2. Afición a las rubias

Mucho antes de ingresar en el servicio secreto, James Bond utilizaba un curioso sistema de memorización para recordar los números de teléfono. A la sazón tenía grabados in mente los números de un millar de personas poco más o menos, de los que podía echar mano en cualquier momento, extrayéndolos de su cerebro como si de una computadora se tratase.

Buena parte de ellos estaban relacionados con el trabajo, razón de más para no registrarlos en una agenda. Pero Paula Vacker no tenía nada que ver con sus actividades profesionales; figuraba en su archivo mental sólo y exclusivamente para ocio y distracción.

Desde la habitación que ocupaba en el Hotel Intercontinental sito en el extremo norte de Mannerheimintie, la anchurosa arteria de Helsinki, Bond marcó un número de teléfono. Tras dos señales del timbre sonó la voz de una muchacha que se expresó en el idioma local.

Bond, muy circunspecto, dijo en inglés:

– Por favor, ¿quiere ponerme con Paula Vacker?

Sin esfuerzo aparente, la operadora preguntó en la misma lengua que su interlocutor al otro extremo del hilo:

– ¿De parte de quién?

– Me llamo Bond. James Bond.

– No se retire, señor Bond; veré si la señorita Vacker puede ponerse al aparato.

Una pausa y enseguida llegó a sus oídos el click del teléfono y el timbre de una voz que se le antojaba muy familiar.

– ¿James? ¿Desde dónde llamas, James?

El acento de la joven apenas si traslucía el tono cantarín del habla de los países escandinavos.

Bond dijo que estaba en el Intercontinental.

– ¿Estás aquí, en Helsinki? -la voz de la chica no ocultaba el placer que le producía la noticia.

– Sí, en Helsinki -remachó Bond-. A menos que las líneas aéreas de tu tierra se hayan equivocado de lugar.

– Finnair es como las palomas mensajeras -dijo Paula-; pocas veces pierden el rumbo. Menuda sorpresa me has dado. ¿Cómo no me avisaste venías?

– Ni yo mismo tenía la menor idea -dijo Bond-. Un repentino cambio de planes -eso por lo menos era verdad en parte-. Como mi ruta pasaba por Helsinki me dije que sería agradable detenerse aquí. Digamos que fue un antojo.

– ¿Antojo?

– Sí, un capricho, un impulso. ¿Cómo pasar de largo sin ver a esa preciosidad de Paula?

Ella se echó a reír; al fin había dado una buena razón. Bond se la imaginó con la cabeza un poco echada hacia atrás, los labios entreabiertos dejando al descubierto la hermosa dentadura y la lengua fina y rosácea. El apellido de la chica daba a entender que tenía antepasados suecos. Traducido directamente del sueco el nombre de la joven seria Paula Preciosa; un apelativo muy apropiado.

– ¿Tienes la noche libre? -Bond sabía que sin presencia de la joven el tiempo se le haría largo y tedioso.

Paula volvió a reír de aquel modo tan suyo, con un destello de humor en la voz y sin esa estridencia peculiar de que hacen gala algunas profesionales de postín.

– Tratándose de ti, James, siempre estoy libre, pero nunca rendida a tus pies.

Se trataba de una broma que databa ya de antiguo y que se le ocurrió al propio Bond. En su día tuvo una buena razón de ser.

Se habían conocido en Londres hacía unos cinco años. Todo aconteció en esa primavera londinense que confiere a las secretarias el aire de que van muy a gusto a su trabajo, una época del año en que el césped de los parques se adorna con la alfombra amarillenta de los parterres de narcisos.

Los días empezaban a prolongar su claridad y el Ministerio de Asuntos Exteriores bullía de actividad. El departamento se disponía a engrasar las ruedas del comercio internacional, y Bond se encontraba destacado en la capital en misión de vigilancia. Lo cierto es que se habían suscitado algunas discusiones, ya que la seguridad interna era competencia del MI5, no de la sección de Bond. El Foreign Office, que patrocinaba la velada, se salió por fin con la suya. A regañadientes, el Grupo «Cinco» se avino a las presiones de los diplomáticos, pero dejó bien sentado que mandaría también a un par de agentes.

Visto desde el lado profesional, la fiesta era de lo más anodina; pero con Paula de por medio las cosas tomaban otro cariz.

No es que Bond la descubriera por casualidad entre la nutrida concurrencia. Es que era imposible no fijarse en ella. Parecía que fuese la única mujer invitada a la fiesta, cosa que molestaba profundamente a las restantes féminas, sobre todo a las más veteranas y a ese espécimen de mujer fatal que siempre ronda en las veladas que auspicia el Foreign Office.

Llevaba puesto un traje de noche blanco. El bronceado de la piel era natural; su tez, fascinante, habría acabado con las casas de cosmética, pues no necesitaba de retoques. La rubia y abundante cabellera caía sobre sus hombros inmune al más furioso vendaval. Por si fuera poco, poseía una silueta esbelta, porte sensual, ojos veteados de gris y unos labios hechos para el amor.

Al principio Bond la escrutó con aire más bien profesional y se dijo qué magnífico «gancho» sería en cualquier lugar, sobre todo en Finlandia, donde al parecer no los había en abundancia. Permaneció un buen rato mirándola a distancia hasta cerciorarse de que no llevaba acompañante. Luego avanzó a su encuentro y se presentó a sí mismo diciéndole que el ministro le había encargado que cuidara de ella. Dos años más tarde, hallándose ambos en Roma, Paula le confesó que el ministro había intentado seduciría a primera hora de la noche, antes de que su esposa llegara a la recepción.

El caso era que había ido a pasar una semana en Londres. Aquella primera noche, ya tarde, Bond la llevó a cenar al Ritz. La joven comentó que el ambiente le parecía «peculiar». Una vez en su hotel, Paula le dio con toda amabilidad unas calabazas como catedrales.

Bond estrechó el cerco. Primero trató de impresionarla, pero la chica no quería ir al Connaught, ni tampoco al The Inn on the Park, Tiberio, el Dorchester, el Savoy o el Royal Garden Roof. Tomar el té en Brown's le pareció simplemente «divertido». Bond se disponía a recorrer con ella la ruta del Tramps y el Annabelle cuando Paula se decantó por Au Savarin, en Charlotte Street. Fue una elección a iniciativa de la chica. Cuando estaban terminando de cenar, el dueño se acercó y se sentó a la mesa y él y Paula y también Bond en menor grado, intercambiaron anécdotas subidas de tono. El superespía no estaba muy seguro de que fuera un tema a la medida de sus posibilidades.

Se hicieron grandes amigos y descubrieron que tenían aficiones comunes: la navegación a vela, la música de jazz y las obras de Eric Ambler. Hablaron también de otro deporte, y al cabo de cuatro noches lo saborearon con delectación. Bond, reputado por su experiencia en la materia, reconoció que la chica merecía una mención summa cum laude. También ella se mostró dispuesta a otorgarle las más altas calificaciones. De todos modos, Bond no estaba seguro de esto último.

Durante los años que siguieron se mantuvo la amistad y se convirtieron, por decirlo con un eufemismo, en dos «primos carnales» que se llevaban muy bien. A menudo coincidían en lugares tan dispares como Nueva York y el puerto de Dieppe, en Francia. Fue esta localidad, el pasado otoño, donde Bond y la muchacha se vieron por última vez. Ahora, en Helsinki, el superagente iba a tener por vez primera ocasión de verse con Paula en la patria de ella.

– ¿Cenamos juntos? -preguntó él.

– De acuerdo, si me dejas elegir el restaurante.

– ¿Acaso no lo haces siempre?

– ¿Pasarás a recogerme?

– A eso y a otras cosas.

– Conforme. Ven a mi apartamento a las seis y media, ¿te parece? ¿Conoces la dirección?

– Sí, preciosa mía, la llevo grabada en el corazón.

– Eso se lo dices a todas.

– Casi a todas, pero soy sincero. Además, ya sabes que tengo debilidad por las rubias.

– No está bien que te hospedes en el Intercontinental. ¿Por qué no tomaste habitación en el Hesperia? Es más finlandés.

– Porque si pulsas los botones del ascensor te sacuden una descarga eléctrica.

– También en el Intercontinental. Ya sabes, el frío y la calefacción central dan estas sorpresas…

– …y también las alfombras, lo sé. Pero las descargas que recibo aquí son más caras, y como yo no pago la cuenta prefiero que sean descargas de lujo.

– Ten cuidado con lo que tocas. En esta época del año cualquier objeto metálico es conductor de electricidad. Cuidado en el baño, James.

– Me pondré zapatillas con suela de goma.

– No pensaba en tus pies de forma especial. En fin, ¡me alegro tanto de que hayas tenido ese antojo, James! Te espero a las seis y media -la chica colgó el teléfono antes de que él tuviese tiempo de responder con algún mimo.

La temperatura en la calle era de unos veinticinco grados bajo cero. Bond contrajo los músculos y luego se distendió. Tomó la pitillera metálica que tenía sobre la mesita de noche y encendió un cigarrillo, uno de los que preparaba especialmente para él la casa H. Simmons de Burlington Arcade.

El ambiente de la habitación era íntimo y acogedor. Bond lanzó con delectación una bocanada de humo hacia lo alto. Sin duda el trabajo tenía sus compensaciones. Aquel mismo día, por la mañana, Bond había dejado atrás temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero, ya que la verdadera razón de su estancia en Helsinki tenía que ver con un muy reciente viaje al Círculo Polar Artico.

Enero no es la mejor época del año para visitar esa zona. Pero tratándose de un período de entrenamiento para subsistir en las condiciones más duras, en la clandestinidad y soportando los rigores del invierno, la parte de Finlandia que abarca el Círculo Polar tenía las mismas desventajas que cualquier otra zona geográfica.

Los Servicios Especiales, a los que pertenecía, consideraban obligado que sus mejores agentes se mantuvieran en plena forma y recibiesen adiestramiento en todas las modernas técnicas de la profesión. De aquí que, una vez al año por lo menos, Bond se esfumara del mapa para practicar con el Destacamento 22 de las fuerzas especiales de Aviación Militar, cerca de Hereford, o en sus desplazamientos ocasionales a Poole, en Dorset, para ser instruido acerca de nuevas tácticas y material utilizado por el Cuerpo Especial de patrulleros de la Marina real.

Si bien se había procedido a liquidar la antigua unidad de élite «Doble Cero», facultada para «matar en cumplimiento del deber», Bond seguía encarnando el papel de 007. El áspero jefe de los Servicios Especiales, conocido por todos como «M», se lo explicó sin andarse con chiquitas.

"En lo que a mí respecta usted sigue siendo el agente 007. Yo asumo toda la responsabilidad de sus actos y, como de costumbre, recibirá las órdenes y objetivos a cumplir directamente de mí, sin intermediarios. Hay veces en que este país necesita de alguien que remiende los desperfectos con un objeto contundente, y a fe mía que van a recibir unos cuantos mamporros.

Dicho en términos más protocolarios, Bond era lo que los servicios de espionaje norteamericanos denominan una «carta única», es decir, un agente para menesteres difíciles al que se dejan las manos libres para acometer misiones especiales. Ese fue el caso cuando Bond, a raíz del conflicto de las islas Malvinas en 1982, tuvo que adoptar un ingenioso camuflaje de su personalidad. En aquel trance ni siquiera fue reconocido ante las cámaras de la televisión. Pero, en fin, todo esto había quedado ya atrás en el recuerdo.

Con vistas a lograr que el agente 007 estuviera siempre en perfecta forma, Bond constató que «M» se las componía para someterle, cada año, a uno o más entrenamientos sobre el terreno. En la presente ocasión se trataba de lidiar con los inconvenientes de un clima gélido. Las órdenes, apremiantes, apenas dieron tiempo a Bond a prepararse para la prueba.

Durante el invierno, miembros de las fuerzas especiales del Arma Aérea realizaban cada año ejercicios de adiestramiento en las nieves de Noruega. Para el año en curso y a modo de aventura suplementaria, M había dispuesto que Bond participase en una misión de entrenamiento en la zona del Círculo Polar, en secreto y sin ningún tipo de permiso o autorización del país en que iba a desarrollarse el lance: Finlandia.

La misión, que no conllevaba elemento alguno de misterio o amenaza siniestra, se reducía a una semana de ejercicios de subsistencia en condiciones adversas en compañía de dos soldados de las fuerzas especiales del Arma Aérea y de dos agentes del Cuerpo de Patrulleros de la Armada.

Sus compañeros de fatigas tenían encomendado un papel más difícil que el de Bond, ya que debían pasar clandestinamente dos fronteras: desde Noruega a Suecia y, a renglón seguido, también en secreto, cruzar los límites fronterizos de Finlandia, para luego encontrarse con Bond en Laponia. Una vez en esta región tenían que pasar siete días sometidos al llamado «régimen del cinturón», es decir, subsistir con lo más imprescindible, guardado en unos cinturones especialmente diseñados para tales menesteres. El objetivo fijado era sobrevivir en un medio hostil sin dejarse ver ni identificar.

A esta prueba seguiría un ejercicio de cuatro días dirigido por Bond, consistente en un recorrido por la frontera fino-soviética, con tomas fotográficas incluidas. Finalizada la misión, el grupo se disgregaría, Bond por un lado y los comandos por otro. Se había previsto que un helicóptero recogiera a estos últimos en una zona alejada, mientras Bond emprendía el regreso por su cuenta.

A Bond no le costó ningún trabajo encontrar un camuflaje en Finlandia. Todavía tenía que realizar las pruebas oportunas de su Saab turbo -él lo llamaba la «Fiera de P1ata»- en las duras condiciones del invierno nórdico.

La Saab-Scania organizaba todos los años una competición automovilística en un circulo de la zona ártica, cerca de la estación de esquí de Rovaniemi. Ambas circunstancias constituían una buena coartada para su estancia en el país. No le fue difícil arreglárselas para que se le invitara a tomar parte en la prueba deportiva; le bastó con un par de llamadas telefónicas y al cabo de veinticuatro horas tenía su coche en Finlandia, equipado con todos los «accesorios» secretos incorporados a sus expensas por la firma Communications Control Systems. Seguidamente Bond tomó un avión con destino a Rovaniemi y escala en Helsinki para discutir algunos detalles con los mecánicos y técnicos de la escudería, amigos de antiguo, como Erik Carlsson y el apuesto Simo Lampinen.

El rally automovilístico le llevó unos pocos días, y después de llegar a un acuerdo con el corpulento Erik Carlsson, que prometió cuidar de «Fiera de Plata», abandonó el hotel cercano a Rovaniemi a primera hora de una gélida mañana.

El atuendo invernal que Bond vestía no hubiese favorecido su imagen con las mujeres de su tierra natal. La camiseta térmica Damart resultaba poco apropiada para determinadas maniobras. Encima de la camiseta, de pantalón largo, llevaba un traje de competición, más un suéter de cuello alto y como remate unos pantalones y chaqueta acolchados, al estilo de los esquiadores. Calzaba gruesas botas Mukluk fuertemente sujetas con cordones. Un pasamontañas de grueso paño, la bufanda, el casquete de lana y las gafas protectoras le resguardaban cuello y cabeza. Debajo de los guantes de piel llevaba otros de la firma Damart que dábanles calor a las manos. Un pequeño envoltorio contenía la impedimenta, incluida su particular adaptación del cinturón de tela usado por los comandos de la aviación y la marina.

Bond se abrió camino trabajosamente a través de la nieve, que en las partes más accesibles del terreno le llegaba hasta las rodillas, atento en todo instante a no apartarse del estrecho sendero que había explorado previamente a la luz del día. Un falso movimiento a la derecha o a la izquierda podía hacerle caer en una hoya de tamaño suficiente para cubrir por completo un automóvil de pequeña cilindrada.

El escúter o velomotor se hallaba exactamente donde le habían indicado los agentes portadores de instrucciones. Nadie preguntaría cómo aquel artefacto había ido a parar allí. Los velomotores para la nieve resultan bastante difíciles de manejar a motor parado, de forma que Bond necesitó diez minutos largos para sacarlo de entre las rígidas ramas de abeto entre las que estaba oculto. A continuación lo acarreó hasta lo alto de una loma que descendía formando una suave pendiente de casi un kilómetro. Bond empujó levemente el escúter y el vehículo empezó a deslizarse, dándole el tiempo justo para saltar al interior y resguardar las piernas bajo el capó.

El escúter resbaló sobre la nieve a lo largo de la pendiente, hasta que perdió impulso y se detuvo. A la sazón y a pesar de lo mucho que resuenan los ruidos en un paraje nevado, Bond se hallaba lo bastante lejos del hotel para poner el motor en marcha no sin antes proveerse de una brújula y comprobar el mapa con una linterna. El pequeño motor entró en funcionamiento. Bond abrió la válvula de admisión, embragó y el vehículo empezó a moverse. Al cabo de veinticuatro horas llegaba al punto de destino donde le esperaban sus compañeros.

Fue una buena idea escoger Rovaniemi como centro de operaciones, ya que desde la población resultaba fácil desplazarse a las zonas más solitarias y despobladas. Por otra parte, con un escúter los puntos más accesibles de la frontera ruso-finesa quedan a dos horas escasas de camino. Así, uno podía trasladarse a Salla, escenario de cruentas batallas entre rusos y finlandeses durante 1939 y 1940. Si uno se adentraba más al norte, la zona fronteriza era más escabrosa.

Durante el verano esta región del Círculo Polar Ártico no resulta desagradable, pero al llegar el invierno las ventiscas, las bajísimas temperaturas y la densa capa de nieve convierten aquellos parajes en un lugar peligroso para los imprudentes.

Bond daba por supuesto que al término del período de entrenamiento con los comandos del arma aérea y de la marina se encontraría agotado y necesitado de reposo, sueño y distensión, cosas que sólo podía conseguir en Londres. La verdad era que en las fases más duras del entrenamiento soñaba con las comodidades de su apartamento de Chelsea. No podía imaginar que de regreso a Rovaniemi, dos semanas más tarde, estaría pletórico de energía y facultades físicas; una sensación que no experimentaba desde hacia mucho tiempo.

Llegó al balneario de invierno casi de madrugada, entró un momento en el Hotel Polar de Ounasvaara, donde la Saab tenía sus cuarteles de invierno, y dejó una nota para Erik Carlsson diciéndole que ya le mandaría instrucciones respecto a «Fiera de plata». Luego se hizo llevar al aeropuerto y tomó el primer avión que salía para Helsinki. En aquel momento su intención era hacer transbordo y dirigirse a Londres.

Pero cuando el DC9-50 se aproximaba al aeropuerto de Vantaa de Helsinki, sobre las doce y media de la mañana se le ocurrió pensar en Paula Vacker. La idea de ver a la chica fue tomando cuerpo en su mente, impulsada sin duda por la sensación de bienestar físico que le poseía.

Cuando el aparato se posó en la pista de aterrizaje, Bond había cambiado por entero sus planes. La verdad era que no se había fijado una fecha exacta de regreso y, además, el departamento le debía aún unas vacaciones atrasadas, aunque «M» le había ordenado que volviera a Londres tan pronto finalizara la misión. Nadie le echaría en falta al menos durante dos días.

Ya en la terminal, tomó un taxi que le llevó directamente al Intercontinental, donde pidió habitación. Una vez el conserje hubo dejado su maleta en la estancia que ocupaba, Bond se dejó caer en la cama y marcó el teléfono de Paula. Quedaron en verse a las seis y media. Bond sonrió, anticipándose al placer que le aguardaba.

No podía imaginar que por el mero hecho de llamar a una antigua amiga y de invitarla a cenar, su vida experimentaría un brusco cambio en las semanas que seguirían.

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