Después del consomé le pusieron una inyección y la enfermera dijo no sé qué sobre la congelación y sus efectos.
– No hay nada que temer -concluyó-. Dentro de unas horas estará perfectamente.
Bond miró a Rivke, en la cama contigua, y farfulló unas palabras, pero el sueño se apoderó poco a poco de él. Más tarde no podía asegurar si había sucedido o no, pero le pareció que antes de despertar del todo pasó por una fase de aturdimiento durante el cual Von Glöda permaneció al pie de la cama. El conde, alto y distinguido, hablaba con aire untuoso e hipócrita.
– Ya lo ve, señor Bond. Le dije que le arrancaríamos lo que necesitábamos saber. Mejor que las drogas y la química. Confío en que no le hayamos estropeado su vida sexual. Yo diría que no. De todos modos, gracias por la información. Nos ha sido de gran ayuda.
Cuando al fin estuvo realmente despierto, Bond había adquirido casi el convencimiento de que aquello no había sido un sueño, hasta tal punto tenía grabada en la mente la imagen de Von Glöda. Con todo, había soñado; había visto a Von Glöda vestido con el uniforme nazi en un entorno como el congreso del Partido Nazi en Nuremberg. Luego le sacudió un estremecimiento de pánico al recordar el tormento del charco helado, pero el pensamiento se alejó de su mente con presteza. Ahora se sentía mejor, aunque un tanto aturdido todavía, y ansioso de ponerse en acción. Además, no tenía donde elegir. O encontraba el medio de salir del laberinto del búnker o acabaría emprendiendo viaje a Moscú del brazo de Kolya, para una confrontación entre él y los sucesores del antiguo SMERSH.
– ¿Estás despierto, James?
En los pocos segundos que duró la vuelta a la realidad había olvidado la presencia de la muchacha. Volvió la cabeza hacia ella, sonriente.
– Terapia por partida doble. ¿Qué tendrán ahora en perspectiva?
La joven se echó a reír y señaló con la cabeza las dos piernas enyesadas a conciencia, que pendían de unas poleas de sujeción.
– Tal como estoy no creo que pueda hacer gran cosa. Es una verdadera lástima. El asqueroso de mi padre estuvo aquí hace un rato.
Aquellas palabras zanjaban toda duda. Las palabras de Von Glöda no eran un sueño. Bond juró por lo bajo. ¿Cuánto les había dicho sometido a la tortura y el aturdimiento del baño en el charco de hielo? Imposible precisarlo. Calculó rápidamente qué posibilidad tenía un comando de infiltrarse el edificio de Regent's Park. Un ochenta por ciento de probabilidades. Pero a ellos les bastaría con deslizar a un solo hombre lo cual reducía el porcentaje. Si, en efecto, habla confesado, estaba seguro de que en aquellos momentos las Tropas de Acción habían instruido convenientemente a sus hombres. Demasiado tarde para poder alertar a M.
– Te veo muy inquieto. ¿Qué cosas horribles te han hecho, James?
– Me llevaron a nadar en un maravilloso paraje invernal, querida. Nada que justifique el miedo. Pero, ¿y tú? Vi el accidente que sufriste. Creímos que te habían trasladado en una ambulancia escoltada por la policía. Pero es evidente que estábamos en un error.
– Me disponía a enfilar el último tramo de la pista de esquí, ansiosa de verte otra vez. De repente, ¡puf!, y ya no recuerdo más. Me desperté con mucho dolor en las piernas y con mi padre al pie de la cama en compañía de esa otra mujer, aunque me parece que ella no está aquí. El caso es que disponían de instalaciones hospitalarias. Me rompí las dos piernas y un par de costillas. Me escayolaron, me dieron un largo paseo y finalmente desperté en esta habitación. El conde lo llama su «puesto de mando», pero no tengo ni idea de dónde me encuentro. Las enfermeras son amables, pero no sueltan prenda.
– Si no me equivoco en mis cálculos… -Bond se acomodó recostándose de un lado, de forma que pudiera ver y hablar con más holgura a la muchacha. Rivke tenía el rostro ojeroso y el semblante acusaba la incomodidad y malestar que le causaban las piernas enyesadas y la tirantez de la polea de sujeción-, si estoy en lo cierto, estamos en un gigantesco búnker situado a diez o doce kilómetros de la frontera finlandesa. En territorio soviético.
– ¿Soviético, dices? -Rivke abrió la boca y los ojos, aturdida por las palabras de Bond.
Este asintió.
– Tu papaíto ha sabido montárselo muy bien -hizo una mueca que denotaba admiración-. Hay que admitir que es un hombre de una inteligencia excepcional. Estábamos buscando indicios y resulta que está operando desde el último lugar que uno podría pensar: en suelo ruso.
Rivke rió sin estridencia, con un dejo de amargura.
– Siempre fue un hombre muy sagaz. ¿A quién se le habría ocurrido buscar en Rusia la sede de un grupo fascista?
– Justamente -Bond guardó silencio unos instantes-. ¿Cómo van esas piernas?
Ella levantó una mano con un gesto que quería ser de impotencia.
– Tú mismo puedes verlo.
– ¿Todavía no te han aplicado terapia de recuperación? No sé… A ver si puedes andar, aunque sea con muletas o algún otro artefacto.
– ¿Bromeas? No es que me duela mucho, pero resulta muy molesto. ¿Por qué lo dices?
– Tiene que haber un medio de salir de este lugar y no pienso huir yo solo dejándote en la estacada -hizo una pausa, como para corroborar su decisión-. No voy a quedarme sin ti ahora que te he encontrado, Rivke.
Al posar de nuevo la mirada en la chica, Bond creyó notar que sus grandes y hermosos ojos estaban un poco húmedos.
– Oh, James, qué bonito oírte hablar así, pero en el supuesto de que haya una forma de escapar tendrás que hacerlo tú solo.
Bond se quedó pensativo. Si lograba salir indemne de aquel escondrijo, ¿llegaría a tiempo para volver con ayuda? Luego expresó verbalmente estos pensamientos.
– No creo que el reloj esté de nuestra parte, Rivke, y menos si les he dicho lo que me estoy temiendo…
– ¿Decirles…?
– Que a uno le sumerjan en un baño de agua prácticamente helada y desnudo resulta ligeramente duro, ¿sabes? Me desvanecí un par de veces. Querían que contestase a un par de preguntas.
Siguió explicando a la chica que sabía una e las respuestas, pero la otra sólo podía presumirla.
– ¿Qué tipo de preguntas?
En pocas palabras le refirió lo del prisionero capturado en Londres antes de que pudiera suicidarse.
– Tu padre dispone de un nuevo puesto de mando. Ese fulano sabe lo suficiente para dar una pista a los nuestros. Lo peor es que ese soldado de las Tropas de Acción detenido en Londres probablemente no se da cuenta de lo que sabe. El maníaco de tu padre envió a un comando al nuevo puesto de mando para recibir instrucciones, antes de partir para Londres. Nuestros especialistas en interrogatorios, como los tuyos del Mossad, no son imbéciles. Unas cuantas preguntas atinadas y habrán obtenido la información que deseaban.
– O sea que en tu opinión el servicio secreto británico sabe dónde está ese lugar…, ese segundo cuartel general, ¿no es así?
– No pondría la mano en el fuego, pero si he dicho a los verdugos de Glöda que tenemos preso a uno de los suyos y que ha sido interrogado, pueden deducir las respuestas tan bien como nuestros especialistas. Me inclino a pensar que tu padre se dispone a evacuar el búnker como alma que lleva el diablo.
– Hablaste de que te hicieron dos preguntas.
– Querían saber dónde lo teníamos escondido. La verdad es que eso no me preocupa poco ni mucho. Cabe en lo posible que un hombre pueda introducirse allí, pero es imposible un asalto directo por un grupo armado.
– ¿Por qué, James?
– Hay un centro de interrogatorios en los sótanos del cuartel general de mi departamento en Londres. Lo tienen escondido allí.
– Rivke se mordió el labio.
– ¿De veras crees que les dijiste eso?
– Entra en lo posible. Dijiste que tu padre había estado antes aquí. Lo recuerdo de forma vaga. Daba la impresión de que estaban al cabo del asunto. Tú estabas despierta…
– Sí -por unos instantes ella apartó la mirada de los ojos de Bond.
Los agentes del Mossad, consideró Bond, preferían ingerir una cápsula de veneno a dejarse interrogar y hacer confesiones comprometedoras.
– ¿Crees que no he cumplido con mi departamento -le preguntó a Rivke-y con esta alianza infausta en la que debíamos estar metidos?
Rivke tardó unos instantes en contestar.
– No, James. No. Es obvio que no tenías alternativa. No. Pensaba en lo que dijo mi padre… Dios sabe por qué le llamo así, ya que en realidad no me siento hija de él. Cuando vino aquí dijo algo referente a que habías facilitado información. Yo estaba medio adormilada, pero su voz tenía un tonto sarcástico. Te dio las gracias por los datos facilitados.
Bond se sintió presa de una profunda angustia. M le había mandado «a ciegas», a una misión peligrosa, aunque no podía echárselo en cara. Seguro que su jefe pensaba que cuantas menos cosas supiera tanto mejor para su agente. Al igual que él, lo más probable era que M se hubiera llevado una sorpresa a la vista de lo acontecido: la muerte del verdadero Brad Tirpitz, el doble juego de Kolya Mosolov con Von Glöda, sin contar con la doblez de Paula Vacker, que tanto había afectado a Bond.
La angustia provenía de la convicción de que no había cumplido con su patria y con el servicio secreto, al que pertenecía. Según la escala de valores de Bond, éstos eran los pecados más graves que se podían reprochar a un hombre en sus circunstancias.
En aquellos momentos Von Glöda debía de estar realizando todos los preparativos para desalojar el búnker: embalar las armas y pertrechos, organizar su transporte, proceder a la carga de los blindados y destruir todo el material de archivo. Se preguntó si dispondría de alguna base eventual -aparte del nuevo puesto de mando al que había aludido- desde la que lanzar a sus hombres. Sin duda estaría deseando abandonar el búnker lo antes posible, pero la evacuación requeriría unas veinticuatro horas.
Bond echó un vistazo a su alrededor para comprobar si le habían dejado algo de su ropa en la habitación. Delante de la cama vio una especie de cómoda, pero era demasiado pequeña para contener prendas de vestir. Y no había más. Sólo los accesorios propios de una pequeña habitación en una clínica privada. Un mueble similar frente al lecho de Rivke, una mesa con vasos, una botella y algún instrumento médico en un rincón. Nada de lo que veía podía serle de utilidad. Alrededor de cada una de las camas había unos bastidores con cortinas, dos lámparas en la cabecera y una luz fluorescente en el techo, además de las habituales rejillas de ventilación.
Por su mente pasó la idea de inmovilizar a la enfermera, desnudarla y disfrazarse con sus ropas. Pero bien pensado aquello resultaba un poco absurdo, ya que la constitución física de Bond no daba margen para que pudiera pasar por una fémina. Además, sólo el esfuerzo de pensar le dejó postrado. Se preguntó qué le habrían inyectado después de la sesión de tortura.
Partiendo del supuesto de que Von Glöda cumpliera lo acordado con Kolya -cosa que parecía poco probable-, la única oportunidad del superagente sería evadir la custodia del soviético.
Se oyó un ruido procedente del pasadizo exterior, luego se abrió la puerta y entró la enfermera, sonriente, con el uniforme bien almidonado y un aire aséptico en toda su persona.
– Bueno, tengo algo que decirles -hablaba con apresuramiento-. Pronto saldrán de aquí, los dos. El Führer ha decidido que le acompañen. He venido para avisarles de que dentro de unas horas vendrán a buscarles -hablaba un inglés perfecto, con un levísimo acento, apenas perceptible.
– Vaya, ahora nos toca hacer de rehenes -dijo Bond, con un suspiro.
La enfermera sonrió con ganas y contestó que confiaba en que así fuera.
– ¿Y cómo van a llevarnos? -Bond tenía la vaga idea de que entretener a la enfermera con un poco de charla podía ser de alguna ayuda, siquiera fuera para obtener un mínimo de información-. ¿En un Snowcat, en uno de los orugas de transporte o cómo?
La muchacha contestó siempre sonriente:
– Yo viajaré en su compañía. En lo que a usted respecta, señor Bond, no hay problema. En cambio, nos preocupan las piernas de la señorita Ingber. ¿No es así cómo le gusta que la llamen? Tengo que llevarla a cuestas. Saldremos en el avión personal del Führer.
– ¿Avión? -Bond no había tenido ocasión de comprobar si el lugar disponía de todo lo necesario para el despegue y aterrizaje de aviones.
– Oh, sí. Entre los árboles hay una pista que está siempre abierta, incluso cuando las condiciones atmosféricas son más duras. Disponemos de un par de avionetas, provistas de esquíes en invierno, claro está, además del reactor del Führer, un Mystère-Falcon convenientemente adaptado. Muy rápido, y aterriza sobre cualquier cosa.
– ¿También despega de cualquier sitio? -Bond pensó en la dura capa de hielo y nieve que se amontonaba en el bosque.
– Cuando la pista está a punto -la enfermera no parecía preocupada-. No tienen que temer lo más mínimo. Tenemos una batería de quemadores a lo largo de la pista metálica, y los pondremos en funcionamiento poco antes de partir -se detuvo en el mismo umbral-. En fin, ¿necesitan alguna cosa?
– Tal vez un par de paracaídas -manifestó Bond.
Por primera vez la chica dejó de sonreír.
– Antes de salir les traeré la comida. Hasta entonces tengo cosas que hacer -la puerta se cerró y oyeron el chasquido de la llave al otro lado de la puerta en el pasillo.
– Se acabó -dijo Rivke-. James, querido, si alguna vez pensaste en una casita en el campo con rosas en la puerta para los dos, olvídalo.
– Sí lo había pensado, Rivke. Jamás pierdo la esperanza.
– Conociendo a mi padre no me extrañaría que nos dejase caer del avión a cinco mil metros de altura.
– Eso explica la poca gracia que le hizo a la enfermera mi comentario sobre los paracaídas -gruñó Bond.
– ¡Chsss! Hay alguien en el pasillo, junto a la puerta.
Bond se volvió hacia Rivke. No había oído nada, pero de repente la muchacha había adoptado un aire de vigilancia, casi de nerviosismo. Bond movió el cuerpo, un tanto sorprendido al ver con qué facilidad y presteza respondían sus miembros. Este movimiento sirvió para inyectarle una súbita y renovada agilidad mental, que hizo que se desvaneciese la sensación de aturdimiento que le dominaba. Parecía haber recobrado toda su lucidez. Bond se maldijo a sí mismo por infringir una vez más las reglas elementales de la profesión: vaciar su mente a Rivke sin llevar a cabo ni la menor comprobación, olvidando todas las medidas de seguridad.
Haciendo caso omiso de su desnudez, Bond corrió hacia la mesa del rincón donde se hallaban los accesorios médicos, tomó un vaso y volvió precipitadamente a la cama. Con voz susurrante le dijo a Rivke:
– Siempre queda el recurso de romperlo. Te sorprendería comprobar los efectos de un trozo de cristal en la carne.
Ella asintió, con la cabeza ladeada, atenta al menor ruido. Bond seguía sin oír nada. De repente se abrió la puerta de la habitación con tanta brusquedad y rapidez que pilló al mismo Bond desprevenido. Era Paula Vacker.
Con paso silencioso se adelantó con la celeridad de «un rayo engrasado», como hubiera dicho la patrona de Bond, y antes de que los dos postrados pudieran reaccionar se deslizó entre una y otra cama. Bond vio entonces que Paula, esgrimiendo su P-7 automática, propinaba sendos culatazos a las dos luces que estaban en la cabecera de ambos lechos. Oyó el ruido de los cristales rotos, hechos añicos por la rapidísima acción de la muchacha.
– ¿Qué…? -balbuceó el superespía, aunque se dio cuenta de que la merma de luz poco importaba, ya que la que realmente iluminaba la habitación era la del fluorescente del techo.
– Ni un solo movimiento -advirtió Paula, paseando la automática en semicírculo, de una cama a la otra, a la vez que retrocedía semiagachada hasta la puerta, lanzaba un fardo al interior y volvía a cerrar, esta vez con llave.
– James, los aparatos de escucha estaban en las bombillas de estas dos lámparas. Cada palabra que has dicho, toda tu conversación con esta monada que tienes al lado ha sido grabada y la cinta entregada al conde Von Glöda.
– Pero…
– Basta de palabras -la pistola apuntaba ahora a Rivke, no al agente 007. Con la puntera de la bota, Paula envió el envoltorio hacia la cama de Bond. Ponte esas ropas. Vas a ser durante un rato un oficial del ejército del Führer.
Bond se levantó de la cama y desató el fardo. Halló ropa interior con revestimiento térmico, calcetines, un grueso jersey de cuello alto y un uniforme de campaña gris, integrado por pantalones y guerrera de invierno, así como botas, guantes y un gorro militar de piel. Se vistió con apresuramiento.
– ¿Qué es todo esto, Paula?
– Te lo explicaré cuando tenga tiempo -contestó tajante-. Tú limítate a seguir con eso. En todo caso saldremos por los pelos. Kolya se ha largado ya de forma que sólo quedamos nosotros dos. Cómplices del delito, James. Al menos intentaremos escapar.
Bond casi había terminado de vestirse. Se colocó al lado de la cama que daba a la puerta y preguntó:
– ¿Y qué pasa con Rivke?
– ¿Qué pasa, dices? -la voz de Paula era cortante como una estalactita.
– No podemos sacarla de aquí. Pero, vamos a ver, ¿de qué lado estás tú?
– Por extraño que te parezca, del tuyo, James. Más de lo que puede decirse de la hija del Führer.
Mientras decía estas palabras, Rivke se agitó en el lecho. Como si fuera una especie de visión borrosa, el superagente vio que Rivke, con sospechosa facilidad, sacaba las piernas de la escayola, se dejaba caer de lado y asomaba empuñando una pequeña pistola. En su cuerpo no había la menor señal de contusiones y movía las piernas, supuestamente fracturadas, con la facilidad de un atleta.
Paula lanzó una imprecación y conminó a Rivke a que soltara el arma. Bond, que estaba poniéndose la última prenda de su atuendo, asistió a la escena como si se tratara de una secuencia en cámara lenta. De un lado Rivke, sólo con las bragas puestas y levantando el arma tan pronto sus pies tocaron el suelo; de otro Paula, que extendió los brazos en posición de tiro. Rivke hizo ademán de avanzar y en el acto sonó el fuerte estampido de la automática de Bond en manos de Paula. Una nubecilla de humo que se arremolinaba en la punta del cañón de la pistola, el rostro de Rivke roto en una masa de sangre y hueso, y su cuerpo, impulsado hacia atrás por la fuerza del impacto, doblándose hasta caer por encima de la cama.
Luego el olor de pólvora quemada.
Paula volvió a lanzar un juramento.
– Lo último que deseaba. El ruido.
Fue aquél uno de los pocos momentos de su vida en que Bond perdió el dominio sobre sí mismo. Había empezado a reconocer los síntomas inequívocos de una pasión amorosa hacia Rivke y, por lo demás sabía de la perfidia de Paula. Ahora, asentado sobre las gruesas suelas de las botas, se dispuso a efectuar un postrer y desesperado intento: saltar sobre Paula y arrebatarle el arma. Pero la chica se limitó a arrojar la automática sobre la cama y a recoger con rápido ademán la pistolita de Rivke.
– Mejor que tomes eso, James. Quizá la necesites. Hemos tenido suerte. Le birlé la llave a la enfermera y la mandé a un recado imaginario. No hay nadie en esta sección del búnker y es posible que el ruido del arma no haya sido escuchado por los centinelas. Pero vamos a necesitar alas en los pies.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió Bond, sospechando ya la torturante verdad.
– Luego te lo contaré todo. Pero ¿es que no te das cuenta? No te arrancaron ninguna confesión durante la tortura y entonces te pusieron al lado de Rivke. Se lo revelaste todo porque confiabas en ella, pero por desgracia era la hijita del alma de papá. Siempre lo fue. Por lo que sé, esperaba convertirse a su tiempo en la primera Führer del renacido Reich. Y ahora salgamos, por favor. Debo intentar sacarte de este lugar. Como te dije, los dos somos cómplices del mismo delito.