5. Cita en el Reid's

A la postre, James Bond abandonó Londres más tarde de lo previsto. Quedaba mucho por hacer, y los médicos insistieron en comprobar su estado físico. Además, luego apareció Bill Tanner con los resultados de la pesquisitoria sobre Paula Vacker y su amiga Anni Tudeer.

Dio cuenta de dos hechos de notable interés no muy tranquilizadores. Por lo visto Paula era sueca de nacimiento, aunque había adoptado la ciudadanía finlandesa. Durante unos años su padre había pertenecido al cuerpo diplomático sueco, pero una nota señalaba que era hombre de «un belicismo muy derechista».

– Probablemente quieren decir que era un nazi -gruñó M.

La idea de que eso fuera cierto no agradó a Bond, pero lo que Bill Tanner dijo a continuación todavía le sentó peor.

– Podría ser, como dice usted -comentó el ayudante de M-, pero de lo que no cabe duda es de que la amiga del padre es, o era, de ideología nazi.

Lo que dijo Tanner a continuación hizo surgir en Bond el fuerte impulso de solicitar una breve autorización para visitar a Paula de nuevo y, en especial, vérselas con su gran amiga Anni Tudeer.

Las computadoras no arrojaron mucha información sobre esta última, pero sí sobre su padre, que había sido un oficial de alta graduación del ejército finlandés. Lo cierto era que el coronel Aarne Tudeer perteneció al Estado Mayor del insigne mariscal Mannerheim en 1943, y que aquel mismo año -cuando los finlandeses lucharon junto con las tropas alemanas contra los rusos- Tudeer aceptó un puesto en el seno de las Waffen SS.

Aunque Tudeer era ante todo un soldado, se hizo evidente que su admiración por la Alemania nazi y, en especial por Adolfo Hitler, no conocía límites. A finales de 1943 Aarne Tudeer fue ascendido al rango de Oberführer de las SS y trasladado a la patria nazi para desempeñar un cargo en el partido.

Al termino de la guerra Tudeer desapareció, pero existían indicios seguros de que seguía con vida. Los perseguidores de nazis todavía tienen su nombre en las listas. Entre las muchas operaciones en las que tuvo un papel destacado figuraba la «ejecución» de cincuenta prisioneros de guerra que fueron ejecutados después de la famosa «gran escapada» del Stalag Luft III en Sagan, acaecida en marzo de 1944, una atrocidad que marcó un hito en los anales de la infamia y de la que se habló ampliamente en los periódicos.

Con posterioridad, Tudeer luchó con bravura durante la histórica y sangrienta marcha de la 2ª División Acorazada de las SS, la división Das Reich, en la ruta de Montauban a Normandía. Es de sobras conocido que en el curso de aquellas dos semanas de junio de 1944 se produjeron actos de atrocidad que desafiaban todas las leyes de la guerra. Uno de ellos fue la quema de seiscientos cuarenta y dos hombres, mujeres y niños en el pueblo de Oradour-sur-Glâne y Aarne Tudeer tuvo una participación activa en dicho episodio.

– Sí, ante todo un soldado -manifestó Tanner-, un criminal de guerra que, a pesar de ser en la actualidad un hombre en edad de jubilación, sigue siendo objeto de búsqueda por parte de los cazadores de nazis. Durante la década de los cincuenta se detectó su presencia de manera incuestionable en diversos países de Sudamérica, pero no es menos cierto que en los sesenta regresó a Europa, después de haber logrado con éxito un cambio de identidad.

Bond fue grabando todos los detalles en su memoria y pidió la oportunidad de estudiar los documentos y fotografías disponibles.

– Supongo que no me concederán permiso para hacer una escapada a Helsinki para ver a Paula y conocer a la tal Tudeer.

– Lo siento, cero cero siete, pero el tiempo es un factor vital. Todo el grupo que participa en la operación deja unos días la zona de actividad por dos razones. La primera para conocerle a usted y comunicarle sus impresiones; y, en segundo lugar para planear los detalles de lo que va a ser la fase final de la misión. Tenga en cuenta que creen saber de dónde proceden las armas, cómo llegan a manos de las tropas de Acción y, sobre todo quien está al frente del tinglado y desde qué lugar lo dirige.

M volvió a llenar la pipa, se reclinó en el sillón y empezó a instruir a Bond sobre los detalles. Por muchas razones, lo que dijo era de suficiente calibre como para que el superagente no se moviera de su asiento hasta que el otro hubo terminado la perorata.

Permanecieron enfrascados en su conversación hasta bien entrada la noche. Luego le acompañaron a su apartamento de Chelsea, donde quedó a merced de los cuidados de May, su temible casera, quien al ver la facha que presentaba Bond, le conminó a meterse en cama con el tono de las niñeras de antaño.

– Señor Bond, está usted hecho un guiñapo. A la cama. Le traeré algo de comer en una bandeja. Y ahora a la cama, ¡vamos!

Bond no tenía ganas de discutir. Al poco rato apareció May, portadora de una bandeja con un plato de salmón ahumado y huevos revueltos, que Bond ingirió al tiempo que echaba un vistazo al montón de cartas que se habían acumulado en su ausencia. Apenas hubo terminado de cenar el cansancio se apoderó de él, y sin darse cuenta se sumió en un sueño profundo y reparador.

Al abrir los ojos de nuevo, Bond comprobó que May le había dejado dormir hasta muy tarde. El reloj digital que tenía en la mesilla de noche marcaba casi las diez. En un santiamén se levantó y pidió a May que le sirviese el desayuno. Minutos más tarde sonaba el teléfono. Era M, que reclamaba a gritos su presencia.


El tiempo que pasó en Londres le dio oportunidad de ampliar la información de que ya disponía. Además de un concienzudo examen de los que iban a participar en la Operación Rompehielos, se le dio oportunidad de hablar largo y tendido con Cliff Dudley, el agente al que iba a sustituir.

Dudley era un escocés de corta estatura, duro y porfiado, al que Bond respetaba y por el que sentía gran simpatía.

– De haber dispuesto de más tiempo estoy seguro de que habría podido desenredar la madeja -manifestó Dudley-. pero a quien de verdad querían era a ti. M lo dejó bien sentado antes de despacharme allí. Ten cuidado, James, no debes descuidarte un solo momento. Ninguno de los otros te sacará de apuros. Es obvio que los servicios centrales moscovitas están tras la pista, pero dan toda la impresión de estar haciendo doble juego. El tipo tiene una docena de ases escondidos en la manga, y todos en el mismo traje; me atrevería a jurarlo.

El «tipo», como le llamó Dudley, no era un desconocido para Bond, al menos en cuanto a reputación. Nicolai Mosolov gozaba de ella en alto grado, pero en todo caso era una reputación que nadie hubiese deseado para sí.

Sus amigos de la KGB le llamaban Kolya. Mosolov hablaba correctamente inglés, americano, alemán, holandés, sueco, italiano, español y finlandés. En la actualidad pasaba de los treinta. Fue el alumno «estrella» de la Escuela de Adiestramiento sita en las cercanías de Novosibrisk y por espacio de algún tiempo trabajó con el muy calificado grupo de Ayuda Técnica, encuadrado en el Segundo Directorio de los Servicios Centrales a los que pertenecía; en realidad era una unidad de élite profesional dedicada al robo profesional y a otros menesteres de esa índole.

En el edificio que daba a Regent's Park también se conocía a Mosolov bajo los más diversos pseudónimos. En los Estados Unidos se hacía llamar Nicholas S. Mosterlane, y en Suecia y en otros países nórdicos pasaba por ser Sven Flanders. Cierto, los servicios secretos británicos estaban al cabo de su identidad, pero nunca le habían pillado con las manos en la masa; ni siquiera cuando operaba en Londres bajo la cobertura del ciudadano Nicholas Mortin-Smith.

– Una especie de hombre invisible -remachó M-, un auténtico camaleón. Se confunde con el ambiente y desaparece cuando uno cree que lo tiene entre las manos.

Tampoco la idea de trabajar con el hombre que habían enviado los norteamericanos le llenaba de alegría. Brad Tirpitz, conocido en los medios de los servicios de información como Brad el Malo, era un veterano formado en la vieja escuela de la CIA que había logrado escapar de las numerosas purgas el seno de esta organización, cuya sede central radicaba en Langley, estado de Virginia. En opinión de algunos, Tirpitz era una especie de bravucón, un hombre para el que todo se reducía a vencer o morir; en fin, una auténtica leyenda. Pero había quien lo veía desde otro prisma: como un agente que no vacilaba en utilizar los métodos más expeditivos, un hombre que opinaba que el fin justificaba siempre los medios; y, por decirlo con palabras de uno de sus colegas, los medios eran en ocasiones de lo más ruin: «posee los instintos de un lobo hambriento y tiene el alma de un escorpión».

En consecuencia, se dijo Bond, las perspectivas eran poco halagüeñas: un «duro» de la Central moscovita y un tirador de primera formado en Langley aficionado a disparar primero y a preguntar después.

El resto del día y parte de la mañana siguiente los empleó Bond en ultimar la información y en pasar una última revisión médica. Así, pues, hasta la tarde de la tercera jornada en la capital londinense no pudo tomar el avión de las Líneas Aéreas Portuguesas, que partía a las dos y que enlazaba en Lisboa con el Boeing 727 rumbo a Funchal.


El sol de la hora crepuscular tocaba casi la línea del horizonte marino y proyectaba contra las rocas cálidas grandes manchas de color cuando el aparato en que viajaba Bond -que volaba a unos 1.800 metros sobre la punta de San Lorenzo, con objeto de efectuar aquel inquietante viraje a baja altura necesario para enfilar la angosta pista de aterrizaje como la cubierta de un portaaviones en los roquedales de Funchal.

Una hora más tarde un taxi dejaba al superagente ante el hotel Reid's.

Al día siguiente, por la mañana, Bond se dedicó a tratar de localizar a Mosolov, Tirpitz o al tercer componente de la Operación Rompehielos: el agente del Mossad al que Dudley describiera como «una muchacha extremadamente joven, de un metro setenta aproximadamente, tez tostada, y un cuerpo igualito que el de la Venus de Milo, salvo que tiene dos brazos preciosos y un rostro diferente».

– ¿Diferente hasta qué punto? -había preguntado Bond.

– Una belleza al estilo de los años veinte, diría yo. Guapa, muy guapa. Deploraría tener que enfrentarme con ella…

– Supongo que te refieres al plano profesional, ¿no? -Bond no pudo evitar la pulla.

En cuanto a M, la agente israelita era una incógnita. Se llamaba Rivke Ingber. El expediente indicaba: «Sin datos».

Bond, pues, se dedicó a pasear la mirada por las dos piscinas gemelas del hotel con las gafas de sol caladas, escudriñando rostros y cuerpos.

Sus ojos se detuvieron unos instantes en una rubia alta y distinguida que lucía un bikini Cardin y cuya figura se apartaba de todo lo normal. Bueno, se dijo Bond a la vez que la chica se lanzaba al agua cálida de la piscina, no hay ninguna ley que prohiba mirar.

Continuó la inspección y volvió un poco el cuerpo en dirección al solario. Aquel movimiento le produjo una leve punzada de dolor en la herida del hombro, a la sazón casi curada. Volvió a fijar la mirada en la joven que nadaba en la piscina, cuyas piernas, largas y esbeltas, se abrían y entrecerraban, mientras los brazos se movían con indolencia, con ademanes de una sensualidad casi consciente.

Bond sonrió una vez más ante la idea de escoger aquel lugar como punto de encuentro. Pese al poco exigente turismo de masas que uno halla a su paso desde las Canarias hasta Corfú, el Reid's era uno de los contados establecimientos hoteleros que hablan mantenido el prestigio de su cocina, la calidad de su servicio y la elegancia de sus dependencias, en la línea de una tradición hotelera que se inició en la década de los treinta.

La tienda del hotel vendía recuerdos de los buenos tiempos, como las fotos de sir Winston y lady Churchill en el marco de los frondosos jardines anejos. En las bien aireadas salas de estar se veían bastantes hombres en edad de jubilación que leían envarados en sus asientos y que lucían bigotes retocados a tijeretazos. En la famosa terraza donde se tomaba el té, jóvenes parejas con modelos adquiridos en Yves Saint-Laurent o en Kenzo se codeaban con ancianas aristócratas de rancia estirpe.

Bond creía estar en el paraíso de la comodidad. Indudablemente los compinches de M acudían a este rincón idílico, donde el tiempo parecía detenerse, con la regularidad de un cronómetro suizo.

Desde el lugar donde se encontraba, Bond escrutó el área de la piscina y del solario de forma metódica y regular. Ni rastro de Mosolov, y tampoco de Tirpitz. Estaba en condiciones de reconocer a cualquiera de los dos gracias a las fotografías que había estudiado en Londres. En cambio, no tenía referencias visuales de Rivke Ingber, pero Cliff Dudley se limitó a sonreír con aire de complicidad y a decirle a Bond que no tardaría en dar con lo que andaba buscando.

Era la hora en que los huéspedes se encaminaban al restaurante instalado cerca de la piscina, abierto por los dos lados y protegido por unas arcadas de color rosa. Las mesas estaban dispuestas, los camareros atentos y la barra del bar a punto. Se había preparado un bufet que incluía toda clase de ensaladas y platos fríos, y también, si el cliente lo deseaba, sopa caliente, quiche, lasaña y canalones.

La hora del almuerzo. Los hábitos profundamente arraigados en Bond respondieron ahora en el marco de aquel hotel de Madeira. La tibia brisa y el sol de la mañana que había dedicado a su labor de vigilancia provocaron en él una agradable necesidad de comer algo ligero. Se puso encima una especie de albornoz corto y se dirigió pausadamente al comedor, donde se sirvió algunas lonchas finas de jamón y empezó a escoger entre la variada gama de llamativas ensaladas.

– ¿Le apetece una bebida, señor Bond? Sólo para romper el hielo.

Era una voz de mujer, apagada y sin acento.

– ¿Señorita Ingber? -Bond no se volvió siquiera a mirarla.

– Sí, llevo esperándole algún tiempo, y creo que usted también a mí. ¿Almorzamos juntos? Los otros ya están aquí.

Bond se dio la vuelta. En efecto, era la misma espléndida rubia de la piscina. Se había cambiado el bañador y ahora lucía un bikini oscuro. Las partes del cuerpo expuestas al sol eran de un color broncíneo, como las hojas de las hayas en otoño. La variedad de tonos -la piel, la fina tela oscura del bañador y los llamativos cabellos áureos, cortos y rizados- hacía de Rivke Ingber no sólo una mujer de lo más deseable, sino un modelo de estética y salud corporal. El rostro traslucía una fresca lozanía; era un semblante impoluto, de corte clásico, casi de rasgos nórdicos, con una boca de labios muy marcados y unos ojos negros en los que parecía palpitar, casi tentadoramente, un destello de humor.

– Está bien -reconoció Bond-; se me ha anticipado, señorita Ingber. Shalom.

Shalom, señor Bond…

Los labios rosados se curvaron en una sonrisa franca, incitante y completamente natural.

– Llámeme James.

Bond registró en su mente aquella sonrisa.

La joven sostenía ya una bandeja con un poco de pechuga de pollo, unos tomates cortados en cuartos y una ensalada de arroz y manzana. Bond señaló hacia una de las mesas cercanas. Ella echó a andar delante de él, con movimiento elástico y un balanceo de caderas leve pero casi provocativo. Depositó la bandeja sobre la mesa y de forma instintiva tiró un poco hacia arriba del bikini; luego los pulgares se posaron en la parte interior de la pierna, precisamente sobre la base de las firmes y bien perfiladas nalgas. Era un ademán que miles de mujeres realizan a diario, con toda espontaneidad y sin parar mientes en ello, cuando se encuentran en la playa o en la piscina; pero tal como lo efectuaba Rivke Ingver, el movimiento cobraba un sesgo inequívocamente sexual y tentador.

Se sentó frente a Bond y volvió a obsequiarle con su sonrisa, a la vez que pasaba la punta de la lengua por el labio superior.

– Bienvenido a bordo, James. Hace tiempo que esperaba la oportunidad de trabajar contigo -se hizo un instante de silencio-, cosa que no puedo decir de nuestros colegas.

Bond fijó sus ojos en ella, tratando de adivinar lo que se ocultaba tras aquellas pupilas negras, un rasgo poco corriente en una rubia como era Rivke.

– ¿Tan mal han ido las cosas? -inquirió Bond, sorprendiendo a la chica con el tenedor a mitad de camino entre el plato y la boca.

Ella se echó a reír con una risa tintineante, cantarina.

– Peor aún -puntualizó-. Imagino que te explicarían por qué tú predecesor abandonó el grupo, ¿no?

– Pues no -Bond la miró con expresión de ingenuidad-. Todo cuanto sé es que me vi metido en este embrollo sin apenas tiempo para documentarme. Me dijeron que el equipo que participaba en la operación, y que se me antoja una mezcla de lo más curioso, me pondría al corriente de los detalles.

Ella se echó a reír de nuevo.

– Bueno, se produjo lo que podría llamarse una falta de entendimiento. Brad Tirpitz me trataba según su forma habitual de proceder, es decir, a base de comentarios un tanto groseros. Su compañero de Londres le asestó un puñetazo en la boca. Yo me sentí un poco molesta. La verdad es que podía lidiar yo misma perfectamente con Tirpitz.

Bond se llevó a la boca una cucharada de comida, masticó y deglutió con presteza, luego solicitó datos sobre la operación.

Rivke le miró con un atisbo de coquetería por entre los párpados semicerrados.

– Oh, eso sí que no -dijo, llevándose con un aire travieso un dedo a los labios-. Yo soy el cebo, ni más ni menos, y se supone que debo atraerte con mis artes y mañas hasta los dos expertos. Todos tenemos que estar presentes para escuchar las instrucciones que esperamos de ti. Si he de serte sincera, no creo que me tomen muy en serio.

Bond sonrió sin ganas.

– Entonces es que nunca han oído lo que se dice del departamento en el que usted presta servicio.

– Hacemos las cosas bien porque la alternativa es de lo más aterrador -sus palabras tenían un tono monocorde, casi como el de una cotorra.

– Y , Rivke Ingber, ¿te desenvuelves bien?

Bond deglutió otra porción de comida.

– ¿Pueden volar los pájaros?

– En tal caso, nuestros colegas deben de ser unos idiotas.

Ella lanzó un suspiro.

– Idiotas no, James, chovinistas. No son hombres que se distingan por la confianza que depositan en las mujeres, eso es todo.

– Yo nunca he tenido problemas -el semblante de Bond permaneció impasible.

– Eso me han dicho.

De repente la voz de la muchacha había adoptado un matiz de formalidad. Tal vez fuera una advertencia de que no se acercara a ella más de lo preciso.

– Así pues, no se habla de Rompehielos, ¿eh?

– No te preocupes, tendremos ocasión de saciarnos cuando nos reunamos con los dos de arriba.

A Bond le pareció notar una insinuación para que guardara distancias, incluso en la forma con que ella le miraba. Era como si primero 1e hubiese ofrecido su amistad y después, de forma brusca, se mostrara reticente a concedérsela. Con pareja rapidez, Rivke volvió a ser ella misma y sus negros ojos encontraron las no menos singulares pupilas azules de James.

Concluyeron el ágape sin que Bond volviera a intentar siquiera sacar a colación el tema de Rompehielos. Habló de Israel con ella, pues era un país que conocía bien, y de las muchas dificultades que lo asediaban, pero no quiso derivar la conversación hacia la vida privada de la joven.

– Es hora de que vayamos a ver a los dos muchachotes, James.

Se pasó una servilleta por los labios mientras sus ojos se alzaban en dirección al hotel.

Rivke comentó que seguramente Mosolov y Tirpitz les habían estado observando desde sus terrazas. Tenían habitaciones contiguas en el cuarto piso y desde el balcón, explicó la chica, se divisaba una buena perspectiva de los jardines y de la zona donde estaba ubicada la piscina, lo que facilitaba la vigilancia ininterrumpida por parte de uno u otro.

Se dirigieron cada cual a un vestuario distinto para cambiarse de ropa y salieron de ellos con un atuendo más adecuado para la ocasión: Rivke vestía una falda plisada de tono oscuro y blusa blanca; Bond sus mejores pantalones marinos, camiseta de algodón Sea Island y mocasines. Entraron en el hotel y tomaron el ascensor hasta el cuarto piso.

– Ah, ¿cómo está usted, señor Bond?

Mosolov era, en efecto, un personaje tan indefinible como afirmaban los expertos. Era imposible precisar su edad, lo mismo aparentaba veinticinco que cuarenta y cinco.

– Kolya Mosolov -se presentó a sí mismo y estrechó la mano de Bond. Incluso el mero acto de saludar resultaba un gesto vago; los ojos, de un gris turbio, opacos, no daban la sensación de corresponder a la franca mirada que le dirigió Bond.

– Encantado de trabajar con usted -a la vez que sonreía, Bond retuvo en la mente todos los rasgos que le fue posible en tan corto espacio: cara pequeña, pelo rubio cortado sin gracia alguna, pero, paradójicamente, pulcro. Ni el hombre ni las prendas que vestía denotaban personalidad: camisa a cuadros de manga corta color marrón, unos pantalones que parecían cortados por un aprendiz de sastre en un día poco afortunado. El rostro parecía transformarse según el talante o la diferente luz del entorno, y eso hacía aparentar más o menos años, según el caso.

Kolya señaló hacia una silla, aunque Bond no pudo precisar si lo hizo con la mano o sin ademán alguno.

– ¿Conoce usted a Brad Tirpitz? -hablaba un inglés perfecto, con un leve acento de los londinenses residentes en las afueras y un cierto tono coloquial.

El sillón parecía contener o abarcar a Tirpitz, que estaba arrellanado en él. Era un sujeto grandote con unas manazas toscas y un rostro que daba la impresión de haber sido tallado a cincel en un bloque de granito. Tenía el cabello canoso, cortado casi a cepillo. A Bond le satisfizo advertir en aquel semblante las huellas de un golpe y un ligero corte en la parte izquierda de la boca, singularmente pequeña.

Tirpitz levantó el brazo con un gesto indolente en el que había que ver una especie de saludo.

– Hola -gruñó con voz bronca, como si hubiera dedicado muchas horas a imitar el acento de los «duros» de la pantalla-. Bien venido al club, James.

Bond no pudo detectar el menor atisbo de calor o cordialidad en las palabras de su interlocutor.

– Encantado de conocerle, señor Tirpitz -hizo una leve pausa al pronunciar el término «señor».

– Brad -fue la respuesta de Tirpitz. En esta ocasión las comisuras de los labios insinuaron una sonrisa. Bond asintió con la cabeza.

– ¿Le han informado a usted de que se trata? -Kolya Mosolov adoptó el aire de un individuo que se excusa por tener que abordar el tema.

– Muy por encima…

Rivke terció a la vez que sonreía a Bond.

– James me ha dicho que le han mandado aquí casi de improviso. En Londres no le han facilitado detalles.

Mosolov alzó los hombros, se sentó e indicó una de las otras sillas. Rivke se dejó caer en la cama y dobló ambas piernas debajo del cuerpo, a modo de cojín.

Bond asió la silla que se le había indicado y se situó contra la pared, de modo que pudiera abarcar a sus interlocutores con la mirada. También podía atisbar por la ventana hasta la terraza.

Mosolov aspiró con fuerza.

– No disponemos de mucho tiempo -manifestó-. Debemos partir a lo sumo dentro de cuarenta y ocho horas para regresar al teatro de operaciones.

Bond hizo un gesto con la mano.

– ¿Podemos hablar sin temor en este lugar?

Tirpitz soltó una risotada.

– Tranquilo. He inspeccionado la zona. Yo ocupo la habitación contigua. ésta se encuentra en el extremo de la planta, y no he dejado de vigilar todo el tiempo.

Bond volvió la vista hacia Mosolov, que adoptó un aire de paciente espera, casi obsequiosa, durante la corta interrupción. Guardó un breve silencio y prosiguió:

– ¿Le parece muy extraño todo esto? La CIA, el Mossad, mi departamento y el suyo, todos colaborando en una misma misión.

– Al principio, sí -Bond aparentó una gran tranquilidad. M le había prevenido para cuando llegara ese momento. Cabía en lo posible que Mosolov no dijese todo lo que sabía, en cuyo caso había que redoblar la cautela-. Al principio me pareció un tanto extraño, pero pensándolo bien…, bueno, todos estamos metidos en el mismo embrollo. Sin duda nuestros puntos de mira son divergentes, pero ello no es razón para que no podamos trabajar juntos en interés de todos.

– Conforme -dijo Mosolov en un tono incisivo-. En tal caso le explicaré cual es la situación global -se interrumpió, miró a uno y otro lado, dando una impresión muy real de un personaje corto de vista y un tanto profesoral-. Rivke, Brad, añadió lo que estiméis conveniente a mis explicaciones.

La muchacha asintió y Tirpitz se echó a reír de forma desagradable.

– Bien -de nuevo el truco de la transformación mágica: Kolya deja de adoptar aires académicos para convertirse en el ejecutivo eficiente que asume el control de la situación. Bond disfrutaba del espectáculo-. Bien, iré directo al asunto. Como probablemente usted ya sabe, señor Bond, la cosa gira en torno a esas… Tropas de Acción Nacionalsocialista, una organización terrorista muy cualificada empeñada ante todo en la lucha contra mi país y que se está convirtiendo también en una clara amenaza para otras naciones. Fascistas de viejo cuño.

Tirpitz volvió a reír de aquella forma tan desagradable.

– Aburridos fascistas nostálgicos.

Mosolov hizo caso omiso de las palabras. Parecía el único modo de encajar las pullas malintencionadas del norteamericano.

– No soy un fanático ni estoy obsesionado con las Tropas de Acción -puntualizó bajando el tono de voz-. Con todo, al igual que sus gobiernos, pienso que esta organización se agranda y crece de día en día. Es una amenaza…

– Ya volvemos a empezar -Brad Tirpitz sacó un paquete de Camel, golpeó la base contra el pulgar, extrajo un cigarrillo y lo encendió con una cerilla, que arrancó de un librillo-. Las cosas claras, Kolya. Las Tropas de Acción Nacionalsocialista os han metido el miedo en el cuerpo.

– Una amenaza para el mundo -continuó Kolya, impertérrito-. No sólo para la Unión Soviética y los países del Este.

– Pero vosotros sois el blanco principal -gruñó Tirpitz.

– Y hemos asumido el hecho, Brad, como bien sabes. Por ese motivo mi gobierno se dirigió a sus dirigentes. Al Knesset de Rivke; al Gabinete del señor Bond -se volvió hacia el superagente-. No sé si estará enterado de que todas las armas utilizadas en las agresiones perpetradas por las Tropas de Acción son de procedencia soviética. El Comité Central no fue informado de ello hasta después de producirse el quinto ataque. Hubo algunas naciones y servicios de información que recelaron de nosotros; sospechaban que suministrábamos armas a una organización, seguramente de Oriente Medio, que a su vez las hacía llegar a manos del grupo. Pero no era verdad. De todos modos estas apreciaciones nos resolvieron un problema.

– Alguien que había metido las manos en el cajón -terció Brad Tirpitz.

– En efecto -subrayó, cortante, Kolya Mosolov-. La pasada primavera, en el curso de una inspección sin previo aviso de los depósitos de armas, la primera en dos años, un veterano oficial del ejército rojo descubrió una tremenda diferencia en los cómputos, una falta inexplicable de contingentes de armas, y todo procedente de una sola fuente de suministro.

Se levantó y cruzó la habitación para hacerse con una cartera, de la que sacó un gran mapa, el cual extendió sobre la alfombra, a los pies de James Bond.

– Aquí -señaló con el dedo un punto en el papel-. Aquí, cerca de Alakurtii, tenemos un gran arsenal…

La localidad en cuestión se encontraba a unos sesenta kilómetros al este de la frontera finlandesa, bastante al interior del Círculo Polar Artico, distante unos doscientos y pico de kilómetros al noreste de la región noreste de Rovaniemi, donde Bond había sentado sus cuarteles antes de adentrarse mucho más al norte, a raíz de la expedición con fines de entrenamiento que le preparara M.

Kolya prosiguió sus explicaciones.

– Durante el pasado invierno, el arsenal en cuestión fue objeto de una incursión. Podemos cotejar todos los números de serie de armas capturadas que habían utilizado las Tropas de Acción. No cabía la menor duda de que procedían de Alakurtii.

Bond preguntó qué tipo de armas se habían echado en falta. El rostro de Kolya se tornó inexpresivo mientras recitaba la lista sin especificar detalles.

– Kalashnikovs, de varios modelos; pistolas Makarov y Stetchkin; granadas RDG-5 y RG-42…, todo en grandes cantidades, con munición abundante.

– ¿Ningún material de más calibre? -Bond dio la pregunta un tono de naturalidad, que exigía una respuesta no menos espontánea.

Mosolov negó con la cabeza.

– Ya es mucho. Se llevaron cantidades ingentes.

Primer punto negativo para el ruso, pensó Bond, informado como estaba por M -que disponía de sus propias fuentes, al margen de lo que dijeran los soviéticos- de que entre las armas robadas figuraban gran número de lanzacohetes RPG-7V, con toda su dotación, provistos de cabezas nucleares de diferentes tipos -convencionales, para la guerra química y de tipo táctico- y de suficiente envergadura para destruir una pequeña ciudad y arrasarlo todo en un radio de setenta kilómetros desde el centro del impacto.

– Ese armamento desapareció durante el invierno, cuando sólo mantenemos una pequeña guarnición en la base Liebre Azul, nombre clave del arsenal. El coronel que reparó en la ausencia del equipo actuó con la cabeza. No habló con ninguno de los mandos de la base, pero dio cuenta de lo sucedido directamente al Servicio de Inteligencia Militar, el GRU.

Bond asintió con la cabeza. Estas siglas correspondían a la organización Glavnoye Razvedyvaúelnoye Upravleniye, estrechamente vinculada a la KGB, y sería la fuente recipiendaria de la información.

El GRU instruyó a un par de monjes, nombre que gustan de aplicar a los agentes del servicio secreto que cumplen misiones en los organismos del Estado del Ejército.

– ¿Y cumplieron con las reglas de sus sagradas órdenes? -preguntó Bond muy serio.

– Más que eso. Consiguieron descubrir a los responsables: unos suboficiales más codiciosos de la cuenta que percibían dinero de alguna fuente exterior.

– ¿De modo que saben ustedes cómo se llevó a cabo el robo de las armas? -interrumpió Bond.

Kolya sonrió.

– Como y la dirección que tomaron. Tenemos la casi absoluta certeza de que el pasado invierno el cargamento pasó por algún punto de la frontera difícil de controlar en toda su extensión, aunque hay zonas minadas y hemos desarbolado muchos kilómetros de terreno. Pero sigue entrando y saliendo gente todos los días. Creemos que fue así como se deshicieron de las armas.

– ¿Desconocen entonces cuál fue el primer punto de destino? -era la segunda pregunta capciosa que formulaba Bond.

Mosolov se mostró dubitativo.

No estamos seguros. Cabe una posibilidad. Nuestros países aliados están tratando de fijar un posible emplazamiento, y los agentes de mi departamento permanecen alerta ante el primero que despierte sospechas. De todos modos, la situación todavía es confusa.

James Bond se volvió a los otros dos componentes del grupo.

– ¿También para ustedes dos?

– Nosotros no sabemos más que lo que Kolya nos dijo en su momento -respondió Rivke con voz sosegada-. Esta es una operación amistosa en la que prevalece la confianza.

– Los de Langley me dieron un nombre que todavía no ha sido mencionado, eso es todo.

Estaba claro que Brad Tirpitz no pensaba ser más explícito, de modo que Bond preguntó a Mosolov si sabía de algún nombre.

Se hizo un largo silencio. Bond esperaba que saliera de sus labios el nombre que M le había facilitado la pasada noche en el despacho de la planta nueve del edificio que daba a Regent's Park.

– Es aún tan inseguro…

Mosolov no deseaba que le sonsacaran.

Bond se disponía a tomar de nuevo la palabra, pero Kolya añadió con presteza:

– La semana próxima. Es muy posible que para entonces los tengamos a todos metidos en el saco. Nuestros monjes han informado de que se está preparando otro robo de armas para transportarlas al lugar en cuestión. Por eso no contactamos con mucho tiempo. Como grupo nuestra tarea es la de obtener pruebas del robo, y luego vigilar la ruta que tomarán las armas… hasta su punto de destino.

– ¿Y piensa usted que el personaje encargado de recibirlas es el conde Konrad Von Glöda? -Bond esbozó una amplia sonrisa.

Kolya Mosolov no mostró señal alguna de emoción o sorpresa.

Brad Tirpitz dejó escapar una risita.

– En tal caso, Londres posee la misma información que Langley.

– ¿Quién es Von Glöda? -preguntó Rivke, sin tratar de disimular su sorpresa-. Nadie me ha hablado de ese tal conde Von Glöda.

Bond sacó la pitillera metálica del bolsillo trasero del pantalón, se llevó a los labios uno de los largos y blancos cigarrillos de H. Simmons, lo encendió, aspiró el humo, y luego lanzó una bocanada prolongada y tenue.

– Mi departamento, y al parecer también la CIA, poseen indicios de que el cabecilla de la organización en Finlandia, su principal soporte, es un personaje conocido como el conde Konrad Von Glöda. ¿Es así, Kolya?

Los ojos de Mosolov aún permanecían nublados.

– Es un nombre en clave, un seudónimo, eso es todo. No tenía sentido alguno facilitarle a usted ese dato en el momento presente.

– ¿Por qué no? ¿Se está callando alguna cosa más, Kolya? -en esta ocasión Bond no sonrió.

– Mi único y sincero deseo sería llevarles hasta el refugio de Von Glöda en Finlandia la semana próxima, cuando haya dado resultado nuestra vigilancia en la Liebre Azul, señor Bond. Confío en que me acompañe hasta territorio ruso y allí pueda observar todo lo necesario por sus propios ojos.

A Bond le costaba creerlo. Un agente de la KGB acababa de invitarle a entrar en la misma boca del lobo, so pretexto de presenciar el robo de un voluminoso contingente de armas. Además, al menos por el momento, no tenía medio de saber si Kolya le había presentado esta perspectiva con sinceridad, como un hito de la Operación Rompehielos, o si ésta no era más que una trampa, la culminación de un sueño largamente acariciado para atrapar a Bond en suelo soviético.

M temía que pudiera darse el caso y antes de que Bond partiese hacia Madeira le previno ante la eventualidad.

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