Le quitaron las esposas. A la sazón James Bond sentía demasiado frío para oponer resistencia. Cuando le desvistieron de cintura para arriba, que fueron las últimas prendas que le quitaron, no advirtió apenas la diferencia. Le costaba mucho moverse y ni siquiera podía disfrutar del alivio de tiritar de frío.
Uno de los soldados extendió los brazos de Bond frente al desnudo cuerpo y volvió a ponerle las esposas. En esta ocasión tuvo la sensación de que el metal estaba al rojo vivo.
Bond empezó a concentrarse. Trata de pensar en algo… Olvídate del frío… Cierra los ojos… Ante ti sólo una mancha en el universo, un punto que se va dilatando.
El chirrido de las cadenas. Bond oyó más que sintió como sujetaban las muñecas esposadas en el gancho de anclaje. Luego, un instante de desorientación, mientras tiraban de la polea. El rechinar del aparejo. Sus pies dejaron de tocar el suelo y mientras le izaban tirando de la cadena empezó a girar y a columpiarse en el vacío. Al cargar todo el peso en las muñecas sintió un dolor agudo. Los brazos tensos como cables, desencajados. Luego una nueva sensación de aturdimiento. Dejó de sentir dolor en el cuerpo suspendido, en los brazos, en los hombros y en las muñecas, ya que la temperatura glacial actuaba como un anestésico.
Lo extraño era que la sensación que mejor percibía eran las oscilaciones y los giros. Por lo general Bond no perdía el sentido de orientación mientras volaba, ejecutaba maniobras acrobáticas o soportaba otras pruebas de extrema tensión en el curso de los ejercicios que realizaba cada año para comprobar su forma física. Pero en aquellos momentos sintió el regusto de la bilis en la garganta, mientras el movimiento oscilante se regularizaba, al modo de un péndulo humano, y disminuían los giros; primero hacia un lado, luego hacia el otro.
Abrir los ojos le suponía un esfuerzo doloroso. Luchó contra la escarcha que se había depositado en sus párpados. Pero era preciso que lo consiguiera, pues necesitaba angustiosamente fijar la mirada en un punto.
Las paredes de la gruta, abultadas por las masas de hielo, parecían dar vueltas a su alrededor mientras el foco de intensa luz sobre su cabeza se polarizaba en haces luminosos de distintos colores: amarillo, rojo y azul. Resultaba imposible mantener la cabeza erguida con los brazos tensos, soportando el peso del cuerpo.
La cabeza de Bond cayó hacia delante. Debajo se dibujaba un orificio negro en cuyos bordes se movían unas figuras. El agujero daba lentas vueltas, semejante a un ojo. Fue preciso que transcurrieran unos segundos para vencer el aturdimiento físico y mental y constatar que el ojo no se movía, sino que era una ilusión producida por el movimiento de balanceo de su cuerpo, colgado de la cadena.
Las puntas de los alfileres seguían pinchándole por todas partes. Unas veces parecían clavársele de golpe en todo el cuerpo y otras en puntos determinados en el cuero cabelludo, luego en un muslo o raspándole los órganos genitales.
«Concéntrate». Pugnó por dar con una perspectiva idónea, pero el aturdimiento producido por el frío glacial era un valladar, un muro frígido que le impedía pensar. «Concéntrate más aun».
Por fin Bond pudo fijar la mirada en el ojo, cuando cesaron los giros y las oscilaciones. El ojo era un orificio abierto en el hielo y el fondo oscuro era el agua helada del interior. Sus verdugos empezaron a soltar despacio la cadena, y sus pies apuntaban directamente sobre el agua.
Sonó una voz. Era la de Tirpitz-Buchtman.
– James, muchacho, lo vas a pasar muy mal. Dinos lo que sabes antes de seguir adelante. Ya sabes lo que queremos. Limítate a responder sí o no.
¿Qué era lo que querían? ¿Por qué todo aquello? Bond tuvo la sensación de que incluso su cerebro se estaba congelando. ¿Cómo?
– No -su voz se le antojó una especie de graznido.
– Los tuyo han apresado a uno de nuestros hombres. Dos preguntas. ¿En qué lugar de Londres está escondido? ¿Qué le han sacado en los interrogatorios?
¿Un hombre? ¿Cautivo en Londres? ¿Cuándo fue eso? ¿Qué había confesado? La mente de Bond se aclaró unos instantes. Ah, el militante de las Tropas de Acción detenido en Regent's Park. ¿Qué había confesado? Ni idea; pero ¿no había salido indemne? Sí, el prisionero debía de haber dicho bastantes cosas. Cuidado. Hay que mantener la boca cerrada. Luego dijo en voz alta:
– No sé de nadie que esté detenido. Nada de un interrogatorio -su voz, irreconocible, resonó en la cavidad de la gruta.
A sus oídos llegó como flotando la voz de su interlocutor. Bond tuvo que pugnar lo indecible para captar y asimilar cada una de las palabras.
– Muy bien, James, tú lo has querido. Volveré a preguntarte dentro de un momento.
Oyó en lo alto una especie de chirrido. La cadena. Vio cómo su cuerpo se desplazaba en dirección al negro orificio. Sin razón aparente Bond pensó de pronto que había perdido por completo el sentido del olfato. Qué extraño. ¿Por qué no podía oler? «Concéntrate en otra cosa». Pugnó y desvió el cauce de su pensamiento. Un día de estío. La campiña. Los árboles cubiertos de hojas. Una abeja que revolotea sobre su cabeza, y entonces pudo oler, recobrar el sentido del olfato envuelto en una gravilla de hierba y heno. A lo lejos el zumbido de algún tractor que avanzaba cansinamente entre los surcos.
«No hables. No sabes otra cosa que esto, el heno y la hierba. Nada. No sabes nada».
Bond oyó el chirrido final de la cadena en el preciso instante que tocaba el centro del orificio. Incluso logró atisbar a medias que el agua se había vuelto a recubrir de una fina capa de hielo. Luego, una brusca sacudida y la zambullida en el mismo centro. Debió de proferir algún grito, porque la boca se le llenó de agua. El resplandor del sol. El roble. Los brazos forzados a caer a impulso de la cadena. No podía respirar.
La sensación que experimentaba no era la de un frío atroz, sino la de un cambio de medio radical. Podía tratarse de agua hirviendo o helada, le parecía lo mismo. Después de la primera conmoción, Bond sólo tuvo conciencia de un dolor lacerante en todo el cuerpo, como si un foco de luz incolora y traslúcida le hubiera abrasado 1os ojos.
Seguía con vida, aunque sólo lo supiera a causa del dolor que sentía. Los latidos del corazón resonaban en su pecho y en sus sienes como timbales.
Era del todo imposible saber cuanto tiempo le habían mantenido en el orificio, bajo el hielo. Jadeante, con el resuello entrecortado, aspiró afanosamente en busca de aire, el cuerpo contraído por los espasmos, como un títere manejado por un desenfrenado titiritero.
Al abrir los ojos Bond vio que estaba suspendido de nuevo sobre el agujero cortado en el hielo. Fue entonces cuando le envolvió una brusca sacudida de frío, frío de verdad; el mecerse del cuerpo, los giros de acá para allá, los alfileres convertidos en púas que le desollaban vivo.
Su cerebro traspasó el frío y el muro de dolor. No, aquello era mentira. La hierba; los efluvios del campo en el estío; sonidos de la campiña y del verano, el tractor trazando los surcos muy cerca de él y el susurro del viento entre las ramas del roble.
– Está bien, Bond. Eso no ha sido más que el aperitivo. ¿Me escuchas?
Bond respiraba con normalidad, pero, en cambio, sus cuerdas vocales no parecían responder del todo bien. Por fin acertó a balbucear:
– Sí, te estoy oyendo.
– Sabemos muy bien hasta dónde podemos llegar, pero no te engañes, seguiremos adelante, hasta el límite. ¿En qué lugar de Inglaterra tenéis oculto a nuestro soldado?
Bond, una vez más, oyó el eco de una voz que no le parecía la suya propia sino la de otro ser.
– No sé de ningún hombre que esté detenido.
– ¿Qué secretos ha revelado a tu gente?
– No sé de ningún hombre que esté detenido.
– Como quieras.
Otra vez el chirrido mortal de la cadena.
Le zambulleron, dejando caer sobre su cuerpo el peso de la cadena. En esta ocasión por más tiempo. Bond pugnó por respirar, el velo rojizo que empañaba sus ojos mezclándose con una luz traslúcida que parecía derretir cada músculo, cada vena, cada víscera. Luego el alivio supremo de la oscuridad roto de pronto por el dolor del cuerpo desnudo columpiándose suavemente, extraído por segunda vez del charco helado.
El frío glacial que hacía en el interior de la caverna aumentó el sufrimiento que experimentara después de la primera inmersión. Ya no eran alfileres ni púas lo que desgarraba su cuerpo, sino pequeños roedores que le mordisqueaban la carne entumecida. Un dolor indescriptible en las partes más sensibles que hizo que Bond se retorciera y tratara de librarse de las esposas y el gancho de sujeción, anhelante por tener las manos libres y cubrirse con ellas los riñones.
– En Inglaterra hay un soldado de las Tropas de Acción Nacionalsocialista detenido en algún lugar. ¿Dónde está?
El verano. Prueba… Trata de recordar el verano. Pero aquello no era el verano. Sólo unos dientes atroces, pequeños y afilados que rasgaban la piel y mordían en el músculo y la carne. El soldado de las Tropas de Acción se hallaba en el cuartel general de su departamento en Regent's Park. ¿Qué mal había en decírselo? El verano… Las hojas verdes del verano.
– ¿Me escuchas, Bond? Habla y todo irá mejor para ti.
Llega el verano…
Canta, ¡cucú…!
– No sé. No sé nada de un prisionero… Nadie…
Sin darle tiempo a terminar la frase, se oyó el matraqueo de la cadena y Bond fue sumergido de nuevo en el charco helado. En esta ocasión, el grito pareció salido del interior mismo de su cabeza.
Se debatió en vano sin pensar siquiera lo que haría o podría hacer si le quitaban las esposas. Era un simple juego de reflejos fisiológicos: un cuerpo que lucha instintivamente para no dejarse morir, atrapado en un elemento que sin duda le daría un corto margen de supervivencia. Tuvo una conciencia vaga de que los músculos no respondían, de que el cerebro había dejado de operar racionalmente. Un dolor indescriptible, atroz. Oscuridad.
De nuevo vuelto a la vida, columpiándose en el aire. Bond se preguntó cuán cerca fluctuaba entre el vivir y lo desconocido, pues a la sazón el dolor se había concentrado en su cabeza. Era como un estallido llameante, cegador, que le abrasaba por dentro.
Oyó una voz que gritaba, como si tratara de comunicar con él desde la lejanía.
– El prisionero, Bond. ¿Dónde lo esconden? No seas estúpido; sabemos que está en algún lugar de Inglaterra. Basta con que nos digas el lugar. El nombre. ¿Dónde está?
«En el cuartel general de mi departamento. Un edificio junto a Rengent's Park. Transworld Export.» ¿Lo había dicho? No, aunque las palabras llegaron a formarse con claridad en su mente, en espera de ser vomitadas fuera.
Las hojas verdes del verano; el verano se acerca; vida es bonita; la última rosa del estío; el veranillo…
Las víboras se agitaban en su cabeza. Luego unas palabras; su voz que decía bien alto: «Ningún prisionero. No sé nada de una prisión».
El crujido del hielo a su alrededor; el rojo incandescente, el líquido cegador y la agonía del cuerpo que recobra la sensibilidad. Suspendido en el aire, chorreante, boqueando para recuperar el aliento, todo él, hasta el punto más recóndito del cuerpo desgarrado, hecho trizas. Por fin la mente había descubierto la verdadera fuente del sufrimiento. El frío. Un frío letal. Una muerte lenta por congelación.
El sol resplandecía. Hacía tanto calor que la frente de Bond se hallaba perlada de sudor, que caía sobre sus ojos. Ni siquiera podía abrir los párpados y sabía que había bebido demasiado. Bebido como un rey. ¿Por qué como un rey? Se había emborrachado por un penique; no, por dos peniques.
Había perdido la noción del equilibrio. Una risa: la de Bond. Por regla general no se embriagaba, pero aquello era algo más que una curda. Estaba ebrio como un… Atiborrado de alcohol como algo… ¿Cuándo fue? ¿El Cuatro de Julio? Por lo menos aquello hacía que uno se sintiese bien. Deja que la vida siga. Atolondrado… despreocupado… oscuridad. Oh, Dios, iba a perder el conocimiento, a desmayarse. No, se sentía demasiado feliz para que ocurriera. Contento… muy dichoso… La oscuridad que se acerca y se cierne sobre él. Una insinuación fugaz de lo que realmente ocurría, mientras la negrura de la noche le envolvía por entero. Un frío mortal.
– James… James -la voz le resultaba familiar. Parecía venir de lejos, de muy lejos, de otro planeta-. James… -una mujer, la voz de una mujer. Por último supo de quién se trataba.
Calor. Estaba tendido y experimentaba una sensación de calor. ¿Estaría en una cama? ¿De verdad sería aquello un lecho?
Bond intentó moverse y la voz repitió su nombre. Sí, estaba arropado entre sábanas y el ambiente era cálido.
– James.
Con sumo cuidado Bond abrió los ojos. Sintió un pinchazo en los párpados. Después movió el cuerpo, despacio porque cada movimiento le causaba dolor. Por fin volvió la cabeza hacia la voz. Tardó unos segundos en centrar la imagen en su retina, disipando el velo que enturbiaba la visión.
– Oh, James. Te han hecho la respiración artificial. Estás bien. He pulsado el timbre y me han dicho que mandarían a un especialista en cuanto te trajeran aquí.
La habitación no se diferenciaba de las normales de una clínica, con la excepción de que no había ventanas. En la cama de al lado estaba Rivke Ingber, las piernas escayoladas y levantadas, suspendidas de una polea. Tenía buen aspecto y se la veía feliz.
Luego retornó la pesadilla y Bond evocó el trance por el que había pasado. Cerró los ojos, pero no vio más que el orificio negro, frígido y circular del charco helado. Movió las muñecas y sintió un fuerte dolor allí donde antes las esposas ceñían la piel.
– Rivke…
Fue la única palabra que pudo pronunciar, pues su mente se hallaba atormentada por otros pensamientos ¿Había hablado? ¿Qué les había dicho? Podía recordar las preguntas que le formularon, pero no las respuestas. Una imagen de la campiña en verano pasó como una sombra por su mente: la hierva, el heno, un roble, un zumbido mecánico a lo lejos.
– Beba esto, señor Bond -era la primera vez que veía a la mujer, pero vestía con pulcritud un traje de enfermera y sostenía un tazón de humeante líquido cerca de sus labios-. Es un consomé. Caliente. Le conviene tomar bebidas calientes. Se pondrá bien. Ahora estése quieto y no se preocupe por nada.
Con el cuerpo entre almohadas, no tenía ni la fuerza ni el deseo de resistirse. El primer sorbo hizo que los años, el pasado entero se agolpara en su mente. El sabor del líquido le trajo a la memoria días muy lejanos, de la misma forma que la música despierta recuerdos dormidos.
Evocó la infancia lejana, el olor aséptico de la enfermería del colegio, los accesos de gripe acostado en su casa.
Sorbió más liquido y sintió el calor que descendía como un leve hormigueo hasta el estómago y el vientre. Pero el ardor en las entrañas despertó el horror del tormento: la caverna de hielo y el frío gélido, el frío indescriptible que sintió cuando le zambulleron en el charco helado.
¿Había hablado? Por más que se estrujaba el cerebro, no acertaba a responder. En la bruma de las vívidas y diabólicas imágenes de la tortura, no sabía lo que había sucedido entre él y sus verdugos.
Deprimido volvió los ojos hacia Rivke. La chica le miraba con fijeza, con los ojos llenos de ternura y comprensión, como lo hizo aquella mañana temprano, antes de la explosión en la pista de esquí.
Los labios de Rivke se movieron, susurrantes, inaudibles, pero Bond pudo adivinar con facilidad lo que decían:
– James, te quiero.
Él sonrió y asintió con un corto movimiento de cabeza, mientras la enfermera inclinaba un poco la taza de consomé para que Bond pudiera beber con más facilidad.
Estaba vivo y Rivke junto a él. Mientras permaneciera con vida todavía cabía una posibilidad de acabar con las Tropas de Acción Nacionalsocialista y borrar del mapa al Führer y el «nuevo mundo» que tenía en perspectiva.