban alineados junto a otros cuatro vehículos, dando un total de ocho, y, sin embargo, dadas las gigantescas proporciones del lugar, semejaban coches de juguete.
Un nutrido contingente de soldados uniformados procedía a descargar el material que acababa de llegar. Cajas de embalaje y cajones apilados ordenadamente sobre maderos eran transportados por carretillas elevadoras y depositados en cámaras independientes provistas de unas escotillas de entrada y grandes cierres de volante, todo a prueba de incendios. No cabía duda de que Aarne Tudeer, alias conde Von Glöda, había tomado todas las precauciones. Los hombres calzaban zapatos con grandes suelas de goma para que no saltaran chispas que prendieran en la munición y provocaran una catástrofe. Bond estimó que había armas suficientes para desencadenar una guerra de consideración y, desde luego, para mantener una operación terrorista cuidadosamente planeada, e inclusive emprender una guerra de guerrillas de un año o más de duración.
– Podrás ver que somos gente eficiente. Pretendemos enseñar al mundo cómo hay que hacer las cosas -Paula sonrió mientras hablaba, con ostensible orgullo.
– ¿No hay bombitas nucleares o de neutrones? -preguntó Bond.
Paula se echó a reír de nuevo con una risita irónica, como dando por liquidado el asunto.
– Tendrán eso y lo que necesiten -terció Kolya.
Bond mantenía los ojos bien abiertos, observando los almacenes de armas y municiones y tomando buena nota de las puertas de salida. En el fondo de su mente surgió el recuerdo de Brad Tirpitz. Si había salido indemne de la explosión, todavía quedaba la posibilidad de que pudiera aproximarse esquiando y ocupar algún punto estratégico, de que no se hallara muy lejos del búnker y pudiera de algún modo dar la alarma.
– ¿Has visto lo suficiente? -fue Kolya quien formuló la pregunta, en un tono sarcástico.
– ¿Es la hora del aperitivo? -inquirió Bond con despreocupación, pues no había otra forma de enfocar aquella situación. Por lo menos quizá se enteraría muy pronto de toda la verdad sobre Tudeer -o Von Glöda, como gustaba hacerse llamar- y los tejemanejes de las Tropas de Acción Nacionalsocialista.
Por el momento sabía ya lo más esencial sobre Paula, a saber, que era parte integrante del aparato paramilitar de Von Glöda y que, por razones que ignoraba, Kolya estaba metido en el asunto. Eso sin contar la enigmática referencia verbal a un pacto o algo parecido.
Bond creyó atisbar lo que parecía la cabina central de mandos, detrás de un pasadizo estrecho que se adentraba en el vasto subterráneo destinado a depósito y almacenamiento. Sin duda las gigantescas puertas de entrada al búnker eran controladas desde aquella cabina, y tal vez, también, los sistemas de ventilación y calefacción. Con todo, convenía no olvidar que aquel sector constituía solo una parte relativamente pequeña del búnker en su conjunto. La destinada a vivienda y dependencias anexas, que sabía lindaba con la sección en que ahora se hallaba, probablemente era aún más intrincada.
– ¿La hora del aperitivo? -Kolya retomó la pregunta-. Es posible. El conde es un hombre muy espléndido con sus invitados. Imagino que habrá dispuesto se sirva un ágape.
Paula comentó que, en efecto, suponía que le darían algo de comer.
La verdad es que es un hombre muy comprensivo, sobre todo con los condenados, James. Algo así como aquellos emperadores romanos que saludaban a sus gladiadores.
– No sé por qué, pero me lo imaginaba -replicó Bond con sarcasmo.
Ella sonrió con ganas, asintió brevemente con la cabeza y echo a andar, en cabeza, por la superficie de cemento, dejando oír el taconeo metálico de sus botas. Se adelantó hasta detenerse delante de una de las puertas de metal empotradas en el muro de la izquierda, donde esperó a que Kolya, Bond y los dos guardianes se unieran a ella. Al lado de la puerta se observaba un dispositivo electrónico de cierre y apertura. Paula murmuró unas palabras introduciendo los labios en la cavidad receptora. Se oyó un chasquido y la puerta se deslizó hacia atrás. Volviéndose de nuevo hacia Bond, sonrió y dijo:
– Existe un buen dispositivo de seguridad entre las diversas secciones del búnker. Las puertas que unen las distintas dependencias sólo se abren a impulsos de determinadas modulaciones de la voz -otra vez afloró la misma deliciosa sonrisa. Traspusieron el umbral y la puerta se cerró automáticamente tras ellos.
En el área donde a la sazón se encontraban, los pasadizos parecían tan monótonos y desprovistos de adornos como los pasillos más anchos. Las paredes eran del mismo cemento rugoso, a buen seguro hormigón armado, pensó Bond para sus adentros. En lo alto de los muros se veían diversos conductos correspondientes a la calefacción y ventilación, que discurrían a todo lo largo sin ocultación alguna.
Por lo que Bond podía observar, la parte del búnker destinada a vivienda parecía tener poco más o menos la misma superficie que la sección de almacenamiento, depósitos y pertrechos. La distribución seguía el mismo criterio geométrico, y los túneles y pasadizos se entrecruzaban de forma laberíntica.
El estrecho pasillo de acceso desembocaba en un paso central, más ancho, que cruzaba en sentido perpendicular. Bond echó un vistazo a su izquierda y divisó varias puertas a prueba de incendios, una de las cuales permanecía abierta y dejaba ver el pasadizo que habían dejado atrás. Sobre la base del esquema que tenía en la mente, Bond dedujo que del túnel central, verdadera arteria, arrancaban otros corredores. A la izquierda vio lo que parecían ser las dependencias que albergaban a los soldados. El superagente se dijo que aquél debía de ser el punto más vigilado, puesto que por el lado izquierdo se entraba -y salía- en la parte del búnker que servía de morada a la guarnición y al personal en general. En una palabra, para salir al exterior uno tenía que pasar por los cuarteles y, seguramente, ya en la puerta principal, superar un tipo u otro de control de paso.
Kolya y Paula le empujaron con suavidad hacia la derecha. Cruzaron por otro par de puertas a prueba de incendios, entre las cuales otros corredores cortaban el paso principal y mostraban numerosas puertas empotradas a uno y otro lado. Se oía rumor de voces y, de vez en cuando, el teclear de las máquinas de escribir. Bond sacó la impresión de que se mantenía una vigilancia muy estricta, pues divisó fugazmente centinelas armados: los había por doquier, algunos en los umbrales de las puertas y otros en la intersección de los diversos pasillos secundarios con la arteria principal.
Sin embargo, después del tercer par de puertas a prueba de incendios, el ambiente cambiaba por completo. Las paredes ya no estaban constituidas por la fría y rugosa superficie de cemento, sino revestidas por una especie de arpillera de color pastel. También los tubos de los diversos sistemas y los cables de la electricidad estaban guarnecidos bajo unas cornisas curvas y ornamentales. Las puertas que se divisaban a los dos lados eran puertas batientes provistas de grandes mirillas que permitían ver con toda claridad a hombres y mujeres sentados ante unas mesas de oficina y rodeados por aparatos de radiofonía y equipo electrónico.
Pero lo más sórdido de aquel espectáculo, se dijo Bond, eran las fotografías y los carteles que, de forma intermitente, rompían la uniformidad de los muros. Eran imágenes que el superespía conocía bien, al igual que cualquier estudioso o conocedor de los sucesos de la década de los treinta y de los cuarenta.
Se toparon de nuevo con otro par de puertas metálicas, como las anteriores, pero una vez franqueado el paso, los pies pisaron un suelo alfombrado con una densa moqueta. Paula alzó una mano y el grupo se detuvo.
Se hallaban en lo que parecía ser una antesala. Bond pensó una vez más que lugares como aquél solo se veían en las películas. En el extremo se alzaban dos grandes y macizas puertas de madera noble, flanqueadas por pilares dóricos, y apostados junto a ellas había dos centinelas que lucían uniforme azul oscuro, gorras de visera y el emblema de la Gestapo. Calzaban botas relucientes y exhibían un brazal de color rojo, negro y blanco con la cruz gamada. Los cinturones de cuero, sostenidos por una correa que pasaba sobre el hombro derecho, así como las pistoleras, tenían un lustre y lisura singulares, en tanto que la calavera plateada de la muerte destacaba en lo alto de las gorras.
Paula dijo apresuradamente unas palabras en alemán y uno de los guardianes, tras asentir con un breve movimiento de cabeza, dio suavemente con los nudillos en la puerta, para luego desaparecer en la habitación contigua. El segundo guardián miró a Bond con una sonrisa torcida, mientras su mano acariciaba una y otra vez la pistolera que le pendía del cinto.
Pasaron unos minutos, hasta que la puerta de doble hoja se abrió de nuevo y dio paso al primer centinela, que hizo una señal afirmativa a Paula. La muchacha tocó a Bond en el brazo. Los tres se adentraron en la estancia, dejando atrás a los guardianes que les habían acompañado hasta la antecámara.
Lo primero y lo único que Bond advirtió al entrar fue el gigantesco retrato de Adolfo Hitler obra de Fritz Erler, que dominaba por completo cuanto había en aquella estancia. Ocupaba casi toda la pared del fondo y causaba un impacto tan tremendo y vívido que Bond se quedó quieto, mirándolo, por espacio de casi un minuto. Ello no le impidió cobrar conciencia de que había otras personas presentes en la habitación, y tampoco se le escapó que Paula, en posición de firmes, levantaba el brazo y hacía el saludo fascista.
– ¿Le gusta, señor Bond?
La voz provenía del extremo de una gran mesa de despacho, muy bien ordenada, con el secafirmas, una hilera de teléfonos de distintos colores y un pequeño busto de Hitler.
Bond apartó los ojos de la pintura para fijarlos en el hombre que se hallaba sentado detrás del escritorio. Era aquel mismo rostro curtido por la intemperie, el inconfundible porte militar -apreciable incluso en esa posición- y peinado bien peinado de un gris oscuro. El semblante no era el de un anciano. Como Bond ya apreció en su momento en el comedor del hotel Revontuli, el conde Von Glöda tenía la suerte de contar con unas facciones intemporales; era, en fin, un hombre de rasgos clásicos, todavía de buen ver, pero cuyos ojos no traslucían el menor destello de cordialidad. En aquellos instantes los había vuelto hacia Bond, como un enterrador que se limita a calcular mentalmente las medidas del féretro para su cliente.
– Sólo lo había visto en fotografías -contestó Bond con voz pausada- y no me habían gustado ni pizca. De ahí que, si este es el original, tampoco me impresiona demasiado.
– Comprendo.
– Cuando hables con el conde debes darle el tratamiento de Führer.
El consejo partió de Brad Tirpitz, cómodamente arrellanado en un butacón cercano al escritorio.
La verdad era que Bond había perdido toda capacidad de asombro. El ver que también Tirpitz formaba parte de la trama sólo le indujo a sonreír y a asentir brevemente con la cabeza, como dando a entender que lo normal hubiese sido que se le pusiera en antecedentes desde un buen comienzo.
– Ya veo que esquivaste la mina… Vaya, vaya -Bond intentó, con éxito, conferir un tono despreocupado a sus palabras.
La cabeza granítica de Tirpitz se movió con lentitud de un lado a otro.
– Me temo que te equivocas de hombre, amigo James.
Von Glöda soltó una risita desmayada, y Tirpitz prosiguió diciendo:
– Dudo mucho que hayas visto nunca una foto de Brad Tirpitz. Brad el Malo le tenía mucha aprensión a eso de las fotografías, como el amigo Kolya aquí presente. Sin embargo, se me dijo que, a media luz, ofrecíamos una estampa similar. La misma figura poco más o menos. Creo que el pobre Brad fracasó de plano. Fue eliminado sin ruidos antes incluso de que se pusiera en marcha la Operación Rompehielos.
– Eliminado y cabeza abajo -añadió Kolya-. Por un feo agujero en el hielo.
Hubo un movimiento en la sala de despacho; el hombre sentado detrás de ella dio una palmada llamando al orden, como si pensara que no se le hacía suficiente caso.
– Lo siento, mi Führer -Tirpitz se dirigió a él con genuina deferencia-, pero me pareció más sencillo contárselo directamente a Bond.
– Yo cuidaré de las explicaciones; en el supuesto de que haya que dar alguna, claro está.
Fue Paula la que terció entonces, con un matiz en la voz que el superagente no alcanzaba a reconocer.
– Führer, ha llegado el último envío de armas. El cargamento podrá expedirse en un plazo de cuarenta y ocho horas.
El conde ladeó la cabeza, fijó unos instantes los ojos en Bond y luego los posó rápidamente en Kolya Mosolov.
– En fin, por mi parte creo estar en condiciones de cumplir lo estipulado en el acuerdo, camarada Mosolov, puesto que el precio lo tiene ahí delante a la vista: el señor James Bond. Ni más ni menos que como le prometí.
– Sí.
Kolya no dio muestras de satisfacción ni de descontento. La escueta afirmación daba a entender, sencillamente, que se había cumplido con un tipo de acuerdo no especificado.
– Führer, quizás… -empezó a decir Paula, pero Bond la atajó en seco.
– ¿Führer? -exclamó con vehemencia-. ¿Llamas Führer a este hombre…? ¿Jefe él? Todos aquí estáis locos de remate, y tú la primera -con ademán enérgico apuntó con el dedo al hombre sentado detrás del escritorio-. Aarne Tudeer, buscado por genocidio durante la segunda guerra mundial; un insignificante oficial de las SS al que los nazis concedieron ese dudoso honor por lanzar a las tropas finlandesas contra los rusos… contra los paisanos de Kolya. Y ahora ha conseguido reunir en torno a sí a un reducido grupo de fanáticos, los ha vestido como extras de una película de Hollywood, despliega todos los arreos aderezos y quiere que se le llame Führer. ¡Vamos! ¿Qué juego se lleva entre manos, Aarne, y adónde espera que le conduzca? Unas cuantas acciones terroristas aisladas, un número relativamente corto de comunistas asesinados en las calles… Total, una victoria pírrica. Aarne Tudeer, en el reino de los ciegos el tuerto es el rey. No hay más que un tuerto y un loco excéntrico…
Aquel rapto de cólera, calculado para causar el máximo impacto, fue cortado con brusquedad por Brad Tirpitz o como quiera que se llamase aquel imbécil, que saltó del butacón y propinó con el revés de la mano un golpe en la boca de Bond.
– ¡Silencio! -la orden provino de Von Glöda-. ¡Silencio todos! Siéntate, Hans.
Luego volvió su atención hacia el agente 007, que sentía el gusto salobre de la sangre que fluía de un corte en la lengua. Bond se dijo que si surgía la ocasión, el tipo llamado Hans, Tirpitz o quienquiera que fuese, recibiría por triplicado el golpe que le había propinado.
– James Bond -los ojos de Von Glöda aparecían más vidriosos que nunca-. Su presencia en este lugar responde a un solo propósito que le explicaré en su momento. Sin embargo… -se detuvo un instante demorándose en esta última expresión, y luego la repitió- sin embargo, hay cosas que desearía participarle, y también otras que quisiera me confiase a mí.
– ¿Quién es el cretino que se hace pasar por Brad Tirpitz?
Bond trataba de salirse por la tangente cuanto le era posible, pero Von Glöda demostró ser un hombre poco inclinado a dejarse llevar por otras sendas que no fueran las suyas, acostumbrado a que sus órdenes se cumplieran sin rechistar y con una mentalidad que se recreaba en todo lo que afectara a la panoplia militar.
– Hans Buchtman es mi Reichsführer de las SS.
– En fin, su Himmler particular -comentó Bond con sorna.
– Oh, señor Bond, le aseguro que no es para tomarlo a broma -movió la cabeza ligeramente-. Sal, Hans, pero no te vayas lejos.
El llamado Buchtman, o Tirpitz, se cuadró, saludó a la manera nazi y abandonó la estancia. Von Glöda se dirigió entonces a Kolya.
– Mi querido Kolya, lo siento, pero este asuntito nuestro tendrá que retrasarse unas horas… un día a lo sumo. ¿Le molestaría avenirse a ello y complacer mi petición?
Kolya afirmó con la cabeza.
– Supongo que no hay inconveniente. Hicimos un trato y yo dejé por entero en sus manos el cumplimiento de la parte que le correspondía. Nada tengo que perder.
– Por supuesto que no, Kolya. ¿Qué podría perder con ello? Paula, atiéndele y no te apartes de Hans.
La chica se dio por aludida con un «si, Führer», tomó a Kolya por el brazo y salió con el ruso de la habitación.
Bond estudió con detenimiento al hombre que tenía ante sus ojos. Si en verdad era Aarne Tudeer, había que reconocer que se conservaba magníficamente y que su aspecto físico era el de un individuo vigoroso y sano. ¿No podía ser que…? No, Bond sabía que no debía seguir con las conjeturas…
– Está bien, ahora puedo hablarle con libertad.
Von Glöda se puso en pie, las manos detrás de la espalda. Su figura, alta y erguida, denotaba al militar de carrera por los cuatro costados. Bond se dijo que por lo menos aquel sujeto no era un mequetrefe aficionado a jugar a soldados como Hitler demostró ser, sino un hombre vigoroso, de buen porte y aire marcial que parecía tan sagaz como el más veterano jefe de estado mayor.
Bond se dejó caer en un mullido sillón. No tenía la intención de esperar a que le preguntaran.
– Para dejar las cosas en claro y con objeto de que no se haga ilusiones -empezó diciendo el peregrino Führer-, su enlace en Helsinki, a través del cual debe en principio operar usted…
– ¿Sí? -Bond sonrió.
Un número de teléfono, ése era todo el contacto con el enlace de su departamento en la capital finesa. Aunque en el curso de la sesión de trabajo que sostuvo en Londres antes de partir se habló en concreto de utilizar los servicios del agente en cuestión, Bond jamás pensó seriamente en recurrir a sus servicios. La experiencia le había enseñado que, hallándose comprometido en servicios peligrosos, lo más prudente es huir del agente local como alma que lleva el diablo.
– Decía que su enlace fue, para decirlo con la jerga en boga, «fumigado» tan pronto partió usted hacia la zona ártica.
– Ah -Bond profirió la exclamación en un tono enigmático.
– Simple medida de precaución -el conde agitó la mano como reconociendo lo inevitable-. Sí, muy lamentable, pero imprescindible. Disponíamos ya de un sustituto de Brad Tirpitz y debía tener mucho cuidado en lo tocante a mi descarriada hijita. Kolya Mosolov se atuvo al plan que yo había trazado. Todos los enlaces de los servicios secretos británicos, americanos y del Mossad fueron reemplazados y los teléfonos de contacto, o la radio en el caso de los israelíes, operados por hombres de mi absoluta confianza. Así pues, amigo Bond, no confíe en que la caballería venga en su ayuda.
– Nunca espero que acuda la caballería. La verdad es que no confío en los caballos. En el mejor de los casos son animales demasiado temperamentales, y desde los sucesos de Balaclava, allí en el Valle de la Muerte, no he tenido mucho tiempo para pensar en la caballería.
– Bond, tiene usted un peculiar sentido del humor. Sobre todo para un hombre que está en su situación.
El superespía se encogió de hombros.
– Yo soy tan sólo uno entre muchos, Aarne Tudeer. Detrás de mí aguardan centenares de personas, y detrás de ellas unos miles. Lo mismo en el caso de Rivke y de Tirpitz. En cuanto a Kolya, no puedo pronunciarme porque desconozco las motivaciones que le impulsan -se interrumpió unos segundos-. Las quimeras que persigue, Aarne Tudeer, podría explicarlas un psiquiatra bisoño. A fin de cuentas, ¿cuál es el esquema del juego? Primero un grupo neonazi, que perpetra actos terroristas y que puede disponer de armas y de hombres. Una organización a escala planetaria. Con el tiempo el terrorismo habrá de convertirse en un ideal, en un empeño por el que valga la pena luchar. Luego el movimiento se extenderá y nutrirá sus filas hasta convertirse en un grupo de presión que las organizaciones internacionales no puedan menos de tomar en consideración. Y por último, ¡bingo!, se habrá alcanzado la meta que Hitler no pudo conseguir, o sea, un Cuarto Reich de ámbito global. Así de fácil -soltó una seca carcajada-. Fácil, pero imposible. Por lo menos de aquí en adelante. ¿Cómo pretende conseguir que un tipo de la especie de Mosolov, entregado en cuerpo y alma al Partido, alto funcionario de la KGB, le secunde en sus planes, siquiera sea en los prolegómenos de la empresa?
Von Glöda miró a Bond con aire sosegado.
– Amigo Bond, ¿tiene usted idea de a qué departamento pertenece Kolya en el seno del Primer Directorio de la KGB?
– Así, de improviso, no sabría decirlo.
En el semblante del conde se dibujó una leve sonrisa bajo los ojos de una dureza diamantina, mientras los músculos faciales apenas se contrajeron al dar respuesta a la pregunta.
Pertenece al quinto departamento, el mismo que hace años, muchos años, solía denominarse SMERSH.
Bond vio un resquicio de luz.
– Pues bien, el departamento de marras tiene por lo visto lo que en la jerga de la delincuencia se llama una «lista de éxitos», y en ella figuran unos cuantos nombres de personas a las que se quiere apresar vivas, no muertas. ¿Se imagina quién figura en cabeza de dicha lista, amigo James Bond?
Bond no tenía por qué devanarse los sesos. SMERSH había sufrido muchos cambios, pero en tanto que departamento de los Servicios de Información soviéticos, su existencia -y sus archivos- se remontaba a muchos años atrás.
– Mmmm -Von Glöda afirmó con la cabeza-. Especialista en la caza de los que han delinquido contra la integridad y seguridad del Estado. Muerte a los espías, señor Bond. Un poco de información antes de darles el pasaporte. James Bond está en la cúspide de la lista de reclamados por el departamento, y como sabrá muy bien, lleva en la cabecera bastantes años. Yo necesitaba, digamos, un tipo de colaboración especial. Algo que… ¿cómo expresarlo?, algo que me sirviera de escudo frente a la KGB. Todo el mundo, hasta los miembros de la KGB, tiene un precio, y el de ellos era usted, James Bond, siempre y cuando lo pusiera en sus manos en buenas condiciones, sin daños. Gracias a usted voy a ganar, he ganado ya, armas y una perspectiva para el futuro. Cuando haya terminado con usted, Kolya le llevará a Moscú, a la recoleta plazuela Dzerzhinsky -lo que pasaba por ser una sonrisa se desvaneció por completo-. Llevan mucho tiempo esperándole. Pero, en este punto, lo mismo me ocurre a mí. Llevamos esperando desde mil novecientos cuarenta y cinco -se dejó caer, alto como era, en un sillón enfrente de Bond-. Permítame que le cuente toda la historia y entonces verá cómo he dado cima al ideal del Cuarto Reich, y dispuesto el futuro político del orbe, sobre la base de tomarles el pelo a los soviéticos y de venderles un espía británico tras el que andaban como locos. Hay que ser muy necio, muy estúpido, para apostar el futuro de su ideología a un solo hombre.
Su interlocutor era un loco alucinado; Bond lo sabía, pero seguramente no era el único. Se dijo que lo mejor sería prestarle oídos, escuchar todo lo que Von Glöda tenía que decirle. Sí, iba a prestar atención a la música y a la letra, y luego, tal vez, hallaría la verdadera respuesta… y la forma de salir de allí.